Luis-Fernando Valdés López
Benedicto XVI sigue insistiendo en que se puede conocer la verdad, y que el relativismo es el enemigo contemporáneo del hombre. Vayamos al fondo de la cuestión. ¿Se trata de una pretensión meramente académica, despegada de la vida real? ¿Es acaso el último intento de volver al pasado, cuando ingenuamente se creía en la verdad?
La insistencia del Papa sobre la verdad tiene un objetivo que no es meramente intelectual. El Pontífice sostiene que, en la práctica, cuando se niega la verdad sobre el hombre, invariablemente se termina atacando al propio ser humano.
Esta convicción no es producto un especulación hecha en una biblioteca, sino el resultado de una vivencia de su juventud. Narra el entonces Cardenal Ratzinger que, en 1941, el régimen nazi ordenó que un primo suyo con síndrome Down fuera llevado a un asilo para recibir una mejor asistencia. Y al poco tiempo les llegó la noticia que el niño murió de pulmonía y que fue incinerado. Más tarde, en otro pueblo donde él había vivido en su infancia, una viuda que se había quedado sin sus hijos perdió la razón. También el régimen la envío un asilo, donde al poco tiempo también murió de pulmonía. Y luego ocurrió lo mismo a sus vecinos de la finca de al lado.
Por eso, «ya no cabía tener dudas de cuanto estaba sucediendo: se trataba de una sistemática eliminación de cuantos no eran considerados productivos. El Estado se había arrogado el derecho de decidir quién merecía vivir y quién debía ser privado de la existencia» (Conferencia, 28-XI-1996).
Y luego el entonces Cardenal llega al fondo de la cuestión de estos trágicos episodios. Allí donde la dignidad intocable de cada hombre se deja de respetar, «no sólo se ve amenazado cada individuo, sino que es todo el género humano el que está en peligro» (ibidem).
El hombre es intocable y debe ser respetado por todos porque posee en sí mismo un principio inviolable. Ese principio consiste en que el hombre ha sido creado «a imagen y semejanza de Dios» (Génesis 1, 26). Y el Card. Ratzinger explica que «imagen de Dios es la creatura, precisamente por el hecho de que participa de la inmortalidad de Dios». Pero más aún, el hombre «llega a ser imagen de Dios, en la medida en que entra en comunión con Cristo, en que se conforma con él», porque «Cristo es la idea fundamental del Creador» y Dios crea al hombre a partir de esta idea fundamental (ibidem).
Llegamos al punto central: la imagen de Dios en el hombre, ¿puede ser destruida? ¿existen hombres que no son imagen de Dios? ¿está oscurecida la imagen de Dios en el inocente que sufre, en aquel que la racionalidad no llega a plenitud por una enfermedad cerebral? No. Las personas que sufren una minusvalía, son de un modo particular semejantes a Cristo crucificado y, por eso, «se han acercado en una particular comunidad con el único que es la imagen misma de Dios» (ibidem).
La verdad del hombre es ésta: el ser humano posee una dignidad inalienable, porque fue creado a imagen de Dios. La historia nos enseña que donde se niega esta verdad, el hombre es un objeto, que se puede comerciar o encerrar en cámaras de gas.
Cuando defiende la capacidad humana de conocer la verdad, Benedicto XVI no nos habla de teorías académicas, sino que sale en defensa del hombre más débil. Hoy día el Papa sigue siendo la voz de los desprotegidos, el auténtico defensor del hombre ante los ataques de los ilegítimos intereses políticos o comerciales.
lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com
Luis-Fernando Valdés López, sacerdote y teólogo, comenta noticias destacadas de la semana, con un enfoque humanista, desde la razón creyente.
domingo, 29 de mayo de 2005
domingo, 22 de mayo de 2005
Benedicto XVI Cristianismo y alegría
Luis-Fernando Valdés López
Es frecuente escuchar, cuando se habla de religión, que el cristianismo es triste o, al menos, monótono y aburrido. Se trata de un prejuicio sobre el cristianismo, cada vez más arraigado en nuestra cultura, y que se remonta al mismo Frederich Nietzsche.
Según este pensador alemán, la religión cristiana considera que es mala la alegría. Y lo denunciaba de esta manera: «¿Cuál había sido hasta entonces el gran pecado sobre la tierra? ¿No había sido la palabra de aquel que dijo: “¡Ay de aquellos que ahora ríen!”?» (Así habló Zaratustra, p. 286). Nietzsche quería reír aquí en este mundo, no en el futuro, y por eso dijo: «queremos el reino de la tierra» (ibid, p. 459).
Más aún Albert Camus a la frase de Cristo: «mi Reino no es de este mundo», oponía esta afirmación: «nuestro reino es de este mundo» (Essais, 1965, p. 1225). ¿Acaso el cristianismo no nos ha sacado de este mundo, cuando nos prohibió el árbol en medio del Paraíso? ¿Acaso no nos ha prohibido todo?
En 1980, el entonces Card. Ratzinger abordó directamente esta acusación que pesa sobre el cristianismo. He aquí su respuesta.
Su primera observación consiste en que el hombre que se libera de los árboles prohibido, no consigue la alegría verdadera en la tierra. Es un hecho constatado que el asco y el aburrimiento son un mal que aflige hasta al más libertino. Entonces, tampoco la liberación de las prohibiciones hace feliz al hombre. Por eso, «tanto la disciplina como la indisciplina parecen esclavizar al hombre, dejarle triste y vacío» (Teoría de los principios teológicos, 1982, p. 90).
