Luis-Fernando Valdés
Con frecuencia, la parodias sobre los filósofos tienen como tópico presentarlos como personajes distraídos. Se les califica de “estar en la nubes”, porque parecería sólo contemplan sus pensamientos abstractos, mientras dejan de lado lo real. Y esta misma acusación se hace hoy a la Iglesia Católica, porque invitaría a los creyentes a pensar sólo en lo espiritual y a evadir la realidad de los problemas sociales. Al contemplar la abundante miseria material y cultural de América Latina, la pregunta llega sola: ¿no estará la religión católica al margen de las necesidades humanas de sus fieles? Es Benedicto XVI quien nos da una respuesta.
En la inauguración de la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano (CELAM), en Aparecida (Brasil), el Papa pronunció un valiente discurso en el que invita a afrontar los grandes problemas sociales de nuestro Continente. La solución propuesta por el Romano Pontífice es seguir e imitar a Cristo. Y él mismo Santo Padre reflexiona: “¿no podría esto ser acaso una fuga hacia el intimismo, hacia el individualismo religioso, un abandono de la realidad urgente de los grandes problemas económicos, sociales y políticos de América Latina y del mundo?” (Discurso, 13.V.2007).
Y la respuesta la formula mediante otra pregunta: “¿Qué es lo real? ¿Son ‘realidad’ sólo los bienes materiales, los problemas sociales, económicos y políticos?”. Las ideologías, tanto los pasadas como las recientes, nos han invitado a las revoluciones, porque lo real sería sólo lo que el hombre puede transformar. Pero que esos sistemas de pensamiento falsifican el concepto de realidad porque no toman en cuenta Dios que es el fundamento de lo real, y, en consecuencia, terminan siempre en caminos equivocados y destructivos. Por eso, “sólo quien reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de modo adecuado y realmente humano”.
Luego el Santo Padre explica que la fe en Dios nos lleva a un encuentro con los demás, pues ésta es un “acto de responsabilidad hacia los demás”. Enseña que el “realismo de la fe en el Dios hecho hombre” lleva a preguntarse “cómo puede contribuir la Iglesia a la solución de los urgentes problemas sociales y políticos, y responder al gran desafío de la pobreza y de la miseria”.
La dura problemática de América Latina es múltiple y compleja, pero tiene un origen en las estructuras que generan injusticias. De modo que la solución apunta a crear estructuras justas, pues éstas son “una condición sin la cual no es posible un orden justo en la sociedad”. Pero las estructuras justas no nacen ni funcionan sin un consenso moral de la sociedad sobre los valores fundamentales”, porque “una sociedad en la que Dios está ausente no encuentra el consenso necesario sobre los valores morales y la fuerza para vivir según la pauta de estos valores, aun contra los propios intereses”.
La aportación de la Iglesia a las causas sociales consiste en ofrecer la presencia de Dios, la luz de su Palabra, que son siempre condiciones fundamentales para la presencia y eficiencia de la justicia y del amor en nuestras sociedades. Así contribuye a que las estructuras justas estén animadas siempre por un verdadero ethos político y humano favorable al hombre. Y el Santo Padre aclara que la función de la Iglesia debe seguir un “sana laicidad”, sin formar nunca una vía política, sino enfocándose a “educar en las virtudes individuales y políticas”.
¿Será “realista” esta contribución? La actual guerra antinarcóticos, la corrupción política, la reciente mala actuación de algunos policías queretanos, son señales de que falta una verdadera base ética. Es tiempo de apostarle a lo moral para transformar lo social.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
Luis-Fernando Valdés López, sacerdote y teólogo, comenta noticias destacadas de la semana, con un enfoque humanista, desde la razón creyente.
domingo, 27 de mayo de 2007
domingo, 20 de mayo de 2007
Parte de guerra
Luis-Fernando Valdés
Esta semana, la locutora de un noticiero muy conocido explicaba que los reportes sobre las víctimas de ejecuciones y de enfrentamientos entre narcos y el Ejército mexicano, ya no entran en el género de noticias policiacas, sino en el rubro de “parte de guerra”. Desde ahora, los medios dan cuenta de las bajas de un conflicto bélico real, que se lleva a cabo en nuestro propio territorio. Fue duro admitirlo, pero aceptar la realidad es el primer paso para superar esta crisis armada, que tiene su origen en una crisis de valores, que tampoco hemos querido reconocer.
