Luis-Fernando Valdés
¿Existen los santos? La cuestión es profunda: si en nuestra época hemos destacado la autonomía del hombre frente a la naturaleza y también respecto a lo divino, entonces, ¿para qué necesitamos a un santo? Los avances científicos, tecnológicos y económicos han favorecido nuestro bienestar, pero tienen como efecto colateral que, con frecuencia, quienes disfrutan de este beneficio no encuentran el porqué y el para qué de su propia existencia. Y es aquí donde encuentran su papel los santos.
Un santo ante todo es un ser humano, un hijo de su tiempo, que tiene como rasgo importante que ha sabido conectar su vida con la de Jesucristo, de modo que su existencia cobra sentido a la luz de la vida y las enseñanzas del Maestro. Un santo es necesario hoy día porque nos da ejemplo de encontrar sentido a la vida.
Esta experiencia no es lejana a nuestro tiempo. Hay santos de hoy. Uno de ellos es San Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei. Este sacerdote falleció el 26 de junio de 1975, y fue canonizado por Juan Pablo II, el 6 de octubre de 2002, en la Plaza de San Pedro.
Se puede decir que es un contemporáneo nuestro, un hombre de nuestra época. Y con su vida nos ha dado ejemplo de que Cristo es actual. Este santo pudo conectar su vida con la de Cristo. Supo no sólo tomar sus enseñanzas, sino entrar en comunión verdadera —auténtica amistad— con Jesucristo. Y esto es lo que necesitamos las personas de hoy para vivir con sentido.
Esta característica central del Fundador del Opus Dei fue resaltada por el entonces Card. Ratzinger, que en 1993 afirmaba que, para Josemaría Escrivá, «la contemplación de la vida terrena de Jesús … conduce a la iluminación, a partir de Dios, de las circunstancias del vivir cotidiano». Es decir, este santo muestra a los hombres y mujeres de hoy un camino eficaz para encontrar a Dios en medio de la vida diaria.
En su famoso libro, «Camino» (n. 584), San Josemaría escribió: «No es Cristo una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia. ¡Vive!». Escrivá estaba convencido de que Cristo es contemporáneo a cada generación humana, y por eso afirmaba que cada cristiano puede —y debe— vivir en trata directo y continuo con Jesucristo.
Hay un episodio de su vida que refleja este afán de acercar a las personas a Cristo vivo. Al inicio de su labor sacerdotal, solía regalar libros de la vida de Cristo a las personas que hablan con él. En 1933, al entregar uno de estos ejemplares a un joven Arquitecto, escribió en la primera página, a modo de dedicatoria: «Que busques a Cristo. Que encuentres a Cristo. Que ames a Cristo». Y este consejo muestra fielmente un rasgo importante de su vida: San Josemaría llevaba las almas a Cristo y Cristo a las almas..
Esta cercanía que el Fundador del Opus Dei tenía con Jesucristo era fruto de buscar la amistad con Cristo, ahí donde Jesús se encuentra: en la Eucaristía y en el Evangelio. Por eso, quienes leen sus libros o ven las tertulias filmadas, se quedan con la impresión de que San Josemaría estuviera platicando la vida de un conocido suyo de toda la vida, en este caso, Jesús de Nazaret.
Josemaría Escrivá supo ser «contemporáneo» de Cristo. Esta actitud de sigue vigente en nuestros días, porque los hombres de hoy necesitamos encontrar el sentido de nuestra vida. Y ésta es la razón de ser de los santos: darnos ejemplo de que sí es posible vivir con Dios, en el mundo actual.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Luis-Fernando Valdés López, sacerdote y teólogo, comenta noticias destacadas de la semana, con un enfoque humanista, desde la razón creyente.
domingo, 25 de junio de 2006
domingo, 18 de junio de 2006
El deber de votar
Año 2, número 58
Luis-Fernando Valdés
Se han estado publicando encuestas sobre las preferencias electorales, y en ellas se refleja la tendencia del voto hacia un candidato u otro. Pero, quién se lleva la victoria, por ahora, parece ser el abstencionismo. ¿Es lícito no acudir a votar?
