Luis-Fernando Valdés
Cada vez que llega la Navidad, nos sorprende constatar la buena acogida que tiene esta celebración. Y se festeja en innumerables países de los cinco continentes, ya sea con sentido religioso, ya sea con un afán meramente conmemorativo. Pero ¿cuál es la razón de esta aceptación cordial de la Navidad, por parte de tantos millones de personas?
Seguramente, la Navidad fascina porque todos sospechamos, de alguna manera, que el nacimiento de ese Niño tiene algo que ver con los más profundos anhelos y esperanzas humanas, como el amor, la esperanza, la paz, la concordia y la salvación del mal que aflige a la humanidad.
Todas las personas tenemos esos deseos y sentimientos en lo profundo del corazón. Y los cristianos afirmamos que Jesús, cuyo nacimiento celebramos, es quien colma esas aspiraciones, porque es Dios hecho ser humano, como nosotros. ¿No es muy pretencioso afirmar que la respuesta para todos la posee sólo un grupo de creyentes?
Sí, lo es. Más aún, es casi una falta de respeto a nuestra sociedad, que ha adquirido el pluralismo al costo de renunciar a hablar de la verdad, de una verdad válida para todos.
Es fácil admitir que son comunes a todos los sentimientos y las esperanzas, de los que nos habla la Navidad. Y, desde el siglo XIX, han querido descubrir en la Navidad cristiana el resumen de los mitos de culturas más antiguas, que también buscan colmar sus anhelos en la encarnación de un dios. Esto equivale a decir que la Navidad es muy popular, porque es un mito común a todas las culturas.
En el siglo XX, se superó parcialmente esta visión del cristianismo como recopilación de mitos de otras religiones. Y se llegó a la conclusión de que el único origen del cristianismo se encuentra en el judaísmo. Pero la objeción prevaleció: el cristianismo seguiría siendo un mito, y por lo tanto, no sería válido para todos.
También se descubrió que el mito es un género literario, que sirve para transmitir un mensaje especial o importante. El mito emplea imágenes y narraciones para destacar la importancia de ciertos personajes y sus proezas. Sin embargo, esas metáforas no tendrían nada que ver con la realidad.
La Navidad cristiana utiliza, pues, el género mítico para celebrar que Dios «bajó del cielo», «se encarnó de María Virgen, por obra del Espíritu Santo», y «se hizo hombre». Y todos están de acuerdo que este «mito» resume las aspiraciones de muchas personas. Pero ¿es posible que este mito sea verdadero, de modo que sea válido para todos?
Algunos consideran que todo mito sólo expresan posturas subjetivas y sentimentales. Pero no es así, porque la expresión mediante símbolos también hace referencia a la realidad, pero de una manera distinta a las descripciones científicas o matemáticas.
Los mitos no son falsos por el hecho de mitos. Son falsos, cuando lo que narran no se verificó en la historia. A diferencia de los mitos paganos, el cristianismo se presenta como mito que es, a la vez, un hecho histórico. El Evangelio de San Lucas afirma que el nacimiento de Jesús ocurrió en el tiempo y en el espacio: en Belén, cuando César Augusto era el emperador romano, y Quirino el gobernador de Siria (Lc 2,1-2).
Como afirma C. S. Lewis, la historia de Cristo es más bien «el más alto mito», porque en ella el mito se hace realidad. Por eso, la Navidad antes que ser una celebración mundial es un pregunta para cada uno: ¿Y si fuera verdad...? ¿Y si se ha hecho realidad lo que, como eco de un ansia inmensa y de una expectativa todavía confusa, se dice en tantos mitos?
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Luis-Fernando Valdés López, sacerdote y teólogo, comenta noticias destacadas de la semana, con un enfoque humanista, desde la razón creyente.
domingo, 30 de octubre de 2005
El Vaticano II, 40 años después
Luis-Fernando Valdés
El pasado 8 de diciembre se cumplieron 40 años de la solemne clausura del Concilio Vaticano II. Fue una reunión del Romano Pontífice con casi todos los obispos del mundo, y tenía como objetivo reflexionar sobre la relación de la Iglesia con el mundo contemporáneo.
El Concilio debía responder a una pregunta fundamental: ¿Tiene algo que decir la Iglesia al hombre de hoy? La cuestión es profunda, porque hoy día la ciencia y la tecnología parecen liberar al ser humano de todo dolor y le hacen más cómoda y llevadera la vida. También hoy el gobierno y las instituciones privadas llevan el peso de los hospitales, asilos y orfanatos, tareas que antes desarrollaba la Iglesia.
¿Qué aporta la Iglesia al hombre de hoy, que aparentemente no necesita de Dios? La contribución de esta institución no es de orden material, ni tampoco de tipo académico, aunque siga fiel a su vocación a la solidaridad y a la enseñanza.
La aportación de la Iglesia es tipo espiritual. Le enseña al hombre cuál es el sentido de su vida. Cuando el ser humano se olvida de que tiene un destino trascendente, de que está llamado a encontrarse con Dios, invariablemente su vida cae en el absurdo. Y pierde la razón profunda de todo lo que realiza.
Todos nos preguntamos para qué nacimos, qué finalidad tiene nuestra vida. A todos nos sobrecoge la realidad de que un día moriremos, y nos cuestionamos si todo los bienes que hayamos podido acumular durante la vida nos servirán en aquel momento. Estos interrogantes nos hacen ver que el hombre busca esas respuestas en lo espiritual.
Una de las enseñanzas centrales del Concilio es anunciar a todo el mundo que el sentido de la vida se encuentra en Jesucristo. Él es el Dios hecho ser humano. Tomó nuestra naturaleza racional y corporal para enseñarnos cómo ser auténticamente humanos.
Así lo enseña la Constitución Gaudium et spes, uno de los documentos capitales del Concilio: «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (n. 22).
A cuarenta años de su finalización, ¿sigue vigente este planteamiento sobre el sentido de la vida humana? ¿Hoy, cuando nuestra cultura nos propone que no existe una verdad absoluta? ¿Hoy, cuando el escepticismo parece haber ganado la batalla?
Esta respuesta del Vaticano II sigue vigente también en nuestros días. Está dirigida solamente a los católicos, sino a todos los seres humanos. Todavía hoy, todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto, y se sigue preguntando el porqué de su existencia. Y a este problema sólo Dios da respuesta plena y totalmente cierta (cfr. ibid, 21).
Mientras los humanos nos preguntemos por el sentido de nuestra vida, el mensaje del Concilio seguirá vigente. Es tarea de cada uno aceptar la invitación a encontrar la respuesta en Jesucristo. Por eso, la invitación de Juan Pablo II, al inicio de su pontificado (1978), es actual: «No tengáis miedo. Abrid las puertas de Cristo de par en par. No tengáis miedo. Cristo sabe “lo que hay dentro del hombre”. Sólo él lo sabe».
La propuesta es válida también hoy. El Papa Benedicto XVI comenzó así su tarea pastoral, en abril de este año: «¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida!».
Correo: lfvaldes@gmail.com
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El pasado 8 de diciembre se cumplieron 40 años de la solemne clausura del Concilio Vaticano II. Fue una reunión del Romano Pontífice con casi todos los obispos del mundo, y tenía como objetivo reflexionar sobre la relación de la Iglesia con el mundo contemporáneo.
El Concilio debía responder a una pregunta fundamental: ¿Tiene algo que decir la Iglesia al hombre de hoy? La cuestión es profunda, porque hoy día la ciencia y la tecnología parecen liberar al ser humano de todo dolor y le hacen más cómoda y llevadera la vida. También hoy el gobierno y las instituciones privadas llevan el peso de los hospitales, asilos y orfanatos, tareas que antes desarrollaba la Iglesia.
¿Qué aporta la Iglesia al hombre de hoy, que aparentemente no necesita de Dios? La contribución de esta institución no es de orden material, ni tampoco de tipo académico, aunque siga fiel a su vocación a la solidaridad y a la enseñanza.
La aportación de la Iglesia es tipo espiritual. Le enseña al hombre cuál es el sentido de su vida. Cuando el ser humano se olvida de que tiene un destino trascendente, de que está llamado a encontrarse con Dios, invariablemente su vida cae en el absurdo. Y pierde la razón profunda de todo lo que realiza.
Todos nos preguntamos para qué nacimos, qué finalidad tiene nuestra vida. A todos nos sobrecoge la realidad de que un día moriremos, y nos cuestionamos si todo los bienes que hayamos podido acumular durante la vida nos servirán en aquel momento. Estos interrogantes nos hacen ver que el hombre busca esas respuestas en lo espiritual.
Una de las enseñanzas centrales del Concilio es anunciar a todo el mundo que el sentido de la vida se encuentra en Jesucristo. Él es el Dios hecho ser humano. Tomó nuestra naturaleza racional y corporal para enseñarnos cómo ser auténticamente humanos.
Así lo enseña la Constitución Gaudium et spes, uno de los documentos capitales del Concilio: «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (n. 22).
A cuarenta años de su finalización, ¿sigue vigente este planteamiento sobre el sentido de la vida humana? ¿Hoy, cuando nuestra cultura nos propone que no existe una verdad absoluta? ¿Hoy, cuando el escepticismo parece haber ganado la batalla?
Esta respuesta del Vaticano II sigue vigente también en nuestros días. Está dirigida solamente a los católicos, sino a todos los seres humanos. Todavía hoy, todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto, y se sigue preguntando el porqué de su existencia. Y a este problema sólo Dios da respuesta plena y totalmente cierta (cfr. ibid, 21).
Mientras los humanos nos preguntemos por el sentido de nuestra vida, el mensaje del Concilio seguirá vigente. Es tarea de cada uno aceptar la invitación a encontrar la respuesta en Jesucristo. Por eso, la invitación de Juan Pablo II, al inicio de su pontificado (1978), es actual: «No tengáis miedo. Abrid las puertas de Cristo de par en par. No tengáis miedo. Cristo sabe “lo que hay dentro del hombre”. Sólo él lo sabe».
La propuesta es válida también hoy. El Papa Benedicto XVI comenzó así su tarea pastoral, en abril de este año: «¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida!».
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domingo, 23 de octubre de 2005
SIDA, ética y esperanza
Luis-Fernando Valdés
La ONU instituyó en 1988 la Jornada Mundial del SIDA, que se celebra el 1 de diciembre de cada año. Este día constituye una oportunidad para una reflexión sobre diversos aspectos de esta epidemia: médicos, éticos y religiosos.
Desde el punto de vista médico, las estadísticas son alarmantes. En 2004, la ONU declaró que, desde la aparición del SIDA, más de 22 millones de personas han muerto por causa de esta enfermedad.
Pero no basta con dar cifras, lo importante es que se pongan al alcance de todos los medicamentos que, en la actualidad, sirven para controlar y paliar este padecimiento. Los esfuerzos de una nación para combatir el SIDA no se pueden limitar a dar información preventiva, sino que también deben subsidiar los fármacos que los afectados necesitan.
La ética es otro aspecto importante en el combate del SIDA. Esta enfermedad sólo se transmite por tres vías: la sangre, la transmisión materno-infantil y por contacto sexual. En ellas hay implicaciones éticas. Por ejemplo, los donadores de sangre tienen el grave deber moral de que su sangre esté exenta de ese virus; las madres portadoras del VIH no pueden abortar, aunque sepan que su bebé nacerá infectado.
La vía del contacto sexual tiene más implicaciones éticas aún. Juan Pablo II afirmó que el drama del Sida se presenta como una «patología del espíritu». Para combatir este tipo de contagio se requiere aumentar la prevención con educación en el valor sagrado de la vida y con formación en la práctica correcta de la sexualidad.
En 1994, Juan Pablo II recomendaba a los obispos de África, continente flagelado por el SIDA: «debemos presentar continuamente a los fieles, sobre todo a los jóvenes, el afecto, el gozo, la felicidad y la paz que procura el matrimonio cristiano y la fidelidad, así como la seguridad proporcionada por la castidad».
El SIDA también tiene implicaciones religiosas. Los que padecen esta enfermedad no son un mero dato para las estadísticas. Estos enfermos son, ante todo, seres humanos. Y como todo humano tienen una historia, que se ve trastocada, incluso interrumpida. Tienen temor y desean una esperanza. Y ése es el aspecto religioso de esta epidemia.
Junto con el derecho a acceder a los medicamentos y tratamientos necesarios, los enfermos de SIDA necesitan de apoyo espiritual. Esta enfermedad los pone frente al drama del sufrimiento y de la muerte. Y es ahí cuando necesitan de un mensaje de esperanza.
Juan Pablo II explicaba que «es precisamente en el momento de la enfermedad cuando se plantea con mayor urgencia la necesidad de encontrar respuestas adecuadas a las cuestiones últimas referentes a la vida del hombre: las cuestiones sobre el sentido del dolor, del sufrimiento y de la misma muerte, considerada no sólo como un enigma con el cual confrontarse fatigosamente, sino como misterio en el que Cristo se incorpora en nuestra existencia, abriéndola a un nuevo y definitivo nacimiento para la vida que nunca acabará» (Mensaje para la Jornada Mundial del Enfermo 2005, n. 6).
Atender a los que padecen esta enfermedad es tarea de todos. Por eso, Benedicto XVI expresó su apoyo a «las numerosas iniciativas promovidas, de modo especial las de las comunidades eclesiales, para eliminar esta enfermedad, y aseguro mi apoyo a los enfermos de SIDA y a sus familias, invocando para ellos la ayuda y el consuelo del Señor" (Discurso, 30.XI.05)
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La ONU instituyó en 1988 la Jornada Mundial del SIDA, que se celebra el 1 de diciembre de cada año. Este día constituye una oportunidad para una reflexión sobre diversos aspectos de esta epidemia: médicos, éticos y religiosos.
Desde el punto de vista médico, las estadísticas son alarmantes. En 2004, la ONU declaró que, desde la aparición del SIDA, más de 22 millones de personas han muerto por causa de esta enfermedad.
Pero no basta con dar cifras, lo importante es que se pongan al alcance de todos los medicamentos que, en la actualidad, sirven para controlar y paliar este padecimiento. Los esfuerzos de una nación para combatir el SIDA no se pueden limitar a dar información preventiva, sino que también deben subsidiar los fármacos que los afectados necesitan.
La ética es otro aspecto importante en el combate del SIDA. Esta enfermedad sólo se transmite por tres vías: la sangre, la transmisión materno-infantil y por contacto sexual. En ellas hay implicaciones éticas. Por ejemplo, los donadores de sangre tienen el grave deber moral de que su sangre esté exenta de ese virus; las madres portadoras del VIH no pueden abortar, aunque sepan que su bebé nacerá infectado.
La vía del contacto sexual tiene más implicaciones éticas aún. Juan Pablo II afirmó que el drama del Sida se presenta como una «patología del espíritu». Para combatir este tipo de contagio se requiere aumentar la prevención con educación en el valor sagrado de la vida y con formación en la práctica correcta de la sexualidad.
En 1994, Juan Pablo II recomendaba a los obispos de África, continente flagelado por el SIDA: «debemos presentar continuamente a los fieles, sobre todo a los jóvenes, el afecto, el gozo, la felicidad y la paz que procura el matrimonio cristiano y la fidelidad, así como la seguridad proporcionada por la castidad».
El SIDA también tiene implicaciones religiosas. Los que padecen esta enfermedad no son un mero dato para las estadísticas. Estos enfermos son, ante todo, seres humanos. Y como todo humano tienen una historia, que se ve trastocada, incluso interrumpida. Tienen temor y desean una esperanza. Y ése es el aspecto religioso de esta epidemia.
Junto con el derecho a acceder a los medicamentos y tratamientos necesarios, los enfermos de SIDA necesitan de apoyo espiritual. Esta enfermedad los pone frente al drama del sufrimiento y de la muerte. Y es ahí cuando necesitan de un mensaje de esperanza.
Juan Pablo II explicaba que «es precisamente en el momento de la enfermedad cuando se plantea con mayor urgencia la necesidad de encontrar respuestas adecuadas a las cuestiones últimas referentes a la vida del hombre: las cuestiones sobre el sentido del dolor, del sufrimiento y de la misma muerte, considerada no sólo como un enigma con el cual confrontarse fatigosamente, sino como misterio en el que Cristo se incorpora en nuestra existencia, abriéndola a un nuevo y definitivo nacimiento para la vida que nunca acabará» (Mensaje para la Jornada Mundial del Enfermo 2005, n. 6).
Atender a los que padecen esta enfermedad es tarea de todos. Por eso, Benedicto XVI expresó su apoyo a «las numerosas iniciativas promovidas, de modo especial las de las comunidades eclesiales, para eliminar esta enfermedad, y aseguro mi apoyo a los enfermos de SIDA y a sus familias, invocando para ellos la ayuda y el consuelo del Señor" (Discurso, 30.XI.05)
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domingo, 16 de octubre de 2005
Ilegales pero con derechos
Luis-Fernando Valdés
Seguimos preocupados por los mexicanos que, cada vez con mayor dificultad, cruzan la frontera a los Estados Unidos. La línea fronteriza está mejor custodiada cada día, y se van consolidando los grupos civiles que «cazan» migrantes ilegales.
Las palabras con las que se designan las personas que emigran hacia el norte hacen un efecto curioso en la opinión pública. Llamarlos «indocumentados» o «ilegales» implica aceptar que son «culpables» de un delito. Y, acostumbrados a ciertos esquemas cinematográficos, a los delincuentes se les puede perseguir y maltratar.
Si observamos con atención, las películas más taquilleras generalmente muestran un combate entre los buenos y los malos. Y casi siempre el bueno tiene justificación para eliminar totalmente al malo, aunque emplee medios violentos y poco éticos. Los malos no tienen derechos y deben ser eliminados. Y quien se deshace de ellos es un héroe.
Uno de los peligros más grandes a los que se enfrenta una persona que cruza clandestinamente la frontera norte consiste en recibir la etiqueta de «malo» o de «criminal». Porque a los malos se les puede maltratar y nadie los va a defender.
Ciertamente, los que cruzan ilegalmente una frontera cometen un delito contra el país al que ingresan. Y ese país tiene derecho a controlar el acceso a su interior, y a vigilar mediante cuerpos policiacos o el ejército. El país afectado puede también arrestar y deportar a los que ingresan sin documentos.
Pero el hecho de que los migrantes ilegales carezcan de documentación y cometan un delito por entrar así en otro país, no justifica de ningún modo que se violen sus derechos. Antes que ser migrantes, son seres humanos. Y por lo tanto son sujetos de derechos humanos, que deben ser respetados por todos... también por los que vigilan las fronteras.
La raíz de los derechos del hombre, de los que gozan también los «culpables», se deben buscar en la dignidad que pertenece a todo ser humano. Esta dignidad es connatural a la vida humana, es decir, todos los humanos nacemos con ella. Se trata de nuestra naturaleza espiritual (nuestra capacidad de conocer, de amar y de autodeterminarnos), que es imagen y semejanza de Dios.
Por esta razón, los derechos humanos no surgen de la voluntad de las personas, ni del Estado, ni de los poderes públicos. No son las personas ni las instituciones las que «asignan» derechos a los seres humanos. Más bien lo que deben hacer es «reconocer» esos derechos y custodiarlos.
No son la patrulla fronteriza de un país ni las organizaciones civiles de caza-migrantes quienes pueden decidir cuáles derechos gozan los migrantes ilegales. Los «espaldas mojadas» gozan de todos los derechos, y por lo tanto merecen un trato humanitario.
Una corporación policiaca o un grupo civil tampoco puede establecer según criterios arbitrarios el modo de detener a los que cruzan su frontera. La detención debe ser oficial, no clandestina. Sin violencia innecesaria. Sin agresiones verbales, ni discriminaciones por motivos económicos o raciales.
Los migrantes ilegales no son los malos de la película. Cruzan la frontera por la falta de oportunidades laborales en su propio país, por el hambre y la pobreza. Nunca tienen en su mente la intención de invadir o saquear a la otra nación. Lejos de considerarlos agresores, se debe ver en los migrantes unos seres humanos a los que hay que ayudar y a los que hay que defender.
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Seguimos preocupados por los mexicanos que, cada vez con mayor dificultad, cruzan la frontera a los Estados Unidos. La línea fronteriza está mejor custodiada cada día, y se van consolidando los grupos civiles que «cazan» migrantes ilegales.
Las palabras con las que se designan las personas que emigran hacia el norte hacen un efecto curioso en la opinión pública. Llamarlos «indocumentados» o «ilegales» implica aceptar que son «culpables» de un delito. Y, acostumbrados a ciertos esquemas cinematográficos, a los delincuentes se les puede perseguir y maltratar.
Si observamos con atención, las películas más taquilleras generalmente muestran un combate entre los buenos y los malos. Y casi siempre el bueno tiene justificación para eliminar totalmente al malo, aunque emplee medios violentos y poco éticos. Los malos no tienen derechos y deben ser eliminados. Y quien se deshace de ellos es un héroe.
Uno de los peligros más grandes a los que se enfrenta una persona que cruza clandestinamente la frontera norte consiste en recibir la etiqueta de «malo» o de «criminal». Porque a los malos se les puede maltratar y nadie los va a defender.
Ciertamente, los que cruzan ilegalmente una frontera cometen un delito contra el país al que ingresan. Y ese país tiene derecho a controlar el acceso a su interior, y a vigilar mediante cuerpos policiacos o el ejército. El país afectado puede también arrestar y deportar a los que ingresan sin documentos.
Pero el hecho de que los migrantes ilegales carezcan de documentación y cometan un delito por entrar así en otro país, no justifica de ningún modo que se violen sus derechos. Antes que ser migrantes, son seres humanos. Y por lo tanto son sujetos de derechos humanos, que deben ser respetados por todos... también por los que vigilan las fronteras.
La raíz de los derechos del hombre, de los que gozan también los «culpables», se deben buscar en la dignidad que pertenece a todo ser humano. Esta dignidad es connatural a la vida humana, es decir, todos los humanos nacemos con ella. Se trata de nuestra naturaleza espiritual (nuestra capacidad de conocer, de amar y de autodeterminarnos), que es imagen y semejanza de Dios.
Por esta razón, los derechos humanos no surgen de la voluntad de las personas, ni del Estado, ni de los poderes públicos. No son las personas ni las instituciones las que «asignan» derechos a los seres humanos. Más bien lo que deben hacer es «reconocer» esos derechos y custodiarlos.
No son la patrulla fronteriza de un país ni las organizaciones civiles de caza-migrantes quienes pueden decidir cuáles derechos gozan los migrantes ilegales. Los «espaldas mojadas» gozan de todos los derechos, y por lo tanto merecen un trato humanitario.
Una corporación policiaca o un grupo civil tampoco puede establecer según criterios arbitrarios el modo de detener a los que cruzan su frontera. La detención debe ser oficial, no clandestina. Sin violencia innecesaria. Sin agresiones verbales, ni discriminaciones por motivos económicos o raciales.
Los migrantes ilegales no son los malos de la película. Cruzan la frontera por la falta de oportunidades laborales en su propio país, por el hambre y la pobreza. Nunca tienen en su mente la intención de invadir o saquear a la otra nación. Lejos de considerarlos agresores, se debe ver en los migrantes unos seres humanos a los que hay que ayudar y a los que hay que defender.
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domingo, 9 de octubre de 2005
México y Venezuela ¿países hermanos?
Luis-Fernando Valdés
Terminamos la semana con la triste situación diplomática entre Venezuela y México. Quizá la primera reacción haya sido la indignación. Pero al pasar los días, el sentimiento es de tristeza. Sí, tristeza, porque hemos visto que la fraternidad que predicamos entre los países latinoamericanos no es tan sólida como creíamos.