La evidencia de la crueldad de los narcos, que ejecutan despidadamente a sus víctimas, y los episodios de inseguridad que se registran a diario, hacen imposible que alguien (periodista, político, profesor) pueda decir que estos conflictos son sucesos aislados, o que durarán poco. Ya no tiene sentido ocultar la crisis de nuestra paz social. Sin embargo, durante años hubo un pacto tácito de todos (porque no quisimos oír las voces de alarma): ¿cómo aceptar que en nuestro País hay corrupción?, ¿cómo admitir que los narcos tienen tanto poder?, ¿cómo reconocer que nuestra paz social, tan querida y tan valiosa, ya no existía?. Nos dio miedo aceptar la verdad.
Y si nos costó reconocer esta “guerra” de narcotraficantes, cuánto más nos va a tomar hacernos a la idea de que este conflicto armado tiene una raíz ética. La grandes turbulencias sociales nunca surgen espontáneamente, sino que se incuban como los virus. El origen del problema ha sido que hemos aceptado que la verdad no existe. A nombre de la modernidad y de la tolerancia, nos pusimos de acuerdo para aceptar que cada quien tiene “su” verdad.
La ausencia de la verdad es el origen de esta crisis social, aunque no lo parezca. Para ilustrarlo, traigo a colación la historia de un sencillo sacerdote bávaro que murió víctima del nazismo. Se trata del Padre Rupert Mayer, que conoció en 1919 a Hitler en un mitin anti-comunista. En 1923, cuando nadie sospechaba que se trataba un futuro dictador, Hitler le envió al P. Mayer un telegrama de felicitación por su cumpleaños. Pero Mayer, que no era ningún intelectual, descubrió a la primera las intenciones de Hitler. Comentó a los que estaba con él: “Hitler fanfarronea constantemente y no retrocede ni siquiera ante la mentira. Quien no respeta la verdad no puede hacer el bien”. Donde no se acepta y respeta la verdad, ahí no puede crecer la libertad, ni la justicia ni el amor.
Nos parece repugnante e inhumano que los narcos asesinen y decapiten a sus víctimas, pero no debería extrañarnos si no hemos admitido que existe una verdad sobre el ser humano y si dignidad, si no dejamos que nos hablen de su destino sobrenatural, si nos parece un atentado contra la libertad hablar sobre el respeto al cuerpo. Si no admitimos la verdad sobre el origen de la vida y sobre la familia fundada en el amor para siempre entre marido y mujer, cómo pretendemos que los narcos respeten la vida y la familia de los demás.
Ya nos estamos acostumbrando a que los periódicos y noticieros nos digan cuántas personas murieron este día, cuántos autos se utilizaron y cuántas balas se percutieron. Pero nadie nos da todavía el otro parte de guerra: cuántos profesores, políticos, periodistas ya no creen en la verdad, ni hablan de ella; cuántos hombres y mujeres ya no creen la familia; cuántos jóvenes van sólo a lo suyo. Estamos perdiendo la otra guerra, la de la verdad, la de forjar las bases para una sociedad de respeto, de justicia y de paz.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
Esta semana, la locutora de un noticiero muy conocido explicaba que los reportes sobre las víctimas de ejecuciones y de enfrentamientos entre narcos y el Ejército mexicano, ya no entran en el género de noticias policiacas, sino en el rubro de “parte de guerra”. Desde ahora, los medios dan cuenta de las bajas de un conflicto bélico real, que se lleva a cabo en nuestro propio territorio. Fue duro admitirlo, pero aceptar la realidad es el primer paso para superar esta crisis armada, que tiene su origen en una crisis de valores, que tampoco hemos querido reconocer.
La evidencia de la crueldad de los narcos, que ejecutan despidadamente a sus víctimas, y los episodios de inseguridad que se registran a diario, hacen imposible que alguien (periodista, político, profesor) pueda decir que estos conflictos son sucesos aislados, o que durarán poco. Ya no tiene sentido ocultar la crisis de nuestra paz social. Sin embargo, durante años hubo un pacto tácito de todos (porque no quisimos oír las voces de alarma): ¿cómo aceptar que en nuestro País hay corrupción?, ¿cómo admitir que los narcos tienen tanto poder?, ¿cómo reconocer que nuestra paz social, tan querida y tan valiosa, ya no existía?. Nos dio miedo aceptar la verdad.
