domingo, 29 de enero de 2006

Benedicto XVI y el amor

Luis-Fernando Valdés

Por fin, el pasado día 25 de este mes, se publicó la esperada primera Encíclica del Papa Benedicto. Desde que se anunció a los medios, el tema de este documento nos llenó de gusto, pues no dejó de ser una grata sorpresa que se tratara del amor. «Hemos creído, nos dice el Papa, en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida» (n. 1)
Titulada Deus caritas est (Dios es amor), la Encíclica aborda un aspecto de la máxima importancia tanto para cada persona como para toda comunidad, ya que el amor «siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor» (n. 28, b).
Este escrito ofrece una visión optimista del cristianismo, porque nos recuerda que el centro de la enseñanza y la praxis de la fe católica es el amor. Con realismo, el Santo Padre se enfrenta a una de las objeciones más comunes presentadas a la Iglesia. El Papa se pregunta si la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida.
Y el Pontífice responde que la Iglesia no condena el amor, sino que lo custodia para que no se desvirtúe y siga siendo auténtico. Con este documento magisterial, Benedicto XVI sale al rescate del amor, y explica cuál es el verdadero amor y enseña también los aspectos sociales del amor auténtico.
El amor personal tiene dos aspectos. Uno es la atracción, llamada por los griegos «eros», y el otro es la entrega desinteresada, conocida como «ágape». Actualmente, algunas personas suelen reducir el «eros» al mero impulso sexual. Pero esa visión, enseña el Papa, implica «una degradación del cuerpo humano, que ya no está integrado en el conjunto de la libertad de nuestra existencia, ni es expresión viva de la totalidad de nuestro ser, sino que es relegado a lo puramente biológico» (n. 5).
En cambio, el desarrollo del amor «hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza», explica el Santo Padre, conlleva el que «aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad —sólo esta persona—, y en el sentido del “para siempre” » (ibid).
Por otra parte, la sociedad tiene necesidad del amor y, por eso, Benedicto XIV exhorta al «ejercicio del amor, por parte de la Iglesia», pues ésta es una «comunidad de amor» (cfr. n. 19).
El Papa describe en tres rasgos la manera como los católicos deben vivir esa dimensión social del amor. En primer lugar, no se trata sólo de «profesionalizar» los servicios asistenciales, sino de retomar la dimensión religiosa del servicio a los demás. Se trata de un encuentro personal con Cristo, cuyo amor ha tocado el corazón del creyente suscitando en él el amor por el prójimo (cfr. n. 31,a).
En segundo lugar, el Obispo de Roma nos recuerda que el amor no es un medio, sino un fin. Por eso, «la actividad caritativa cristiana ha de ser independiente de partidos e ideologías. No es un medio para transformar el mundo de manera ideológica y no está al servicio de estrategias mundanas» (n. 31,b).
Y, finalmente, el Santo Padre señala que el amor es gratuito. «La caridad no ha de ser un medio en función de lo que hoy se considera proselitismo. El amor es gratuito; no se practica para obtener otros objetivos» (n. 31,c).
Benedicto XVI no deja de sorprendernos. Sigue derribando los prejuicios. Dejará de ser considerado el «panzerkardinal», para ser conocido como el «Papa del amor». Y es lógico: quien custodia con firmeza la doctrina debe ser fiel al mensaje central del cristianismo: que «Dios es amor» (1 Juan 4, 16).