Luego entra a la cuestión de fondo. ¿Qué es lo que realmente da alegría al hombre? ¿Qué es lo que le quita la alegría? Para responder hace una observación de la vida cotidiana: de las personas que respiran tristeza o que dan una impresión penosa, se dice que no se aguantan a sí mismas. Y una persona triste queda cerrada a los demás, porque ¿cómo puede aguantarse a sí mismo o a otro, quien se encuentra desgarrado en sí mismo?. Lo que le quita a una persona la alegría es la incapacidad para abrirse a otro.
Después, llega a la cuestión que preocupaba a Nietzsche: si el cristianismo obliga a estar triste. El prelado alemán afirma que si se confunde egoísmo con aceptación de sí mismo, se puede caer una moral autodestructiva. El cristianismo no rechaza la afirmación de sí mismo. La aceptación de sí mismo no es egoísmo. Autoestima y egoísmo no son lo mismo.
Y entonces expone la solución. «La raíz de la alegría es que el hombre esté de acuerdo consigo mismo. Quien puede aceptarse a sí mismo, ha conseguido el sí decisivo. Vive en el sí, en la aceptación positiva. Y quien puede aceptarse, puede aceptar también el tú, puede aceptar el mundo. La razón de que un hombre no pueda aceptar el tú, es que no puede aguantar su yo» (ibid., p. 92).
Y para que el hombre pueda aceptarse, necesita experimentar primero ser aceptado, no con palabras sino con amor. «El hombre es ese extraño ser que no sólo necesita un nacimiento físico sino que tiene que ser bien aceptado y recibido para poder afirmarse y existir» (ibidem).
Y justamente esto es lo que ocurre en el cristianismo. Para Dios, el hombre es tan importante que ha llegado a morir por él. «Si Dios nos ama así, es que somos verdaderamente amados. Entonces la vida merece la pena». (ibid, p. 94). La Cruz es la señal de que Dios ha aceptado al hombre. Por eso el cristiano puede aguantarse a sí mismo, y puede estar alegre, aun en la adversidad misma.
lfvaldes@gmail.com
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Es frecuente escuchar, cuando se habla de religión, que el cristianismo es triste o, al menos, monótono y aburrido. Se trata de un prejuicio sobre el cristianismo, cada vez más arraigado en nuestra cultura, y que se remonta al mismo Frederich Nietzsche.
Según este pensador alemán, la religión cristiana considera que es mala la alegría. Y lo denunciaba de esta manera: «¿Cuál había sido hasta entonces el gran pecado sobre la tierra? ¿No había sido la palabra de aquel que dijo: “¡Ay de aquellos que ahora ríen!”?» (Así habló Zaratustra, p. 286). Nietzsche quería reír aquí en este mundo, no en el futuro, y por eso dijo: «queremos el reino de la tierra» (ibid, p. 459).
Más aún Albert Camus a la frase de Cristo: «mi Reino no es de este mundo», oponía esta afirmación: «nuestro reino es de este mundo» (Essais, 1965, p. 1225). ¿Acaso el cristianismo no nos ha sacado de este mundo, cuando nos prohibió el árbol en medio del Paraíso? ¿Acaso no nos ha prohibido todo?
En 1980, el entonces Card. Ratzinger abordó directamente esta acusación que pesa sobre el cristianismo. He aquí su respuesta.
Su primera observación consiste en que el hombre que se libera de los árboles prohibido, no consigue la alegría verdadera en la tierra. Es un hecho constatado que el asco y el aburrimiento son un mal que aflige hasta al más libertino. Entonces, tampoco la liberación de las prohibiciones hace feliz al hombre. Por eso, «tanto la disciplina como la indisciplina parecen esclavizar al hombre, dejarle triste y vacío» (Teoría de los principios teológicos, 1982, p. 90).
Luego entra a la cuestión de fondo. ¿Qué es lo que realmente da alegría al hombre? ¿Qué es lo que le quita la alegría? Para responder hace una observación de la vida cotidiana: de las personas que respiran tristeza o que dan una impresión penosa, se dice que no se aguantan a sí mismas. Y una persona triste queda cerrada a los demás, porque ¿cómo puede aguantarse a sí mismo o a otro, quien se encuentra desgarrado en sí mismo?. Lo que le quita a una persona la alegría es la incapacidad para abrirse a otro.
Después, llega a la cuestión que preocupaba a Nietzsche: si el cristianismo obliga a estar triste. El prelado alemán afirma que si se confunde egoísmo con aceptación de sí mismo, se puede caer una moral autodestructiva. El cristianismo no rechaza la afirmación de sí mismo. La aceptación de sí mismo no es egoísmo. Autoestima y egoísmo no son lo mismo.
Y entonces expone la solución. «La raíz de la alegría es que el hombre esté de acuerdo consigo mismo. Quien puede aceptarse a sí mismo, ha conseguido el sí decisivo. Vive en el sí, en la aceptación positiva. Y quien puede aceptarse, puede aceptar también el tú, puede aceptar el mundo. La razón de que un hombre no pueda aceptar el tú, es que no puede aguantar su yo» (ibid., p. 92).
Y para que el hombre pueda aceptarse, necesita experimentar primero ser aceptado, no con palabras sino con amor. «El hombre es ese extraño ser que no sólo necesita un nacimiento físico sino que tiene que ser bien aceptado y recibido para poder afirmarse y existir» (ibidem).
Y justamente esto es lo que ocurre en el cristianismo. Para Dios, el hombre es tan importante que ha llegado a morir por él. «Si Dios nos ama así, es que somos verdaderamente amados. Entonces la vida merece la pena». (ibid, p. 94). La Cruz es la señal de que Dios ha aceptado al hombre. Por eso el cristiano puede aguantarse a sí mismo, y puede estar alegre, aun en la adversidad misma.