Y si nos costó reconocer esta “guerra” de narcotraficantes, cuánto más nos va a tomar hacernos a la idea de que este conflicto armado tiene una raíz ética. La grandes turbulencias sociales nunca surgen espontáneamente, sino que se incuban como los virus. El origen del problema ha sido que hemos aceptado que la verdad no existe. A nombre de la modernidad y de la tolerancia, nos pusimos de acuerdo para aceptar que cada quien tiene “su” verdad.
La ausencia de la verdad es el origen de esta crisis social, aunque no lo parezca. Para ilustrarlo, traigo a colación la historia de un sencillo sacerdote bávaro que murió víctima del nazismo. Se trata del Padre Rupert Mayer, que conoció en 1919 a Hitler en un mitin anti-comunista. En 1923, cuando nadie sospechaba que se trataba un futuro dictador, Hitler le envió al P. Mayer un telegrama de felicitación por su cumpleaños. Pero Mayer, que no era ningún intelectual, descubrió a la primera las intenciones de Hitler. Comentó a los que estaba con él: “Hitler fanfarronea constantemente y no retrocede ni siquiera ante la mentira. Quien no respeta la verdad no puede hacer el bien”. Donde no se acepta y respeta la verdad, ahí no puede crecer la libertad, ni la justicia ni el amor.
Nos parece repugnante e inhumano que los narcos asesinen y decapiten a sus víctimas, pero no debería extrañarnos si no hemos admitido que existe una verdad sobre el ser humano y si dignidad, si no dejamos que nos hablen de su destino sobrenatural, si nos parece un atentado contra la libertad hablar sobre el respeto al cuerpo. Si no admitimos la verdad sobre el origen de la vida y sobre la familia fundada en el amor para siempre entre marido y mujer, cómo pretendemos que los narcos respeten la vida y la familia de los demás.
Ya nos estamos acostumbrando a que los periódicos y noticieros nos digan cuántas personas murieron este día, cuántos autos se utilizaron y cuántas balas se percutieron. Pero nadie nos da todavía el otro parte de guerra: cuántos profesores, políticos, periodistas ya no creen en la verdad, ni hablan de ella; cuántos hombres y mujeres ya no creen la familia; cuántos jóvenes van sólo a lo suyo. Estamos perdiendo la otra guerra, la de la verdad, la de forjar las bases para una sociedad de respeto, de justicia y de paz.
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domingo, 13 de mayo de 2007
El Papa en Brasil
Luis-Fernando Valdés
Benedicto XVI está realizando su primer viaje apostólico a nuestro contienente. Llegó a Brasil para inaugurar la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano, tal como lo habían hecho en su momento Pablo VI y Juan Pablo II. Esta visita, del 9 al 14 de este mes, supone un nuevo impulso para la vida y la misión de la Iglesia en América Latina. El mensaje papal de estos días es muy rico y encierra una verdadera esperanza tanto para los católicos como para los creyentes de otros credos; sin embargo, una parte de la opinión pública se ha quedado sólo en el tema de los políticos mexicanos y las excomuniones. Por eso, este domingo les presento un breve panorama, muy alentador, de los mensajes del Papa en la tierra brasileña.
En el discurso pronunciado en el aeropuerto, tras ser recibido por el Presidente Lula da Silva, el Papa Benedicto recordó que toda América Latina “conserva valores radicalmente cristianos que nunca serán cancelados”. Y expresó que esta identidad será reforzada, “al promover el respeto a la vida, desde la concepción hasta su muerte natural, como exigencia propia de la naturaleza humana; hará también de la promoción de la persona humana el eje de la solidaridad, especialmente con los pobres y los desamparados”.