Hay una verdadera obligación de ir a las urnas. Quizá por diversos factores, algunos ciudadanos se sientan con alguna excusa para no depositar su voto. En el fondo de esa actitud, puede estar la idea de que votar es un actividad optativa, como lo es ir al cine, o a un museo. Si no voy al cine, no pasa nada. En cambio, no ir a votar si conlleva una responsabilidad ética, y por eso no es una mera opción, sino una obligación.
Alguno podría argumentar que dejar de votar es el resultado de una acción libre: “he decidido no votar”. Y parecería que contradecir esta actitud es intolerancia, pues debemos respetar la libertad de los demás. En efecto, no se puede obligar a nadie a hacer lo que no quiere. Pero no hay que olvidar que quien libremente deja de cumplir con sus obligaciones, comete una falta moral.
En la próximas elecciones, está en juego el bien común, el bien de todos los que vivimos en México. De estas elecciones depende la consolidación de la democracia en nuestro país, el fortalecimiento de sus instituciones y es la oportunidad para que se den las reformas estructurales necesarias para el auténtico desarrollo de todos los mexicanos (cfr. CEM, 17-V-2006, n. 6).
Cuando está de por medio el bien común, nadie puede sentirse excusado de no cumplir con sus deberes ciudadanos. A nombre de la libertad, ninguno puede decir que ya está justificado para no colaborar con el bien de todos. Más que dar muestras de ser libre, esa actitud manifestaría un egoísmo grande y muy poco amor por la Patria.
Otra excusa para no ir a la urnas podría ser el escepticismo. Ante las campañas de los candidatos, y el desconcierto que generan los ataques mutuos, más de alguno podría caer en la perplejidad de no saber por cuál de ellos votar. Quien se encuentra en esta situación de no encontrar el candidato ideal, tiene la obligación de elegir al que considere menos malo, tiene la responsabilidad de intentar que gobierne el que considere que lesionará menos los intereses de la Nación. Por eso, la abstención o la anulación del voto (p. ej. marcando varios candidatos) no solucionan nada, y son una forma de irresponsabilidad ciudadana.
Un pretexto más para no votar podría ser la consideración de que “puedo ayudar de otras maneras al País”. Ciertamente, cuando vivimos con honestidad, cuando trabajamos mucho y bien, cuando cuidamos a nuestra familia, contribuimos al bien de México. Pero se trata ahora de contribuir al bien común, que permite la recta construcción de las estructuras sociales y jurídicas que permiten a los individuos ser honestos, trabajar bien y formar una familia. De ahí que no es exagerado decir que dejar de votar pone en peligro a la persona, a su trabajo y a su familia.
No basta que cada uno seamos personalmente buenas gentes. Tenemos el deber de velar por el bien de todos. Por eso, los creyentes —aunque esto es válido para todo ciudadano, sin importar su credo— «de ningún modo pueden abdicar de la participación en la ‘política’; es decir, en la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común. Su compromiso político es una expresión cualificada y exigente del empeño cristiano al servicio de los demás» (Juan Pablo II, Sollicitudo rei sociales, n. 41).
Luis-Fernando Valdés
Se han estado publicando encuestas sobre las preferencias electorales, y en ellas se refleja la tendencia del voto hacia un candidato u otro. Pero, quién se lleva la victoria, por ahora, parece ser el abstencionismo. ¿Es lícito no acudir a votar?
Hay una verdadera obligación de ir a las urnas. Quizá por diversos factores, algunos ciudadanos se sientan con alguna excusa para no depositar su voto. En el fondo de esa actitud, puede estar la idea de que votar es un actividad optativa, como lo es ir al cine, o a un museo. Si no voy al cine, no pasa nada. En cambio, no ir a votar si conlleva una responsabilidad ética, y por eso no es una mera opción, sino una obligación.
Alguno podría argumentar que dejar de votar es el resultado de una acción libre: “he decidido no votar”. Y parecería que contradecir esta actitud es intolerancia, pues debemos respetar la libertad de los demás. En efecto, no se puede obligar a nadie a hacer lo que no quiere. Pero no hay que olvidar que quien libremente deja de cumplir con sus obligaciones, comete una falta moral.