Esta situación recuerda a lo que pasa en algunos matrimonios. Hacia fuera son un modelo de familia integrada, de esposos enamorados y de papás cariñosos, de hijos respetuosos. Pero un buen día, nos llega por sorpresa la noticia de que se divorciaron. Y nos preguntamos ¿no que se querían tanto? ¿qué falló?
A veces, cuando ocurre un caso así, la causa del fracaso consiste en que la unidad familiar no se fundaba en principios verdaderos, sino en apariencias. Había grandes heridas emocionales y, en vez de enfrentarlas, de curarlas mediante la cirugía de la comunicación y de pedir perdón, tomaban aspirinas, pastillas para ignorar los problemas: «aquí no pasa nada». No buscaban arreglar sus problemas, sino sólo maquillarlos. Daban la apariencia de estar bien, pero por dentro las diferencias se hacían más grandes, hasta que reventaron.
Quizá sucede lo mismo entre las naciones latinoamericanas. A pesar de que tenemos un pasado histórico común, que hablamos la misma lengua y que compartimos muchos valores religiosos, morales y familiares, no hemos puesto el fundamento de nuestra fraternidad en principios verdaderos, sino sólo en cuestiones secundarias.
¿Cuáles son esos principios sólidos, que establecen la verdadera hermandad entre los países? La convivencia entre las naciones se funda en los mismos valores que deben orientar la concordia de los seres humanos entre sí: la verdad, la justicia, la solidaridad y la libertad.
Basados en esos cuatro pilares, los diversos países pueden establecer relaciones, que encuentren su justa regulación en la razón, la equidad, el derecho y la negociación. Y, al mismo tiempo, estas relaciones basadas en principios verdaderos excluyen el recurso a la violencia y a la guerra, a formas de discriminación, de intimidación y de engaño.
En cuanto a la justicia como principio de convivencia, quizá el primer error consiste en reducir el concepto de «relaciones internacionales» a los pactos diplomáticos entre los gobernantes de dos o más países. En ese caso, el problema no sería «nuestro», de los ciudadanos de a pie, sino «suyo», de los mandatarios. Y no es así. Las relaciones entre naciones deben ser el resultado de las disposiciones de los ciudadanos de un país hacia los habitantes de otro estado.
La solidaridad y la justicia hacia otra nación inician entre los ciudadanos de un país. Y luego son ellos mismos los que las exigen a sus gobernantes y diplomáticos. Por eso, la verdadera concordia entre los pueblos latinoamericanos está primero en nuestras manos, y quizá nos desentendemos de esta responsabilidad.
¿Qué podemos hacer los ciudadanos mexicanos ante la presente crisis diplomática? Ser justos, y no reclamar a los ciudadanos de Venezuela, las declaraciones poco afortunadas —o si se quiere provocadoras— de sus gobernantes. Atribuir a todo un pueblo los errores de sus gobernantes es una injusticia. Como lo sería afirmar que los excesos de Hitler son responsabilidad de todos y cada uno de los alemanes.
Hagamos examen. Si después de las declaraciones del Presidente Chávez, Usted sintió que Venezuela ya le cayó mal, probablemente su fraternidad hacia ese país no estaba basada en principios verdaderos, como la justicia, sino sólo en un sentimiento vago de pertenecer al mismo continente. Es tiempo de cambiar.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Terminamos la semana con la triste situación diplomática entre Venezuela y México. Quizá la primera reacción haya sido la indignación. Pero al pasar los días, el sentimiento es de tristeza. Sí, tristeza, porque hemos visto que la fraternidad que predicamos entre los países latinoamericanos no es tan sólida como creíamos.
Esta situación recuerda a lo que pasa en algunos matrimonios. Hacia fuera son un modelo de familia integrada, de esposos enamorados y de papás cariñosos, de hijos respetuosos. Pero un buen día, nos llega por sorpresa la noticia de que se divorciaron. Y nos preguntamos ¿no que se querían tanto? ¿qué falló?
A veces, cuando ocurre un caso así, la causa del fracaso consiste en que la unidad familiar no se fundaba en principios verdaderos, sino en apariencias. Había grandes heridas emocionales y, en vez de enfrentarlas, de curarlas mediante la cirugía de la comunicación y de pedir perdón, tomaban aspirinas, pastillas para ignorar los problemas: «aquí no pasa nada». No buscaban arreglar sus problemas, sino sólo maquillarlos. Daban la apariencia de estar bien, pero por dentro las diferencias se hacían más grandes, hasta que reventaron.
Quizá sucede lo mismo entre las naciones latinoamericanas. A pesar de que tenemos un pasado histórico común, que hablamos la misma lengua y que compartimos muchos valores religiosos, morales y familiares, no hemos puesto el fundamento de nuestra fraternidad en principios verdaderos, sino sólo en cuestiones secundarias.
¿Cuáles son esos principios sólidos, que establecen la verdadera hermandad entre los países? La convivencia entre las naciones se funda en los mismos valores que deben orientar la concordia de los seres humanos entre sí: la verdad, la justicia, la solidaridad y la libertad.
Basados en esos cuatro pilares, los diversos países pueden establecer relaciones, que encuentren su justa regulación en la razón, la equidad, el derecho y la negociación. Y, al mismo tiempo, estas relaciones basadas en principios verdaderos excluyen el recurso a la violencia y a la guerra, a formas de discriminación, de intimidación y de engaño.
En cuanto a la justicia como principio de convivencia, quizá el primer error consiste en reducir el concepto de «relaciones internacionales» a los pactos diplomáticos entre los gobernantes de dos o más países. En ese caso, el problema no sería «nuestro», de los ciudadanos de a pie, sino «suyo», de los mandatarios. Y no es así. Las relaciones entre naciones deben ser el resultado de las disposiciones de los ciudadanos de un país hacia los habitantes de otro estado.
La solidaridad y la justicia hacia otra nación inician entre los ciudadanos de un país. Y luego son ellos mismos los que las exigen a sus gobernantes y diplomáticos. Por eso, la verdadera concordia entre los pueblos latinoamericanos está primero en nuestras manos, y quizá nos desentendemos de esta responsabilidad.
¿Qué podemos hacer los ciudadanos mexicanos ante la presente crisis diplomática? Ser justos, y no reclamar a los ciudadanos de Venezuela, las declaraciones poco afortunadas —o si se quiere provocadoras— de sus gobernantes. Atribuir a todo un pueblo los errores de sus gobernantes es una injusticia. Como lo sería afirmar que los excesos de Hitler son responsabilidad de todos y cada uno de los alemanes.
Hagamos examen. Si después de las declaraciones del Presidente Chávez, Usted sintió que Venezuela ya le cayó mal, probablemente su fraternidad hacia ese país no estaba basada en principios verdaderos, como la justicia, sino sólo en un sentimiento vago de pertenecer al mismo continente. Es tiempo de cambiar.
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domingo, 2 de octubre de 2005
Mujeres migrantes
Luis-Fernando Valdés
Tuve la oportunidad de atender a una comunidad de la sierra de Puebla, hace casi cinco años. Y, además de la gratitud de esas personas, me llamó la atención que en esa población no había jóvenes mayores de quince años.
Me explicaron que los muchachos y muchachas, nada más terminar la secundaria, dejaban el pueblo, para ir a buscar mejores oportunidades de trabajo. Algunos se había ido a la Ciudad de México, pero la mayoría estaba en los Estados Unidos.
Los mexicanos ya nos acostumbramos a convivir con la «migración». Se trata de un fenómeno que a lo largo del siglo pasado se convirtió en una estructura que ha configurado la sociedad, y ha llegado a ser una característica importante del mercado del trabajo a nivel mundial, como consecuencia, entre otras cosas, del fuerte impulso ejercido por la globalización
El fenómeno de la migración es complejo, pues en su explicación confluyen diversos componentes. Entre otros factores se encuentran las migraciones internas y las internacionales, las forzadas y las voluntarias, las legales y las irregulares, también sujetas a la plaga del tráfico de seres humanos. Y además los estudiantes extranjeros, cuyo número aumenta cada año en el mundo, forman ya una categoría en la clasificación de los migrantes.
Una causa muy importante de la migración es la pobreza. Entre las personas que, por motivos económicos, cambian de país o región dentro de su propia patria, cabe destacar el reciente hecho de la "feminización" del fenómeno migratorio, es decir, la creciente presencia en él de la mujer.
Antes, quienes emigraban eran sobre todo los hombres, aunque no faltaban nunca las mujeres. Sin embargo, entonces ellas emigraban sobre todo para acompañar a sus respectivos maridos o padres, o para reunirse con ellos. Pero ahora, la mujer sale de su patria en busca de un empleo en otro país. Más aún, en ocasiones, la mujer emigrante se ha convertido en la principal fuente de ingresos para su familia.
Aunque no faltan buenas oportunidades de trabajo para muchas migrantes, es un hecho que la migración femenina es víctima frecuente del tráfico de mujeres, que prospera donde son escasas las oportunidades de mejorar la propia condición de vida, o simplemente de sobrevivir. En algunos casos, hay mujeres y muchachas que son destinadas a ser explotadas, en el trabajo, casi como esclavas, y a veces incluso en la industria del sexo.
Sin embargo, estas situaciones de explotación son pocas veces denunciadas. Y es una gran incoherencia de nuestra sociedad democrática. Todos estamos de acuerdo que la esclavitud es mala y que atenta contra la libertad, pero toleramos y callamos ante este otro tipo de esclavitud, como son los horarios excesivos de trabajo y la explotación sexual.
¿Quién hace algo por estas mujeres, que lejos de su hogar y de los suyos, son forzadas a realizar prácticas contrarias a su dignidad? Recientemente, Benedicto XVI reiteró la condena de Juan Pablo II contra la difundida cultura hedonista y comercial que promueve la explotación sistemática de la sexualidad (Mensaje, 18.X.05).
El Santo Padre manifestó que el tema de la esclavitud sexual de las migrantes presenta «todo un programa de redención y liberación, del que los cristianos no pueden desentenderse». Todos debemos participar en ese rescate de la mujer explotada.
Le propongo uno modo de hacerlo: fomentar que nuestros familiares y nuestras amistades no asistan a los lugares donde se realiza esta explotación. Nadie tiene derecho a divertirse a costa de la esclavitud de nadie.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Tuve la oportunidad de atender a una comunidad de la sierra de Puebla, hace casi cinco años. Y, además de la gratitud de esas personas, me llamó la atención que en esa población no había jóvenes mayores de quince años.
Me explicaron que los muchachos y muchachas, nada más terminar la secundaria, dejaban el pueblo, para ir a buscar mejores oportunidades de trabajo. Algunos se había ido a la Ciudad de México, pero la mayoría estaba en los Estados Unidos.
Los mexicanos ya nos acostumbramos a convivir con la «migración». Se trata de un fenómeno que a lo largo del siglo pasado se convirtió en una estructura que ha configurado la sociedad, y ha llegado a ser una característica importante del mercado del trabajo a nivel mundial, como consecuencia, entre otras cosas, del fuerte impulso ejercido por la globalización
El fenómeno de la migración es complejo, pues en su explicación confluyen diversos componentes. Entre otros factores se encuentran las migraciones internas y las internacionales, las forzadas y las voluntarias, las legales y las irregulares, también sujetas a la plaga del tráfico de seres humanos. Y además los estudiantes extranjeros, cuyo número aumenta cada año en el mundo, forman ya una categoría en la clasificación de los migrantes.
Una causa muy importante de la migración es la pobreza. Entre las personas que, por motivos económicos, cambian de país o región dentro de su propia patria, cabe destacar el reciente hecho de la "feminización" del fenómeno migratorio, es decir, la creciente presencia en él de la mujer.
Antes, quienes emigraban eran sobre todo los hombres, aunque no faltaban nunca las mujeres. Sin embargo, entonces ellas emigraban sobre todo para acompañar a sus respectivos maridos o padres, o para reunirse con ellos. Pero ahora, la mujer sale de su patria en busca de un empleo en otro país. Más aún, en ocasiones, la mujer emigrante se ha convertido en la principal fuente de ingresos para su familia.
Aunque no faltan buenas oportunidades de trabajo para muchas migrantes, es un hecho que la migración femenina es víctima frecuente del tráfico de mujeres, que prospera donde son escasas las oportunidades de mejorar la propia condición de vida, o simplemente de sobrevivir. En algunos casos, hay mujeres y muchachas que son destinadas a ser explotadas, en el trabajo, casi como esclavas, y a veces incluso en la industria del sexo.
Sin embargo, estas situaciones de explotación son pocas veces denunciadas. Y es una gran incoherencia de nuestra sociedad democrática. Todos estamos de acuerdo que la esclavitud es mala y que atenta contra la libertad, pero toleramos y callamos ante este otro tipo de esclavitud, como son los horarios excesivos de trabajo y la explotación sexual.
¿Quién hace algo por estas mujeres, que lejos de su hogar y de los suyos, son forzadas a realizar prácticas contrarias a su dignidad? Recientemente, Benedicto XVI reiteró la condena de Juan Pablo II contra la difundida cultura hedonista y comercial que promueve la explotación sistemática de la sexualidad (Mensaje, 18.X.05).
El Santo Padre manifestó que el tema de la esclavitud sexual de las migrantes presenta «todo un programa de redención y liberación, del que los cristianos no pueden desentenderse». Todos debemos participar en ese rescate de la mujer explotada.
Le propongo uno modo de hacerlo: fomentar que nuestros familiares y nuestras amistades no asistan a los lugares donde se realiza esta explotación. Nadie tiene derecho a divertirse a costa de la esclavitud de nadie.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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domingo, 25 de septiembre de 2005
Familia, verdad y felicidad
Luis-Fernando Valdés
Hemos naufragado en un mar de opiniones, y ya no nos sentimos con fuerza para decir que algo es verdadero y que su contrario es falso. Nuestra sociedad democrática nos ha enseñado que, para no pelear, lo mejor es no hablar de «verdades» sino sólo de «opiniones válidas».
En temas como el fútbol o la música, eso de las «opiniones válidas» es muy bueno. Pero en los temas centrales de la vida de las personas resulta insuficiente. Pensemos en una institución tan importante como es la familia. La experiencia nos dice que no todas las «opiniones válidas» sobre la familia llevan a la felicidad, ni hacen que sus hijos crezcan seguros de sí mismos, ni aseguran la paz y la armonía. Por eso, necesitamos saber la «verdad» sobre la familia.
La familia tiene unas leyes internas, que son independientes de las opiniones que tengamos sobre ella. Cuando se respetan y se fomentan estos principios internos de la familia, el resultado es que las personas que componen ese hogar son felices, respiran paz y se quieren mucho entre ellas.
Sucede lo mismo que en la naturaleza. La fauna tiene leyes internas, que están ahí, con independencia de nuestras opiniones. Cuando una persona opina que se puede acercar a un león, y dice que no corre peligro, porque ya venció la idea antigua de que los leones son salvajes, seguramente se llevará la sorpresa de ser atacada por el felino.
Tener la opinión de que los leones no atacan es falsa. Y lo prueba la experiencia. De igual manera, no toda opinión sobre la familia es verdadera. Y en este caso, también lo prueba la experiencia. Cuando se sigue un modelo erróneo de familia, no se forman hogares luminosos.
¿Cómo saber cuál es el modelo de familia por naturaleza? ¿Cómo no perderse en un océano de opiniones? ¿Cómo saber cuál es la verdad, en una sociedad donde todas los juicios tienen el mismo valor? La respuesta empírica está en oír a los niños.
Cuando un chiquillo, por la causa que sea, ha nacido fuera de un hogar, o carece de padre o de madre, siente que tiene una carencia. Ese pequeño sabe que tiene un defecto espiritual que hay que lamentar, como también habría que lamentar haber nacido sin un brazo.
Aunque esta carencia no lo hace menos digno o menos valioso que los demás y aunque no es su culpa, este niño siente que está privado de algo necesario. Y nadie lo convencerá de lo contrario. Ya le podrán decir que «ahora ya no se estila tener papá», o que «mamá tiene derecho a rehacer su vida», o que «somos una familia moderna», pero el chiquillo seguirá sintiendo que algo muy importante le falta. Siempre echará de menos no haber tenido a un padre y a una madre viviendo juntos.
De igual manera, no basta que bajo un mismo techo vivan un hombre y una mujer, casados con todas las de la ley. Para que sean familia de verdad, en la práctica tiene que haber verdadera comunicación, diálogo y manifestaciones de cariño.
En un hogar donde hay pleitos, o donde el padre está ausente «porque trabaja mucho, para darnos todo», o donde uno de los cónyuges es alcohólico, tampoco se da la alegría y la felicidad que todos anhelamos encontrar en la familia. Porque no es suficiente que un hombre y una mujer vivan juntos para formar hijos virtuosos, seguros de sí mismos.
Con independencia de nuestras creencias religiosas, de nuestra preferencias políticas y de nuestras opiniones personales, la familia que de verdad lleva a la auténtica felicidad, es aquella en la que un hombre y una mujer, se comprometen a amarse siempre, y por amor transmiten la vida, y educan a sus hijos en el amor, la comprensión, el respeto y la libertad.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Hemos naufragado en un mar de opiniones, y ya no nos sentimos con fuerza para decir que algo es verdadero y que su contrario es falso. Nuestra sociedad democrática nos ha enseñado que, para no pelear, lo mejor es no hablar de «verdades» sino sólo de «opiniones válidas».
En temas como el fútbol o la música, eso de las «opiniones válidas» es muy bueno. Pero en los temas centrales de la vida de las personas resulta insuficiente. Pensemos en una institución tan importante como es la familia. La experiencia nos dice que no todas las «opiniones válidas» sobre la familia llevan a la felicidad, ni hacen que sus hijos crezcan seguros de sí mismos, ni aseguran la paz y la armonía. Por eso, necesitamos saber la «verdad» sobre la familia.
La familia tiene unas leyes internas, que son independientes de las opiniones que tengamos sobre ella. Cuando se respetan y se fomentan estos principios internos de la familia, el resultado es que las personas que componen ese hogar son felices, respiran paz y se quieren mucho entre ellas.
Sucede lo mismo que en la naturaleza. La fauna tiene leyes internas, que están ahí, con independencia de nuestras opiniones. Cuando una persona opina que se puede acercar a un león, y dice que no corre peligro, porque ya venció la idea antigua de que los leones son salvajes, seguramente se llevará la sorpresa de ser atacada por el felino.
Tener la opinión de que los leones no atacan es falsa. Y lo prueba la experiencia. De igual manera, no toda opinión sobre la familia es verdadera. Y en este caso, también lo prueba la experiencia. Cuando se sigue un modelo erróneo de familia, no se forman hogares luminosos.
¿Cómo saber cuál es el modelo de familia por naturaleza? ¿Cómo no perderse en un océano de opiniones? ¿Cómo saber cuál es la verdad, en una sociedad donde todas los juicios tienen el mismo valor? La respuesta empírica está en oír a los niños.
Cuando un chiquillo, por la causa que sea, ha nacido fuera de un hogar, o carece de padre o de madre, siente que tiene una carencia. Ese pequeño sabe que tiene un defecto espiritual que hay que lamentar, como también habría que lamentar haber nacido sin un brazo.
Aunque esta carencia no lo hace menos digno o menos valioso que los demás y aunque no es su culpa, este niño siente que está privado de algo necesario. Y nadie lo convencerá de lo contrario. Ya le podrán decir que «ahora ya no se estila tener papá», o que «mamá tiene derecho a rehacer su vida», o que «somos una familia moderna», pero el chiquillo seguirá sintiendo que algo muy importante le falta. Siempre echará de menos no haber tenido a un padre y a una madre viviendo juntos.
De igual manera, no basta que bajo un mismo techo vivan un hombre y una mujer, casados con todas las de la ley. Para que sean familia de verdad, en la práctica tiene que haber verdadera comunicación, diálogo y manifestaciones de cariño.
En un hogar donde hay pleitos, o donde el padre está ausente «porque trabaja mucho, para darnos todo», o donde uno de los cónyuges es alcohólico, tampoco se da la alegría y la felicidad que todos anhelamos encontrar en la familia. Porque no es suficiente que un hombre y una mujer vivan juntos para formar hijos virtuosos, seguros de sí mismos.
Con independencia de nuestras creencias religiosas, de nuestra preferencias políticas y de nuestras opiniones personales, la familia que de verdad lleva a la auténtica felicidad, es aquella en la que un hombre y una mujer, se comprometen a amarse siempre, y por amor transmiten la vida, y educan a sus hijos en el amor, la comprensión, el respeto y la libertad.
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Solidaridad a prueba de Huracanes
Luis-Fernando Valdés
La época de huracanes en el sur de nuestro País nos ha hecho ver que hay un gran vínculo de interdependencia entre todos los mexicanos. En «tiempo real» fuimos testigos de los efectos devastadores de los fenómenos atmosféricos.
Sin duda, la reacción de todos fue de tristeza ante el dolor ajeno. ¿Quién puede dormir tranquilo, después de haber sido testigo de la perdida de casas, coches, ropa y alimentos, que dejaron a miles de compatriotas totalmente indigentes?
Y, seguramente, todos hemos colaborado con víveres, medicinas, dinero y oraciones por las víctimas. Quizá hemos colaborado en campañas de ayuda realizadas por las escuelas. Pero surge una pregunta de fondo: ¿somos realmente solidarios?
Este cuestionamiento tiene más profundidad de lo que parece. De entrada casi todos contestaríamos que sí somos solidarios, porque colaboramos con ayuda para los damnificados. Y éste es el punto: ¿nos podemos llamar solidarios por el hecho de cooperar solamente cuando ocurren catástrofes?
Un gran pensador griego acuñó la conocida frase «una golondrina no hace primavera». Aristóteles quería expresar así que un hecho aislado no forma un hábito. Enseñaba que, para conseguir una virtud, se requiere de una disposición estable que lleve a repetir una acción buena una vez y otra.
De igual modo sucede con la solidaridad. Colaborar de un modo aislado, sólo cuando ocurren tragedias, es señal de buena voluntad, y para los cristianos es un signo de caridad. Pero la solidaridad no es un mero sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Se trata más bien de una verdadera y propia virtud moral.
Juan Pablo II predicaba que la solidaridad «es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos» (Sollicitudo rei sociales, 38).
Esto quiere decir que, para ser realmente solidarios, se requiere que nos limitemos a ayudar sólo en situaciones extraordinarias. Se necesita que en la vida cotidiana ejercitemos la costumbre diaria de pensar en los demás, de ayudar a los que están cerca, de ser serviciales con los que nos rodean.
Así como se ha hecho una reducción muy grande del concepto de «caridad», cuando se ha reducido a dar limosnas, hoy día estamos en peligro de empequeñecer la solidaridad, limitándola a la colaboración en caso de tragedias naturales.
Nuestra solidaridad no se puede extinguir cuando acaba la época de huracanes. Debemos manifestarla establemente en nuestra vida cotidiana, hasta adquirir el hábito de pensar en los demás. Cuando unos padres de familia hace el esfuerzo diario de trabajar mucho y bien para conseguir el sustento de su familia, es solidario. Cuando papá y mamá dedican tiempo a escuchar a sus hijos, son solidarios. Cuando los profesores no buscan poder, sino educar en la verdad y el bien, son solidarios. Cuando el policía busca defender el orden y no extorsionar, es solidario. Cuando el comerciante busca ayudar al cliente y no engañarlo, es solidario.