Por contraste, cada día los noticieros y periódicos nos han estado reportando sucesos que destruyen a nuestra Patria: corrupción, explotación de menores, asaltos, asesinatos, ejecuciones. Estos hechos nos abren los ojos, y nos descubren –aunque no lo queramos aceptar– que aquellos valores cristianos ya no son compartidos por todos. Es una triste realidad que, para esos maleantes, la vida humana y la justicia ya no son valores, de modo que los pueden pisar. Y lo peor es que esa mentalidad ya está presente incluso en los que no matan ni roban, porque tampoco son solidarios con los necesitado,s ni les importa defender la vida de los inocentes. ¿Podrá salir adelante un país si se funda en valores no cristianos como la corrupción, la mentira, el atropello, la injusticia y la muerte?
Por eso, el Romano Pontífice subrayó que “la Iglesia sólo desea indicar los valores morales de cada situación y formar a los ciudadanos para que puedan decidir consciente y libremente”. Y, para forjar esos valores, la Iglesia buscará el fortalecimiento de la familia como célula madre de la sociedad, cuidará de la juventud y defenderá los valores subyacentes en todos los estratos de la sociedad, especialmente de los pueblos indígenas.
Al día siguiente, ante 40 mil jóvenes, el Papa tocó un tema fuerte: el miedo de la juventud, que revela una carencia enorme de esperanza, porque tiene miedo de morir, de fracasar por no haber encontrado el sentido de la vida, miedo de quedarse fuera, frente a la rapidez desconcertante de los hechos y las comunicaciones. Y Benedicto XVI les ofrece una fuente de sentido, una salida a sus temores: mirar a Cristo, “un maestro que no engaña, que nos invita a ver a Dios en todas las cosas, incluso donde la mayoría ve sólo la ausencia de Dios”.
Nuestra sociedad requiriere de una auténtica esperanza, que nos otorgue la convicción de que vale la pena luchar para establecer los auténticos valores que traigan –además de la justicia social y económica– la auténtica paz interior, el verdadero sentido de existir. Y, nos gusté o no, esto no está en manos de los políticos, porque es una cuestión religiosa, que no atenta contra la laicidad del Estado. Qué bueno que vino el Papa a nuestro continente, para recordarnos que una sociedad sin valores está condenada a auto-destruirse.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
Benedicto XVI está realizando su primer viaje apostólico a nuestro contienente. Llegó a Brasil para inaugurar la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano, tal como lo habían hecho en su momento Pablo VI y Juan Pablo II. Esta visita, del 9 al 14 de este mes, supone un nuevo impulso para la vida y la misión de la Iglesia en América Latina. El mensaje papal de estos días es muy rico y encierra una verdadera esperanza tanto para los católicos como para los creyentes de otros credos; sin embargo, una parte de la opinión pública se ha quedado sólo en el tema de los políticos mexicanos y las excomuniones. Por eso, este domingo les presento un breve panorama, muy alentador, de los mensajes del Papa en la tierra brasileña.
En el discurso pronunciado en el aeropuerto, tras ser recibido por el Presidente Lula da Silva, el Papa Benedicto recordó que toda América Latina “conserva valores radicalmente cristianos que nunca serán cancelados”. Y expresó que esta identidad será reforzada, “al promover el respeto a la vida, desde la concepción hasta su muerte natural, como exigencia propia de la naturaleza humana; hará también de la promoción de la persona humana el eje de la solidaridad, especialmente con los pobres y los desamparados”.
Por contraste, cada día los noticieros y periódicos nos han estado reportando sucesos que destruyen a nuestra Patria: corrupción, explotación de menores, asaltos, asesinatos, ejecuciones. Estos hechos nos abren los ojos, y nos descubren –aunque no lo queramos aceptar– que aquellos valores cristianos ya no son compartidos por todos. Es una triste realidad que, para esos maleantes, la vida humana y la justicia ya no son valores, de modo que los pueden pisar. Y lo peor es que esa mentalidad ya está presente incluso en los que no matan ni roban, porque tampoco son solidarios con los necesitado,s ni les importa defender la vida de los inocentes. ¿Podrá salir adelante un país si se funda en valores no cristianos como la corrupción, la mentira, el atropello, la injusticia y la muerte?
Por eso, el Romano Pontífice subrayó que “la Iglesia sólo desea indicar los valores morales de cada situación y formar a los ciudadanos para que puedan decidir consciente y libremente”. Y, para forjar esos valores, la Iglesia buscará el fortalecimiento de la familia como célula madre de la sociedad, cuidará de la juventud y defenderá los valores subyacentes en todos los estratos de la sociedad, especialmente de los pueblos indígenas.