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domingo, 15 de mayo de 2005
Benedicto XVI y Juan Pablo II
Luis-Fernando Valdés López
El carisma de Juan Pablo II ha marcado ya el estilo del papado para el tercer Milenio del cristianismo. Queda atrás la figura de un Papa-Rey, y está presente la imagen viva de un Papa-Amigo, cercano y cariñoso. Y al primero que le ha tocado recorrer este nueva vía es a Benedicto XVI.
Es en esta continuidad como hay que interpretar la sucesión de Juan Pablo II. En días pasados no han faltado quienes han querido sostener que no habrá continuidad en el papado, porque no hay «continuidad» entre la personalidad de Juan Pablo II y la de Benedicto XVI.
La permanencia y estabilidad del pontificado romano no se basa en los rasgos de temperamento y carácter de los papas, sino en una realidad sobrenatural. Se trata del querer de Jesucristo, que dijo a San Pedro: «tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mateo 16, 18).
Y desde este presupuesto espiritual, se construye la continuidad también desde el punto de vista humano. Y nos llena de emoción recordar que desde los primeros días de su ministerio petrino, Benedicto XVI ha manifestado su cariño por Juan Pablo II, y ha pedido su intercesión desde el Cielo.
Así, en la Misa de exequias de Juan Pablo II, en la Basílica de San Pedro, el entonces Cardenal Ratzinger recordaba que el Santo Padre solía asomarse por el balcón de su departamento para saludar a los peregrinos. Y luego afirmo que «podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice. Sí, bendíganos, Santo Padre», exclamó emocionado (Homilía, 8.IV.05).
Algunos especialistas afirmaron que el nuevo Papa alemán vendría a dar marchar atrás a los logros de Juan Pablo II. Pero la realidad ha sido otra. El Cardenal Ratzinger desde su elección tuvo conciencia de ser el continuador del papado del nuevo Milenio. Más aún se sabía espiritualmente escogido por el mismo Juan Pablo II. En su primera homilía como Romano Pontífice, Benedicto XVI afirmó que considera su elección «como una gracia especial que me ha concedido mi venerado predecesor, Juan Pablo II. Me parece sentir su mano fuerte que estrecha la mía, me parece ver sus ojos sonrientes y escuchar sus palabras que en este momento se dirigen particularmente hacia mí: “¡No tengas miedo!”» (Homilía, 20-IV-05).
El Cardenal alemán fue, durante 22 años, uno de los colaboradores más cercanos a Juan Pablo II. Fue testigo de la vida santa de aquel inolvidable Pontífice. Esta certeza de la santidad de Juan Pablo II, le llevó a afirmar en su Misa de inicio de Pontificado que el fallecido Papa estaba ya en el Cielo. Aseveró que en compañía de los santos llegó «hasta la gloria de Dios. Nosotros sabíamos que allí se esperaba su llegada. Ahora sabemos que él está entre los suyos y se encuentra realmente en su casa» (Homilía, 24.IV.04).
Ese día, en la Plaza de San Pedro se podía apreciar pancartas que, en italiano, decían: «santo subito», que significa «santo de inmediato». Esa es la convicción de millones de almas. Y de Benedicto XVI también. El pasado día 13 de mayo, anunció que ya había iniciado el proceso de canonización de Juan Pablo II. El Papa dispensó los cinco años reglamentarios que se deben esperar antes de iniciar un proceso de este tipo.
La diferencia de temperamento entre Juan Pablo II y Benedicto XVI no ha generado conflicto, ni ruptura en el papado. Hay una continuidad de origen divino, que se apoyada en el cariño y admiración del Papa actual por su antecesor, en la certeza su santidad y en la confianza de su protección. Esta base humana de empatía humana y espiritual de Benedicto XVI por Juan Pablo II nos proporciona la seguridad de una sólida continuación en el nuevo estilo del Pontificado Romano contemporáneo.
lfvaldes@gmail.com
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El carisma de Juan Pablo II ha marcado ya el estilo del papado para el tercer Milenio del cristianismo. Queda atrás la figura de un Papa-Rey, y está presente la imagen viva de un Papa-Amigo, cercano y cariñoso. Y al primero que le ha tocado recorrer este nueva vía es a Benedicto XVI.
Es en esta continuidad como hay que interpretar la sucesión de Juan Pablo II. En días pasados no han faltado quienes han querido sostener que no habrá continuidad en el papado, porque no hay «continuidad» entre la personalidad de Juan Pablo II y la de Benedicto XVI.
La permanencia y estabilidad del pontificado romano no se basa en los rasgos de temperamento y carácter de los papas, sino en una realidad sobrenatural. Se trata del querer de Jesucristo, que dijo a San Pedro: «tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mateo 16, 18).
Y desde este presupuesto espiritual, se construye la continuidad también desde el punto de vista humano. Y nos llena de emoción recordar que desde los primeros días de su ministerio petrino, Benedicto XVI ha manifestado su cariño por Juan Pablo II, y ha pedido su intercesión desde el Cielo.
Así, en la Misa de exequias de Juan Pablo II, en la Basílica de San Pedro, el entonces Cardenal Ratzinger recordaba que el Santo Padre solía asomarse por el balcón de su departamento para saludar a los peregrinos. Y luego afirmo que «podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice. Sí, bendíganos, Santo Padre», exclamó emocionado (Homilía, 8.IV.05).