Como se puede ver, todos soñamos con un país solidario, donde todos busquen el bien de los demás. Pero vivimos a diario lo contrario: corrupción, violencia, mentira. Y seguiremos así, mientras no nos decidamos a hacer de la solidaridad, una virtud diaria. No esperemos al siguiente huracán. Seamos solidarios en la vida cotidiana.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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La época de huracanes en el sur de nuestro País nos ha hecho ver que hay un gran vínculo de interdependencia entre todos los mexicanos. En «tiempo real» fuimos testigos de los efectos devastadores de los fenómenos atmosféricos.
Sin duda, la reacción de todos fue de tristeza ante el dolor ajeno. ¿Quién puede dormir tranquilo, después de haber sido testigo de la perdida de casas, coches, ropa y alimentos, que dejaron a miles de compatriotas totalmente indigentes?
Y, seguramente, todos hemos colaborado con víveres, medicinas, dinero y oraciones por las víctimas. Quizá hemos colaborado en campañas de ayuda realizadas por las escuelas. Pero surge una pregunta de fondo: ¿somos realmente solidarios?
Este cuestionamiento tiene más profundidad de lo que parece. De entrada casi todos contestaríamos que sí somos solidarios, porque colaboramos con ayuda para los damnificados. Y éste es el punto: ¿nos podemos llamar solidarios por el hecho de cooperar solamente cuando ocurren catástrofes?
Un gran pensador griego acuñó la conocida frase «una golondrina no hace primavera». Aristóteles quería expresar así que un hecho aislado no forma un hábito. Enseñaba que, para conseguir una virtud, se requiere de una disposición estable que lleve a repetir una acción buena una vez y otra.
De igual modo sucede con la solidaridad. Colaborar de un modo aislado, sólo cuando ocurren tragedias, es señal de buena voluntad, y para los cristianos es un signo de caridad. Pero la solidaridad no es un mero sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Se trata más bien de una verdadera y propia virtud moral.
Juan Pablo II predicaba que la solidaridad «es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos» (Sollicitudo rei sociales, 38).
Esto quiere decir que, para ser realmente solidarios, se requiere que nos limitemos a ayudar sólo en situaciones extraordinarias. Se necesita que en la vida cotidiana ejercitemos la costumbre diaria de pensar en los demás, de ayudar a los que están cerca, de ser serviciales con los que nos rodean.
Así como se ha hecho una reducción muy grande del concepto de «caridad», cuando se ha reducido a dar limosnas, hoy día estamos en peligro de empequeñecer la solidaridad, limitándola a la colaboración en caso de tragedias naturales.
Nuestra solidaridad no se puede extinguir cuando acaba la época de huracanes. Debemos manifestarla establemente en nuestra vida cotidiana, hasta adquirir el hábito de pensar en los demás. Cuando unos padres de familia hace el esfuerzo diario de trabajar mucho y bien para conseguir el sustento de su familia, es solidario. Cuando papá y mamá dedican tiempo a escuchar a sus hijos, son solidarios. Cuando los profesores no buscan poder, sino educar en la verdad y el bien, son solidarios. Cuando el policía busca defender el orden y no extorsionar, es solidario. Cuando el comerciante busca ayudar al cliente y no engañarlo, es solidario.
Como se puede ver, todos soñamos con un país solidario, donde todos busquen el bien de los demás. Pero vivimos a diario lo contrario: corrupción, violencia, mentira. Y seguiremos así, mientras no nos decidamos a hacer de la solidaridad, una virtud diaria. No esperemos al siguiente huracán. Seamos solidarios en la vida cotidiana.
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domingo, 18 de septiembre de 2005
Por una muerte digna
Luis-Fernando Valdés
Los mexicanos somos un pueblo que sabe convivir con la muerte, y hasta hacemos bromas y chistes sobre ella. Sin embargo, es apenas ahora cuando se ha empezado a tratar sobre el «momento de morir». Es decir, es reciente que los «tanatólogos» y los juristas se han planteado el debate sobre el bien morir.
Es muy importante en la vida de cada uno plantearse que llegará el momento final de nuestra existencia. A veces, por el temor a lo desconocido, por miedo al más allá, o por la falta de esperanza en el Premio eterno, no nos atrevemos a pensar en nuestra propia muerte. Ha llegado el momento de abordar con seriedad la realidad del momento de nuestra propia muerte y la de nuestros seres queridos. Lejos de toda morbosidad, pensar en este tema nos permitirá desarrollar, como nación, la cultura de una «muerte digna».
Por muerte digna nos referimos al derecho a una atención médica, psicológica y espiritual de las personas que están cercanas a su desenlace final, debido a una enfermedad terminal o a la vejez. En efecto, los agonizantes tienen derecho a una ayuda para morir con menos dolor, rodeados de la comprensión de sus familiares y de sus médicos, y animados con la esperanza de la Vida eterna.
Pero no va a ser fácil llegar a una cultura que permita establecer las condiciones de atención hospitalaria, de apoyo psicológico y, en muchos casos, de subsidio económico, necesarios para que cada uno pueda tener una muerte digna. Hay un gran obstáculo que lo va a impedir. Se trata de la confusión de términos y conceptos, que va a generar un debate ético, que retrasará esa cultura más humana.
La confusión proviene de que usamos una misma palabra —«eutanasia»— para designar hechos diferentes. En primer lugar, «eutanasia» significa provocar o adelantar la muerte, con el fin de suprimir el dolor de un paciente terminal o de una persona totalmente paralítica. Se trata de un verdadero homicidio, porque consiste en quitarle la vida antes de tiempo a una persona. Es un acto homicida, aunque se haga de buena fe. En sentido estricto, la palabra «eutanasia» se debería reservar sólo para este caso
Hay un segundo significado, que señala la interrupción de tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados por obtener. Es lógico y legítimo negarse a tratamientos que, en realidad, sólo prolongan la agonía, y que constituyen un «encarnizamiento terapéutico». Con esta interrupción no se pretende provocar la muerte; más bien, se acepta no poder impedirla. En este segundo caso, en realidad no se debería hablar de «eutanasia» sino de «respetar el límite natural de la vida».
Y en tercer lugar, se entiende el uso de analgésicos para aliviar los sufrimientos del moribundo, sin buscar la muerte del paciente, ni como fin ni como medio, sino solamente se acepta como prevista y se tolera como inevitable. A esta situación tampoco se le debería llamar «eutanasia», sino «cuidados paliativos». Para los cristianos, estos cuidados constituyen una forma privilegiada de la caridad desinteresada. Y por esta razón deben ser alentados.
Entonces, para facilitar una muerte digna, es necesario no prolongar la vida más allá de su límite natural y, en cambio, hace falta dar mucha información sobre los cuidados paliativos, ya por temor a ser sometidos a sufrimientos innecesarios, algunos piden la «eutanasia». Si muchos supieran que se puede evitar tanto dolor, seguramente no hablarían de eutanasia.
Es lícito pedir morir dignamente, pero no solicitar que se adelante nuestra muerte.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Los mexicanos somos un pueblo que sabe convivir con la muerte, y hasta hacemos bromas y chistes sobre ella. Sin embargo, es apenas ahora cuando se ha empezado a tratar sobre el «momento de morir». Es decir, es reciente que los «tanatólogos» y los juristas se han planteado el debate sobre el bien morir.
Es muy importante en la vida de cada uno plantearse que llegará el momento final de nuestra existencia. A veces, por el temor a lo desconocido, por miedo al más allá, o por la falta de esperanza en el Premio eterno, no nos atrevemos a pensar en nuestra propia muerte. Ha llegado el momento de abordar con seriedad la realidad del momento de nuestra propia muerte y la de nuestros seres queridos. Lejos de toda morbosidad, pensar en este tema nos permitirá desarrollar, como nación, la cultura de una «muerte digna».
Por muerte digna nos referimos al derecho a una atención médica, psicológica y espiritual de las personas que están cercanas a su desenlace final, debido a una enfermedad terminal o a la vejez. En efecto, los agonizantes tienen derecho a una ayuda para morir con menos dolor, rodeados de la comprensión de sus familiares y de sus médicos, y animados con la esperanza de la Vida eterna.
Pero no va a ser fácil llegar a una cultura que permita establecer las condiciones de atención hospitalaria, de apoyo psicológico y, en muchos casos, de subsidio económico, necesarios para que cada uno pueda tener una muerte digna. Hay un gran obstáculo que lo va a impedir. Se trata de la confusión de términos y conceptos, que va a generar un debate ético, que retrasará esa cultura más humana.
La confusión proviene de que usamos una misma palabra —«eutanasia»— para designar hechos diferentes. En primer lugar, «eutanasia» significa provocar o adelantar la muerte, con el fin de suprimir el dolor de un paciente terminal o de una persona totalmente paralítica. Se trata de un verdadero homicidio, porque consiste en quitarle la vida antes de tiempo a una persona. Es un acto homicida, aunque se haga de buena fe. En sentido estricto, la palabra «eutanasia» se debería reservar sólo para este caso
Hay un segundo significado, que señala la interrupción de tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados por obtener. Es lógico y legítimo negarse a tratamientos que, en realidad, sólo prolongan la agonía, y que constituyen un «encarnizamiento terapéutico». Con esta interrupción no se pretende provocar la muerte; más bien, se acepta no poder impedirla. En este segundo caso, en realidad no se debería hablar de «eutanasia» sino de «respetar el límite natural de la vida».
Y en tercer lugar, se entiende el uso de analgésicos para aliviar los sufrimientos del moribundo, sin buscar la muerte del paciente, ni como fin ni como medio, sino solamente se acepta como prevista y se tolera como inevitable. A esta situación tampoco se le debería llamar «eutanasia», sino «cuidados paliativos». Para los cristianos, estos cuidados constituyen una forma privilegiada de la caridad desinteresada. Y por esta razón deben ser alentados.
Entonces, para facilitar una muerte digna, es necesario no prolongar la vida más allá de su límite natural y, en cambio, hace falta dar mucha información sobre los cuidados paliativos, ya por temor a ser sometidos a sufrimientos innecesarios, algunos piden la «eutanasia». Si muchos supieran que se puede evitar tanto dolor, seguramente no hablarían de eutanasia.
Es lícito pedir morir dignamente, pero no solicitar que se adelante nuestra muerte.
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¿Libres de verdad?
Luis-Fernando Valdés
Hemos llegado a la madurez de la historia humana. Al menos eso nos quieren dar a entender muchos intelectuales. Y esta plenitud se manifestaría en que el hombre ya no está limitado por nada. Ni por reglas morales, pues cada uno escoge las que guste. Ni por la verdad, porque cada quien decide qué es lo verdadero. Así la libertad humana no tendría límites: ni el bien ni la verdad podrán impedir que cada uno haga lo que quiera.
Estamos como borrachos de libertad. Pero ¿esta libertad nos ha hecho más humanos? ¿Al vivir sin límites, somos más felices? ¿Sin reglas, somos más solidarios unos con otros?
Hay algo que no va bien.
Ya es parte de la mentalidad nuestra ser relativistas. Ya no aceptamos que alguien tenga la verdad, ni admitimos que alguien nos dicte criterios de comportamiento. Y, sin embargo, nuestra sociedad no es mejor, ni nuestras familias están bien, ni personalmente somos más felices. ¿Qué ha fallado?
Desde el siglo XVIII se nos ha insistido que creer en la verdad y aceptar reglas morales son límites a nuestra libertad. Bastantes pensadores nos dijeron que la verdad y la moral impedían el desarrollo personal y el progreso social. Y como nos urgía ser mejores y vivir muy bien, les hicimos caso.
Queríamos desarrollo personal, vivir sin traumas ni complejos. Y nos deshicimos de la ética, de las virtudes y de los reglas morales. Más todavía, armamos la guerra contra las instituciones que nos propusieran esos límites. Optamos por una educación totalmente laica, es decir, sin Dios, sin Iglesia, sin religión, sin tabúes, sin moralismos.
¿Qué obtuvimos a cambio? No conseguimos cónyuges fieles, ni hijos respetuosos, ni ciudadanos comprometidos, ni comerciantes justos, ni políticos honestos. Tampoco respetamos la vida humana, ni la que está por nacer ni la que está por terminar.
Deseábamos progreso social, y pagamos el precio de no tener límites, con la ilusión de salir de pobres. Y aceptamos que no existen reglas morales para la economía, y nos negamos a admitir que se pueda hablar de la verdad en política.
¿Qué obtuvimos a cambio? Vivimos sin límites: compramos mercancía robada, tenemos mercados de productos piratas, nos guiamos por el principio de que “el que no tranza no avanza”. Los alumnos copian los exámenes y las tareas. Para conseguir una victoria deportiva, nos podemos dopar. Ya decimos mentiras sin remordimientos, y tal vez no nos importa ya que nos engañen. Y llegamos a la conclusión de que la corrupción somos todos: “que no levante la mano, el que no quiera decir que nunca ha dado una mordida”. (Si usted alzó su mano, lo felicito).
Con esta liberación no nos hicimos más humanos, ni más ricos. Nos importa poco el sufrimiento de los otros. Nos quejamos de las guerras, pero no nos produce miedo ver homicidios en el cine. Al contrario, entre mayor sea el sadismo más disfrutamos. Ya superamos el tabú de la fidelidad: nos causan adicción las novelas que manejan triángulos amorosos: “si se aman, ¿qué tiene de malo?”. Además, sólo se enriquecieron unos cuantos, pero los demás no.
Hay algo que no va bien. Como se puede ver, para ser mejores personas y para conseguir el progreso social, la vía no es renunciar a la verdad ni eliminar la moral. Más bien, buscar la verdad y cultivar la virtud son un camino por explorar: probablemente por ahí consigamos vivir mejor y ser de verdad justos y solidarios.
Pero, ¿estamos dispuestos a pagar el precio? El costo de este cambio consiste en aceptar que es la verdad las que nos rige, y que no somos nosotros los que la construimos. ¿Qué prefiere usted: aceptar la verdad y nuestros límites, o seguir viviendo de la mentira y de la corrupción?
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Hemos llegado a la madurez de la historia humana. Al menos eso nos quieren dar a entender muchos intelectuales. Y esta plenitud se manifestaría en que el hombre ya no está limitado por nada. Ni por reglas morales, pues cada uno escoge las que guste. Ni por la verdad, porque cada quien decide qué es lo verdadero. Así la libertad humana no tendría límites: ni el bien ni la verdad podrán impedir que cada uno haga lo que quiera.
Estamos como borrachos de libertad. Pero ¿esta libertad nos ha hecho más humanos? ¿Al vivir sin límites, somos más felices? ¿Sin reglas, somos más solidarios unos con otros?
Hay algo que no va bien.
Ya es parte de la mentalidad nuestra ser relativistas. Ya no aceptamos que alguien tenga la verdad, ni admitimos que alguien nos dicte criterios de comportamiento. Y, sin embargo, nuestra sociedad no es mejor, ni nuestras familias están bien, ni personalmente somos más felices. ¿Qué ha fallado?
Desde el siglo XVIII se nos ha insistido que creer en la verdad y aceptar reglas morales son límites a nuestra libertad. Bastantes pensadores nos dijeron que la verdad y la moral impedían el desarrollo personal y el progreso social. Y como nos urgía ser mejores y vivir muy bien, les hicimos caso.
Queríamos desarrollo personal, vivir sin traumas ni complejos. Y nos deshicimos de la ética, de las virtudes y de los reglas morales. Más todavía, armamos la guerra contra las instituciones que nos propusieran esos límites. Optamos por una educación totalmente laica, es decir, sin Dios, sin Iglesia, sin religión, sin tabúes, sin moralismos.
¿Qué obtuvimos a cambio? No conseguimos cónyuges fieles, ni hijos respetuosos, ni ciudadanos comprometidos, ni comerciantes justos, ni políticos honestos. Tampoco respetamos la vida humana, ni la que está por nacer ni la que está por terminar.
Deseábamos progreso social, y pagamos el precio de no tener límites, con la ilusión de salir de pobres. Y aceptamos que no existen reglas morales para la economía, y nos negamos a admitir que se pueda hablar de la verdad en política.
¿Qué obtuvimos a cambio? Vivimos sin límites: compramos mercancía robada, tenemos mercados de productos piratas, nos guiamos por el principio de que “el que no tranza no avanza”. Los alumnos copian los exámenes y las tareas. Para conseguir una victoria deportiva, nos podemos dopar. Ya decimos mentiras sin remordimientos, y tal vez no nos importa ya que nos engañen. Y llegamos a la conclusión de que la corrupción somos todos: “que no levante la mano, el que no quiera decir que nunca ha dado una mordida”. (Si usted alzó su mano, lo felicito).
Con esta liberación no nos hicimos más humanos, ni más ricos. Nos importa poco el sufrimiento de los otros. Nos quejamos de las guerras, pero no nos produce miedo ver homicidios en el cine. Al contrario, entre mayor sea el sadismo más disfrutamos. Ya superamos el tabú de la fidelidad: nos causan adicción las novelas que manejan triángulos amorosos: “si se aman, ¿qué tiene de malo?”. Además, sólo se enriquecieron unos cuantos, pero los demás no.
Hay algo que no va bien. Como se puede ver, para ser mejores personas y para conseguir el progreso social, la vía no es renunciar a la verdad ni eliminar la moral. Más bien, buscar la verdad y cultivar la virtud son un camino por explorar: probablemente por ahí consigamos vivir mejor y ser de verdad justos y solidarios.
Pero, ¿estamos dispuestos a pagar el precio? El costo de este cambio consiste en aceptar que es la verdad las que nos rige, y que no somos nosotros los que la construimos. ¿Qué prefiere usted: aceptar la verdad y nuestros límites, o seguir viviendo de la mentira y de la corrupción?
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domingo, 11 de septiembre de 2005
Porque la familia importa
Luis-Fernando Valdés
Finaliza hoy un Congreso sobre la familia, celebrado en nuestra ciudad. Ha sido muy llamativa la asistencia de varios cientos de jóvenes, que desde el viernes pasado han participado en el evento. Y es lógico que sean los jóvenes los principales interesados, porque son ellos los que dentro de pocos años fundarán una familia.
La nueva generación necesita un modelo de familia, que sea su punto de referencia para formar un hogar. La verdad sobre la familia consiste en que un hombre y una mujer establezcan para siempre una alianza de amor, desde la que transmitan la vida y eduquen a sus hijos en el amor y la libertad.
Pero los jóvenes de hoy se enfrentan a una grave dificultad. Lejos de recibir un modelo claro y estable de familia, se ven atrapados ante debates y propuestas sobre lo que debe ser una familia. Y por si fuera poco, son inundados por encuestas, cuyos resultados nunca son unánimes sobre qué es la familia.
Vayamos al núcleo de este problema. Hoy no se busca ya cuál es la «verdad» sobre la familia, porque vivimos en un escepticismo cultural. Está muy arraigado en la mentalidad contemporánea que la verdad no se puede conocer. Y, por lo tanto, tampoco se puede saber cuál es el «modelo verdadero» de familia.
Y entonces el método que se nos propone es el de aceptar lo que sucede en la práctica. Si hay familias desunidas, o monoparentales, o niños abandonados, no se podría afirmar que están bien o que van mal, sino únicamente se podría decir: existen, de hecho se dan. Y la respuesta a qué es la familia, consistiría en afirmar que hay muchos modelos familiares.
Y ante esta multiplicidad de esquemas de familia sólo queda una vía: la del «consenso». Se trataría de ponernos de acuerdo y decidir qué queremos que sea la familia. A nombre del consenso, se ha aceptado que todos pueden aportar su propio concepto de familia, y que todas esas propuestas son igualmente válidas.
Quedan al descubierto los dos modos de pensar sobre este tema. Por una parte, tenemos a los que buscan un modelo, un ideal de familia, Y por otra, están los que proponen definir que es la familia en base a un consenso. ¿Cuál de las dos tiene razón?
Como siempre, en los clásicos encontramos luces para nuestra época. Los griegos tenían un modelo que apuntaba al ideal, a la excelencia sobre el hombre. Lo llamaban «paideia», y tenía como objetivo la «areté», es decir, buscar la acción más excelente.
Aunque los griegos fueron pioneros de la democracia, no establecieron el destino de la «polis» (la sociedad), en el consenso de la mayoría, sino en la «paideia», en un modelo elevado sobre el ser humano. Pusieron un ideal alto e intentaron alcanzarlo. Sin esta «paideia», no hubieran llegado a ser «los clásicos» de la humanidad.
Retomemos la pregunta, ¿cuál de los dos modelos de familia que se presentan ante los jóvenes de hoy tiene razón? La tiene el primero, porque cree en los jóvenes, que tienen la capacidad de alcanzar grandes metas, a pesar de las dificultades. En cambio, el segundo da por supuesto que los jóvenes no pueden conseguir un ideal, sino sólo resignarse a aceptar su débil condición humana sin buscar superarla.
Porque la familia importa, creamos en los jóvenes. Busquemos la «paideia». Y pongamos la familia basada en el matrimonio estable como una alta meta por alcanzar.
Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com
Finaliza hoy un Congreso sobre la familia, celebrado en nuestra ciudad. Ha sido muy llamativa la asistencia de varios cientos de jóvenes, que desde el viernes pasado han participado en el evento. Y es lógico que sean los jóvenes los principales interesados, porque son ellos los que dentro de pocos años fundarán una familia.
La nueva generación necesita un modelo de familia, que sea su punto de referencia para formar un hogar. La verdad sobre la familia consiste en que un hombre y una mujer establezcan para siempre una alianza de amor, desde la que transmitan la vida y eduquen a sus hijos en el amor y la libertad.
Pero los jóvenes de hoy se enfrentan a una grave dificultad. Lejos de recibir un modelo claro y estable de familia, se ven atrapados ante debates y propuestas sobre lo que debe ser una familia. Y por si fuera poco, son inundados por encuestas, cuyos resultados nunca son unánimes sobre qué es la familia.
Vayamos al núcleo de este problema. Hoy no se busca ya cuál es la «verdad» sobre la familia, porque vivimos en un escepticismo cultural. Está muy arraigado en la mentalidad contemporánea que la verdad no se puede conocer. Y, por lo tanto, tampoco se puede saber cuál es el «modelo verdadero» de familia.
Y entonces el método que se nos propone es el de aceptar lo que sucede en la práctica. Si hay familias desunidas, o monoparentales, o niños abandonados, no se podría afirmar que están bien o que van mal, sino únicamente se podría decir: existen, de hecho se dan. Y la respuesta a qué es la familia, consistiría en afirmar que hay muchos modelos familiares.
Y ante esta multiplicidad de esquemas de familia sólo queda una vía: la del «consenso». Se trataría de ponernos de acuerdo y decidir qué queremos que sea la familia. A nombre del consenso, se ha aceptado que todos pueden aportar su propio concepto de familia, y que todas esas propuestas son igualmente válidas.
Quedan al descubierto los dos modos de pensar sobre este tema. Por una parte, tenemos a los que buscan un modelo, un ideal de familia, Y por otra, están los que proponen definir que es la familia en base a un consenso. ¿Cuál de las dos tiene razón?
Como siempre, en los clásicos encontramos luces para nuestra época. Los griegos tenían un modelo que apuntaba al ideal, a la excelencia sobre el hombre. Lo llamaban «paideia», y tenía como objetivo la «areté», es decir, buscar la acción más excelente.
Aunque los griegos fueron pioneros de la democracia, no establecieron el destino de la «polis» (la sociedad), en el consenso de la mayoría, sino en la «paideia», en un modelo elevado sobre el ser humano. Pusieron un ideal alto e intentaron alcanzarlo. Sin esta «paideia», no hubieran llegado a ser «los clásicos» de la humanidad.