Al día siguiente, ante 40 mil jóvenes, el Papa tocó un tema fuerte: el miedo de la juventud, que revela una carencia enorme de esperanza, porque tiene miedo de morir, de fracasar por no haber encontrado el sentido de la vida, miedo de quedarse fuera, frente a la rapidez desconcertante de los hechos y las comunicaciones. Y Benedicto XVI les ofrece una fuente de sentido, una salida a sus temores: mirar a Cristo, “un maestro que no engaña, que nos invita a ver a Dios en todas las cosas, incluso donde la mayoría ve sólo la ausencia de Dios”.
Nuestra sociedad requiriere de una auténtica esperanza, que nos otorgue la convicción de que vale la pena luchar para establecer los auténticos valores que traigan –además de la justicia social y económica– la auténtica paz interior, el verdadero sentido de existir. Y, nos gusté o no, esto no está en manos de los políticos, porque es una cuestión religiosa, que no atenta contra la laicidad del Estado. Qué bueno que vino el Papa a nuestro continente, para recordarnos que una sociedad sin valores está condenada a auto-destruirse.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
domingo, 6 de mayo de 2007
Aborto y religión: ¿dónde quedó la caridad?
Luis-Fernando Valdés
Publicado en el periódico «A.M.» (Quéretaro), 6.V.2007, sec. B, p. 9.
El debate reciente sobre la despenalización del aborto llevó a varias simplificaciones peligrosas. Una fue dividir las opiniones en dos bandos: los “fascistas de extrema derecha” y los “asesinos de inocentes”. Y en esa marea de estiquetas naufragó un grupo necesitado de ayuda y comprensión: las mujeres que han abortado. La gente se pregunta: ¿Es que la Iglesia y las instituciones que defienden la vida no tienen una palabra de aliento para quienes han pasado por esta situación?
Estoy totalmente a favor de la vida desde el instante mismo de la concepción. Pero la misma razón que me lleva a defender la vida, me mueve igualmente a ayudar a las mujeres que han abortado. Y es que el motivo para proteger al no nacido y comprender a la mujer que abortó es el mismo: la caridad de Cristo.
Desafortunadamente, algunos medios a favor de la vida no han tenido el tino para tratar con esta caridad a las mujeres que han tomado la fatal decisión sobre su embarazo. Simplemente se les etiqueta como “asesinas”. Ciertamente han cometido un gran error, pero en el Evangelio no encuentro ningún pasaje de agresión hacia quienes pecan. En la narración de la mujer que iba a ser apedreada por haber sido sorprendida en adulterio (Juan 8, 3-11), Jesús no pide que se le quite la condena, ni dice que ella es inocente; solamente indica que el que esté sin pecado sea el primero en arrojar las piedras. Y nadie se atrevió a lapidarla. Al final, cuando los acusadores se habían retirado, Jesús se limitó a preguntarle si todavía alguien la condenaba. Ella respondió que no. El Maestro contestó: “Pues tampoco yo te condeno. Ve y no peques más”. Me llama mucho la atención que Cristo no le dijo a la mujer “eres una adúltera”, o “eres una mala mujer”. Jesús entendió que ella se dio cuenta de su error, y le mostró la misericordia divina: un Amor que comprende y perdona todas las debilidades humanas.
Para defender el derecho a la vida del recién engendrado no hace falta tildar de nada a la madre que tiene dudas sobre si continuar o no su embarazo. En este sentido, a algunos católicos les ha faltado ser más moderados en sus intervenciones ante los medios de comunicación. ¿No habríamos ganado más si hubiéramos expuesto nuestra postura cristiana de modo integral, es decir, tanto a favor del no nato como de la mujer con problemas?
Juan Pablo II enseñó, desde el principio de su pontificado, que los católicos debemos practicar la misericordia, como el principal distintivo de los creyentes. Señalaba que no habrá una auténtica fraternidad entre los hombres si actuamos con la justicia sola, sino que es necesario que la justicia venga acompañada de la misericordia, que es comprensión y benignidad (cfr. “Dives in misericordia”, n. 14). En justicia se le podría llamar “asesina” a quien abortó; pero en cristiano, movidos por la misericordia, les debemos decir “una hermana con necesidad de ayuda”, porque tiene un problema muy profundo, cuyo único remedio es el perdón.