Algunos especialistas afirmaron que el nuevo Papa alemán vendría a dar marchar atrás a los logros de Juan Pablo II. Pero la realidad ha sido otra. El Cardenal Ratzinger desde su elección tuvo conciencia de ser el continuador del papado del nuevo Milenio. Más aún se sabía espiritualmente escogido por el mismo Juan Pablo II. En su primera homilía como Romano Pontífice, Benedicto XVI afirmó que considera su elección «como una gracia especial que me ha concedido mi venerado predecesor, Juan Pablo II. Me parece sentir su mano fuerte que estrecha la mía, me parece ver sus ojos sonrientes y escuchar sus palabras que en este momento se dirigen particularmente hacia mí: “¡No tengas miedo!”» (Homilía, 20-IV-05).
El Cardenal alemán fue, durante 22 años, uno de los colaboradores más cercanos a Juan Pablo II. Fue testigo de la vida santa de aquel inolvidable Pontífice. Esta certeza de la santidad de Juan Pablo II, le llevó a afirmar en su Misa de inicio de Pontificado que el fallecido Papa estaba ya en el Cielo. Aseveró que en compañía de los santos llegó «hasta la gloria de Dios. Nosotros sabíamos que allí se esperaba su llegada. Ahora sabemos que él está entre los suyos y se encuentra realmente en su casa» (Homilía, 24.IV.04).
Ese día, en la Plaza de San Pedro se podía apreciar pancartas que, en italiano, decían: «santo subito», que significa «santo de inmediato». Esa es la convicción de millones de almas. Y de Benedicto XVI también. El pasado día 13 de mayo, anunció que ya había iniciado el proceso de canonización de Juan Pablo II. El Papa dispensó los cinco años reglamentarios que se deben esperar antes de iniciar un proceso de este tipo.
La diferencia de temperamento entre Juan Pablo II y Benedicto XVI no ha generado conflicto, ni ruptura en el papado. Hay una continuidad de origen divino, que se apoyada en el cariño y admiración del Papa actual por su antecesor, en la certeza su santidad y en la confianza de su protección. Esta base humana de empatía humana y espiritual de Benedicto XVI por Juan Pablo II nos proporciona la seguridad de una sólida continuación en el nuevo estilo del Pontificado Romano contemporáneo.
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Benedicto XVI y el ecumenismo
Luis-Fernando Valdés López
La elección del Papa Benedicto XVI representa la continuidad en el diálogo ecuménico. Se trata de una verdadera esperanza para la unidad de la Iglesia. Sin embargo, es frecuente que no todos alcancen a comprender que es lo que quiere decir «ecumenismo».
Además de las confusiones conceptuales, hoy día se suman las frases estereotipadas sobre el actual Romano Pontífice: duro, intransigente, conservador. Con un hombre así, el diálogo con las otras religiones cristianas estaría cerrado.
Por esta razón, quizá más de alguno interprete que «ecumenismo» signifique el deseo imperialista de la Iglesia Católica de erigirse como la única religión. Tal vez otros supongan que se trata de un cambio en el interior de la Iglesia: aceptar que todas las religiones tienen el mismo valor.
¿Qué significa ecumenismo? El ecumenismo es el esfuerzo de la Iglesia Católica para conseguir la unidad de todas las confesiones cristianas: ortodoxos, luteranos, calvinistas, anglicanos, etc. Se trata de buscar la unidad de todos los que confiesan que Jesucristo es Dios, que se hizo hombre para salvarnos. En cambio, el ecumenismo no se refiere al diálogo de la Iglesia con las religiones no cristianas: judíos, musulmanes, budistas, hinduistas, etc.
¿En qué se funda el ecumenismo? Es una pregunta urgente hoy día. La mentalidad moderna afirma que si los seguidores de las diversas religiones cristianas están contentos con sus respectivas Iglesias, y si pueden convivir pacíficamente unos con otros, ¿para qué buscar unirlos en una sola confesión?
El fundamento del ecumenismo no es de origen humano. No se basa en la opinión o en el acuerdo de una mayoría. Su origen es sobrenatural: procede del deseo de Jesús mismo, que en horas antes de sufrir la Pasión, rogó a Dios Padre «que todos sean uno, para que el mundo pueda creer» (Juan 17, 21). Este deseo de Dios se convierte en una tarea para todos los cristianos: buscar la unidad de todos los bautizados.
Benedicto XVI afirma de sí mismo «que sabe tiene que hacerse cargo de modo muy particular de este supremo deseo del divino Maestro». Y también que «asume como compromiso prioritario trabajar sin ahorrar energías en la reconstitución de la unidad plena y visible de todos los seguidores de Cristo. Ésta es su ambición, éste es su apremiante deber» (Homilía 20-IV-2005, n. 5).
En esta difícil tarea, el Romano Pontífice actual no es pionero, sino continuador. «Siguiendo las huellas de mis predecesores —afirmó Benedicto XVI—, en particular de Pablo VI y de Juan Pablo II, siento intensamente la necesidad de afirmar nuevamente el compromiso irreversible, asumido por el Concilio Vaticano II y continuado a través de los últimos años» (Discurso, 25-IV-2005).
El Papa actual ha propuesto dos medios para buscar esa unidad. Primero, continuar el diálogo teológico, que ya ha dado pasos firmes, como la Aclaración sobre la Profesión de Fe (1997), que facilitó el entendimiento doctrinal con los ortodoxos griegos, y como la Declaración conjunta católico-luterana sobre la Justificación, que resolvió la controversia central de Martín Lutero.