Retomemos la pregunta, ¿cuál de los dos modelos de familia que se presentan ante los jóvenes de hoy tiene razón? La tiene el primero, porque cree en los jóvenes, que tienen la capacidad de alcanzar grandes metas, a pesar de las dificultades. En cambio, el segundo da por supuesto que los jóvenes no pueden conseguir un ideal, sino sólo resignarse a aceptar su débil condición humana sin buscar superarla.
Porque la familia importa, creamos en los jóvenes. Busquemos la «paideia». Y pongamos la familia basada en el matrimonio estable como una alta meta por alcanzar.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Nuevos tiempos para el estado laico
Luis-Fernando Valdés
Los antiguos griegos describieron con gran precisión el movimiento de las estrellas y los planetas. Ptolomeo desarrollo un modelo astronómico, basado en la observación del firmamento sin ayuda de instrumentos. En el s. XVI, el polaco Nicolás Copérnico descubrió un nuevo método para estudiar los astros, mediante el uso de un telescopio.
Copérnico se encontró que los razonamientos ptolomaicos no se ajustaban a la realidad que él observaba con el telescopio. Y se vio en la necesidad de superar el modelo astronómico anterior, que sostenía que el sol y los planetas giraban en torno a la Tierra. En su libro De revolutionibus orbium coelestium (1542), formuló un nuevo concepto de Astronomía, basado en que los planetas giran alrededor del sol.
Para superar las dificultades que le presentaba la ciencia antigua y para adaptarse a los nuevos datos, el astrónomo polaco llevó a cabo un «cambio de paradigma», es decir, buscó un nuevo modo de ver la realidad.
De igual manera, en el tema de la relación entre el Estado mexicano y la Iglesia católica se ha dado, casi silenciosamente, un «cambio copernicano». El reconocimiento de la Iglesia por parte del Estado, efectuado en 1992 constituyó un cambio de paradigma .
El modelo anterior, que marcaba el rumbo de la relación entre ambas partes, era la «tolerancia» por parte del Estado. El gobierno mexicano «toleraba» la existencia de la Iglesia, con tal de que no se repitieran los conflictos violentos de los años veintes y treintas.
En el fondo, el paradigma anterior se basaba en una visión de rivalidad entre la Iglesia y el Estado. Si ganaba aquélla, éste perdía. Pero se dio un «giro copernicano», cuando se reconoció implícitamente que la libertad religiosa no es un derecho de la Iglesia, sino un derecho humano de cada mexicano.
En consecuencia, a nivel institucional, se pasó del esquema de conflicto al modelo de cooperación. En la reciente presentación de las Cartas credenciales del Embajador de México ante el Vaticano, se notó bien este nuevo paradigma.
Bravo Mena afirmó en su discurso que desde el establecimiento de las relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede, se ha logrado «una interlocución fluida y respetuosa». Y señaló que temas como la seguridad internacional, la paz, el progreso, los derechos de los indígenas y los migrantes, «estimulan el intercambio de ideas y nos llevan a procurar nuevas formas de colaboración».
Por su parte, el Papa Benedicto XVI reconoció que «desde que en 1992 se establecieron relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede, se han producido notables avances, en un clima de mutuo respeto y colaboración, que han beneficiado a ambas partes» (Discurso, 23.IX.05).
Sin embargo, a nivel del ciudadano de a pie, no se ha operado este cambio de paradigma. Todavía se considera que la relación entre el Estado y la Iglesia es una dialéctica por el poder político y económico. Tanto en algunos círculos de creyentes como en algunos ambientes no católicos, se sigue añorando el pasado. Unos desearían volver a la época del virreinato, y otros a confinar de nuevo la Iglesia a las catacumbas.
¿Cuándo nos llegará el «cambio copernicano» a todos los mexicanos? ¿Cuándo dejaremos de pensar en términos de «izquierdas» y «derechas», para razonar en términos de «cooperación»? ¿Cuándo entenderemos que, en el nuevo paradigma de Estado laico, cabemos todos? Necesitamos que lleguen nuevos tiempos.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Los antiguos griegos describieron con gran precisión el movimiento de las estrellas y los planetas. Ptolomeo desarrollo un modelo astronómico, basado en la observación del firmamento sin ayuda de instrumentos. En el s. XVI, el polaco Nicolás Copérnico descubrió un nuevo método para estudiar los astros, mediante el uso de un telescopio.
Copérnico se encontró que los razonamientos ptolomaicos no se ajustaban a la realidad que él observaba con el telescopio. Y se vio en la necesidad de superar el modelo astronómico anterior, que sostenía que el sol y los planetas giraban en torno a la Tierra. En su libro De revolutionibus orbium coelestium (1542), formuló un nuevo concepto de Astronomía, basado en que los planetas giran alrededor del sol.
Para superar las dificultades que le presentaba la ciencia antigua y para adaptarse a los nuevos datos, el astrónomo polaco llevó a cabo un «cambio de paradigma», es decir, buscó un nuevo modo de ver la realidad.
De igual manera, en el tema de la relación entre el Estado mexicano y la Iglesia católica se ha dado, casi silenciosamente, un «cambio copernicano». El reconocimiento de la Iglesia por parte del Estado, efectuado en 1992 constituyó un cambio de paradigma .
El modelo anterior, que marcaba el rumbo de la relación entre ambas partes, era la «tolerancia» por parte del Estado. El gobierno mexicano «toleraba» la existencia de la Iglesia, con tal de que no se repitieran los conflictos violentos de los años veintes y treintas.
En el fondo, el paradigma anterior se basaba en una visión de rivalidad entre la Iglesia y el Estado. Si ganaba aquélla, éste perdía. Pero se dio un «giro copernicano», cuando se reconoció implícitamente que la libertad religiosa no es un derecho de la Iglesia, sino un derecho humano de cada mexicano.
En consecuencia, a nivel institucional, se pasó del esquema de conflicto al modelo de cooperación. En la reciente presentación de las Cartas credenciales del Embajador de México ante el Vaticano, se notó bien este nuevo paradigma.
Bravo Mena afirmó en su discurso que desde el establecimiento de las relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede, se ha logrado «una interlocución fluida y respetuosa». Y señaló que temas como la seguridad internacional, la paz, el progreso, los derechos de los indígenas y los migrantes, «estimulan el intercambio de ideas y nos llevan a procurar nuevas formas de colaboración».
Por su parte, el Papa Benedicto XVI reconoció que «desde que en 1992 se establecieron relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede, se han producido notables avances, en un clima de mutuo respeto y colaboración, que han beneficiado a ambas partes» (Discurso, 23.IX.05).
Sin embargo, a nivel del ciudadano de a pie, no se ha operado este cambio de paradigma. Todavía se considera que la relación entre el Estado y la Iglesia es una dialéctica por el poder político y económico. Tanto en algunos círculos de creyentes como en algunos ambientes no católicos, se sigue añorando el pasado. Unos desearían volver a la época del virreinato, y otros a confinar de nuevo la Iglesia a las catacumbas.
¿Cuándo nos llegará el «cambio copernicano» a todos los mexicanos? ¿Cuándo dejaremos de pensar en términos de «izquierdas» y «derechas», para razonar en términos de «cooperación»? ¿Cuándo entenderemos que, en el nuevo paradigma de Estado laico, cabemos todos? Necesitamos que lleguen nuevos tiempos.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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domingo, 4 de septiembre de 2005
Religión a la carta
Luis-Fernando Valdés
Qué difícil es ir de compras. Hasta para comprar cereal nos encontramos con la dificultad de que hay una gran variedad de productos para escoger. Y nos lo ofrecen con fruta o sin ella, en presentación grande, mediana o pequeña. Y, para complicarlo más, hay varias marcas disponibles, y cada una se presenta con un empaque atractivo. Pero esta infinidad de opciones tiene una ventaja: puedo escoger el cereal que más se adecua a mis gustos.
Hoy día sucede algo similar en el ámbito de las religiones. Nos encontramos ante un auténtico supermercado de creencias y devociones. Se nos ofrecen religiones que creen en la Biblia y otras que más bien se quedan en el ámbito de la naturaleza. Las hay monoteístas y politeístas. También se puede escoger entre las clásicas de occidente, o se puede incursionar en las de oriente. Hay religiones con siglos de existencia y otras de reciente creación.
Pero existe una opción más interesante: la de tomar de una religión lo que me parece adecuado a mi modo de ser. También se puede tomar elementos de varias creencias, hasta saciar mi sed de espiritualidad.
En nuestra sociedad, no es infrecuente conocer a personas buenas y educadas, de rectitud admirable, honestas y trabajadoras, que les gusta asistir a las ceremonias religiosas, pero que no les gusta meditar la Biblia. O bien, que son infatigables colaboradores en el campo social y de la ayuda a los necesitados, pero que no comparten algunos principios morales de su religión, o que no suele ir a los servicios dominicales.
También es habitual convivir con amigos y seres queridos que, además de pertenecer a una religión tradicional, recurran a prácticas espirituales que no son compatibles con la fe que profesan. ¿Quién no tiene amigo católico que, a la vez, tiene devoción a la «Santa Muerte»?
Estamos, pues, en la época de la «religión a la carta». Es muy acorde con nuestra mentalidad occidental. No nos gusta que nos impongan desde afuera una creencia. Preferimos construirla nosotros a nuestro gusto. Sentimos que es mejor que la religión esté de acuerdo con nuestra época, y no al revés.
Cuando selecciono una caja de cereal puedo saciar mis necesidades de alimentación. Pero, cuando escojo unos elementos religiosos y dejo de lado otros, cuando armo una fe «a la carta» ¿queda saciada mi necesidad espiritual? En otras palabras, ¿sirve una religión ensamblada por mí?
Desafortunamente, la experiencia de tantas personas muestra que una religión «hecha a mi medida» no produce la paz interior, ni ofrece una esperanza sólida ante las dificultades. Y esto sucede porque la religión es la búsqueda y la unión con un Ser distinto a nosotros, superior a nosotros. En cambio, cuando construimos una creencia a nuestra medida, en el fondo deseamos ser nosotros los creadores de Dios. Dios sería una invención de nuestra mente, un deseo de nuestro corazón, pero no un Ser real. Y un ser inventado no nos puede saciar ni ayudar.
Por eso la religión a la carta produce, al final, una gran soledad. La soledad de permanecer encerrados en nosotros mismo, la soledad de confiar en una esperanza vacía. Es frecuente encontrar personas que algún tiempo practicaron la fe de este modo, y que luego terminaron por abandonarla. Afirman con cierto dolor que la Dios no existe, que la religión es un invento humano. Tienen algo de razón: un Dios así, inventado por el hombre, no existe. Pero se equivocan en algo: la religión es seguimiento del Dios que sí existe, según la reglas dadas por ese Dios y no por las que nosotros escojamos «a la carta».
Qué difícil es ir de compras. Hasta para comprar cereal nos encontramos con la dificultad de que hay una gran variedad de productos para escoger. Y nos lo ofrecen con fruta o sin ella, en presentación grande, mediana o pequeña. Y, para complicarlo más, hay varias marcas disponibles, y cada una se presenta con un empaque atractivo. Pero esta infinidad de opciones tiene una ventaja: puedo escoger el cereal que más se adecua a mis gustos.
Hoy día sucede algo similar en el ámbito de las religiones. Nos encontramos ante un auténtico supermercado de creencias y devociones. Se nos ofrecen religiones que creen en la Biblia y otras que más bien se quedan en el ámbito de la naturaleza. Las hay monoteístas y politeístas. También se puede escoger entre las clásicas de occidente, o se puede incursionar en las de oriente. Hay religiones con siglos de existencia y otras de reciente creación.
Pero existe una opción más interesante: la de tomar de una religión lo que me parece adecuado a mi modo de ser. También se puede tomar elementos de varias creencias, hasta saciar mi sed de espiritualidad.
En nuestra sociedad, no es infrecuente conocer a personas buenas y educadas, de rectitud admirable, honestas y trabajadoras, que les gusta asistir a las ceremonias religiosas, pero que no les gusta meditar la Biblia. O bien, que son infatigables colaboradores en el campo social y de la ayuda a los necesitados, pero que no comparten algunos principios morales de su religión, o que no suele ir a los servicios dominicales.
También es habitual convivir con amigos y seres queridos que, además de pertenecer a una religión tradicional, recurran a prácticas espirituales que no son compatibles con la fe que profesan. ¿Quién no tiene amigo católico que, a la vez, tiene devoción a la «Santa Muerte»?
Estamos, pues, en la época de la «religión a la carta». Es muy acorde con nuestra mentalidad occidental. No nos gusta que nos impongan desde afuera una creencia. Preferimos construirla nosotros a nuestro gusto. Sentimos que es mejor que la religión esté de acuerdo con nuestra época, y no al revés.
Cuando selecciono una caja de cereal puedo saciar mis necesidades de alimentación. Pero, cuando escojo unos elementos religiosos y dejo de lado otros, cuando armo una fe «a la carta» ¿queda saciada mi necesidad espiritual? En otras palabras, ¿sirve una religión ensamblada por mí?
Desafortunamente, la experiencia de tantas personas muestra que una religión «hecha a mi medida» no produce la paz interior, ni ofrece una esperanza sólida ante las dificultades. Y esto sucede porque la religión es la búsqueda y la unión con un Ser distinto a nosotros, superior a nosotros. En cambio, cuando construimos una creencia a nuestra medida, en el fondo deseamos ser nosotros los creadores de Dios. Dios sería una invención de nuestra mente, un deseo de nuestro corazón, pero no un Ser real. Y un ser inventado no nos puede saciar ni ayudar.
Por eso la religión a la carta produce, al final, una gran soledad. La soledad de permanecer encerrados en nosotros mismo, la soledad de confiar en una esperanza vacía. Es frecuente encontrar personas que algún tiempo practicaron la fe de este modo, y que luego terminaron por abandonarla. Afirman con cierto dolor que la Dios no existe, que la religión es un invento humano. Tienen algo de razón: un Dios así, inventado por el hombre, no existe. Pero se equivocan en algo: la religión es seguimiento del Dios que sí existe, según la reglas dadas por ese Dios y no por las que nosotros escojamos «a la carta».
domingo, 28 de agosto de 2005
Benedicto XVI y los musulmanes
Luis-Fernando Valdés
Hoy día es frecuente constatar que muchas personas asocian el terrorismo a la religión islámica. Y además también es bastante usual considerar a los musulmanes como «fanáticos». Se trata de una generalización injusta. Este prejuicio quizá tardará tiempo en desaparecer.
¿Qué piensa Benedicto XVI sobre los islámicos? ¿Comparte este prejuicio? Lejos de tener una opinión peyorativa sobre esta religión, el Papa ha mostrada una actitud abierta. El pasado 20 de agosto, en Colonia, tuvo un encuentro con los representantes de las algunas comunidades musulmanes. En esta reunión el Papa mostró su apertura y comprensión hacia los creyentes del Islam. Esta actitud del Pontífice sirve de orientación para los que deseamos ser personas abiertas respecto a las creencias de los demás.
En primer lugar llama la atención que el Santo Padre los llama «queridos amigos». Y de inmediato les hace ver que no se trata de palabras huecas, de protocolo. Como es propio de los amigos, el Romano Pontífice les cuenta algunas de sus inquietudes. El Papa expresa que desea «compartir con vosotros mis esperanzas y haceros partícipes de mis preocupaciones, en estos momentos particularmente difíciles de la historia de nuestro tiempo».
Una de esas inquietudes es el terrorismo. En este tema, Benedicto XVI da muestra de tener un exquisito tacto hacia la sensibilidad de los musulmanes practicantes. Les comunica que el Papa reconoce que el terrorismo no se puede atribuir a la religión musulmana. Dirigiéndose a los líderes de las comunidades islámicas de Alemania, les dice: «sé que muchos de vosotros habéis rechazado con firmeza, y también públicamente, en particular cualquier conexión de vuestra fe con el terrorismo y lo habéis condenado claramente».
Es importante resaltar esta actitud de Benedicto XVI. El Papa manifiesta que el terrorismo no es un problema religioso. Es decir, no es la religión la que provoca la violencia. Son, más bien, algunos cuantos que, para su provecho personal o de pequeños grupos, usan la fe como tapadera de su fanatismo.
El Santo Padre se detiene en un aspecto que, pocas veces, se toma en cuenta: que los terrorista, lejos de desear un beneficio espiritual, en el fondo buscan destruir la convivencia entre las diferentes religiones. Su Santidad explica que «los que idean y programan estos atentados demuestran querer envenenar nuestras relaciones y destruir la confianza, recurriendo a todos los medios, incluso a la religión, para oponerse a los esfuerzos de convivencia pacífica y serena».
Pero Benedicto XVI no se conforma con manifestar su convicción de que el Islam no fomenta el terrorismo. Va más adelante. El Santo Padre desea fomentar la paz, tal como lo venía haciendo Juan Pablo II. Y en este esfuerzo el Papa Benedicto invita a los musulmanes, para que juntos busquen esa paz.
El punto de contacto propuesto por el Papa es el valor de la vida humana. Tanto la fe católica como las creencias islámicas profesan la convicción de que solamente Dios es el dueño de la vida. Sólo Dios puede otorgar la vida humana y, por lo tanto, sólo Él puede disponer de ella. Y a continuación hace una invitación a los musulmanes: «Si juntos conseguimos extirpar de los corazones el sentimiento de rencor, contrastar toda forma de intolerancia y oponernos a cada manifestación de violencia, frenaremos la oleada de fanatismo cruel, que pone en peligro la vida de tantas personas, obstaculizando el progreso de la paz en el mundo».
Qué gran ejemplo de apertura y concordia nos da Benedicto XVI. Podemos constatar que el nuevo Papa sigue de cerca el camino trazado por el gran Juan Pablo II.
Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com
Hoy día es frecuente constatar que muchas personas asocian el terrorismo a la religión islámica. Y además también es bastante usual considerar a los musulmanes como «fanáticos». Se trata de una generalización injusta. Este prejuicio quizá tardará tiempo en desaparecer.
¿Qué piensa Benedicto XVI sobre los islámicos? ¿Comparte este prejuicio? Lejos de tener una opinión peyorativa sobre esta religión, el Papa ha mostrada una actitud abierta. El pasado 20 de agosto, en Colonia, tuvo un encuentro con los representantes de las algunas comunidades musulmanes. En esta reunión el Papa mostró su apertura y comprensión hacia los creyentes del Islam. Esta actitud del Pontífice sirve de orientación para los que deseamos ser personas abiertas respecto a las creencias de los demás.
En primer lugar llama la atención que el Santo Padre los llama «queridos amigos». Y de inmediato les hace ver que no se trata de palabras huecas, de protocolo. Como es propio de los amigos, el Romano Pontífice les cuenta algunas de sus inquietudes. El Papa expresa que desea «compartir con vosotros mis esperanzas y haceros partícipes de mis preocupaciones, en estos momentos particularmente difíciles de la historia de nuestro tiempo».
Una de esas inquietudes es el terrorismo. En este tema, Benedicto XVI da muestra de tener un exquisito tacto hacia la sensibilidad de los musulmanes practicantes. Les comunica que el Papa reconoce que el terrorismo no se puede atribuir a la religión musulmana. Dirigiéndose a los líderes de las comunidades islámicas de Alemania, les dice: «sé que muchos de vosotros habéis rechazado con firmeza, y también públicamente, en particular cualquier conexión de vuestra fe con el terrorismo y lo habéis condenado claramente».
Es importante resaltar esta actitud de Benedicto XVI. El Papa manifiesta que el terrorismo no es un problema religioso. Es decir, no es la religión la que provoca la violencia. Son, más bien, algunos cuantos que, para su provecho personal o de pequeños grupos, usan la fe como tapadera de su fanatismo.
El Santo Padre se detiene en un aspecto que, pocas veces, se toma en cuenta: que los terrorista, lejos de desear un beneficio espiritual, en el fondo buscan destruir la convivencia entre las diferentes religiones. Su Santidad explica que «los que idean y programan estos atentados demuestran querer envenenar nuestras relaciones y destruir la confianza, recurriendo a todos los medios, incluso a la religión, para oponerse a los esfuerzos de convivencia pacífica y serena».
Pero Benedicto XVI no se conforma con manifestar su convicción de que el Islam no fomenta el terrorismo. Va más adelante. El Santo Padre desea fomentar la paz, tal como lo venía haciendo Juan Pablo II. Y en este esfuerzo el Papa Benedicto invita a los musulmanes, para que juntos busquen esa paz.
El punto de contacto propuesto por el Papa es el valor de la vida humana. Tanto la fe católica como las creencias islámicas profesan la convicción de que solamente Dios es el dueño de la vida. Sólo Dios puede otorgar la vida humana y, por lo tanto, sólo Él puede disponer de ella. Y a continuación hace una invitación a los musulmanes: «Si juntos conseguimos extirpar de los corazones el sentimiento de rencor, contrastar toda forma de intolerancia y oponernos a cada manifestación de violencia, frenaremos la oleada de fanatismo cruel, que pone en peligro la vida de tantas personas, obstaculizando el progreso de la paz en el mundo».
Qué gran ejemplo de apertura y concordia nos da Benedicto XVI. Podemos constatar que el nuevo Papa sigue de cerca el camino trazado por el gran Juan Pablo II.
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domingo, 21 de agosto de 2005
Benedicto XVI y los judíos
Luis-Fernando Valdés
Benedicto XVI sigue derribando con los hechos, los mitos que se le habían intentado atribuir. Una de esas invenciones afirmaba que durante su juventud, Joseph Ratzinger era antisemita. Hace dos semanas, durante la Jornada Mundial de la Juventud, el Papa visitó la sinagoga de Colonia y mostró su aprecio y buena relación con el pueblo judío. Qué lejos de la realidad estaba aquel bulo.
El discurso que pronunció el Papa en esa ocasión, es un punto de referencia para entender cuál ha de ser la actitud de los católicos hacia los judíos. Esta actitud consiste en la solidaridad con el Pueblo de Israel ante el Holocausto sufrido durante la Segunda Guerra mundial, en reconocer la raíz judía del cristianismo, en la condena del antisemitismo y en la búsqueda del diálogo sincero entre católicos y judíos sobre cuestiones históricas aún discutidas.
Además, las palabras del Romano Pontífice señalan los motivos profundos de esa conducta amable y abierta de los católicos hacia el pueblo hebreo. Es muy importante subrayar este aspecto de su mensaje, porque aporta unas razones que son válidas para todo tiempo y lugar, de modo que garantizan que esa actitud favorable hacia los judíos no se interprete como una exigencia del momento actual o se limite sólo a lo que hoy se pudiera considerar «políticamente correcto». Se trata de argumentos que sirven tanto para releer el pasado como para tener en cuenta en el futuro.
Por razones de espacio, me limitaré a comentar sólo dos aspectos del discurso del Santo Padre: el Holocausto y el antisemitismo. Respecto a la Shoá, Benedicto XVI lamentó el intento, planeado y realizado sistemáticamente por el régimen nacionalsocialista, de exterminar el judaísmo europeo. Manifestó su profundo respeto por los «millones de judíos —hombres, mujeres y niños— [que] fueron llevados a la muerte en las cámaras de gas e incinerados en hornos crematorios» (Discurso, 19.VIII.2005).
