domingo, 25 de noviembre de 2007

Catedral profanada, Dios ignorado

Luis-Fernando Valdés

Ayer se reabrió al culto la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Al parecer así termina un tenso episodio entre la Iglesia y los simpatizantes de un partido político. Aquel ingreso violento a la Santa Iglesia Catedral puso de manifiesto dos tristes realidades: que la Iglesia es tratada con intolerancia y que incluso muchos católicos no entienden el alcance y el sentido de esta profanación. Como este segundo hecho está pasando casi desapercibido, veámoslo con más detenimiento.
En sentido estricto, la Catedral fue profanada. El término “profanación” admite varios sentidos, como el jurídico (una irrupción violenta en una propiedad privada dedicada al culto religioso). Si nos quedamos sólo en este plano, corremos el riesgo de pensar que en este episodio sólo hubo un local invadido y un mobiliario dañado. Pero no fue “sólo” eso. Hubo algo más grave, porque fue agredida una realidad sagrada.
Para entender el sentido religioso de una “profanación”, hay que hablar primero de lo “sagrado”. Sagrado es todo lo que se relaciona con el culto divino. De ahí que cuando un objeto, o un lugar, está dedicado al culto de Dios, se hace de algún modo divino. Por eso, el respeto que se les debe a esos objetos o lugares recae, en última instancia, sobre Dios. Es decir, cuando se respetan los objetos y los lugares sagrados, en último termino se está respetando a Dios mismo. De igual manera, todo lo que implica irreverencia para los objetos y lugares sagrados es también una injuria para Dios.
Durante la semana se habló mucho del aspecto legal de la profanación a la Catedral —que es muy importante, si queremos que México sea un verdadero Estado de derecho—, pero quizá se ha mencionado muy poco el ámbito divino que fue ultrajado. El fondo de esta cuestión es que se cometió una ofensa a Dios. Que los no creyentes no lo entiendan es, en cierto modo, comprensible; pero que los católicos mismos no lo perciban es preocupante.
Existe un verdadero tabú de hablar de las realidades sagradas. Para los oídos de muchos resulta fuerte que afirmemos que en toda celebración litúrgica, especialmente en la Misa, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo que es la Iglesia, Dios está verdaderamente presente entre nosotros. Y es un tabú mayor todavía, hablar de que profanar un acto de culto es una ofensa directa a Dios (quizá para muchos sería más aceptable que dijéramos que es una ofensa a esa comunidad que celebraba un evento religioso).
Este episodio en la Catedral pone al descubierto una situación difícil: que bastantes de los propios creyentes desconocen la realidad sagrada que hay en los lugares sagrados y en los actos de culto. Pero más duro aún es admitir que somos víctimas de una gran corriente de “secularización”, que nos impide reconocer la presencia real de Dios entre nosotros, cuando realizamos los actos de culto.
Esta corriente desacralizadora, en un afán, quizá inicialmente noble, de defender la autonomía del orden temporal, acabó por borrar los ámbitos sagrados, de manera que, para algunos autores, ya no existen ni tiempos, ni lugares, ni objeto, ni personas sagradas. Ante el hecho de una desacralización generalizada, es preciso recuperar el ámbito de lo sagrado allí donde se encuentre, pues para un cristiano nada del mundo le es absolutamente profano, pues descubre en todo la mano de Dios creadora de Dios y la acción redentora de Cristo, el cual vivió en una familia, trabajó con sus manos, y experimentó la alegría y el dolor.

Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
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domingo, 18 de noviembre de 2007

Solidaridad: ¿filantropía o caridad?