Y segundo, para Benedicto XVI «lo que más urge es esa “purificación de la memoria”, tantas veces evocada por Juan Pablo II, la única que es capaz de preparar los espíritus para acoger la verdad plena de Cristo». Ya que «es indispensable profundizar en los motivos históricos de decisiones tomadas en el pasado» y que han afectado la unidad (Homilía 20-IV-2005, n. 5).
Por lo tanto, este nuevo Papado se prevé como continuidad del esfuerzo ecuménico, que conducirá al entendimiento entre cristianos, lo que sin duda contribuirá a una mayor paz en el mundo. Esperamos que Benedicto XVI pase a la historia como el Papa de la Unidad y de la Paz.
lfvaldes@gmail.com
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La elección del Papa Benedicto XVI representa la continuidad en el diálogo ecuménico. Se trata de una verdadera esperanza para la unidad de la Iglesia. Sin embargo, es frecuente que no todos alcancen a comprender que es lo que quiere decir «ecumenismo».
Además de las confusiones conceptuales, hoy día se suman las frases estereotipadas sobre el actual Romano Pontífice: duro, intransigente, conservador. Con un hombre así, el diálogo con las otras religiones cristianas estaría cerrado.
Por esta razón, quizá más de alguno interprete que «ecumenismo» signifique el deseo imperialista de la Iglesia Católica de erigirse como la única religión. Tal vez otros supongan que se trata de un cambio en el interior de la Iglesia: aceptar que todas las religiones tienen el mismo valor.
¿Qué significa ecumenismo? El ecumenismo es el esfuerzo de la Iglesia Católica para conseguir la unidad de todas las confesiones cristianas: ortodoxos, luteranos, calvinistas, anglicanos, etc. Se trata de buscar la unidad de todos los que confiesan que Jesucristo es Dios, que se hizo hombre para salvarnos. En cambio, el ecumenismo no se refiere al diálogo de la Iglesia con las religiones no cristianas: judíos, musulmanes, budistas, hinduistas, etc.
¿En qué se funda el ecumenismo? Es una pregunta urgente hoy día. La mentalidad moderna afirma que si los seguidores de las diversas religiones cristianas están contentos con sus respectivas Iglesias, y si pueden convivir pacíficamente unos con otros, ¿para qué buscar unirlos en una sola confesión?
El fundamento del ecumenismo no es de origen humano. No se basa en la opinión o en el acuerdo de una mayoría. Su origen es sobrenatural: procede del deseo de Jesús mismo, que en horas antes de sufrir la Pasión, rogó a Dios Padre «que todos sean uno, para que el mundo pueda creer» (Juan 17, 21). Este deseo de Dios se convierte en una tarea para todos los cristianos: buscar la unidad de todos los bautizados.
Benedicto XVI afirma de sí mismo «que sabe tiene que hacerse cargo de modo muy particular de este supremo deseo del divino Maestro». Y también que «asume como compromiso prioritario trabajar sin ahorrar energías en la reconstitución de la unidad plena y visible de todos los seguidores de Cristo. Ésta es su ambición, éste es su apremiante deber» (Homilía 20-IV-2005, n. 5).
En esta difícil tarea, el Romano Pontífice actual no es pionero, sino continuador. «Siguiendo las huellas de mis predecesores —afirmó Benedicto XVI—, en particular de Pablo VI y de Juan Pablo II, siento intensamente la necesidad de afirmar nuevamente el compromiso irreversible, asumido por el Concilio Vaticano II y continuado a través de los últimos años» (Discurso, 25-IV-2005).
El Papa actual ha propuesto dos medios para buscar esa unidad. Primero, continuar el diálogo teológico, que ya ha dado pasos firmes, como la Aclaración sobre la Profesión de Fe (1997), que facilitó el entendimiento doctrinal con los ortodoxos griegos, y como la Declaración conjunta católico-luterana sobre la Justificación, que resolvió la controversia central de Martín Lutero.
Y segundo, para Benedicto XVI «lo que más urge es esa “purificación de la memoria”, tantas veces evocada por Juan Pablo II, la única que es capaz de preparar los espíritus para acoger la verdad plena de Cristo». Ya que «es indispensable profundizar en los motivos históricos de decisiones tomadas en el pasado» y que han afectado la unidad (Homilía 20-IV-2005, n. 5).
Por lo tanto, este nuevo Papado se prevé como continuidad del esfuerzo ecuménico, que conducirá al entendimiento entre cristianos, lo que sin duda contribuirá a una mayor paz en el mundo. Esperamos que Benedicto XVI pase a la historia como el Papa de la Unidad y de la Paz.
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domingo, 8 de mayo de 2005
Benedicto XVI y las otras religiones
Luis-Fernando Valdés López
Fue muy llamativo que los vaticanistas mexicanos comentaran que la elección del Benedicto XVI sería un paso atrás, en el diálogo de la Iglesia Católica con las otras religiones. El motivo aducido consistía en que el entonces Cardenal Ratzinger había elaborado la Declaración «Dominus Iesus», fechada el 6 de agosto de 2000, y aprobada por Juan Pablo II.
Y, a partir de ese dato, esos vaticanistas sacaban dos conclusiones. La primera era que la Iglesia se mostraba intolerante respecto a las otras religiones, porque ese documento indicaba que sólo la fe católica es la religión verdadera. Y la segunda hacía referencia a la personalidad del Cardenal: se trataba de un hombre intransigente.
Para un lector exigente, esa conclusiones dejan mucho que desear. En primer lugar, vale la pena entender bien el contenido y el contexto de esa Declaración pontificia. Y a continuación interesa saber cuál el es pensamiento de Benedicto XVI sobre este tema, y en base a sus palabras juzgar si es un hombre abierto al diálogo o no.