En la próximas elecciones, está en juego el bien común, el bien de todos los que vivimos en México. De estas elecciones depende la consolidación de la democracia en nuestro país, el fortalecimiento de sus instituciones y es la oportunidad para que se den las reformas estructurales necesarias para el auténtico desarrollo de todos los mexicanos (cfr. CEM, 17-V-2006, n. 6).
Cuando está de por medio el bien común, nadie puede sentirse excusado de no cumplir con sus deberes ciudadanos. A nombre de la libertad, ninguno puede decir que ya está justificado para no colaborar con el bien de todos. Más que dar muestras de ser libre, esa actitud manifestaría un egoísmo grande y muy poco amor por la Patria.
Otra excusa para no ir a la urnas podría ser el escepticismo. Ante las campañas de los candidatos, y el desconcierto que generan los ataques mutuos, más de alguno podría caer en la perplejidad de no saber por cuál de ellos votar. Quien se encuentra en esta situación de no encontrar el candidato ideal, tiene la obligación de elegir al que considere menos malo, tiene la responsabilidad de intentar que gobierne el que considere que lesionará menos los intereses de la Nación. Por eso, la abstención o la anulación del voto (p. ej. marcando varios candidatos) no solucionan nada, y son una forma de irresponsabilidad ciudadana.
Un pretexto más para no votar podría ser la consideración de que “puedo ayudar de otras maneras al País”. Ciertamente, cuando vivimos con honestidad, cuando trabajamos mucho y bien, cuando cuidamos a nuestra familia, contribuimos al bien de México. Pero se trata ahora de contribuir al bien común, que permite la recta construcción de las estructuras sociales y jurídicas que permiten a los individuos ser honestos, trabajar bien y formar una familia. De ahí que no es exagerado decir que dejar de votar pone en peligro a la persona, a su trabajo y a su familia.
No basta que cada uno seamos personalmente buenas gentes. Tenemos el deber de velar por el bien de todos. Por eso, los creyentes —aunque esto es válido para todo ciudadano, sin importar su credo— «de ningún modo pueden abdicar de la participación en la ‘política’; es decir, en la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común. Su compromiso político es una expresión cualificada y exigente del empeño cristiano al servicio de los demás» (Juan Pablo II, Sollicitudo rei sociales, n. 41).
domingo, 11 de junio de 2006
666, Profecía fallida
Luis-Fernando Valdés
Hoy debuta México en el Mundial de Fútbol. Es tan grande el júbilo nacional, que ya quedó en el pasado la sombra de una Profecía que anunciaba grandes tragedias para el pasado 6 de junio. Y como no sucedió nada de lo predicho, ya nadie se acuerda de ese día. Pero quisiera no dejar pasar la oportunidad para contarles un poco sobre el origen de estas predicciones apocalípticas.
Cada década tiene una día en el que el número seis coincide en la tres cifra del día, del mes y del año. Se trata del 6 de junio de 1906, 1916, 1926, etcétera. Es día se abrevia —como cualquier otro— así: 6,06,06. O sea, 666. ¿Pero que tiene de especial este número?
Sucede que, en el Apocalipsis de Juan, el último libro de la Biblia, el número 666identifica al adversario de Cristo y sus seguidores lo llevan marcado. Esto es lo otorga a esta cifra su carácter misterioso.
Ya desde el principio muchos exegetas han intentado aplicar este número a un personaje concreto de la historia pasada o actual. Los posibles portadores del 666 van desde Nerón o Trajano, pasando por Lutero, Napoleón o Hitler, hasta Ronald Reagan o Bill Gates.
Como en hebreo y griego las letras se usan como números (A = 1; B = 2, etc.), resulta que todos los nombres tienen un número asociado, que se forma sumando las letras. Así, el 666 puede ser el nombre encriptado de un personaje, conocido por los destinatarios del libro, cuyas letras sumaban esa cifra. Hasta ahora ninguna de las identificaciones que se han propuesto resulta satisfactoria. La de “César Nerón” es posible, pero presenta dificultades. La variante 616 que aparece en algunos manuscritos antiguos puede aplicarse al “dios César” o a Calígula.
En el Apocalipsis el 666 es el símbolo de la Bestia, es decir de las fuerzas del mal que defienden, justifican y propagan la deificación del poder, la imposición de un poder que quiere suplantar a Dios. En tiempos del Evangelista San Juan, ese peligro estaba representado en el culto religioso que se rendía al emperador. Luego, ese riesgo se ha repetido adoptando diversos formas lo largo de la historia.
Pero este intento de quitar a Dios no siempre ha sido con violencia física o con guerras. Hoy día, es más frecuente y más peligroso el ataque de la indiferencia religiosa, o la ola aplastante de la ignorancia, o el embate del relativismo.
Por eso, identificar a la ligera el 666 con un supuesto fin del mundo, o con espantos y terrores, es la mejor manera de evadir a la verdadera Bestia actual. Buscar la verdad, encontrar el sentido de la propia vida, actuar en conformidad con el bien moral, son tres importantes tareas de cada hombre y de cada mujer, pero que se ven amenazadas por las «bestias» del vacío existencial, del error y de la mala conducta.
Como sucede siempre, cuando no se conocen los temas de fondo se crean leyendas. Esto ha pasado con el libro del Apocalipsis. Al contrario de lo que muchos piensan, no es un libro tenebroso, sino una alentadora consolación para los cristianos que sufren persecución. El tema central es que Cristo ha vencido. El día de su resurrección es el día de su victoria y los que tenemos fe tenemos la seguridad de su actuación y de su regreso. Aunque las cosas, en tantos momentos de la historia, no sean fáciles, no hay nada que temer. La bestia será derrotada. Lo importante es estar del lado del vencedor.
Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com
Hoy debuta México en el Mundial de Fútbol. Es tan grande el júbilo nacional, que ya quedó en el pasado la sombra de una Profecía que anunciaba grandes tragedias para el pasado 6 de junio. Y como no sucedió nada de lo predicho, ya nadie se acuerda de ese día. Pero quisiera no dejar pasar la oportunidad para contarles un poco sobre el origen de estas predicciones apocalípticas.
Cada década tiene una día en el que el número seis coincide en la tres cifra del día, del mes y del año. Se trata del 6 de junio de 1906, 1916, 1926, etcétera. Es día se abrevia —como cualquier otro— así: 6,06,06. O sea, 666. ¿Pero que tiene de especial este número?
Sucede que, en el Apocalipsis de Juan, el último libro de la Biblia, el número 666identifica al adversario de Cristo y sus seguidores lo llevan marcado. Esto es lo otorga a esta cifra su carácter misterioso.
Ya desde el principio muchos exegetas han intentado aplicar este número a un personaje concreto de la historia pasada o actual. Los posibles portadores del 666 van desde Nerón o Trajano, pasando por Lutero, Napoleón o Hitler, hasta Ronald Reagan o Bill Gates.
Como en hebreo y griego las letras se usan como números (A = 1; B = 2, etc.), resulta que todos los nombres tienen un número asociado, que se forma sumando las letras. Así, el 666 puede ser el nombre encriptado de un personaje, conocido por los destinatarios del libro, cuyas letras sumaban esa cifra. Hasta ahora ninguna de las identificaciones que se han propuesto resulta satisfactoria. La de “César Nerón” es posible, pero presenta dificultades. La variante 616 que aparece en algunos manuscritos antiguos puede aplicarse al “dios César” o a Calígula.
En el Apocalipsis el 666 es el símbolo de la Bestia, es decir de las fuerzas del mal que defienden, justifican y propagan la deificación del poder, la imposición de un poder que quiere suplantar a Dios. En tiempos del Evangelista San Juan, ese peligro estaba representado en el culto religioso que se rendía al emperador. Luego, ese riesgo se ha repetido adoptando diversos formas lo largo de la historia.
Pero este intento de quitar a Dios no siempre ha sido con violencia física o con guerras. Hoy día, es más frecuente y más peligroso el ataque de la indiferencia religiosa, o la ola aplastante de la ignorancia, o el embate del relativismo.
Por eso, identificar a la ligera el 666 con un supuesto fin del mundo, o con espantos y terrores, es la mejor manera de evadir a la verdadera Bestia actual. Buscar la verdad, encontrar el sentido de la propia vida, actuar en conformidad con el bien moral, son tres importantes tareas de cada hombre y de cada mujer, pero que se ven amenazadas por las «bestias» del vacío existencial, del error y de la mala conducta.