Luis-Fernando Valdés

Esta semana trancurrió lenta para nuestros hermanos de Tabasco y Chiapas. Conforme las aguas empezaron a bajar, se desvelo el rostro de la tragedia: miles de animales muertos, casas totalmente destruidas. Pero también quedó al descubierto, por contraste, la grandeza de la solidaridad, que pues los mexicanos no hemos dejado de enviar ayuda material y de rezar por los damnificados. Ante estas manifestaciones de fraternidad, nos viene de modo muy natural reflexionar sobre la solidaridad.
Es importante dedicar un espacio para meditar sobre la solidaridad, porque se trata de una auténtica virtud cristiana, de un valor genuinamente católico, que —sin embargo— ha ido perdiendo su conotación religiosa, y poco a poco se ha reducido a un mero valor cívico. Por una parte, es muy bueno que sea un valor aceptado por toda la sociedad, pero por otra, esta virtud pierde bastante fuerza y sentido cuando se desvincula de su dimensión espiritual.
En efecto, según el enfoque desde el que se considere la solidaridad, será la actitud ante la desgracia ajena. Cuando se le concibe como mera filantropía, como fruto de la iniciativa personal, que se compadece ante el dolor del otro, pero desligada de su aspecto espiritual, la solidaridad deja de ser una acción que obliga a todo ser humano a salir de sí mismo, para ocuparse de ayudar al próximo. Y vuelve entonces un mero “valor”, una simple aspiración a realizar algo bueno, pero que no vincula la conciencia, ni el sentido del deber moral. Una solidaridad enfocada así es muy loable, pero cae inevitablemente en las garras del subjetivismo (“si tú quieres ayudar, allá tú; si yo no lo deseo, no pasa nada”).
Este modo de ver la solidaridad no se queda corto, porque el gran reto que los seres humanos tenemos para encontrar la propia realización, es salir de nuestra interioridad para darnos a los demás. Se trata de salir del “yo” para ir al encuentro del “tú”. Se trata de trascendernos a nosotros mismos hasta llegar primero a los “otros” y luego al “Otro”. Una solidaridad tomada sólo como un valor, que cada quien puede escoger o rechazar, se arriesga o a perder la oportunidad de buscar lo espiritual y trascendente, o a dejar encerrada a la persona en su propio egoísmo.
En cambio, la solidaridad, en su sentido más profundo, es una virtud que ha germinado y se ha consolidado en el cristianismo, como un hábito personal que lleva a buscar a Dios mediante la atención al necesitado. La solidaridad no es una cuestión política, ni un “optional” para cuando nos nazca ayudar. Por el contrario, Juan Pablo II enseñaba que la solidaridad es también una verdadera y propia virtud moral, no “un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (Sollicitudo rei socialis, 38).
Nuestra época está marcada por un materialismo que sofoca al espíritu. Muchas personas están buscando alguna oportunidad para elevarse a un plano más alto, que les dé ocasión de conectar sus vidas con Dios y lo espiritual. Pero no saben cómo conseguirlo. Estas jornadas de continua solidaridad con los perjudicados por las inundaciones son una magnífica ocasión para que muchos redescubran el sentido espiritual y religioso de ayudar a los demás, para que vuelvan a encontrar a Dios.

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domingo, 11 de noviembre de 2007

Inundaciones ¿sólo faltó previsión?

Luis-Fernando Valdés

Parafraseando a un político europeo, podemos decir que hoy mismo “todos somos Tabasco”, “todos somos Chiapas”. La solidaridad —humana y espiritual— nos hace sentir muy cercanos a nuestros compatriotas que sufren la desgracia. Durante la semana escuchamos en los medios, que estas tragedias se pudieron prever. Pero ¿por qué no arraiga en nuestro País una cultura de la previsión? ¿será sólo cuestión de planes gubernamentales?
Aunque suene duro decirlo, no será posible que en nuestra Nación se instaure una cultura de previsión, porque para conseguirlo hace falta que haya una cultura de la “primacía de la persona humana”. En efecto, mientras que no exista en cada ciudadano —y, por tanto, en cada gobernante, en cada legislador, en cada juez— una convicción profunda de que el ser humano es el fin último de la sociedad, siempre se interpondrán otros intereses y otros criterios, que sugerirán que es mejor invertir el capital en otros rubros, menos en el de prevención de riesgos.
En toda decisión política y económica, siempre subyace una noción del ser humano. De modo implícito se considera al hombre de una manera (por ej., como si fuera sólo una pieza intercambiable en la vida social), y se toman decisiones consecuentes con esa imagen (por ej., sale más caro invertir en una obra civil millonaria para prevenir inundaciones, que indemnizar a los posibles afectados). Por esa razón, toda sociedad tiene necesidad de que se le proporcione un norte claro sobre quién es el hombre, para que las medidas que se tomen estén de acuerdo a la gran dignidad de cada persona.
De ahí que no está de más recordar las palabras del Concilio Vaticano II sobre la naturaleza de la sociedad, que —por estar basadas en la naturaleza humana— son válidas tanto para los creyentes como para los que no profesan alguna creencia religiosa. Dice el Concilio que “el orden social y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario” (Gaudium et spes, 26). Por eso, es necesario que todos los programas sociales, científicos y culturales estén presididos por la conciencia del primado de cada ser humano.
En otras palabras, la persona no puede estar sometida a proyectos de carácter económico, social o político, impuestos por autoridad alguna, ni siquiera en nombre del presunto progreso económico de la comunidad civil en su conjunto, en el presente o en el futuro. Y esto se funda en la condición espiritual del hombre, creado a imagen de Dios. Si el ser humano concreto no es el centro de las decisiones políticas o económicas, ¿cuándo se tomarán medidas de previsión? Tristemente, sólo cuando haya un factor electoral en juego. En cambio, los intereses personales o la corrupción serán los posibles protagonistas.
Contemplar estas tragedia, observar a las familias sufrir la perdida total de sus bienes, nos debe llevar a pensar que los conceptos de la Doctrina Social de la Iglesia no son meras teorías, sino que son las herramientas que nos ayudan a comprender que el ser humano es el personaje central de la sociedad. Mientras esta realidad de la condición central del hombre no se haga parte de la cultura de nuestro País, será muy difícil que se elaboren estrategias para protegernos de posibles desastres naturales. Para instaurar la cultura de la previsión hace falta un cambio de enfoque: pasar del paradigma del beneficio electoral y de la ganancia económica a un esquema centrado en la dignidad de cada persona.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
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domingo, 4 de noviembre de 2007