La Declaración «Dominus Iesus» fue la respuesta a la postura de algunos teólogos que confiesan que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, pero piensan la revelación de Dios en Cristo no puede ser considerada completa y definitiva, sino que debe ser siempre considerada en relación con otras posibles revelaciones de Dios. De este modo, se introduce la idea errada de que las religiones del mundo son complementarias a la revelación cristiana.
Para el entonces Card. Ratzinger el «principio de la tolerancia y respeto de la libertad es hoy manipulado y superado indebidamente cuando se extiende al aprecio de los contenidos, como si todos los contenidos de las diversas religiones y de los conceptos no religiosos de la vida se tuviesen que situar al mismo nivel, y ya no existiese una verdad objetiva y universal, porque Dios o el Absoluto se revelarían con numerosos nombres, pero todos ellos serían verdaderos. Esta falsa idea de tolerancia está relacionada con la pérdida y la renuncia de la cuestión de la verdad, que hoy muchos consideran una cuestión irrelevante o de segunda clase».
Por eso, este documento pontificio viene a recordar que ciertamente, las diferentes tradiciones religiosas contienen y ofrecen elementos de religiosidad, pero con la venida de Jesucristo Salvador, Dios ha establecido la Iglesia para la salvación de todos los hombres. Y afirma que esta verdad de fe no quita nada al hecho de que la Iglesia considera las religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo excluye esa mentalidad indiferentista «marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que una religión es tan buena como otra» (cfr. Cap. VI).
Como se puede apreciar, la Declaración «Dominus Iesus» no plantea la intolerancia, sino que sale al paso de un equívoco: que a nombre de la tolerancia se caiga en el relativismo. Y desde ahí no puede deducirse, como hicieron esos vaticanistas, que el Papa tenga una personalidad «dura e inflexible». Basta leer las primeras declaraciones de Benedicto XVI para ver su apertura hacia las otras religiones.
En su primera homilía como Papa tuvo unas palabras para «aquellos que siguen otras religiones». Se dirigió a ellos «con sencillez y cariño para asegurarles que la Iglesia quiere seguir manteniendo con ellos un diálogo abierto y sincero, en búsqueda del verdadero bien del ser humano y de la sociedad» (20-IV-2005).
Y el día anterior a la inauguración solemne de su Pontificado dirigió este mensaje a los representantes musulmanes que asistirían a ese evento. «Os aseguro que la Iglesia quiere seguir construyendo puentes de amistad con los seguidores de todas las religiones para buscara el bien verdadero de todas las personas y de la sociedad entera» (25-IV-2005).
El Papa Benedicto XVI ha mostrado su convicción de que Cristo ha revelado a la Iglesia la plenitud de la verdad sobre Dios, y que esa firmeza nada tiene que ver con la intolerancia ni con el relativismo. Y ha dado muestras de una actitud personal de apertura al diálogo con las otras religiones.
lfvaldes@gmail.com
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Fue muy llamativo que los vaticanistas mexicanos comentaran que la elección del Benedicto XVI sería un paso atrás, en el diálogo de la Iglesia Católica con las otras religiones. El motivo aducido consistía en que el entonces Cardenal Ratzinger había elaborado la Declaración «Dominus Iesus», fechada el 6 de agosto de 2000, y aprobada por Juan Pablo II.
Y, a partir de ese dato, esos vaticanistas sacaban dos conclusiones. La primera era que la Iglesia se mostraba intolerante respecto a las otras religiones, porque ese documento indicaba que sólo la fe católica es la religión verdadera. Y la segunda hacía referencia a la personalidad del Cardenal: se trataba de un hombre intransigente.
Para un lector exigente, esa conclusiones dejan mucho que desear. En primer lugar, vale la pena entender bien el contenido y el contexto de esa Declaración pontificia. Y a continuación interesa saber cuál el es pensamiento de Benedicto XVI sobre este tema, y en base a sus palabras juzgar si es un hombre abierto al diálogo o no.
La Declaración «Dominus Iesus» fue la respuesta a la postura de algunos teólogos que confiesan que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, pero piensan la revelación de Dios en Cristo no puede ser considerada completa y definitiva, sino que debe ser siempre considerada en relación con otras posibles revelaciones de Dios. De este modo, se introduce la idea errada de que las religiones del mundo son complementarias a la revelación cristiana.
Para el entonces Card. Ratzinger el «principio de la tolerancia y respeto de la libertad es hoy manipulado y superado indebidamente cuando se extiende al aprecio de los contenidos, como si todos los contenidos de las diversas religiones y de los conceptos no religiosos de la vida se tuviesen que situar al mismo nivel, y ya no existiese una verdad objetiva y universal, porque Dios o el Absoluto se revelarían con numerosos nombres, pero todos ellos serían verdaderos. Esta falsa idea de tolerancia está relacionada con la pérdida y la renuncia de la cuestión de la verdad, que hoy muchos consideran una cuestión irrelevante o de segunda clase».
Por eso, este documento pontificio viene a recordar que ciertamente, las diferentes tradiciones religiosas contienen y ofrecen elementos de religiosidad, pero con la venida de Jesucristo Salvador, Dios ha establecido la Iglesia para la salvación de todos los hombres. Y afirma que esta verdad de fe no quita nada al hecho de que la Iglesia considera las religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo excluye esa mentalidad indiferentista «marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que una religión es tan buena como otra» (cfr. Cap. VI).