domingo, 22 de enero de 2006

El arte de poseer

Luis-Fernando Valdés

Estamos remontando la «cuesta de enero». Entre festejos, regalos y viajes, probablemente nuestra economía familiar se ha visto un poco afectada. Y, entre un gasto y otro, quizá ha aparecido fugazmente en nuestra mente, el pensamiento de que lo importante de la vida no consiste en tener cosas.
Ciertamente, lo esencial para el hombre es su vida espiritual. Pero, incluso lo más espiritual del ser humano está hondamente enraizado en el mundo material. No podemos caer en un dualismo, en el que la carne y el espíritu se vean como antagonistas.
Como los seres humanos somos alma y cuerpo, vivimos rodeados de «cosas» y necesitamos utilizarlas para vivir; las almacenamos para garantizar el futuro; nos rodeamos de cosas amables y cómodas para construir nuestro hogar, e incluso requerimos de ellas para cultivar la vida espiritual. Por esa razón, debemos aprender a relacionarnos con las cosas.
Aunque toda la vida hemos estado rodeados por ellas, a veces no tenemos tan claro cómo debe ser esa convivencia. Caben, al menos, tres relaciones con las cosas que poseemos. Hay un modo de poseer que desprecia las cosas, otro que las aprecia y uno más, que consiste en ser poseído por ellas.
La primera de esas modalidades se caracteriza por no atender a la individualidad de las cosas. Se trata de una persona a la que le da lo mismo usar un coche que otro, con tal de que sea coche, y así le sucede con todo: con un reloj, con un casa, con un árbol... y como si todos fueran fabricados en serie.
Como consecuencia, una persona así no se preocupa por las cosas, y no le importa si se estropean, porque las puede sustituir por otras semejantes que hacen el mismo papel. Esa mentalidad trae como consecuencia el descuido y el despilfarro. Así, las cosas no se cuidan, no se protegen, no se reparan a tiempo; se maltratan, se decomponen, hasta convertirse en basura.
Cuando se tiene un cierto nivel de vida, el despilfarro suele ser un velo que encubre la negligencia, porque se sustituyen pronto las cosas que se estropearon por no saberlas cuidar. Incluso se da una mentalidad consumista, que cambia las cosas sin llegar a aprovecharlas ni a gastarlas, por el simple afán de usar artículos nuevos.
La segunda actitud ante las cosas consiste en respetarlas. Para esto se requiere saber contemplarlas, para superar la mirada puramente utilitarista, y descubrir que son cosas antes que instrumentos a mi servicio, p. ej. a un árbol, hay que saber admirarlo, antes que considerarlo como madera o materia prima para producir papel.
Respetar las cosas quiere decir tratarlas de acuerdo con lo que son, ya sea como seres creados, ya sea como artículos elaborados por el hombre para su servicio. Y en este caso, el respeto consiste en utilizar los instrumentos para lo que sirven, y en cuidar las cosas que se usan: procurar que las casa, los coches, la ropa, los muebles, etcétera, estén en buen estado y con una apariencia digna.
Hay un tercer modo de relacionarse con las cosas, que más bien consiste en ser poseído por ellas. Se trata de la avaricia, que es un afán desordenado de tener por tener, sin que se sepa para qué. Cuando desaparece la actitud de contemplar las cosas, y sólo hay deseo de poseerlas, resulta que el hombre deja de ser poseedor de ellas, y las cosas pasan a dominarlo. Se desean más cosas de las que se pueden disfrutar, o se acumulan más cosas de las que se pueden usar.
Esta triple actitud hacia las cosas, nos plantea la necesidad de aprender el «arte de poseer», que nos permita usar las cosas para vivir con dignidad, que nos ayude a apreciar la naturaleza y a respetar los objetos construidos por el hombre y —sobretodo— que nos libre de la avaricia.

Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com

domingo, 15 de enero de 2006

¿Cuánto dura el matrimonio?

Luis-Fernando Valdés

Las cifras de divorcios en nuestro Estado nos invitan a reflexionar. Es un hecho que van en aumento. Y son reflejo de que el «matrimonio para siempre» ya no es un valor universal de nuestra sociedad. Al contrario, es un punto de discusión.
Y estas disputas parecen dejarnos a todos en un dilema: o defender la verdad o ser comprensivos y tolerantes. Y, en realidad, no debe haber oposición entre la exposición clara de la verdad sobre el matrimonio, y la comprensión hacia quienes enfrentan una rotura matrimonial. Hoy hablaremos sobre la verdad de la indisolubilidad del matrimonio, con el sincero deseo de ser muy respetuosos con los que piensen de una manera diferente.
Jesucristo nos enseñó que la verdad nos hace libres (cfr. Juan 8, 32). Aunque la verdad es exigente, y vivir de acuerdo con ella muchas veces requiere heroísmo, es la condición para obtener la paz y la felicidad. Pero la verdad no tiene porque agredir a nadie. San Pablo, al explicar la doctrina de Cristo a los habitantes de Éfeso, les indicaba que debían exponer la verdad con caridad, con comprensión (cfr. Efesios 4, 15).
La enseñanza de la Biblia es muy clara sobre la indisolubilidad del matrimonio (ver Mateo 19, 3-9). Cuando le preguntan si es lícito el divorcio, sorprende que Jesús da un argumento racional, que consiste en aclarar que hay un «diseño original» sobre el matrimonio, y que lo previsto en ese plan es que sea para siempre.
Ese modelo original creado por Dios es el punto de referencia para aceptar o no el divorcio. Y lo más sorprendente es que la Iglesia siempre ha sostenido que este diseño originario es conocible a través de la razón y que, por eso, es válido para todo ser humano. Por eso, tanto la argumentación a favor del matrimonio como las razones para no aceptar el divorcio son racionales, no arbitrarias ni fideístas.
Defender la indisolubilidad del matrimonio no es una postura confesional, propia y exclusiva de los católicos, ni religiosa, como no lo es defender una opción ecológica de defensa del medio ambiente. Lo que está en juego no es la fe, sino el reconocimiento de que existe un modelo natural de matrimonio válido para todos.
Lo que se discute no es si uno cree o no en la indisolubilidad del matrimonio por la fe católica recibida, sino si le parece un bien razonable, necesario y defendible para la sociedad. No se reflexiona sobre un dato religioso, sino sobre un hecho social.
Lo que está en juego no es el dogma católico, sino el «diseño», la naturaleza del matrimonio mismo. En las leyes sobre el divorcio no se discute sobre el divorcio, sino sobre el propio concepto de matrimonio. Si se afirma que ese modelo original del matrimonio consiste en un vínculo disoluble, y que esa unión puede romperse, entonces se está cambiando el contenido mismo del matrimonio.
Esto significa declarar que todo matrimonio es disoluble. También supone admitir que una persona podría divorciarse varias veces, y eso es equivalente a negar que exista vínculo alguno. En el fondo, se aceptaría que el amor «para siempre» no existe.
La naturaleza indisoluble del matrimonio es razonable y lógica. La demostración está en que todos consideramos como amor verdadero el deseo de permanecer «para siempre» con las personas que amamos. Y cuando un novio le dice a su prometida: «te quiero, pero sólo por un tiempo», o «eres casi la única mujer que amo», pensamos que la está engañando. ¿Esto no le parece a Usted que es una prueba de que el divorcio va en contra de la lógica y del amor? El plan original del matrimonio es un amor exclusivo y para siempre... y esto es razonable.

Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com

domingo, 8 de enero de 2006

La paz ¿utopía o praxis?

Luis-Fernando Valdés

Iniciamos el nuevo año con deseos de paz. Qué entrañables deseos de armonía hemos recibido en las felicitaciones de estos primeros días del 2006. Sin embargo, la dura realidad vuelve a imponerse y, junto a estos anhelos, seguimos recibiendo noticias de violencia en nuestro país. ¿Por qué no viene la paz, si somos tantos millones los que la estamos aguardando?
Esta expectación me recuerda un cuento de García Márquez. El protagonista era un coronel retirado, que cada día acudía a la oficina de correos con la ilusión de recibir una carta, que le diera noticias sobre su pensión. Y pasaron más de diez años. El militar sabía que esa misiva nunca llegaría, porque en realidad no existía tal pensión... pero se aferraba a esa ilusión.
Quizá nos pasa un poco lo mismo con el tema de la paz. Cada nuevo mes de enero, esperamos que se firmen las treguas, que se depongan las armas, que cesen los conflictos ¡por arte de magia!
La concordia no vendrá por el hecho de arrancar la última página del calendario, sino cuando entendamos qué la paz es un valor y un deber de todo ser humano (y no sólo de los diplomáticos). Esta paz no es un mero sentimiento, sino que tiene su fundamento en la orden racional y moral de la sociedad.
En efecto, el hombre fue creado por Dios para vivir en sociedad. Y la comunidad humana se rige por el bien común, que es el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible que los grupos y cada uno de sus miembros logren de su propia perfección.
Cuando se respeta y se fomenta este bien común, adviene la paz, que es la búsqueda del respeto y el desarrollo de la vida humana; no es la simple ausencia de guerra o de equilibrio de fuerzas contrarias. Por eso es célebre la definición de San Agustín: la paz es la tranquilidad en el orden.
Quizá no viene la paz, porque la estamos esperando en vez de irla a buscar. Esa deseada concordia no llegará sola, por eso cada uno debemos ser constructores de la paz. La tarea que se nos impone consiste en conservar y fomentar el bien común, ya que ese orden social es la única tierra donde se puede sembrar la semilla de la paz.
Esta encomienda para alcanzar la armonía tiene diversos aspectos. Empecemos por nosotros mismos. Cada uno tiene experiencia de su propia fragilidad, y nota que su voluntad tiende a la discordia, a buscar primero los intereses personales, y a dejar para después las necesidades de los demás. Por eso, el cuidado de la paz reclama de cada persona un constante dominio de sí mismo.
Pero esto no basta. Para cuidar el bien común —condición indispensable de la paz— se requiere asegurar el bien de las personas y que los seres humanos compartan entre ellos sus riquezas de tipo intelectual y espiritual.
De ahí que parte de esta tarea de construir la paz tenga como condición poner al alcance de todos los bienes culturales y también los valores religiosos y morales. Mientras la cultura no sea un bien común, y la religión y la virtud sigan encerradas para unos pocos, no tendremos cimientos para la paz.
No podemos hablar de bien común, mientras no consideremos a los demás como hermanos. Nadie pondrá sus bienes espirituales y materiales a la disposición de otras personas, mientras no las vea como un ser cercano, como a uno de su propia familia. Por eso, la fraternidad es parte central de la misión de construir la concordia. Así, la paz es fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia pueda realizar.
La paz no es una utopía, sino una tarea. La paz no es una mercancía sino el fruto de cultivar el bien común. La paz tiene un precio: la lucha personal para fomentar la concordia, para ser solidarios con los demás. La paz tiene un parámetro: considerar al otro como a un hermano.

Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com