Conoce al Papa, n.
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Luis-Fernando Valdés
Benedicto XVI, desde sus años de vida académica, conocía muy
bien la encrucijada intelectual de occidente; y más tarde, en sus 23 años de
Prefecto de la Doctrina de la Fe, tuvo la oportunidad de ver cómo la llamada
Modernidad había dejado sin esperanza a millones de personas en Occidente.
Para dar una respuesta sólida este desolador panorama, el
Papa publicó su segunda Encíclica, titulada “Spe
salvi” (“En esperanza fuimos salvados”: Romanos 8, 24). En ella, el Romano
Pontífice explica que “se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos
ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar
nuestro presente”, porque podemos estar seguros de que el presente lleva a una
meta tan grande que justifica el esfuerzo del camino. El cristiano sabe que “su
vida no acaba en el vacío" (n. 1).
El Santo Padre, primero hace un diagnóstico acertado de la
crisis de esperanza con que termina la modernidad. La ciencia y la técnica, que
prometían un futuro mejor con su esperanza ciega en el progreso, y la libertad
y la razón, que con la Revolución Francesa o el Marxismo prometieron un mundo
de justicia, al final mostraron que no eran capaces de fundamentar una
verdadera esperanza.
El documento pontificio consta de dos partes. En la primera,
Benedicto XVI explica que todos tenemos necesidad de las esperanzas, pequeñas y
grandes, en la vida diaria. Pero éstas no bastan, debe haber una “gran
esperanza, que debe superarlo todo”. Y la gran esperanza es Dios. “Dios es el
fundamento de la esperanza. No cualquier Dios, sino aquel Dios con rostro
humano que nos ha amado hasta el final. Sólo su amor nos da la posibilidad de
perseverar día a día sin perder el ánimo de la esperanza” (n. 31).
Pero el Santo Padre no se queda sólo en una exposición
teórica de esta virtud cristiana. En la segunda parte de la Encíclica, propone
unos “lugares” para aprendizaje y el ejercicio de la esperanza. El primero es
la oración: “Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no
puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios”
(n. 32). Y recuerda el testimonio del cardenal vietnamita, Nguyen Van Thuan,
quien tuvo una larga prisión en campos de concentración: “en una situación de
desesperación aparentemente total, la escucha de Dios, el poder hablarle, fue
para él una fuerza creciente de esperanza” (ibid.).
El sufrimiento es otro lugar de aprendizaje: “Conviene
ciertamente hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento”, sin embargo,
“lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino
la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un
sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito” (nn.
36-39).
Un “lugar” más es el
Juicio de Dios. Ante el panorama de injusticia y sufrimiento de los inocentes,
muchos piensan si Dios no establece la justicia, entonces el hombre es el que
se la debe crear. Pero, responde el Papa, “un mundo que tiene que crear su
justicia por sí mismo es un mundo que se queda sin esperanza” (n. 42). “Sólo
Dios puede crear justicia”, y eso lo hará en el Juicio final, lo cual nos llena
de esperanza (n. 44).
Así Benedicto XVI nos ofrece una vía para recuperar el
sentido de la vida, porque ni unas condiciones económicas favorables, ni la
ciencia son capaces de redimir al hombre. Es el amor de Dios lo que redime al
hombre y en este amor sí se puede apoyar nuestra esperanza.
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