Como se puede apreciar, la Declaración «Dominus Iesus» no plantea la intolerancia, sino que sale al paso de un equívoco: que a nombre de la tolerancia se caiga en el relativismo. Y desde ahí no puede deducirse, como hicieron esos vaticanistas, que el Papa tenga una personalidad «dura e inflexible». Basta leer las primeras declaraciones de Benedicto XVI para ver su apertura hacia las otras religiones.
En su primera homilía como Papa tuvo unas palabras para «aquellos que siguen otras religiones». Se dirigió a ellos «con sencillez y cariño para asegurarles que la Iglesia quiere seguir manteniendo con ellos un diálogo abierto y sincero, en búsqueda del verdadero bien del ser humano y de la sociedad» (20-IV-2005).
Y el día anterior a la inauguración solemne de su Pontificado dirigió este mensaje a los representantes musulmanes que asistirían a ese evento. «Os aseguro que la Iglesia quiere seguir construyendo puentes de amistad con los seguidores de todas las religiones para buscara el bien verdadero de todas las personas y de la sociedad entera» (25-IV-2005).
El Papa Benedicto XVI ha mostrado su convicción de que Cristo ha revelado a la Iglesia la plenitud de la verdad sobre Dios, y que esa firmeza nada tiene que ver con la intolerancia ni con el relativismo. Y ha dado muestras de una actitud personal de apertura al diálogo con las otras religiones.
lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com
domingo, 1 de mayo de 2005
Benedicto XVI ante la «dictadura del relativismo»
Luis-Fernando Valdés López
En la homilía de la Misa, con la que daba comienzo el pasado Cónclave, el Decano del Colegio cardenalicio, el entonces Card. Joseph Ratzinger, enunció algunos de los retos que enfrentaría el próximo Papa. En ese mensaje puso especial énfasis en un fenómeno de la cultura contemporánea, al que llamó la «dictadura del relativismo».
Estas palabras del Decano causaron revuelo. Para algunos analistas, esa homilía habría significado la descalificación del Card. Ratzinger como futuro Romano Pontífice, ya que esa postura era demasiado rígida y poco atenta a la sensibilidad del mundo de hoy.
¿Por qué esa afirmación causó tanta conmoción? Porque el relativismo está fuerte arraigado en nuestra mentalidad contemporánea. Esta postura cultural afirma que no existe una verdad absoluta, válida para todos los seres humanos. Más bien sostiene que la verdad se construye en cada época de la historia: no existe la verdad definitiva sobre el hombre, sino que el hombre es lo que cada uno opina, aquí y ahora.
En nuestro tiempo, enfrentarse al relativismo es equivalente a ser intransigente, porque nadie tendría derecho a imponer una verdad sobre el hombre, ya que se parte de que esa verdad no existe. Esa oposición al relativismo significaría también oponerse a la democracia, pues como no existiría una verdad común sobre la conducta humana, cada uno puede hacer lo que desee y nadie puede calificar esas acciones como malas o como incorrectas.
El descuerdo de Benedicto XVI con el relativismo suscitó controversia, porque hasta ahora las afirmaciones del nuevo Papa se han tomado como un deseo de imponer una idea, de someter las conciencias a un patrón fijo. Sin embargo, ¿es eso lo que quiso exactamente decir el Santo Padre?
Lejos de esclavizar las conciencias, Benedicto XVI pretende liberar al hombre de hoy. No intenta anclarse en el pasado, sino desatar las cadenas presentes que comprometen el futuro del ser humano. Si no existe una verdad sobre el hombre, no queda más remedio que recluirse en la cuestión de lo útil. Y desde el punto de vista de la utilidad, el ser humano no pasa de ser una estadística, un efecto colateral, una pieza reemplazable: se convierte en una cosa.
En un discurso pronunciado en Madrid, el 16 de febrero de 2000, el entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, explicaba más a fondo los peligros del relativismo. El punto de referencia es la capacidad natural del hombre para conocer la verdad. Toda filosofía tiene como núcleo preguntarse «si el hombre puede conocer la verdad, las verdades fundamentales sobre sí mismo, sobre su origen y su futuro, o si vive en una penumbra que no es posible esclarecer». Sólo si el hombre es capaz de conocer la verdad, la propia existencia tiene sentido. Sólo si existe una verdad sobre el ser humano, se puede respetar la dignidad de cada persona.
En la cultura de nuestros días, la ciencia «ciertamente busca verdades pero descalifica como no científica la cuestión de la verdad». Lo importante es estudiar si las frases de un discurso intelectual tienen coherencia, pero no si esas afirmaciones corresponden con la realidad de las cosas. «Una cientificidad ejercida de este modo inmuniza frente a la verdad», advertía el entonces Card. Ratzinger. Pero «el hombre no está aprisionado en el cuarto de espejos de las interpretaciones; puede y debe buscar el acceso a lo real, que está tras las palabras y se le muestra en las palabras y a través de ellas».
Por esa razón, nuestra cultura ha caído en el pragmatismo. «La cuestión no es la verdad, sino la praxis, el dominio de las cosas para nuestro provecho». El relativismo se presenta como un liberador de todo dogmatismo, y se convierte en un tirano, que convierte al hombre en un objeto manipulable. El ser humano queda a merced de quien ejerce el poder —ya religioso, intelectual o político— y no hay ninguna verdad que pueda protegerlo: porque ni los derechos más básicos formarían parte de la verdad del hombre. De nuevo el pragmatismo: los derechos se conceden, si es para utilidad del que manda.
Como se puede observar, la actitud de Benedicto XVI no es oponerse al hombre contemporáneo, sino liberarlo los atropellos del relativismo. La propuesta del Papa, en continuidad con el mensaje de Juan Pablo II, consiste en «rehabilitar la cuestión de la verdad».