Luego, el Papa expuso las razones profundas que guían la condena del Holocausto. El régimen nazi cometió este gran crimen porque era «una demencial ideología racista, de matriz neopagana». Este lamentable intento de exterminio del Pueblo judío tuvo su origen en el ateísmo. Cuando no se reconoce a Dios, inevitablemente se desconoce al hombre. Ésta es la dura enseñanza de la Shoá: «No se reconocía la santidad de Dios, y por eso se menospreció también el carácter sagrado de la vida humana» (ibidem).
Benedicto XVI continuó su discurso y —haciendo suyas las palabras del Concilio Vaticano II (Declaración Nostra aetate, n. 4)— deploró «los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de que han sido objeto los judíos de cualquier tiempo y por parte de cualquier persona».
Esta actitud de respeto debe estar presente en la conducta de todo católico y de toda persona, porque todo ser humano ha sido creado a imagen de Dios (cfr. Génesis 1, 27). Ser imagen de Dios significa que todo hombre tiene una dignidad trascendente, que debe ser respetada por todos. Por ello, el Santo Padre afirma que «ante Dios, todos los hombres tienen la misma dignidad, independientemente del pueblo, cultura o la religión a que pertenezcan» (ibidem).
Con gran alegría hemos observado que Benedicto XVI guarda unas relaciones muy cordiales con el pueblo judío, y que con valentía denuncia las atrocidades perpetradas contra los hebreos. Y con admiración hemos visto que esta actitud del Papa es fruto de vivir coherentemente las enseñanzas del Evangelio y no un producto de la presión cultural.
Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com
Benedicto XVI sigue derribando con los hechos, los mitos que se le habían intentado atribuir. Una de esas invenciones afirmaba que durante su juventud, Joseph Ratzinger era antisemita. Hace dos semanas, durante la Jornada Mundial de la Juventud, el Papa visitó la sinagoga de Colonia y mostró su aprecio y buena relación con el pueblo judío. Qué lejos de la realidad estaba aquel bulo.
El discurso que pronunció el Papa en esa ocasión, es un punto de referencia para entender cuál ha de ser la actitud de los católicos hacia los judíos. Esta actitud consiste en la solidaridad con el Pueblo de Israel ante el Holocausto sufrido durante la Segunda Guerra mundial, en reconocer la raíz judía del cristianismo, en la condena del antisemitismo y en la búsqueda del diálogo sincero entre católicos y judíos sobre cuestiones históricas aún discutidas.
Además, las palabras del Romano Pontífice señalan los motivos profundos de esa conducta amable y abierta de los católicos hacia el pueblo hebreo. Es muy importante subrayar este aspecto de su mensaje, porque aporta unas razones que son válidas para todo tiempo y lugar, de modo que garantizan que esa actitud favorable hacia los judíos no se interprete como una exigencia del momento actual o se limite sólo a lo que hoy se pudiera considerar «políticamente correcto». Se trata de argumentos que sirven tanto para releer el pasado como para tener en cuenta en el futuro.
Por razones de espacio, me limitaré a comentar sólo dos aspectos del discurso del Santo Padre: el Holocausto y el antisemitismo. Respecto a la Shoá, Benedicto XVI lamentó el intento, planeado y realizado sistemáticamente por el régimen nacionalsocialista, de exterminar el judaísmo europeo. Manifestó su profundo respeto por los «millones de judíos —hombres, mujeres y niños— [que] fueron llevados a la muerte en las cámaras de gas e incinerados en hornos crematorios» (Discurso, 19.VIII.2005).
Luego, el Papa expuso las razones profundas que guían la condena del Holocausto. El régimen nazi cometió este gran crimen porque era «una demencial ideología racista, de matriz neopagana». Este lamentable intento de exterminio del Pueblo judío tuvo su origen en el ateísmo. Cuando no se reconoce a Dios, inevitablemente se desconoce al hombre. Ésta es la dura enseñanza de la Shoá: «No se reconocía la santidad de Dios, y por eso se menospreció también el carácter sagrado de la vida humana» (ibidem).
Benedicto XVI continuó su discurso y —haciendo suyas las palabras del Concilio Vaticano II (Declaración Nostra aetate, n. 4)— deploró «los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de que han sido objeto los judíos de cualquier tiempo y por parte de cualquier persona».
Esta actitud de respeto debe estar presente en la conducta de todo católico y de toda persona, porque todo ser humano ha sido creado a imagen de Dios (cfr. Génesis 1, 27). Ser imagen de Dios significa que todo hombre tiene una dignidad trascendente, que debe ser respetada por todos. Por ello, el Santo Padre afirma que «ante Dios, todos los hombres tienen la misma dignidad, independientemente del pueblo, cultura o la religión a que pertenezcan» (ibidem).
Con gran alegría hemos observado que Benedicto XVI guarda unas relaciones muy cordiales con el pueblo judío, y que con valentía denuncia las atrocidades perpetradas contra los hebreos. Y con admiración hemos visto que esta actitud del Papa es fruto de vivir coherentemente las enseñanzas del Evangelio y no un producto de la presión cultural.
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domingo, 14 de agosto de 2005
Necesitamos reformadores
Luis-Fernando Valdés
Nuestro País naufraga en el mar de la inseguridad y de la pobreza. Nuestra sociedad sufre continuamente frustraciones, y anhela nuevas esperanzas. Las compra al primero que las ofrece. Pero seguimos con los mismos problemas sociales y morales, junto con la pobreza y la inseguridad. Se necesita un cambio con urgencia. Necesitamos reformadores.
La historia del último siglo es un desfile de reformas fracasadas. ¿Acaso no les prometía Hitler a los alemanes una nación mejor, rica, con liderazgo? ¿Acaso no se comprometió Stalin a promover la libertad y a emancipar a los proletarios de su pobreza? Ni el nazismo ni el comunismo consiguieron la riqueza para su pueblo y, en cambio, llevaron a la esclavitud y a la muerte a millones de personas.
Ambas ideologías se presentaron como una esperanza, pero fallaron. Fracasaron porque pretendían constituirse como revoluciones verdaderas, pero en realidad eran sistemas totalitaristas. Benedicto XVI, con mucha agudeza, describe el fondo de todo totalitarismo, al explicar que éstos surgen cuando se toma un punto de vista humano y parcial como un criterio absoluto de orientación.
El Papa enseña que «la absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se llama totalitarismo. No libera al hombre, sino que le priva de su dignidad y lo esclaviza» (Discurso, 20.VIII.05). Ni la raza, ni la economía son absolutas, por eso fracasaron el nazismo y el comunismo.
¿Qué es lo que sí libera al hombre? «No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico», explica el Romano Pontífice.
Y añade: «La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos, si no es el amor?» (ibidem).
Dios libera al hombre. Pero estas palabras no deben ser interpretadas como un «teocratismo», que es otro totalitarismo. Cuando la religión se absolutiza también cae en un totalitarismo, y en vez de dar una esperanza al hombre, termina por destruirlo.
La religión libera sólo cuando conocemos el verdadero rostro de Dios. Debemos cambiar nuestra idea sobre Dios. Sólo así lo aceptaremos. En este mundo, Dios no le hace competencia a las formas terrenales de poder. Dios es diferente. Y esto significa que para aceptarlo cada uno debe cambiar, y aprender el estilo de Dios, que no busca poder temporal.
Y ¿cómo se lleva a la práctica este cambio? Esto se consigue cuando aprendemos a acomodarnos al modo divino de ejercer el poder: Jesús ejerce su poder divino sirviendo a los demás. Hemos de convertirnos en hombres de la verdad, del derecho, de la bondad, del perdón, de la misericordia, de la solidaridad.
¿No será un poco pretenciosa esta propuesta para el ciudadano de a pie? No lo es. Y la señal de que es una proposición viable la tenemos en la vida de quienes han logrado llevar una vida del modo justo y verdaderamente libre, siguiendo ese estilo de Dios. Ellos nos indican la vía para ser felices y nos muestran cómo se consigue ser personas verdaderamente humanas.
En todas las crisis de la historia, estas personas han sido los reformadores, que con su vida han ayudado a la humanidad a no caer en la desesperanza. Pensemos en Juan Pablo II. «Los santos son los verdaderos reformadores», afirma Benedicto XVI. Sólo de hombre y mujeres como ellos provendrá la verdadera revolución, porque sólo de Dios proviene el cambio decisivo del mundo.
Necesitamos reformadores, con urgencia.
Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com
Nuestro País naufraga en el mar de la inseguridad y de la pobreza. Nuestra sociedad sufre continuamente frustraciones, y anhela nuevas esperanzas. Las compra al primero que las ofrece. Pero seguimos con los mismos problemas sociales y morales, junto con la pobreza y la inseguridad. Se necesita un cambio con urgencia. Necesitamos reformadores.
La historia del último siglo es un desfile de reformas fracasadas. ¿Acaso no les prometía Hitler a los alemanes una nación mejor, rica, con liderazgo? ¿Acaso no se comprometió Stalin a promover la libertad y a emancipar a los proletarios de su pobreza? Ni el nazismo ni el comunismo consiguieron la riqueza para su pueblo y, en cambio, llevaron a la esclavitud y a la muerte a millones de personas.
Ambas ideologías se presentaron como una esperanza, pero fallaron. Fracasaron porque pretendían constituirse como revoluciones verdaderas, pero en realidad eran sistemas totalitaristas. Benedicto XVI, con mucha agudeza, describe el fondo de todo totalitarismo, al explicar que éstos surgen cuando se toma un punto de vista humano y parcial como un criterio absoluto de orientación.
El Papa enseña que «la absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se llama totalitarismo. No libera al hombre, sino que le priva de su dignidad y lo esclaviza» (Discurso, 20.VIII.05). Ni la raza, ni la economía son absolutas, por eso fracasaron el nazismo y el comunismo.
¿Qué es lo que sí libera al hombre? «No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico», explica el Romano Pontífice.
Y añade: «La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos, si no es el amor?» (ibidem).
Dios libera al hombre. Pero estas palabras no deben ser interpretadas como un «teocratismo», que es otro totalitarismo. Cuando la religión se absolutiza también cae en un totalitarismo, y en vez de dar una esperanza al hombre, termina por destruirlo.
La religión libera sólo cuando conocemos el verdadero rostro de Dios. Debemos cambiar nuestra idea sobre Dios. Sólo así lo aceptaremos. En este mundo, Dios no le hace competencia a las formas terrenales de poder. Dios es diferente. Y esto significa que para aceptarlo cada uno debe cambiar, y aprender el estilo de Dios, que no busca poder temporal.
Y ¿cómo se lleva a la práctica este cambio? Esto se consigue cuando aprendemos a acomodarnos al modo divino de ejercer el poder: Jesús ejerce su poder divino sirviendo a los demás. Hemos de convertirnos en hombres de la verdad, del derecho, de la bondad, del perdón, de la misericordia, de la solidaridad.
¿No será un poco pretenciosa esta propuesta para el ciudadano de a pie? No lo es. Y la señal de que es una proposición viable la tenemos en la vida de quienes han logrado llevar una vida del modo justo y verdaderamente libre, siguiendo ese estilo de Dios. Ellos nos indican la vía para ser felices y nos muestran cómo se consigue ser personas verdaderamente humanas.
En todas las crisis de la historia, estas personas han sido los reformadores, que con su vida han ayudado a la humanidad a no caer en la desesperanza. Pensemos en Juan Pablo II. «Los santos son los verdaderos reformadores», afirma Benedicto XVI. Sólo de hombre y mujeres como ellos provendrá la verdadera revolución, porque sólo de Dios proviene el cambio decisivo del mundo.
Necesitamos reformadores, con urgencia.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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domingo, 7 de agosto de 2005
El Papa y los jóvenes
Luis-Fernando Valdés
Hoy concluye la Jornada Mundial de la Juventud, celebrada en Colonia. Nos ha dejado una grata impresión de Benedicto XVI, quien mostró una gran capacidad de penetrar tanto en las alegrías y esperanzas como en las preocupaciones e inquietudes de millares de jóvenes.
Quizá para algunos, este evento sería una prueba para el carisma del Papa. Deseaban comprobar si las cualidades de Benedicto XVI tendrían la misma capacidad de convocatoria que la personalidad de Juan Pablo II. Pero lo que hemos visto en la televisión y hemos leído en los medios impresos nos ha llevado a otra concepción de la Jornada de la Juventud. En efecto, hemos contemplado que los jóvenes han ido a Alemania, no a buscar un líder carismático, sino una respuesta para sus vidas.
El Papa es consciente de que hoy día la religión católica tiene una imagen deformada ante la juventud. Y lejos de ser un motivo de esperanza, para muchas personas la fe se presenta como una carga muy pesada. Por eso, el Romano Pontífice se propuso mostrar, durante estas Jornadas de la Juventud, el rostro amable del cristianismo.
Tres días antes de viajar a Alemania, Benedicto XVI declaró: «Quisiera mostrarles [a los jóvenes reunidos en Colonia] lo bonito que es ser cristianos, ya que existe la idea difundida de que los cristianos deben observar un inmenso número de mandamientos, prohibiciones, principios, etc., y que por lo tanto, el cristianismo es, según esta idea, algo que cansa y oprime la vida y que se es más libre sin todos esos lastres» (Entrevista, 15.VIII.05).
¿Cómo respondió el Santo Padre a esta inquietud profunda de los jóvenes? ¿Qué posibilidades ofreció para que cada joven pueda responder a los problemas profundos de su vida, sin sentir la religión como un peso difícil de llevar?
La respuesta de Benedicto XVI consistió en llamar al corazón de los jóvenes. Para acceder a ese centro íntimo de cada persona, el Romano Pontífice invitó a los participantes de la Jornada Mundial a plantearse las cuestiones fundamentales de sus vidas. El Papa les animó a preguntarse con valentía: «¿dónde encuentro los criterios para mi vida? ¿De quién puedo fiarme; a quién confiarme? ¿Dónde está aquél que puede darme la respuesta satisfactoria a los anhelos de mi corazón?» (Mensaje, 18.VIII.05).
Una vez sembrada esta inquietud, les explicó que «hacerse estas preguntas significa buscar a Alguien que ni se engaña ni puede engañar, y que por eso es capaz de ofrecer una certidumbre tan firme, que merece la pena vivir por ella y, si fuera preciso, también morir por ella» (ibidem). Para dar una respuesta a las preguntas más importantes de nuestra vida, es necesario abrirnos a un Ser superior.
¿Y quién es ese Alguien, capaz de llenar las aspiraciones del corazón? El Papa respondió: «Queridos jóvenes, la felicidad que buscáis, la felicidad que tenéis derecho a saborear, tiene un nombre, un rostro: el de Jesús de Nazaret, oculto en la Eucaristía. Sólo Él da plenitud de vida a la humanidad» (ibidem).
Y de inmediato salió al paso del natural temor de abrir la propia vida a Dios. Nuestra época ve a Dios como a un intruso que nos quiere arrancar la propia personalidad. Y por eso, el Santo Padre añadió: «Quien deja entrar a Cristo en la propia vida no pierde nada, nada —absolutamente nada— de lo que hace la vida libre, bella y grande. (...) Estad plenamente convencidos: Cristo no quita nada de lo que hay de hermoso y grande en vosotros, sino que lleva todo a la perfección para la gloria de Dios, la felicidad de los hombres y la salvación del mundo» (ibidem).
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Hoy concluye la Jornada Mundial de la Juventud, celebrada en Colonia. Nos ha dejado una grata impresión de Benedicto XVI, quien mostró una gran capacidad de penetrar tanto en las alegrías y esperanzas como en las preocupaciones e inquietudes de millares de jóvenes.
Quizá para algunos, este evento sería una prueba para el carisma del Papa. Deseaban comprobar si las cualidades de Benedicto XVI tendrían la misma capacidad de convocatoria que la personalidad de Juan Pablo II. Pero lo que hemos visto en la televisión y hemos leído en los medios impresos nos ha llevado a otra concepción de la Jornada de la Juventud. En efecto, hemos contemplado que los jóvenes han ido a Alemania, no a buscar un líder carismático, sino una respuesta para sus vidas.
El Papa es consciente de que hoy día la religión católica tiene una imagen deformada ante la juventud. Y lejos de ser un motivo de esperanza, para muchas personas la fe se presenta como una carga muy pesada. Por eso, el Romano Pontífice se propuso mostrar, durante estas Jornadas de la Juventud, el rostro amable del cristianismo.
Tres días antes de viajar a Alemania, Benedicto XVI declaró: «Quisiera mostrarles [a los jóvenes reunidos en Colonia] lo bonito que es ser cristianos, ya que existe la idea difundida de que los cristianos deben observar un inmenso número de mandamientos, prohibiciones, principios, etc., y que por lo tanto, el cristianismo es, según esta idea, algo que cansa y oprime la vida y que se es más libre sin todos esos lastres» (Entrevista, 15.VIII.05).
¿Cómo respondió el Santo Padre a esta inquietud profunda de los jóvenes? ¿Qué posibilidades ofreció para que cada joven pueda responder a los problemas profundos de su vida, sin sentir la religión como un peso difícil de llevar?
La respuesta de Benedicto XVI consistió en llamar al corazón de los jóvenes. Para acceder a ese centro íntimo de cada persona, el Romano Pontífice invitó a los participantes de la Jornada Mundial a plantearse las cuestiones fundamentales de sus vidas. El Papa les animó a preguntarse con valentía: «¿dónde encuentro los criterios para mi vida? ¿De quién puedo fiarme; a quién confiarme? ¿Dónde está aquél que puede darme la respuesta satisfactoria a los anhelos de mi corazón?» (Mensaje, 18.VIII.05).
Una vez sembrada esta inquietud, les explicó que «hacerse estas preguntas significa buscar a Alguien que ni se engaña ni puede engañar, y que por eso es capaz de ofrecer una certidumbre tan firme, que merece la pena vivir por ella y, si fuera preciso, también morir por ella» (ibidem). Para dar una respuesta a las preguntas más importantes de nuestra vida, es necesario abrirnos a un Ser superior.
¿Y quién es ese Alguien, capaz de llenar las aspiraciones del corazón? El Papa respondió: «Queridos jóvenes, la felicidad que buscáis, la felicidad que tenéis derecho a saborear, tiene un nombre, un rostro: el de Jesús de Nazaret, oculto en la Eucaristía. Sólo Él da plenitud de vida a la humanidad» (ibidem).
Y de inmediato salió al paso del natural temor de abrir la propia vida a Dios. Nuestra época ve a Dios como a un intruso que nos quiere arrancar la propia personalidad. Y por eso, el Santo Padre añadió: «Quien deja entrar a Cristo en la propia vida no pierde nada, nada —absolutamente nada— de lo que hace la vida libre, bella y grande. (...) Estad plenamente convencidos: Cristo no quita nada de lo que hay de hermoso y grande en vosotros, sino que lleva todo a la perfección para la gloria de Dios, la felicidad de los hombres y la salvación del mundo» (ibidem).
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domingo, 31 de julio de 2005
La moral ¿se aprende o se inventa?
Luis-Fernando Valdés
La moral es el arte de usar bien la libertad, como expusimos el domingo anterior. Un buen amigo me dijo que estaba de acuerdo con esa «teoría»: es razonable afirmar que cada uno debe aprender a vivir de la mejor manera. Pero disentía en que pueda haber un modo de vivir válido para todos, pues cada uno debe determinar qué es vivir bien.
La cuestión de fondo es que hay dos posibilidades. Una afirma que para vivir virtuosamente hay que aprender, y otra sostiene que cada uno inventa ese modo de vivir. La primera implica que ese modo de vida se puede aplicar a todos los seres humanos, y por eso todos tendrían que recibir educación moral: se trata de la moral clásica, iniciada por los antiguos griegos. La segunda conlleva la afirmación de que no existe una moral aplicable a todos, sino que cada uno debe construirla: es la moral relativista, de corte contemporáneo.
¿Cuál es la verdadera? Para descubrirlo, profundicemos en una experiencia cotidiana. Se trata del arte de aprender a tocar el piano. Para conseguirlo, se requiere de un profesor que nos enseñe a leer las partituras y las técnicas para colocar los dedos en el teclado. Y, a la vez, se requiere ensayar muchas horas. Para el piano son necesarios conocimientos y habilidades.
Supongo que coincidiremos en que nadie puede tocar una pieza, si no ha adquirido esos principios teóricos y esas habilidades. De igual manera, ante una persona que afirmara que no necesita aprender este arte musical, sino que ella lo va a inventar, consideraremos que muy probablemente fracasará, y que lo más seguro es que su piano, lejos de tocar música, sólo hará ruido.
Esta misma situación es válida también para la moral, independientemente de la religión que se profese o de la cultura en la que se viva. La moral es un arte: el arte de vivir. Por eso, la moral necesita conocimientos teóricos y habilidades prácticas. Los primeros los recibimos de nuestros padres y profesores, y las segundas las adquirimos mediante el ejercicio personal.
Para aprender a tocar el piano son necesarios tanto la teoría musical como la destreza en la ejecución. Esto mismo ocurre en el caso de la moral. Para aprender a vivir del modo más humano, se requieren unos conocimientos y unos hábitos. Si para tocar el piano, hacen falta conocimientos y destrezas, y nadie se queja con el argumento de que este arte «es relativo», «que cada quien le haga como le parezca mejor», entonces ¿por qué extrañarnos de que la moral no sea «relativa», sino que implique conocimientos y habilidades?
Así como no basta ponerse frente a un piano y oprimir teclas para que haya música, tampoco es suficiente tener uso de razón y ponerse a tomar decisiones libres para obtener la felicidad. Es preciso aprender de otros seres humanos cómo debe comportarse un hombre.
Y también son necesarios los hábitos para adquirir el arte de vivir plenamente. No basta saber teóricamente como comportarse. Hace falta, además, el hábito de portarse bien. Como en el caso del piano, aunque el estudiante haya escuchado durante horas grabaciones de Mozart, aunque sepa de memoria las notas y las técnicas, no sabrá tocar el piano mientras no adquiera el hábito de pulsar con maestría el teclado.
Como en cualquier arte, para vivir del modo más humano, más digno y más feliz, hace falta conocer los principios morales y desarrollar los hábitos para actuar correctamente. Así como un pianista «relativista» no llega a producir música, vivir «relativamente» tampoco consigue la felicidad en plenitud.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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La moral es el arte de usar bien la libertad, como expusimos el domingo anterior. Un buen amigo me dijo que estaba de acuerdo con esa «teoría»: es razonable afirmar que cada uno debe aprender a vivir de la mejor manera. Pero disentía en que pueda haber un modo de vivir válido para todos, pues cada uno debe determinar qué es vivir bien.
La cuestión de fondo es que hay dos posibilidades. Una afirma que para vivir virtuosamente hay que aprender, y otra sostiene que cada uno inventa ese modo de vivir. La primera implica que ese modo de vida se puede aplicar a todos los seres humanos, y por eso todos tendrían que recibir educación moral: se trata de la moral clásica, iniciada por los antiguos griegos. La segunda conlleva la afirmación de que no existe una moral aplicable a todos, sino que cada uno debe construirla: es la moral relativista, de corte contemporáneo.
¿Cuál es la verdadera? Para descubrirlo, profundicemos en una experiencia cotidiana. Se trata del arte de aprender a tocar el piano. Para conseguirlo, se requiere de un profesor que nos enseñe a leer las partituras y las técnicas para colocar los dedos en el teclado. Y, a la vez, se requiere ensayar muchas horas. Para el piano son necesarios conocimientos y habilidades.
Supongo que coincidiremos en que nadie puede tocar una pieza, si no ha adquirido esos principios teóricos y esas habilidades. De igual manera, ante una persona que afirmara que no necesita aprender este arte musical, sino que ella lo va a inventar, consideraremos que muy probablemente fracasará, y que lo más seguro es que su piano, lejos de tocar música, sólo hará ruido.