El otro cambio climático

Luis-Fernando Valdés

En esta semana nos hemos conmovido por las terribles inundaciones que han dejado sin hogar a miles de tabasqueños. Todos los mexicanos nos hemos solidarizado con ayuda económica, víveres y nuestras oraciones. Ante estos fenómenos atmosféricos que tanto nos apenan, algunos intentan dar una respuesta a la tragedia: “fue por el cambio climático”. Puede ser. Pero en nuestros días se está gestando un cambio de otro orden: se está dando un cambio en nuestro clima moral y cultural, y sus efectos pueden ser, en ocasiones, tan devastadores como las inundaciones.
En la vida humana hay principios naturales que rigen la conducta humana, que encausan la libertad, que protegen el amor, que sostienen nuestra identidad familiar y nacional. Estos aspectos de la vida humana con frecuencia son atropellados, a nombre de la libertad, de la democracia o de la tolerancia. Pero ¿qué ocurre cuando no se respetan estos principios naturales de la vida ética del hombre? Al igual que como sucede con los ecosistemas, puede venir una catástrofe moral.
Cuando no se siguen los principios que sustentan el amor humano, sobreviene una de las peores tragedias de la “ecología humana”. El amor tiene diversas manifestaciones, como la relación esponsal, el cariño entre los padres y sus hijos, la amistad, el afecto de los novios, el respeto por la Patria y sus tradiciones. Cada tipo de amor se expresa de una manera propia, y las costumbres morales tienen como finalidad que cada una de esas manifestaciones conserve su autenticidad.
Hoy vemos que esas manifestaciones están perdiendo claridad, y lejos de hacernos más humanos, nos están llenando de confusión. Sí: de confusión. Y como prueba de ello, tenemos que ya casi nadie se atreve a decir de alguna expresión de amor desviada está mal. Por ejemplo, el maravilloso amor de los cónyuges reclama fidelidad, pero lejos de favorecer un clima de lealtad, nuestras telenovelas y nuestras canciones alaban la ruptura matrimonial, porque “se acabó el amor”. ¿No será más bien que deberíamos fomentar la “tarea” diaria de la fidelidad en el amor?
El amor de los esposos es el ámbito natural de la transmisión de la vida. Pero el cambio climático aquí es más acentuado. Se ha establecido un consenso amplio que aprueba que desligar la sexualidad de la fecundidad. En un principio se justificaba esta situación argumentando que era en beneficio de los propios hijos: si eran menos hijos les tocarían más recursos económicos, educativos y afectivos. Pero el costo fue más alto de lo esperado, pues conllevó separar el amor y la sexualidad.
Entonces nos encontramos que cada vez más personas llevan una vida sexual activa, pero sin importarles la dimensión afectiva. Fue un cambio muy gradual en el clima moral, como si se derritieran los polos de la tierra sin darnos cuenta. En las lenguas clásicas, ejercitar la capacidad sexual sin amor tiene un nombre “porneias” (en griego), “prostitutio” (latín). Pero hoy las sustituimos como si fueran un servicio comercial: “sexoservicio”, “sexoservidores”. Más aún, se habla del “turismo sexual” como si fuera un rubro de la economía. De modo que la economía de un lugar puede depender de que el sexo y el amor no tengan nada que ver. Y para rematar, ya se empieza a ver bien que el sexo se ejercite entre amigos (¿para qué contratar a alguien? ¿para qué hacer el trámite de un noviazgo?). ¿No será el momento propicio para considerar que hay cambio climático en la moralidad, que no nos favorecerá? Sólo la ética nos librará de la tragedia ecológica humana.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx