Año 10, número 494
Luis-Fernando Valdés
México y el mundo
quedaron consternados por la desaparición forzosa de 43 estudiantes en Iguala.
Con protestas en muchas ciudades, la sociedad pide al gobierno que traiga con
vida a los normalistas, lo cual será casi imposible. ¿Por qué la violencia nos
ha arrastrado tan lejos?
El pasado 26 de
septiembre en Iguala (Guerrero), un grupo de policías municipales atacaron a
estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, periodistas y civiles en
cuatro episodios de violencia. El saldo fue de seis personas fallecidas,
diecisiete heridos y la desaparición forzada de 43 estudiantes normalistas. [CNN,
27 septiembre 2014]
Las reacciones
para condenar estos hechos fueron muy contundentes. Por ejemplo, la Comisión
Nacional de Derechos Humanos afirmó que hubo graves violaciones a los derechos,
y la Organización de Estados Americanos exigió esclarecer estas desapariciones.
[Milenio,
5 octubre 2014 ; UNO
TV, 7 octubre 2014]
Luego de la
intervención del Gobierno federal, las investigaciones llevadas por la Procuraduría
General de la República imputaron el crimen al presidente municipal de Iguala,
a su esposa y al director de Seguridad Pública de ese municipio, quienes
capturaron a los estudiantes y los entregaron al grupo criminal “Guerreros
Unidos”, cuyos líder ordenó asesinarlos. [El
Universal, 22 octubre 2014]
Es indignante que
las autoridades civiles estén en contubernio con las bandas de criminales.
Queda más que patente que una de las causas de este triste caso de la
desaparición de los normalista es la corrupción, la cual es ya un mal
generalizado no sólo en nuestro País, sino en una gran cantidad de naciones del
mundo.
El caso Ayotzinapa
nos hace ver que ya es tiempo de combatir con eficacia la corrupción; sin
embargo, son pocas las voces que abiertamente la han condenado y que han
advertido a los ciudadanos de que la corrupción no puede ser un modo de ganarse
el sustento diario.
Recientemente, el
Papa Francisco ha alzado su voz contra este mal social, en un discurso dirigido
a juristas de varias partes del mundo. Con suma claridad, el Pontífice afirmó
que “la corrupción es un mal más grande que el pecado. Más que perdonado, este
mal debe ser curado”.
El Santo Padre dio
como una radiografía de este mal: “La corrupción se volvió natural, al punto de
llegar a constituir un estado personal y social ligado a la costumbre, una
práctica habitual en las transacciones comerciales y financieras, en las
licitaciones públicas, en toda negociación que involucre agentes del Estado. Es
la victoria de las apariencias sobre la realidad, de la insolencia impúdica
sobre la discreción honorable”.
El Romano
Pontífice trazó un crudo retrato de la persona corrupta: “existen pocas cosas
más difíciles que abrir una brecha en el corazón de un corrupto”, porque un “corrupto
atraviesa la vida por los atajos del oportunismo, con el aire de quien dice:
‘Yo no fui’, llegando a interiorizar su máscara de hombre honesto”. [Vatican
Insider, 24 octubre 2014]
Hacen falta
acciones eficaces contra la corrupción. Como ésta tiene su origen en el
interior de cada persona, nunca serán suficientes sólo medidas extrínsecas
(secretarías, contralorías, inspecciones…). Es necesario cambiar las mentalidad
y el corazón de las personas. Y así entramos en el terreno de la religión.
Es un buen momento para que los ciudadanos
pensemos si fomentar la sincera práctica religiosa puede ser el gran detonador
para iniciar la tan ansiada limpieza moral de la nación. Y también para que
reflexionemos cuánto contribuye el alejamiento de la fe a que una sociedad se
corrompa.