Esta misma situación es válida también para la moral, independientemente de la religión que se profese o de la cultura en la que se viva. La moral es un arte: el arte de vivir. Por eso, la moral necesita conocimientos teóricos y habilidades prácticas. Los primeros los recibimos de nuestros padres y profesores, y las segundas las adquirimos mediante el ejercicio personal.
Para aprender a tocar el piano son necesarios tanto la teoría musical como la destreza en la ejecución. Esto mismo ocurre en el caso de la moral. Para aprender a vivir del modo más humano, se requieren unos conocimientos y unos hábitos. Si para tocar el piano, hacen falta conocimientos y destrezas, y nadie se queja con el argumento de que este arte «es relativo», «que cada quien le haga como le parezca mejor», entonces ¿por qué extrañarnos de que la moral no sea «relativa», sino que implique conocimientos y habilidades?
Así como no basta ponerse frente a un piano y oprimir teclas para que haya música, tampoco es suficiente tener uso de razón y ponerse a tomar decisiones libres para obtener la felicidad. Es preciso aprender de otros seres humanos cómo debe comportarse un hombre.
Y también son necesarios los hábitos para adquirir el arte de vivir plenamente. No basta saber teóricamente como comportarse. Hace falta, además, el hábito de portarse bien. Como en el caso del piano, aunque el estudiante haya escuchado durante horas grabaciones de Mozart, aunque sepa de memoria las notas y las técnicas, no sabrá tocar el piano mientras no adquiera el hábito de pulsar con maestría el teclado.
Como en cualquier arte, para vivir del modo más humano, más digno y más feliz, hace falta conocer los principios morales y desarrollar los hábitos para actuar correctamente. Así como un pianista «relativista» no llega a producir música, vivir «relativamente» tampoco consigue la felicidad en plenitud.
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domingo, 24 de julio de 2005
El arte de vivir
Luis-Fernando Valdés
Cuando se trata de hablar sobre temas científicos, todos respetan a los especialistas. Nadie, si no ha estudiado medicina, se atreve a opinar sobre el cáncer o el parkinson. Pero es muy curioso, que cuando se habla de ética, todos nos sentimos con autoridad para discutir y, además, consideramos nuestro punto de vista como el más acertado.
Así, dentro de ese mar de opiniones, es frecuente confundir la ética o moral con la religión. Algunos piensan que la ética sólo se aplica a los que practican una religión, mientras que los que no profesan una religión estarían exentos de seguir una moral.
Además, la moral parece cambiar según las personas, las culturas y las épocas. En esta situación parece que la ética es inestable y provisional. Hoy mismo la gente tiene la impresión de que estamos en una nueva época con respecto a la moral de nuestros abuelos... y de nuestros padres.
¿Hay algún valiente que pueda decir cuál es la verdad —no las opiniones— sobre la ética? Así como hay especialistas en medicina, también los hay en ética y en moral. Contrariamente a lo que se pudiera pensar, sí existe una verdad sobre la ética. Y, lo más interesante, es que está basada en el sentido común, más que en teorías abstractas.
Considero muy útil como primera definición de moral, la empleada por el Prof. Juan Luis Lorda, de la Universidad de Navarra (España). Explica que cuando se inventó la palabra moral, ésta significaba el arte de vivir.
Por arte se entiende el conjunto de conocimientos teóricos y técnicos, las destrezas necesarias para desempeñar con maestría una actividad. Para tocar con destreza el piano, se requiere arte: no sirve saber cómo se toca el piano si nunca se han puesto los dedos en el teclado; pero tampoco basta tener agilidad en los dedos, si no se saber leer el pentagrama.
En este sentido, la moral es un arte. No es la habilidad de tocar el piano, sino el arte de vivir bien. Así como la pintura es la maestría de pintar, la moral es el arte de vivir como ser humano. Llegados a este punto, algún lector podría protestar: ¿es necesario un arte para vivir como hombre, del mismo modo que es necesario un arte para pintar?
A primera vista, parece que no hace falta nada especial para vivir como un hombre. Bastaría ser hombre y dejarse llevar espontáneamente. Sin embargo, para vivir como le corresponde al ser humano, no basta. Para los animales está bien, pero es insuficiente para los seres humanos.
Los animales no necesitan que alguien los enseñe a vivir, simplemente viven espontáneamente, de acuerdo a sus instintos. No necesitan ningún arte. En cambio, el hombre es un ser diferente: es libre. Eso quiere decir que está mucho menos condicionado por sus instintos. Por eso mismo, necesita aprender muchas cosas que los animales saben por instinto (por ejemplo, caminar, qué comer) y muchas otras más, que son exclusivas de los humanos, como hablar, escribir, convivir.
Entre las capacidades humanas, la más importante y la más característica es la libertad. Educar a un hombre es, sobre todo, enseñarle a usar bien la libertad: emplearla como es propio de un hombre. Un niño tiene que aprender poco a poco lo que debe hacer y lo que debe evitar, al utilizarla.
Entonces ya se entiende porque el Prof. Lorda afirma que «la moral, que es el arte de vivir como hombre, se puede definir también como el arte de usar bien la libertad. Un arte que cada hombre necesita aprender para vivir dignamente».
Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com
Cuando se trata de hablar sobre temas científicos, todos respetan a los especialistas. Nadie, si no ha estudiado medicina, se atreve a opinar sobre el cáncer o el parkinson. Pero es muy curioso, que cuando se habla de ética, todos nos sentimos con autoridad para discutir y, además, consideramos nuestro punto de vista como el más acertado.
Así, dentro de ese mar de opiniones, es frecuente confundir la ética o moral con la religión. Algunos piensan que la ética sólo se aplica a los que practican una religión, mientras que los que no profesan una religión estarían exentos de seguir una moral.
Además, la moral parece cambiar según las personas, las culturas y las épocas. En esta situación parece que la ética es inestable y provisional. Hoy mismo la gente tiene la impresión de que estamos en una nueva época con respecto a la moral de nuestros abuelos... y de nuestros padres.
¿Hay algún valiente que pueda decir cuál es la verdad —no las opiniones— sobre la ética? Así como hay especialistas en medicina, también los hay en ética y en moral. Contrariamente a lo que se pudiera pensar, sí existe una verdad sobre la ética. Y, lo más interesante, es que está basada en el sentido común, más que en teorías abstractas.
Considero muy útil como primera definición de moral, la empleada por el Prof. Juan Luis Lorda, de la Universidad de Navarra (España). Explica que cuando se inventó la palabra moral, ésta significaba el arte de vivir.
Por arte se entiende el conjunto de conocimientos teóricos y técnicos, las destrezas necesarias para desempeñar con maestría una actividad. Para tocar con destreza el piano, se requiere arte: no sirve saber cómo se toca el piano si nunca se han puesto los dedos en el teclado; pero tampoco basta tener agilidad en los dedos, si no se saber leer el pentagrama.
En este sentido, la moral es un arte. No es la habilidad de tocar el piano, sino el arte de vivir bien. Así como la pintura es la maestría de pintar, la moral es el arte de vivir como ser humano. Llegados a este punto, algún lector podría protestar: ¿es necesario un arte para vivir como hombre, del mismo modo que es necesario un arte para pintar?
A primera vista, parece que no hace falta nada especial para vivir como un hombre. Bastaría ser hombre y dejarse llevar espontáneamente. Sin embargo, para vivir como le corresponde al ser humano, no basta. Para los animales está bien, pero es insuficiente para los seres humanos.
Los animales no necesitan que alguien los enseñe a vivir, simplemente viven espontáneamente, de acuerdo a sus instintos. No necesitan ningún arte. En cambio, el hombre es un ser diferente: es libre. Eso quiere decir que está mucho menos condicionado por sus instintos. Por eso mismo, necesita aprender muchas cosas que los animales saben por instinto (por ejemplo, caminar, qué comer) y muchas otras más, que son exclusivas de los humanos, como hablar, escribir, convivir.
Entre las capacidades humanas, la más importante y la más característica es la libertad. Educar a un hombre es, sobre todo, enseñarle a usar bien la libertad: emplearla como es propio de un hombre. Un niño tiene que aprender poco a poco lo que debe hacer y lo que debe evitar, al utilizarla.
Entonces ya se entiende porque el Prof. Lorda afirma que «la moral, que es el arte de vivir como hombre, se puede definir también como el arte de usar bien la libertad. Un arte que cada hombre necesita aprender para vivir dignamente».
Correo: lfvaldes@gmail.com
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domingo, 17 de julio de 2005
Libertad, igualdad, fraternidad
Luis-Fernando Valdés
Escuché una narración, que me gustó mucho. Dos empresarios tuvieron gran éxito económico con la venta de aguas frescas, en locales con aire acondicionado. Decidieron probar suerte en otro país. Buscaron una nación con clima semejante al suyo y una ciudad parecida a la suya. Consiguieron proveedores de materias primas iguales a las que se usaban en su país.
Llegó el día de la inauguración. Había filas para entrar a tomar aguas frescas. Pero... los primeros clientes empezaron a poner cara de asco. Las aguas frescas sabían mal. ¿Por qué, si en el país original sabían muy bien? ¿Por qué, si utilizaron los mismos ingredientes?
Después de ese colosal fracaso, investigaron las causas. Después de mucho pensar sin encontrar una respuesta, uno de los empresarios fue a lavarse las manos. Y notó que el jabón no producía espuma. El agua corriente en ese otro país era «dura». Y esa dureza era incompatible con los ingredientes de sus refrescos. Moraleja: no basta copiar exteriormente las situaciones exitosas. El éxito empieza por cuidar los detalles esenciales, en este caso, el agua.
Hoy día padecemos un gran caos social que estamos viviendo en nuestro país y en tantos puntos del planeta. ¿Qué pasa? Sucede lo mismo que en aquella narración: nuestra sociedad tiene los ingredientes correctos —libertad, igualdad, fraternidad—, pero no tiene el agua que le dé verdadero sabor. ¿Cuál ingrediente está fallando?
En el siglo XVIII, la Ilustración y la Revolución francesa nos prometieron que habría libertad, igualdad y fraternidad, pero no han llegado. Tomaron valores propiamente cristianos, pero los secularizaron: quisieron vivirlos sin necesidad de recurrir a Dios. Proponían una ética fundada en la buena voluntad del ser humano, sin contar con la debilidad de esa voluntad.
Resulta que los valores de libertad, igualdad y fraternidad, son propios del Cristianismo. Y cuando se quieren poner por obra sin un sustrato de fe, sin una base religiosa, son como el agua fresca en un país donde el agua es distinta: no saben igual. Veamos.
La libertad cristiana es una libertad interior, que Cristo nos obtuvo (Gal 5, 1). Es la libertad interior de poder obrar conforme a la verdad, aunque exteriormente uno esté encadenado. «La verdad os hará libres», enseña Jesús (Jn 8, 32). Cuando la libertad pierde la referencia a la verdad, no tiene ningún límite, y es fácil que atropelle a los demás.
La igualdad cristiana se basa en que ya no existen diferencias de raza, género y religión porque Cristo nos salvó a todos. Así lo manifiesta San Pablo: «Porque todos los que fuisteis bautizados en Cristo ... ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, ya que todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús» (Gal 3, 27-28).
La fraternidad cristiana se fundamenta en que todos somos hijos del mismo Dios (cfr Jn 20, 17; Lc 6, 36; Lc 11, 13, etc). Sólo si tenemos un Padre común, podremos llamarnos con sinceridad «hermanos».
En la práctica, cuando el hombre no cuenta con Dios, vienen la tiranía, la injusticia, el fratricidio. Recordemos que esa misma Revolución pasó por la guillotina a los enemigos del régimen.
En la práctica no se pueden vivir los valores cristianos sin el fundamento religioso que los hace posibles. Cuando contemplamos a nuestro mundo sin libertad, sin igualdad, sin fraternidad, ¿no será una llamada para volver a las raíces religiosas de la conducta humana? En la práctica, sólo con una actitud espiritual, sólo estando junto a Dios se obtiene la única fuerza para vivir de verdad la libertad, para ser solidario con el prójimo, para tratarlo como un hermano.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Escuché una narración, que me gustó mucho. Dos empresarios tuvieron gran éxito económico con la venta de aguas frescas, en locales con aire acondicionado. Decidieron probar suerte en otro país. Buscaron una nación con clima semejante al suyo y una ciudad parecida a la suya. Consiguieron proveedores de materias primas iguales a las que se usaban en su país.
Llegó el día de la inauguración. Había filas para entrar a tomar aguas frescas. Pero... los primeros clientes empezaron a poner cara de asco. Las aguas frescas sabían mal. ¿Por qué, si en el país original sabían muy bien? ¿Por qué, si utilizaron los mismos ingredientes?
Después de ese colosal fracaso, investigaron las causas. Después de mucho pensar sin encontrar una respuesta, uno de los empresarios fue a lavarse las manos. Y notó que el jabón no producía espuma. El agua corriente en ese otro país era «dura». Y esa dureza era incompatible con los ingredientes de sus refrescos. Moraleja: no basta copiar exteriormente las situaciones exitosas. El éxito empieza por cuidar los detalles esenciales, en este caso, el agua.
Hoy día padecemos un gran caos social que estamos viviendo en nuestro país y en tantos puntos del planeta. ¿Qué pasa? Sucede lo mismo que en aquella narración: nuestra sociedad tiene los ingredientes correctos —libertad, igualdad, fraternidad—, pero no tiene el agua que le dé verdadero sabor. ¿Cuál ingrediente está fallando?
En el siglo XVIII, la Ilustración y la Revolución francesa nos prometieron que habría libertad, igualdad y fraternidad, pero no han llegado. Tomaron valores propiamente cristianos, pero los secularizaron: quisieron vivirlos sin necesidad de recurrir a Dios. Proponían una ética fundada en la buena voluntad del ser humano, sin contar con la debilidad de esa voluntad.
Resulta que los valores de libertad, igualdad y fraternidad, son propios del Cristianismo. Y cuando se quieren poner por obra sin un sustrato de fe, sin una base religiosa, son como el agua fresca en un país donde el agua es distinta: no saben igual. Veamos.
La libertad cristiana es una libertad interior, que Cristo nos obtuvo (Gal 5, 1). Es la libertad interior de poder obrar conforme a la verdad, aunque exteriormente uno esté encadenado. «La verdad os hará libres», enseña Jesús (Jn 8, 32). Cuando la libertad pierde la referencia a la verdad, no tiene ningún límite, y es fácil que atropelle a los demás.
La igualdad cristiana se basa en que ya no existen diferencias de raza, género y religión porque Cristo nos salvó a todos. Así lo manifiesta San Pablo: «Porque todos los que fuisteis bautizados en Cristo ... ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, ya que todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús» (Gal 3, 27-28).
La fraternidad cristiana se fundamenta en que todos somos hijos del mismo Dios (cfr Jn 20, 17; Lc 6, 36; Lc 11, 13, etc). Sólo si tenemos un Padre común, podremos llamarnos con sinceridad «hermanos».
En la práctica, cuando el hombre no cuenta con Dios, vienen la tiranía, la injusticia, el fratricidio. Recordemos que esa misma Revolución pasó por la guillotina a los enemigos del régimen.
En la práctica no se pueden vivir los valores cristianos sin el fundamento religioso que los hace posibles. Cuando contemplamos a nuestro mundo sin libertad, sin igualdad, sin fraternidad, ¿no será una llamada para volver a las raíces religiosas de la conducta humana? En la práctica, sólo con una actitud espiritual, sólo estando junto a Dios se obtiene la única fuerza para vivir de verdad la libertad, para ser solidario con el prójimo, para tratarlo como un hermano.
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domingo, 10 de julio de 2005
La píldora del día siguiente
Luis-Fernando Valdés
Esta semana ha sido testigo de varios debates sobre la aprobación de la píldora del día siguiente. Lejos de dejar algo en claro, estas polémicas han tendido una cortina de humo. Hay confusión sobre este tema.
Como es lógico, antes de ser objeto de legislación, la píldora del día siguiente es una cuestión científica. Por eso, los representantes del gobierno han dicho que su decisión de aprobarla se basó en datos «técnicos». Es un modo de decir que ellos la aceptaron, porque los científicos sostienen que no es abortiva.
Pero, ¿es verdad que esta píldora no es abortiva? Recordemos primero un poco de biología. Cuando el óvulo es fecundado por un espermatozoide, se forma un embrión humano. Llegado al estadio de blastocito (5 o 6 días después de la fecundación), ése embrión se implanta en la pared uterina: es la llamada «anidación» o «implantación».
Prácticamente todo mundo está de acuerdo que «aborto» es la «interrupción del embarazo». Y entonces viene una primera confusión de tipo terminológico: qué se entiende por embarazo. Los promotores de la píldora del día siguiente sostienen que se trata de un medicamento «anticonceptivo», pero no «abortivo», porque la píldora tiene un efecto «antianidatorio». En otras palabras, nos están diciendo que el «embarazo» inicia en la anidación y no en la fecundación.
Preguntemos con valentía: ¿sí o no? ¿la vida humana comienza en la fecundación o en la anidación? Más aún, ¿sí o no? ¿el óvulo fecundado, antes de la anidación, es un ser humano?
La vida humana comienza en la fecundación. Así lo afirma la mayoría de los especialistas. Uno de ellos, afirma para empezar, que está nueva definición de embarazo no ha sido admitida por los libros de embriología humana, los diccionarios generales o los léxicos médicos. En cambio, esas fuentes «persisten en decir que concepción es fecundación, la reunión del óvulo y el espermatozoide; que embarazo o gravidez es el estado de la mujer durante el tiempo que transcurre entre la fecundación y el parto» (Miguel Ángel Monge, La píldora del día siguiente, n.1, en www. almudi.org. Cfr. también de este Autor, Medicina pastoral, Eunsa, Pamplona 2002, pp. 295-296).
Este mismo Autor señala que el diccionario médico Dorland’s, que aceptó la definición de concepción desde la anidación, paradójicamente afirma: «Embarazo: la condición de tener en el cuerpo un embrión o feto en desarrollo, después de la unión de un oocito y un espermatozoide» (cfr. ibid).
Podemos, pues, afirmar que, desde el punto de vista científico no se puede afirmar categórica y taxativamente que el embarazo inicia en la anidación. Por lo tanto, el argumento que sustenta la aprobación de la píldora del día siguiente como no abortiva, no tiene una base firme donde apoyarse. Más aún, las fuentes médicas afirman lo contrario, que la vida humana inicia en la concepción. Y, por lo tanto, evitar la anidación es interrumpir el embarazo: es realizar un aborto.
Como se puede ver, mediante una confusión terminológica sobre el «embarazo», se ha tendido un velo que impide conocer la verdad sobre los efectos de la píldora del día siguiente. Quisiera resaltar que hasta aquí hemos estado sólo en el plano biológico. Todavía no abordamos el aspecto moral y ni hemos pasado al campo del derecho. Ni muchos menos hemos hablado de política. El primer plano del debate es sobre la verdad del inicio de la vida humana. Si éste no queda claro, todo lo demás son palabras vacías, polémicas estériles, propias de personas con prejuicios.
Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com
Esta semana ha sido testigo de varios debates sobre la aprobación de la píldora del día siguiente. Lejos de dejar algo en claro, estas polémicas han tendido una cortina de humo. Hay confusión sobre este tema.
Como es lógico, antes de ser objeto de legislación, la píldora del día siguiente es una cuestión científica. Por eso, los representantes del gobierno han dicho que su decisión de aprobarla se basó en datos «técnicos». Es un modo de decir que ellos la aceptaron, porque los científicos sostienen que no es abortiva.
Pero, ¿es verdad que esta píldora no es abortiva? Recordemos primero un poco de biología. Cuando el óvulo es fecundado por un espermatozoide, se forma un embrión humano. Llegado al estadio de blastocito (5 o 6 días después de la fecundación), ése embrión se implanta en la pared uterina: es la llamada «anidación» o «implantación».
Prácticamente todo mundo está de acuerdo que «aborto» es la «interrupción del embarazo». Y entonces viene una primera confusión de tipo terminológico: qué se entiende por embarazo. Los promotores de la píldora del día siguiente sostienen que se trata de un medicamento «anticonceptivo», pero no «abortivo», porque la píldora tiene un efecto «antianidatorio». En otras palabras, nos están diciendo que el «embarazo» inicia en la anidación y no en la fecundación.
Preguntemos con valentía: ¿sí o no? ¿la vida humana comienza en la fecundación o en la anidación? Más aún, ¿sí o no? ¿el óvulo fecundado, antes de la anidación, es un ser humano?
La vida humana comienza en la fecundación. Así lo afirma la mayoría de los especialistas. Uno de ellos, afirma para empezar, que está nueva definición de embarazo no ha sido admitida por los libros de embriología humana, los diccionarios generales o los léxicos médicos. En cambio, esas fuentes «persisten en decir que concepción es fecundación, la reunión del óvulo y el espermatozoide; que embarazo o gravidez es el estado de la mujer durante el tiempo que transcurre entre la fecundación y el parto» (Miguel Ángel Monge, La píldora del día siguiente, n.1, en www. almudi.org. Cfr. también de este Autor, Medicina pastoral, Eunsa, Pamplona 2002, pp. 295-296).
Este mismo Autor señala que el diccionario médico Dorland’s, que aceptó la definición de concepción desde la anidación, paradójicamente afirma: «Embarazo: la condición de tener en el cuerpo un embrión o feto en desarrollo, después de la unión de un oocito y un espermatozoide» (cfr. ibid).
Podemos, pues, afirmar que, desde el punto de vista científico no se puede afirmar categórica y taxativamente que el embarazo inicia en la anidación. Por lo tanto, el argumento que sustenta la aprobación de la píldora del día siguiente como no abortiva, no tiene una base firme donde apoyarse. Más aún, las fuentes médicas afirman lo contrario, que la vida humana inicia en la concepción. Y, por lo tanto, evitar la anidación es interrumpir el embarazo: es realizar un aborto.
Como se puede ver, mediante una confusión terminológica sobre el «embarazo», se ha tendido un velo que impide conocer la verdad sobre los efectos de la píldora del día siguiente. Quisiera resaltar que hasta aquí hemos estado sólo en el plano biológico. Todavía no abordamos el aspecto moral y ni hemos pasado al campo del derecho. Ni muchos menos hemos hablado de política. El primer plano del debate es sobre la verdad del inicio de la vida humana. Si éste no queda claro, todo lo demás son palabras vacías, polémicas estériles, propias de personas con prejuicios.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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domingo, 3 de julio de 2005
Iglesia y cultura
Luis-Fernando Valdés
La relación entre la Iglesia y la sociedad no es fácil. Hoy día nuestra sociedad es pluralista, y nos puede resultar difícil pensar que una institución, que se presenta a sí misma como poseedora de la verdad, esté dispuesta a dialogar con quienes no comparten esa visión.
Es frecuente encontrar personas bien preparadas y de muy buena voluntad, que ven con cierta desconfianza, que la Iglesia aborde un tema muy especial: la cultura. En ocasiones, algunos pueden pensar que si la Iglesia habla de la cultura, será para imponer un modo de vida y para condenar a los que no lo sigan.
Pero, en realidad ¿qué dice la Iglesia sobre su participación en la cultura? ¿Por qué tiene interés en colaborar con el mundo cultural de nuestra época? En el fondo, ¿qué tipo de intereses hay detrás de esto?