Aquí se refleja también el talante intelectual y moral del nuevo Pontífice. Es un hombre convencido de que la verdad libera al hombre. Cuando fue consagrado obispo el 28 de mayo de 1977, Joseph Ratzinger tomó como lema una palabras la tercera Carta de San Juan: «colaborador de la verdad». Y explicaba sus motivos: «en el mundo de hoy el argumento “verdad” ha casi desaparecido porque parece demasiado grande para el hombre, y sin embargo, si no existe la verdad todo se hunde», por eso, «este lema episcopal me pareció que era el que estaba más en línea con nuestro tiempo» (Mi vida. Ed. Encuentro, 1977, p. 130).
lfvaldes@gmail.com
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En la homilía de la Misa, con la que daba comienzo el pasado Cónclave, el Decano del Colegio cardenalicio, el entonces Card. Joseph Ratzinger, enunció algunos de los retos que enfrentaría el próximo Papa. En ese mensaje puso especial énfasis en un fenómeno de la cultura contemporánea, al que llamó la «dictadura del relativismo».
Estas palabras del Decano causaron revuelo. Para algunos analistas, esa homilía habría significado la descalificación del Card. Ratzinger como futuro Romano Pontífice, ya que esa postura era demasiado rígida y poco atenta a la sensibilidad del mundo de hoy.
¿Por qué esa afirmación causó tanta conmoción? Porque el relativismo está fuerte arraigado en nuestra mentalidad contemporánea. Esta postura cultural afirma que no existe una verdad absoluta, válida para todos los seres humanos. Más bien sostiene que la verdad se construye en cada época de la historia: no existe la verdad definitiva sobre el hombre, sino que el hombre es lo que cada uno opina, aquí y ahora.
En nuestro tiempo, enfrentarse al relativismo es equivalente a ser intransigente, porque nadie tendría derecho a imponer una verdad sobre el hombre, ya que se parte de que esa verdad no existe. Esa oposición al relativismo significaría también oponerse a la democracia, pues como no existiría una verdad común sobre la conducta humana, cada uno puede hacer lo que desee y nadie puede calificar esas acciones como malas o como incorrectas.
El descuerdo de Benedicto XVI con el relativismo suscitó controversia, porque hasta ahora las afirmaciones del nuevo Papa se han tomado como un deseo de imponer una idea, de someter las conciencias a un patrón fijo. Sin embargo, ¿es eso lo que quiso exactamente decir el Santo Padre?
Lejos de esclavizar las conciencias, Benedicto XVI pretende liberar al hombre de hoy. No intenta anclarse en el pasado, sino desatar las cadenas presentes que comprometen el futuro del ser humano. Si no existe una verdad sobre el hombre, no queda más remedio que recluirse en la cuestión de lo útil. Y desde el punto de vista de la utilidad, el ser humano no pasa de ser una estadística, un efecto colateral, una pieza reemplazable: se convierte en una cosa.
En un discurso pronunciado en Madrid, el 16 de febrero de 2000, el entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, explicaba más a fondo los peligros del relativismo. El punto de referencia es la capacidad natural del hombre para conocer la verdad. Toda filosofía tiene como núcleo preguntarse «si el hombre puede conocer la verdad, las verdades fundamentales sobre sí mismo, sobre su origen y su futuro, o si vive en una penumbra que no es posible esclarecer». Sólo si el hombre es capaz de conocer la verdad, la propia existencia tiene sentido. Sólo si existe una verdad sobre el ser humano, se puede respetar la dignidad de cada persona.
En la cultura de nuestros días, la ciencia «ciertamente busca verdades pero descalifica como no científica la cuestión de la verdad». Lo importante es estudiar si las frases de un discurso intelectual tienen coherencia, pero no si esas afirmaciones corresponden con la realidad de las cosas. «Una cientificidad ejercida de este modo inmuniza frente a la verdad», advertía el entonces Card. Ratzinger. Pero «el hombre no está aprisionado en el cuarto de espejos de las interpretaciones; puede y debe buscar el acceso a lo real, que está tras las palabras y se le muestra en las palabras y a través de ellas».
Por esa razón, nuestra cultura ha caído en el pragmatismo. «La cuestión no es la verdad, sino la praxis, el dominio de las cosas para nuestro provecho». El relativismo se presenta como un liberador de todo dogmatismo, y se convierte en un tirano, que convierte al hombre en un objeto manipulable. El ser humano queda a merced de quien ejerce el poder —ya religioso, intelectual o político— y no hay ninguna verdad que pueda protegerlo: porque ni los derechos más básicos formarían parte de la verdad del hombre. De nuevo el pragmatismo: los derechos se conceden, si es para utilidad del que manda.
Como se puede observar, la actitud de Benedicto XVI no es oponerse al hombre contemporáneo, sino liberarlo los atropellos del relativismo. La propuesta del Papa, en continuidad con el mensaje de Juan Pablo II, consiste en «rehabilitar la cuestión de la verdad».
Aquí se refleja también el talante intelectual y moral del nuevo Pontífice. Es un hombre convencido de que la verdad libera al hombre. Cuando fue consagrado obispo el 28 de mayo de 1977, Joseph Ratzinger tomó como lema una palabras la tercera Carta de San Juan: «colaborador de la verdad». Y explicaba sus motivos: «en el mundo de hoy el argumento “verdad” ha casi desaparecido porque parece demasiado grande para el hombre, y sin embargo, si no existe la verdad todo se hunde», por eso, «este lema episcopal me pareció que era el que estaba más en línea con nuestro tiempo» (Mi vida. Ed. Encuentro, 1977, p. 130).
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