Ojalá los cristianos cobráramos conciencia de que tenemos la única medicina capaz de ayudar a las personas que han cometido un aborto: la misericordia divina. Para que una mujer que ha cortado la vida de su bebé se pueda perdonar a sí misma, lo primero que necesita es saber que Dios ha dado su vida en la Cruz para perdonarla. Y el camino para descubrir al Dios que perdona somos los católicos, cuando actuamos con entrañas de comprensión. Ojalá que la actitud y las palabras de los creyentes no impidan a estas mujeres descubrir el rostro de este Dios que las perdona.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
Publicado en el periódico «A.M.» (Quéretaro), 6.V.2007, sec. B, p. 9.
El debate reciente sobre la despenalización del aborto llevó a varias simplificaciones peligrosas. Una fue dividir las opiniones en dos bandos: los “fascistas de extrema derecha” y los “asesinos de inocentes”. Y en esa marea de estiquetas naufragó un grupo necesitado de ayuda y comprensión: las mujeres que han abortado. La gente se pregunta: ¿Es que la Iglesia y las instituciones que defienden la vida no tienen una palabra de aliento para quienes han pasado por esta situación?
Estoy totalmente a favor de la vida desde el instante mismo de la concepción. Pero la misma razón que me lleva a defender la vida, me mueve igualmente a ayudar a las mujeres que han abortado. Y es que el motivo para proteger al no nacido y comprender a la mujer que abortó es el mismo: la caridad de Cristo.
Desafortunadamente, algunos medios a favor de la vida no han tenido el tino para tratar con esta caridad a las mujeres que han tomado la fatal decisión sobre su embarazo. Simplemente se les etiqueta como “asesinas”. Ciertamente han cometido un gran error, pero en el Evangelio no encuentro ningún pasaje de agresión hacia quienes pecan. En la narración de la mujer que iba a ser apedreada por haber sido sorprendida en adulterio (Juan 8, 3-11), Jesús no pide que se le quite la condena, ni dice que ella es inocente; solamente indica que el que esté sin pecado sea el primero en arrojar las piedras. Y nadie se atrevió a lapidarla. Al final, cuando los acusadores se habían retirado, Jesús se limitó a preguntarle si todavía alguien la condenaba. Ella respondió que no. El Maestro contestó: “Pues tampoco yo te condeno. Ve y no peques más”. Me llama mucho la atención que Cristo no le dijo a la mujer “eres una adúltera”, o “eres una mala mujer”. Jesús entendió que ella se dio cuenta de su error, y le mostró la misericordia divina: un Amor que comprende y perdona todas las debilidades humanas.
Para defender el derecho a la vida del recién engendrado no hace falta tildar de nada a la madre que tiene dudas sobre si continuar o no su embarazo. En este sentido, a algunos católicos les ha faltado ser más moderados en sus intervenciones ante los medios de comunicación. ¿No habríamos ganado más si hubiéramos expuesto nuestra postura cristiana de modo integral, es decir, tanto a favor del no nato como de la mujer con problemas?
Juan Pablo II enseñó, desde el principio de su pontificado, que los católicos debemos practicar la misericordia, como el principal distintivo de los creyentes. Señalaba que no habrá una auténtica fraternidad entre los hombres si actuamos con la justicia sola, sino que es necesario que la justicia venga acompañada de la misericordia, que es comprensión y benignidad (cfr. “Dives in misericordia”, n. 14). En justicia se le podría llamar “asesina” a quien abortó; pero en cristiano, movidos por la misericordia, les debemos decir “una hermana con necesidad de ayuda”, porque tiene un problema muy profundo, cuyo único remedio es el perdón.
Ojalá los cristianos cobráramos conciencia de que tenemos la única medicina capaz de ayudar a las personas que han cometido un aborto: la misericordia divina. Para que una mujer que ha cortado la vida de su bebé se pueda perdonar a sí misma, lo primero que necesita es saber que Dios ha dado su vida en la Cruz para perdonarla. Y el camino para descubrir al Dios que perdona somos los católicos, cuando actuamos con entrañas de comprensión. Ojalá que la actitud y las palabras de los creyentes no impidan a estas mujeres descubrir el rostro de este Dios que las perdona.
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