Hoy día, la Iglesia se ha dado a la tarea de defender la dignidad del hombre. Hemos sido testigos de la defensa de los trabajadores, de los pobres y marginados, de los que padecen hambre, de los migrantes, de los que viven bajo la guerra, por parte de Juan Pablo II. Este gran Papa nos enseñó que defender la dignidad del ser humano, implica luchar por hacer valer sus derechos humanos. Para cumplir este cometido, la Iglesia busca entablar un diálogo con el mundo cultural.
Lejos de buscar someter a la cultura al servicio de una ideología religiosa, la Iglesia pretende poner al ser humano como fin primordial de la cultura. Cuando una cultura no valora al hombre por sí mismo, invariablemente termina utilizando a las personas como objetos, como productos.
El motivo de este diálogo, por parte de la Iglesia, es recordarle a cada cultura que el hombre tiene el lugar primordial, por encima de cualquier interés material, político o económico. Juan Pablo II declaró, hace veinticinco años, en la sede de la Unesco que, "en el campo de la cultura, el hombre es siempre el hecho primero: el hombre es el hecho primordial y fundamental de la cultura" (Discurso, 15.VI.1980, n. 8).
Cada cultura y cada fenómeno cultural siempre tiene, al menos de modo implícito, un concepto sobre el hombre. La Iglesia no busca imponer su concepto de hombre. Lo que pretende es colaborar a que esa noción cultural sobre el ser humano ayude realmente a las personas, y ayudar a que, en ningún caso, ese concepto lleve a atropellar los derechos de cada persona.
Por eso, el anterior Romano Pontífice pedía los miembros de la Unesco: «Construyan la paz empezando por su fundamento: el respeto de todos los derechos del hombre, los que están ligados a su dimensión material y económica, y los que están ligados a la dimensión espiritual e interior de su existencia en este mundo» (ibid., n. 22).
Recientemente, Benedicto XVI ha insistido en la misma idea: el hombre y su derechos deben ser el centro de la cultura. Y ha expresado que una tarea fundamental para respetar la dignidad del hombre es respetar el derecho a la vida:
«La Iglesia quiere dar su contribución al servicio de la comunidad humana, iluminando siempre profundamente la relación que une a cada hombre con el Creador de toda vida y que funda la dignidad inalienable de todo ser humano, desde su concepción hasta su muerte natural» (Mensaje a un Congreso de la Unesco, 24.V.2005).
La Iglesia busca dialogar con la cultura de nuestra época. No busca imponer un modo de pensar o de vivir. Su objetivo es defender la dignidad de cada persona, de modo que la cultura dominante no atropelle los derechos fundamentales de cada ser humano. Y lo que pide a la cultura es que respete al ser humano por sí mismo, empezando por su vida.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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La relación entre la Iglesia y la sociedad no es fácil. Hoy día nuestra sociedad es pluralista, y nos puede resultar difícil pensar que una institución, que se presenta a sí misma como poseedora de la verdad, esté dispuesta a dialogar con quienes no comparten esa visión.
Es frecuente encontrar personas bien preparadas y de muy buena voluntad, que ven con cierta desconfianza, que la Iglesia aborde un tema muy especial: la cultura. En ocasiones, algunos pueden pensar que si la Iglesia habla de la cultura, será para imponer un modo de vida y para condenar a los que no lo sigan.
Pero, en realidad ¿qué dice la Iglesia sobre su participación en la cultura? ¿Por qué tiene interés en colaborar con el mundo cultural de nuestra época? En el fondo, ¿qué tipo de intereses hay detrás de esto?
Hoy día, la Iglesia se ha dado a la tarea de defender la dignidad del hombre. Hemos sido testigos de la defensa de los trabajadores, de los pobres y marginados, de los que padecen hambre, de los migrantes, de los que viven bajo la guerra, por parte de Juan Pablo II. Este gran Papa nos enseñó que defender la dignidad del ser humano, implica luchar por hacer valer sus derechos humanos. Para cumplir este cometido, la Iglesia busca entablar un diálogo con el mundo cultural.
Lejos de buscar someter a la cultura al servicio de una ideología religiosa, la Iglesia pretende poner al ser humano como fin primordial de la cultura. Cuando una cultura no valora al hombre por sí mismo, invariablemente termina utilizando a las personas como objetos, como productos.
El motivo de este diálogo, por parte de la Iglesia, es recordarle a cada cultura que el hombre tiene el lugar primordial, por encima de cualquier interés material, político o económico. Juan Pablo II declaró, hace veinticinco años, en la sede de la Unesco que, "en el campo de la cultura, el hombre es siempre el hecho primero: el hombre es el hecho primordial y fundamental de la cultura" (Discurso, 15.VI.1980, n. 8).
Cada cultura y cada fenómeno cultural siempre tiene, al menos de modo implícito, un concepto sobre el hombre. La Iglesia no busca imponer su concepto de hombre. Lo que pretende es colaborar a que esa noción cultural sobre el ser humano ayude realmente a las personas, y ayudar a que, en ningún caso, ese concepto lleve a atropellar los derechos de cada persona.
Por eso, el anterior Romano Pontífice pedía los miembros de la Unesco: «Construyan la paz empezando por su fundamento: el respeto de todos los derechos del hombre, los que están ligados a su dimensión material y económica, y los que están ligados a la dimensión espiritual e interior de su existencia en este mundo» (ibid., n. 22).
Recientemente, Benedicto XVI ha insistido en la misma idea: el hombre y su derechos deben ser el centro de la cultura. Y ha expresado que una tarea fundamental para respetar la dignidad del hombre es respetar el derecho a la vida:
«La Iglesia quiere dar su contribución al servicio de la comunidad humana, iluminando siempre profundamente la relación que une a cada hombre con el Creador de toda vida y que funda la dignidad inalienable de todo ser humano, desde su concepción hasta su muerte natural» (Mensaje a un Congreso de la Unesco, 24.V.2005).
La Iglesia busca dialogar con la cultura de nuestra época. No busca imponer un modo de pensar o de vivir. Su objetivo es defender la dignidad de cada persona, de modo que la cultura dominante no atropelle los derechos fundamentales de cada ser humano. Y lo que pide a la cultura es que respete al ser humano por sí mismo, empezando por su vida.
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domingo, 26 de junio de 2005
Terrorismo y perdón
Pbro. Dr. Luis-Fernando Valdés
Hace tres días, mientras aún comentábamos la designación de Londres como sede olímpica, las imágenes de violencia y muerte en la Capital del Reino Unido nos dejaron conmocionados. Nuestra reacción se unió a la del resto del mundo: nos sentimos solidarios con las víctimas y con toda Inglaterra.
Ya estarán en curso las acciones de la justicia internacional y de las fuerzas antiterroristas. Ésa es la respuesta civil y militar. Pero ante el terrorismo hace falta también una respuesta de carácter religioso. ¿Qué palabras tiene la fe católica en esta situación, para un mundo con miedo y sin esperanza?
El mensaje nos lo da Juan Pablo II, en su Encíclica Dives in misericordia (sobre Dios Padre, «Rico en misericordia»). Se trata de un documento profético, que describe la situación actual, a pesar de haber sido publicado hace casi 25 años, el 30 de noviembre de 1980.
El anterior Papa plantea que una aportación específica de la Iglesia al hombre de hoy es «dar testimonio de la misericordia de Dios revelada en Cristo», porque a pesar del progreso científico, técnico y social alcanzado, la sociedad de nuestros días está sometida a múltiples «amenazas»: la guerra, el atropello a los individuos y la privación de la libertad (cfr. nn. 10-11).
Juan Pablo II explica que en la sociedad de nuestros días «aumenta el temor existencial» por la amenaza de los conflictos armados. Este temor «exige resoluciones definitivas» (cfr. n. 11). Pero, ¿esa solución consiste en sola justicia? ¿Basta únicamente la justicia para solucionar la amenaza del terrorismo?
Explica el fallecido Pontífice que la Iglesia comparte con los hombres de nuestro tiempo un ardiente y profundo deseo de justicia. No obstante, la sola justicia no basta, porque «la experiencia demuestra que el rencor, el odio e incluso la crueldad han tomado la delantera a la justicia» (n. 12). Y en esos casos, «el ansia de aniquilar al enemigo, de limitar su libertad, se convierte en el motivo fundamental de la acción» (ibid.). La justicia por sí misma no lleva a la reconciliación y a la fraternidad. Por eso, la justicia a secas no es la solución.
La propuesta del Papa anterior consiste en una llamada a ejercitar el «amor misericordioso», que no tiene nada que ver con la lástima ni con una indulgencia tonta que soslaye la justicia. Se trata de un amor es capaz de asumir la justicia y llegar hasta el perdón, que es el único factor que hace posible la fraternidad.
De ahí que «un mundo, del que se eliminase el perdón, sería solamente un mundo de justicia fría e irrespetuosa, en nombre de la cual cada uno reivindicaría sus propios derechos a los demás». Y en consecuencia, el egoísmo podría «transformar la vida y la convivencia humana en un sistema de opresión de los más débiles por parte de los más fuertes» (cfr. n. 14).
En cambio, con el amor misericordioso se puede construir lo que Pablo VI llamó la «civilización del amor» (Discurso, 25.XII.1975), porque sólo este amor hace compatibles la justicia y el perdón. La exigencia de perdonar «no anula las objetivas exigencias de la justicia», y la justicia rectamente entendida «constituye la finalidad del perdón». Además, la reparación del mal es «condición del perdón» (cfr. Dives in misericordia, n. 14).
Ésta es la respuesta religiosa: cada hombre y cada nación debe amar con un amor más fuerte que la ofensa, con un amor que lleve al cumplimiento de la justicia sin destruir al próximo, con un amor que lleva a considerar al otro como un hermano. Sólo así se puede amar como Dios nos ha amado (cfr. Juan 13, 24).
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Hace tres días, mientras aún comentábamos la designación de Londres como sede olímpica, las imágenes de violencia y muerte en la Capital del Reino Unido nos dejaron conmocionados. Nuestra reacción se unió a la del resto del mundo: nos sentimos solidarios con las víctimas y con toda Inglaterra.
Ya estarán en curso las acciones de la justicia internacional y de las fuerzas antiterroristas. Ésa es la respuesta civil y militar. Pero ante el terrorismo hace falta también una respuesta de carácter religioso. ¿Qué palabras tiene la fe católica en esta situación, para un mundo con miedo y sin esperanza?
El mensaje nos lo da Juan Pablo II, en su Encíclica Dives in misericordia (sobre Dios Padre, «Rico en misericordia»). Se trata de un documento profético, que describe la situación actual, a pesar de haber sido publicado hace casi 25 años, el 30 de noviembre de 1980.
El anterior Papa plantea que una aportación específica de la Iglesia al hombre de hoy es «dar testimonio de la misericordia de Dios revelada en Cristo», porque a pesar del progreso científico, técnico y social alcanzado, la sociedad de nuestros días está sometida a múltiples «amenazas»: la guerra, el atropello a los individuos y la privación de la libertad (cfr. nn. 10-11).
Juan Pablo II explica que en la sociedad de nuestros días «aumenta el temor existencial» por la amenaza de los conflictos armados. Este temor «exige resoluciones definitivas» (cfr. n. 11). Pero, ¿esa solución consiste en sola justicia? ¿Basta únicamente la justicia para solucionar la amenaza del terrorismo?
Explica el fallecido Pontífice que la Iglesia comparte con los hombres de nuestro tiempo un ardiente y profundo deseo de justicia. No obstante, la sola justicia no basta, porque «la experiencia demuestra que el rencor, el odio e incluso la crueldad han tomado la delantera a la justicia» (n. 12). Y en esos casos, «el ansia de aniquilar al enemigo, de limitar su libertad, se convierte en el motivo fundamental de la acción» (ibid.). La justicia por sí misma no lleva a la reconciliación y a la fraternidad. Por eso, la justicia a secas no es la solución.
La propuesta del Papa anterior consiste en una llamada a ejercitar el «amor misericordioso», que no tiene nada que ver con la lástima ni con una indulgencia tonta que soslaye la justicia. Se trata de un amor es capaz de asumir la justicia y llegar hasta el perdón, que es el único factor que hace posible la fraternidad.
De ahí que «un mundo, del que se eliminase el perdón, sería solamente un mundo de justicia fría e irrespetuosa, en nombre de la cual cada uno reivindicaría sus propios derechos a los demás». Y en consecuencia, el egoísmo podría «transformar la vida y la convivencia humana en un sistema de opresión de los más débiles por parte de los más fuertes» (cfr. n. 14).
En cambio, con el amor misericordioso se puede construir lo que Pablo VI llamó la «civilización del amor» (Discurso, 25.XII.1975), porque sólo este amor hace compatibles la justicia y el perdón. La exigencia de perdonar «no anula las objetivas exigencias de la justicia», y la justicia rectamente entendida «constituye la finalidad del perdón». Además, la reparación del mal es «condición del perdón» (cfr. Dives in misericordia, n. 14).
Ésta es la respuesta religiosa: cada hombre y cada nación debe amar con un amor más fuerte que la ofensa, con un amor que lleve al cumplimiento de la justicia sin destruir al próximo, con un amor que lleva a considerar al otro como un hermano. Sólo así se puede amar como Dios nos ha amado (cfr. Juan 13, 24).
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domingo, 19 de junio de 2005
Iglesia y laicidad
Luis-Fernando Valdés
Juan Pablo II fue elegido en una época difícil de las relaciones de la Iglesia con algunas naciones. En 1978, la Iglesia no tenía relaciones diplomáticas con los países comunistas, ni con otros de tradición laica, como el nuestro. El Papa polaco tuvo que abrir camino, y su carisma personal fue un medio muy importante para conseguir la apertura de esas relaciones.
Además del carisma personal del añorado Pontífice, ¿en qué se sustentan las sanas relaciones de la Iglesia con los Estados, de modo que hoy día sigan funcionando? Hablar de relaciones diplomáticas con la Iglesia ¿no es un poco poner en peligro la laicidad del Estado mexicano? ¿Cuál es la verdad sobre este tema?
En primer lugar, es necesario enfocar correctamente en qué consisten esas relaciones diplomáticas. La verdad consiste que la relación entre el Estado y la Iglesia debe ser de respeto mutuo y cooperación, porque tanto el Estado como la Iglesia tienen un ámbito propio e independiente.
Estas relaciones se entienden mal cuando se considera que el Estado y la Iglesia tienen un mismo ámbito de jurisdicción. El error consiste en pensar que la pertenencia a la Iglesia católica —o a cualquier religión— es como pertenecer a otro Estado. Así, erróneamente se pensaría que un católico es simultáneamente ciudadano mexicano y ciudadano del Estado vaticano.
Si así fuera, ambos Estados —el mexicano y el vaticano— entrarían en conflicto pues se estarían disputando el poder sobre los mismo ciudadanos. Y con este enfoque, cada negociación del Estado con la Iglesia equivaldría a perder su poder y soberanía sobre esos ciudadanos.
Las relaciones entre la Iglesia y el Estado están basadas en el principio enunciado por el Concilio Vaticano II, según el cual «la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre» (Gaudium et spes, 76).
Esta sana y necesaria independencia del Estado es lo que llama «laicidad». Un verdadero Estado laico no es ni «clerical» (favorecer a la Iglesia en detrimento de las otras religiones o del propio Estado) ni «laicista» (perseguir o discriminar a la Iglesia o a sus fieles, como si tuvieran menos derechos que el resto de los ciudadanos).
Juan Pablo II siguió este principio de independencia y autonomía para afianzar las relaciones de la Iglesia con los diversos Estados. Su carisma personal siempre estuvo al servicio de estas bases doctrinales. En este tema, la herencia de este gran Papa no es su carisma, sino sus fundamentos teóricos y prácticos.
El nuevo Papa ha dado continuidad a esos principios —con independencia de su carisma—, y recientemente ha afirmado que «es legítima una sana laicidad del Estado en virtud de la cual las realidades temporales se rigen según sus propias normas» (Discurso, 24.VI.05).
La Iglesia no pretende gobernar los Estados, ni darles indicaciones políticas. No obstante, Benedicto XVI recuerda que la laicidad del Estado no excluye determinadas referencias éticas. Y explica que esas exigencias éticas encuentran su último fundamento en la religión. Por eso, «la autonomía de la esfera temporal no excluye una íntima armonía con las exigencias superiores y complejas que se derivan de una visión integral del hombre y de su eterno destino» (ibid). En este ámbito ético, la Iglesia y el Estado pueden sostener una gran colaboración, sin detrimento de la autonomía.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Juan Pablo II fue elegido en una época difícil de las relaciones de la Iglesia con algunas naciones. En 1978, la Iglesia no tenía relaciones diplomáticas con los países comunistas, ni con otros de tradición laica, como el nuestro. El Papa polaco tuvo que abrir camino, y su carisma personal fue un medio muy importante para conseguir la apertura de esas relaciones.
Además del carisma personal del añorado Pontífice, ¿en qué se sustentan las sanas relaciones de la Iglesia con los Estados, de modo que hoy día sigan funcionando? Hablar de relaciones diplomáticas con la Iglesia ¿no es un poco poner en peligro la laicidad del Estado mexicano? ¿Cuál es la verdad sobre este tema?
En primer lugar, es necesario enfocar correctamente en qué consisten esas relaciones diplomáticas. La verdad consiste que la relación entre el Estado y la Iglesia debe ser de respeto mutuo y cooperación, porque tanto el Estado como la Iglesia tienen un ámbito propio e independiente.
Estas relaciones se entienden mal cuando se considera que el Estado y la Iglesia tienen un mismo ámbito de jurisdicción. El error consiste en pensar que la pertenencia a la Iglesia católica —o a cualquier religión— es como pertenecer a otro Estado. Así, erróneamente se pensaría que un católico es simultáneamente ciudadano mexicano y ciudadano del Estado vaticano.
Si así fuera, ambos Estados —el mexicano y el vaticano— entrarían en conflicto pues se estarían disputando el poder sobre los mismo ciudadanos. Y con este enfoque, cada negociación del Estado con la Iglesia equivaldría a perder su poder y soberanía sobre esos ciudadanos.
Las relaciones entre la Iglesia y el Estado están basadas en el principio enunciado por el Concilio Vaticano II, según el cual «la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre» (Gaudium et spes, 76).
Esta sana y necesaria independencia del Estado es lo que llama «laicidad». Un verdadero Estado laico no es ni «clerical» (favorecer a la Iglesia en detrimento de las otras religiones o del propio Estado) ni «laicista» (perseguir o discriminar a la Iglesia o a sus fieles, como si tuvieran menos derechos que el resto de los ciudadanos).
Juan Pablo II siguió este principio de independencia y autonomía para afianzar las relaciones de la Iglesia con los diversos Estados. Su carisma personal siempre estuvo al servicio de estas bases doctrinales. En este tema, la herencia de este gran Papa no es su carisma, sino sus fundamentos teóricos y prácticos.
El nuevo Papa ha dado continuidad a esos principios —con independencia de su carisma—, y recientemente ha afirmado que «es legítima una sana laicidad del Estado en virtud de la cual las realidades temporales se rigen según sus propias normas» (Discurso, 24.VI.05).
La Iglesia no pretende gobernar los Estados, ni darles indicaciones políticas. No obstante, Benedicto XVI recuerda que la laicidad del Estado no excluye determinadas referencias éticas. Y explica que esas exigencias éticas encuentran su último fundamento en la religión. Por eso, «la autonomía de la esfera temporal no excluye una íntima armonía con las exigencias superiores y complejas que se derivan de una visión integral del hombre y de su eterno destino» (ibid). En este ámbito ético, la Iglesia y el Estado pueden sostener una gran colaboración, sin detrimento de la autonomía.
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domingo, 12 de junio de 2005
El Papa y el Opus Dei
Luis-Fernando Valdés
Se cumplen hoy treinta años de la marcha al Cielo del Fundador del Opus Dei. Su nombre aparece con frecuencia en los medios de comunicación. Canonizado por Juan Pablo II el 6 de octubre de 2002, es considerado un hombre de Dios por millones de personas que siguen sus enseñanzas y acuden a su intercesión. Por otra parte, algunos otros, no tan numerosos, se refieren a él como el creador de un grupo de poder dentro de la Iglesia. ¿Santo o radical de derechas? ¿Cuál es la verdad sobre San Josemaría Escrivá de Balaguer?
Para resolver estas preguntas, primero recordemos que un principio básico de honestidad intelectual consiste en no observar la realidad con los lentes equivocados. Por ejemplo, analizar una película de ciencia ficción, como Star Wars, desde la teología llevaría a ver herejías y blasfemias por doquier. Lo correcto, en cambio, sería analizarla con los lentes adecuados de la literatura de ficción y de la cinematografía. De igual modo, las realidades religiosas no se deben estudiar con ojos de política, o de sociología, sino con las categorías propias de la fe. Lo contrario sería forzar los temas espirituales a entrar en moldes de «izquierdas-derechas», «progresistas-conservadores».
Por esta razón, la figura de este santo se debe apreciar desde la fe. La importancia de este personaje es de tipo religioso y no de carácter político. Comprender a San Josemaría como un Apóstol de la llamada universal a la santidad es el enfoque adecuado para conocerlo y para juzgarlo. Así es como Benedicto XVI valora el papel que el Fundador del Opus Dei desempeña en la Iglesia.
El entonces Card. Ratzinger escribió que muchos piensan que la santidad no es para ellos, pues sería un ideal demasiado grande, reservado para unos cuantos «gimnastas» de la santidad, que realizan unos ejercicios inasequibles para las personas normales. Y continuaba: «esa sería una idea totalmente equivocada de la santidad, una concepción errónea que sido corregida (...) precisamente por Josemaría Escrivá» (L’Osservatore Romano, 6.X.2002).
En efecto, con su ejemplo y su predicación, San Josemaría enseñó un camino fácil y eficaz de vivir a fondo el Evangelio, en medio del mundo, en la vida ordinaria. Y explicó que todos los fieles de la Iglesia —y no sólo unos cuantos— están llamados a ser santos, es decir, a vivir muy cerca de Dios, a pesar de sus defectos y limitaciones.
El entonces Cardenal explicaba que el Fundador del Opus Dei consiguió ser santo no por realizar acciones extraordinarias, sino porque hablaba con Dios, porque era amigo de Dios. «Ser santo no comporta ser superior a los demás; por el contrario, el santo puede ser muy débil, y contar con numerosos errores en su vida. La santidad es el contacto profundo con Dios: es hacerse amigo de Dios, dejar obrar al Otro, el Único que puede hacer realmente que este mundo sea bueno y feliz. Cuando Josemaría Escrivá habla de que todos los hombres estamos llamados a ser santos, me parece que en el fondo está refiriéndose a su personal experiencia, porque nunca hizo por sí mismo cosas increíbles, sino que se limitó a dejar obrar a Dios. Y por eso ha nacido una gran renovación, una fuerza de bien en el mundo, aunque permanezcan presentes todas las debilidades humanas» (L’Osservatore Romano, 6.X.2002).
Este mensaje de santidad en medio del mundo es el atractivo del Fundador del Opus Dei, que con su ejemplo y su mensaje nos llena de esperanza, porque nos recuerda que es fácil buscar a Dios, en medio del mundo, sin desalentarnos por nuestras limitaciones.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Se cumplen hoy treinta años de la marcha al Cielo del Fundador del Opus Dei. Su nombre aparece con frecuencia en los medios de comunicación. Canonizado por Juan Pablo II el 6 de octubre de 2002, es considerado un hombre de Dios por millones de personas que siguen sus enseñanzas y acuden a su intercesión. Por otra parte, algunos otros, no tan numerosos, se refieren a él como el creador de un grupo de poder dentro de la Iglesia. ¿Santo o radical de derechas? ¿Cuál es la verdad sobre San Josemaría Escrivá de Balaguer?
Para resolver estas preguntas, primero recordemos que un principio básico de honestidad intelectual consiste en no observar la realidad con los lentes equivocados. Por ejemplo, analizar una película de ciencia ficción, como Star Wars, desde la teología llevaría a ver herejías y blasfemias por doquier. Lo correcto, en cambio, sería analizarla con los lentes adecuados de la literatura de ficción y de la cinematografía. De igual modo, las realidades religiosas no se deben estudiar con ojos de política, o de sociología, sino con las categorías propias de la fe. Lo contrario sería forzar los temas espirituales a entrar en moldes de «izquierdas-derechas», «progresistas-conservadores».
Por esta razón, la figura de este santo se debe apreciar desde la fe. La importancia de este personaje es de tipo religioso y no de carácter político. Comprender a San Josemaría como un Apóstol de la llamada universal a la santidad es el enfoque adecuado para conocerlo y para juzgarlo. Así es como Benedicto XVI valora el papel que el Fundador del Opus Dei desempeña en la Iglesia.
El entonces Card. Ratzinger escribió que muchos piensan que la santidad no es para ellos, pues sería un ideal demasiado grande, reservado para unos cuantos «gimnastas» de la santidad, que realizan unos ejercicios inasequibles para las personas normales. Y continuaba: «esa sería una idea totalmente equivocada de la santidad, una concepción errónea que sido corregida (...) precisamente por Josemaría Escrivá» (L’Osservatore Romano, 6.X.2002).
En efecto, con su ejemplo y su predicación, San Josemaría enseñó un camino fácil y eficaz de vivir a fondo el Evangelio, en medio del mundo, en la vida ordinaria. Y explicó que todos los fieles de la Iglesia —y no sólo unos cuantos— están llamados a ser santos, es decir, a vivir muy cerca de Dios, a pesar de sus defectos y limitaciones.
El entonces Cardenal explicaba que el Fundador del Opus Dei consiguió ser santo no por realizar acciones extraordinarias, sino porque hablaba con Dios, porque era amigo de Dios. «Ser santo no comporta ser superior a los demás; por el contrario, el santo puede ser muy débil, y contar con numerosos errores en su vida. La santidad es el contacto profundo con Dios: es hacerse amigo de Dios, dejar obrar al Otro, el Único que puede hacer realmente que este mundo sea bueno y feliz. Cuando Josemaría Escrivá habla de que todos los hombres estamos llamados a ser santos, me parece que en el fondo está refiriéndose a su personal experiencia, porque nunca hizo por sí mismo cosas increíbles, sino que se limitó a dejar obrar a Dios. Y por eso ha nacido una gran renovación, una fuerza de bien en el mundo, aunque permanezcan presentes todas las debilidades humanas» (L’Osservatore Romano, 6.X.2002).
Este mensaje de santidad en medio del mundo es el atractivo del Fundador del Opus Dei, que con su ejemplo y su mensaje nos llena de esperanza, porque nos recuerda que es fácil buscar a Dios, en medio del mundo, sin desalentarnos por nuestras limitaciones.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Benedicto XVI, la Iglesia y los Medios de Comunicación
Luis-Fernando Valdés
Juan Pablo II consolidó el ingreso del Papado en la época de las comunicaciones, porque poseía una carismática presencia ante los medios de comunicación. Al llegar Benedicto XVI, más reservado de temperamento, ¿finalizará esta buena relación de la Iglesia con los medios?
Para contestar a esta pregunta, demos una mirada a la historia reciente del Papado. Pío XII (1939-1958) fue famoso por sus mensajes por radio, dirigidos a una sociedad conmocionada por la Segunda Guerra Mundial.
Después, partir del Concilio Vaticano II, la Iglesia ha promovido especialmente la colaboración con el mundo de la comunicación social. Este Concilio habló ampliamente de las grandes potencialidades de los medios de comunicación en el documento Inter mirifica (4-XII-1963), donde ve con agrado que estos medios «por su naturaleza, pueden llegar no sólo a los individuos, sino también a las multitudes y a toda la sociedad humana» (n, 1).
Juan XXIII y Juan Pablo I abrieron nuevos caminos en la relación de la Iglesia con los medios comunicación. Sus audiencias publicas fueron transmitidas no sólo por radio, sino además por la televisión.
Sin duda, Juan Pablo II ha sido un gran artífice de este diálogo abierto y sincero entre la Iglesia y los medios de comunicación. Durante más de 26 años de pontificado sostuvo relaciones constantes y fecundas con los periodistas. Es muy significativo que uno de sus últimos documentos está dirigido a los responsables de las comunicaciones sociales. En ese escrito, el añorado Papa recuerda que vivimos en la «época de comunicación global, en la que muchos momentos de la existencia humana se articulan a través de procesos mediáticos, o por lo menos, con ellos se deben confrontar» (Carta Apostólica, 24-I-2005, n. 3).
Y ahora, desde su elección como Romano Pontífice, Benedicto XVI se ha situado en la misma línea de sus antecesores. El nuevo Papa ha mostrado una actitud positiva ya desde su primer discurso a los periodistas. Refiriéndose a la cobertura del Funeral de Juan Pablo II y del Cónclave, el Santo Padre les manifestaba que «gracias a todos vosotros, estos acontecimientos eclesiales de importancia histórica han tenido también una cobertura mundial. Sé muy bien cuánto esfuerzo ha supuesto para vosotros, obligados a estar lejos de vuestra familia y de vuestros hogares, trabajando con horarios prolongados y en condiciones a veces difíciles. Soy consciente de la competencia y la dedicación con que habéis llevado a cabo esta exigente tarea» (Discurso, 23-IV-2005, n. 2).
¿Cuál es el rasgo que marcará la pauta de la relación del Papa Benedicto con los medios? En continuidad con uno de los ejes conductores de su pontificado, el Santo Padre les recuerda el compromiso con la verdad. De ahí que el compromiso ético de los medios será uno de los principales temas de este diálogo.
«Para que los medios de comunicación social puedan ofrecer un servicio positivo al bien común, (...) no se puede dejar de resaltar la necesidad de referirse claramente a la responsabilidad ética de los que trabajan en ese sector, especialmente en lo que respecta a la búsqueda sincera de la verdad y la salvaguardia de la centralidad y de la dignidad de la persona» (ibid, n. 4).
Benedicto XVI ya mostró cuál será su actitud ante las comunicaciones sociales. En continuidad con los Papas anteriores, buscará una franca apertura y será pregonero del compromiso ético de los medios.
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Juan Pablo II consolidó el ingreso del Papado en la época de las comunicaciones, porque poseía una carismática presencia ante los medios de comunicación. Al llegar Benedicto XVI, más reservado de temperamento, ¿finalizará esta buena relación de la Iglesia con los medios?
Para contestar a esta pregunta, demos una mirada a la historia reciente del Papado. Pío XII (1939-1958) fue famoso por sus mensajes por radio, dirigidos a una sociedad conmocionada por la Segunda Guerra Mundial.
Después, partir del Concilio Vaticano II, la Iglesia ha promovido especialmente la colaboración con el mundo de la comunicación social. Este Concilio habló ampliamente de las grandes potencialidades de los medios de comunicación en el documento Inter mirifica (4-XII-1963), donde ve con agrado que estos medios «por su naturaleza, pueden llegar no sólo a los individuos, sino también a las multitudes y a toda la sociedad humana» (n, 1).
Juan XXIII y Juan Pablo I abrieron nuevos caminos en la relación de la Iglesia con los medios comunicación. Sus audiencias publicas fueron transmitidas no sólo por radio, sino además por la televisión.
Sin duda, Juan Pablo II ha sido un gran artífice de este diálogo abierto y sincero entre la Iglesia y los medios de comunicación. Durante más de 26 años de pontificado sostuvo relaciones constantes y fecundas con los periodistas. Es muy significativo que uno de sus últimos documentos está dirigido a los responsables de las comunicaciones sociales. En ese escrito, el añorado Papa recuerda que vivimos en la «época de comunicación global, en la que muchos momentos de la existencia humana se articulan a través de procesos mediáticos, o por lo menos, con ellos se deben confrontar» (Carta Apostólica, 24-I-2005, n. 3).
Y ahora, desde su elección como Romano Pontífice, Benedicto XVI se ha situado en la misma línea de sus antecesores. El nuevo Papa ha mostrado una actitud positiva ya desde su primer discurso a los periodistas. Refiriéndose a la cobertura del Funeral de Juan Pablo II y del Cónclave, el Santo Padre les manifestaba que «gracias a todos vosotros, estos acontecimientos eclesiales de importancia histórica han tenido también una cobertura mundial. Sé muy bien cuánto esfuerzo ha supuesto para vosotros, obligados a estar lejos de vuestra familia y de vuestros hogares, trabajando con horarios prolongados y en condiciones a veces difíciles. Soy consciente de la competencia y la dedicación con que habéis llevado a cabo esta exigente tarea» (Discurso, 23-IV-2005, n. 2).
¿Cuál es el rasgo que marcará la pauta de la relación del Papa Benedicto con los medios? En continuidad con uno de los ejes conductores de su pontificado, el Santo Padre les recuerda el compromiso con la verdad. De ahí que el compromiso ético de los medios será uno de los principales temas de este diálogo.
«Para que los medios de comunicación social puedan ofrecer un servicio positivo al bien común, (...) no se puede dejar de resaltar la necesidad de referirse claramente a la responsabilidad ética de los que trabajan en ese sector, especialmente en lo que respecta a la búsqueda sincera de la verdad y la salvaguardia de la centralidad y de la dignidad de la persona» (ibid, n. 4).
Benedicto XVI ya mostró cuál será su actitud ante las comunicaciones sociales. En continuidad con los Papas anteriores, buscará una franca apertura y será pregonero del compromiso ético de los medios.
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lunes, 6 de junio de 2005
Benedicto XVI Matrimonio y relativismo
Luis-Fernando Valdés
Actualmente es difícil encontrar un consenso social sobre qué es el matrimonio. Más que un concepto de matrimonio, lo que hallamos es una exposición de los diversos modelos que hoy día se dan de hecho: se le llama matrimonio a cualquier tipo de convivencia estable por cierto tiempo. No importa si los cónyuges planean vivir juntos hasta que la muerte los separe.
Esta situación parece políticamente correcta, pues hoy es común afirmar que todos tienen derecho a rehacer sus vidas. Pero en el fondo, se trata de una faceta más del relativismo. Si todos los modelos de matrimonio son válidos, en realidad, ninguno es verdadero.
Hace apenas unos días, Benedicto XVI pronunció un discurso sobre la naturaleza del matrimonio, partiendo de las enseñanzas de Juan Pablo II, para proteger esta institución de las dificultades y amenazas impuestas por el relativismo.
El núcleo de su mensaje consiste en que la indisolubilidad del matrimonio hunde sus raíces en la naturaleza humana. La postura del Papa se opone a la doctrina que afirma que el matrimonio «para siempre» es el resultado de diversas situaciones históricas y económicas.
Según el relativismo, para la sociedad medieval el modelo indisoluble era válido, porque era el arquetipo que la sociedad escogió o impuso. Pero ese paradigma era producto de un acuerdo de la mayoría, no fruto de un requerimiento interior del hombre.
El Papa Benedicto sostiene que el matrimonio indisoluble no es una imposición de la Iglesia, sino una exigencia de la condición humana. El hombre es un ser capaz de relacionarse con los demás, no sólo por motivos prácticos, sino también por amor. «La vocación al amor es lo que hace del hombre auténtica imagen de Dios: se hace semejante a Dios en la medida en que se convierte en alguien que ama» (Discurso, 6-VI-2005).
Varón y mujer pueden establecer una relación de amor, y de ese vínculo surge un nuevo «lazo»: el que se da entre la persona y el vínculo matrimonial que ella ha originado. Esta afirmación del Santo Padre es un desafío a lo que, con frecuencia, dicen que creen en el amor, pero no creen en el matrimonio. Afirman que no necesitan de un formalismo social para amarse o para continuar juntos.
Sin embargo, la persona sí puede formar un matrimonio, porque el hombre es capaz de abarcar la totalidad del tiempo de su vida, mediante su libertad. Cuando el hombre y la mujer se dicen «sí», establecen un pacto duradero. El «sí» del ser humano va más allá del momento presente: el «sí» significa «siempre». El «sí» constituye el espacio de la fidelidad, y también el espacio para el futuro, en el que puede tener lugar una nueva vida (cfr. ibidem).
Así surge el matrimonio como institución, porque este «sí» personal tiene que ser necesariamente un «sí» que es públicamente responsable, con el que los cónyuges asumen la responsabilidad pública de la fidelidad, que garantiza también el futuro para la sociedad.
Por eso, el matrimonio, como institución indisoluble, no es un producto inventado por la sociedad. Por el contrario, concluye el Papa, «es una exigencia intrínseca del pacto de amor conyugal y de la profundidad de la persona humana» (ibidem).
Nuevamente, Benedicto XVI da la batalla contra el relativismo, que amenaza a la institución fundamental de la sociedad. Al afirmar que el matrimonio es para siempre, el nuevo Papa se convierte, como Juan Pablo II, en un auténtico defensor de la persona y del verdadero amor humano.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Actualmente es difícil encontrar un consenso social sobre qué es el matrimonio. Más que un concepto de matrimonio, lo que hallamos es una exposición de los diversos modelos que hoy día se dan de hecho: se le llama matrimonio a cualquier tipo de convivencia estable por cierto tiempo. No importa si los cónyuges planean vivir juntos hasta que la muerte los separe.
Esta situación parece políticamente correcta, pues hoy es común afirmar que todos tienen derecho a rehacer sus vidas. Pero en el fondo, se trata de una faceta más del relativismo. Si todos los modelos de matrimonio son válidos, en realidad, ninguno es verdadero.
Hace apenas unos días, Benedicto XVI pronunció un discurso sobre la naturaleza del matrimonio, partiendo de las enseñanzas de Juan Pablo II, para proteger esta institución de las dificultades y amenazas impuestas por el relativismo.
El núcleo de su mensaje consiste en que la indisolubilidad del matrimonio hunde sus raíces en la naturaleza humana. La postura del Papa se opone a la doctrina que afirma que el matrimonio «para siempre» es el resultado de diversas situaciones históricas y económicas.
Según el relativismo, para la sociedad medieval el modelo indisoluble era válido, porque era el arquetipo que la sociedad escogió o impuso. Pero ese paradigma era producto de un acuerdo de la mayoría, no fruto de un requerimiento interior del hombre.
El Papa Benedicto sostiene que el matrimonio indisoluble no es una imposición de la Iglesia, sino una exigencia de la condición humana. El hombre es un ser capaz de relacionarse con los demás, no sólo por motivos prácticos, sino también por amor. «La vocación al amor es lo que hace del hombre auténtica imagen de Dios: se hace semejante a Dios en la medida en que se convierte en alguien que ama» (Discurso, 6-VI-2005).
Varón y mujer pueden establecer una relación de amor, y de ese vínculo surge un nuevo «lazo»: el que se da entre la persona y el vínculo matrimonial que ella ha originado. Esta afirmación del Santo Padre es un desafío a lo que, con frecuencia, dicen que creen en el amor, pero no creen en el matrimonio. Afirman que no necesitan de un formalismo social para amarse o para continuar juntos.
Sin embargo, la persona sí puede formar un matrimonio, porque el hombre es capaz de abarcar la totalidad del tiempo de su vida, mediante su libertad. Cuando el hombre y la mujer se dicen «sí», establecen un pacto duradero. El «sí» del ser humano va más allá del momento presente: el «sí» significa «siempre». El «sí» constituye el espacio de la fidelidad, y también el espacio para el futuro, en el que puede tener lugar una nueva vida (cfr. ibidem).
Así surge el matrimonio como institución, porque este «sí» personal tiene que ser necesariamente un «sí» que es públicamente responsable, con el que los cónyuges asumen la responsabilidad pública de la fidelidad, que garantiza también el futuro para la sociedad.
Por eso, el matrimonio, como institución indisoluble, no es un producto inventado por la sociedad. Por el contrario, concluye el Papa, «es una exigencia intrínseca del pacto de amor conyugal y de la profundidad de la persona humana» (ibidem).
Nuevamente, Benedicto XVI da la batalla contra el relativismo, que amenaza a la institución fundamental de la sociedad. Al afirmar que el matrimonio es para siempre, el nuevo Papa se convierte, como Juan Pablo II, en un auténtico defensor de la persona y del verdadero amor humano.
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domingo, 29 de mayo de 2005
Benedicto XVI en defensa de los minusválidos
Luis-Fernando Valdés López
Benedicto XVI sigue insistiendo en que se puede conocer la verdad, y que el relativismo es el enemigo contemporáneo del hombre. Vayamos al fondo de la cuestión. ¿Se trata de una pretensión meramente académica, despegada de la vida real? ¿Es acaso el último intento de volver al pasado, cuando ingenuamente se creía en la verdad?
La insistencia del Papa sobre la verdad tiene un objetivo que no es meramente intelectual. El Pontífice sostiene que, en la práctica, cuando se niega la verdad sobre el hombre, invariablemente se termina atacando al propio ser humano.
Esta convicción no es producto un especulación hecha en una biblioteca, sino el resultado de una vivencia de su juventud. Narra el entonces Cardenal Ratzinger que, en 1941, el régimen nazi ordenó que un primo suyo con síndrome Down fuera llevado a un asilo para recibir una mejor asistencia. Y al poco tiempo les llegó la noticia que el niño murió de pulmonía y que fue incinerado. Más tarde, en otro pueblo donde él había vivido en su infancia, una viuda que se había quedado sin sus hijos perdió la razón. También el régimen la envío un asilo, donde al poco tiempo también murió de pulmonía. Y luego ocurrió lo mismo a sus vecinos de la finca de al lado.
Por eso, «ya no cabía tener dudas de cuanto estaba sucediendo: se trataba de una sistemática eliminación de cuantos no eran considerados productivos. El Estado se había arrogado el derecho de decidir quién merecía vivir y quién debía ser privado de la existencia» (Conferencia, 28-XI-1996).
Y luego el entonces Cardenal llega al fondo de la cuestión de estos trágicos episodios. Allí donde la dignidad intocable de cada hombre se deja de respetar, «no sólo se ve amenazado cada individuo, sino que es todo el género humano el que está en peligro» (ibidem).
El hombre es intocable y debe ser respetado por todos porque posee en sí mismo un principio inviolable. Ese principio consiste en que el hombre ha sido creado «a imagen y semejanza de Dios» (Génesis 1, 26). Y el Card. Ratzinger explica que «imagen de Dios es la creatura, precisamente por el hecho de que participa de la inmortalidad de Dios». Pero más aún, el hombre «llega a ser imagen de Dios, en la medida en que entra en comunión con Cristo, en que se conforma con él», porque «Cristo es la idea fundamental del Creador» y Dios crea al hombre a partir de esta idea fundamental (ibidem).
Llegamos al punto central: la imagen de Dios en el hombre, ¿puede ser destruida? ¿existen hombres que no son imagen de Dios? ¿está oscurecida la imagen de Dios en el inocente que sufre, en aquel que la racionalidad no llega a plenitud por una enfermedad cerebral? No. Las personas que sufren una minusvalía, son de un modo particular semejantes a Cristo crucificado y, por eso, «se han acercado en una particular comunidad con el único que es la imagen misma de Dios» (ibidem).
La verdad del hombre es ésta: el ser humano posee una dignidad inalienable, porque fue creado a imagen de Dios. La historia nos enseña que donde se niega esta verdad, el hombre es un objeto, que se puede comerciar o encerrar en cámaras de gas.
Cuando defiende la capacidad humana de conocer la verdad, Benedicto XVI no nos habla de teorías académicas, sino que sale en defensa del hombre más débil. Hoy día el Papa sigue siendo la voz de los desprotegidos, el auténtico defensor del hombre ante los ataques de los ilegítimos intereses políticos o comerciales.
lfvaldes@gmail.com
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Benedicto XVI sigue insistiendo en que se puede conocer la verdad, y que el relativismo es el enemigo contemporáneo del hombre. Vayamos al fondo de la cuestión. ¿Se trata de una pretensión meramente académica, despegada de la vida real? ¿Es acaso el último intento de volver al pasado, cuando ingenuamente se creía en la verdad?
La insistencia del Papa sobre la verdad tiene un objetivo que no es meramente intelectual. El Pontífice sostiene que, en la práctica, cuando se niega la verdad sobre el hombre, invariablemente se termina atacando al propio ser humano.
Esta convicción no es producto un especulación hecha en una biblioteca, sino el resultado de una vivencia de su juventud. Narra el entonces Cardenal Ratzinger que, en 1941, el régimen nazi ordenó que un primo suyo con síndrome Down fuera llevado a un asilo para recibir una mejor asistencia. Y al poco tiempo les llegó la noticia que el niño murió de pulmonía y que fue incinerado. Más tarde, en otro pueblo donde él había vivido en su infancia, una viuda que se había quedado sin sus hijos perdió la razón. También el régimen la envío un asilo, donde al poco tiempo también murió de pulmonía. Y luego ocurrió lo mismo a sus vecinos de la finca de al lado.
Por eso, «ya no cabía tener dudas de cuanto estaba sucediendo: se trataba de una sistemática eliminación de cuantos no eran considerados productivos. El Estado se había arrogado el derecho de decidir quién merecía vivir y quién debía ser privado de la existencia» (Conferencia, 28-XI-1996).
Y luego el entonces Cardenal llega al fondo de la cuestión de estos trágicos episodios. Allí donde la dignidad intocable de cada hombre se deja de respetar, «no sólo se ve amenazado cada individuo, sino que es todo el género humano el que está en peligro» (ibidem).
El hombre es intocable y debe ser respetado por todos porque posee en sí mismo un principio inviolable. Ese principio consiste en que el hombre ha sido creado «a imagen y semejanza de Dios» (Génesis 1, 26). Y el Card. Ratzinger explica que «imagen de Dios es la creatura, precisamente por el hecho de que participa de la inmortalidad de Dios». Pero más aún, el hombre «llega a ser imagen de Dios, en la medida en que entra en comunión con Cristo, en que se conforma con él», porque «Cristo es la idea fundamental del Creador» y Dios crea al hombre a partir de esta idea fundamental (ibidem).
Llegamos al punto central: la imagen de Dios en el hombre, ¿puede ser destruida? ¿existen hombres que no son imagen de Dios? ¿está oscurecida la imagen de Dios en el inocente que sufre, en aquel que la racionalidad no llega a plenitud por una enfermedad cerebral? No. Las personas que sufren una minusvalía, son de un modo particular semejantes a Cristo crucificado y, por eso, «se han acercado en una particular comunidad con el único que es la imagen misma de Dios» (ibidem).
La verdad del hombre es ésta: el ser humano posee una dignidad inalienable, porque fue creado a imagen de Dios. La historia nos enseña que donde se niega esta verdad, el hombre es un objeto, que se puede comerciar o encerrar en cámaras de gas.
Cuando defiende la capacidad humana de conocer la verdad, Benedicto XVI no nos habla de teorías académicas, sino que sale en defensa del hombre más débil. Hoy día el Papa sigue siendo la voz de los desprotegidos, el auténtico defensor del hombre ante los ataques de los ilegítimos intereses políticos o comerciales.
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