Como sucede siempre, cuando no se conocen los temas de fondo se crean leyendas. Esto ha pasado con el libro del Apocalipsis. Al contrario de lo que muchos piensan, no es un libro tenebroso, sino una alentadora consolación para los cristianos que sufren persecución. El tema central es que Cristo ha vencido. El día de su resurrección es el día de su victoria y los que tenemos fe tenemos la seguridad de su actuación y de su regreso. Aunque las cosas, en tantos momentos de la historia, no sean fáciles, no hay nada que temer. La bestia será derrotada. Lo importante es estar del lado del vencedor.
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domingo, 4 de junio de 2006
El Papa en Auschwitz
Luis-Fernando Valdés
El pasado domingo Benedicto XVI visitó el campo de concentración nazi de Auschwitz. Este evento está lleno de simbolismo: se trata de un Papa alemán, que acude a un país invadido por los nazis en la Segunda Guerra Mundial, y da un discurso en el lugar donde se llevó a cabo con más crueldad la Shoa: el Holocausto judío. ¿Qué importancia tiene este acontecimiento?
En primer lugar, esta visita resalta la continuidad entre Juan Pablo II y Benedicto XVI. El 7 de junio de 1979, en ese mismo lugar, el Papa polaco afirmó que «no podía no venir aquí como Papa». Acudió ahí «no para acusar, sino para recordar» la barbarie cometida durante la Guerra Mundial contra el Pueblo hebreo y contra Polonia, y para «hablar a nombre de todas las naciones, cuyos derechos son violados y olvidados». Ahora, el Papa alemán, el pasado 28 de mayo, retomó esas palabras: «no podía no venir aquí». Expresó que era un deber acudir ahí, «como hijo del Pueblo alemán»: un germano que viene a pedir que se borren las heridas entre ambas naciones.
En segundo lugar, este evento destaca la invitación a la reconciliación. El Santo Padre exhortó a implorar la gracia de la reconciliación «para todos aquellos que, en este hora de nuestra historia, sufren en un nuevo modo bajo el poder del odio y bajo la violencia fomentada por el odio».
Y, junto con esta exhortación a la reconciliación, el Papa realizó un acto muy importante, que no pasó desapercibido: afirmó que no fue toda Alemania la que atacó a los judíos y a los polacos. Dijo que en su nación «un grupo de criminales alcanzó el poder mediante promesas mentirosas, en nombre de unas perspectivas de grandeza (…) y también con la fuerza del terror». Y de esa manera, «nuestro pueblo pudo ser usado y abusado como instrumento de la manía (de esos criminales) de destrucción y de dominio».
Y el tercer aspecto de este discurso consistió en la petición del Romano Pontífice de no olvidar la gran tragedia que estuvo a punto de destruir al Pueblo judío. «El lugar en el que nos encontramos —afirmó— es un lugar de la memoria, es el lugar de la Shoa. El pasado no es jamás sólo pasado. Éste nos mira y nos indica las vías que no hay que tomar y las que sí tomar».
Así, Benedicto XVI reflexionó sobre el sentido profundo de la Shoa. «En el fondo, esos criminales violentos , con el aniquilamiento de este pueblo, intentaban matar a aquel Dios que llamó a Abraham». Los nazis trataron de destruir a los judíos, porque «con su simple existencia, constituyen un testimonio de aquel Dios que ha hablado al hombre». Aquel Dios debía finalmente ser asesinado para que el dominio perteneciera solamente al hombre.
No se puede olvidar la Shoa, porque el exterminio de un Pueblo es un crimen contra toda la humanidad. No se puede sacar de la memoria porque es un recordatorio perenne que el hombre no puede sustituir a Dios. Pero no es una exhortación al rencor. Los fallecidos en Auschwitz —dice el Santo Padre— «no quieren provocar en nosotros el odio: al contrario, nos demuestran qué tan terrible es la obra del odio. Quieren suscitar en nosotros el valor del bien, de la resistencia contra el mal».
Este mensaje de Benedicto XVI tiene actualidad. Es una muestra de la continuidad del papado, es una invitación a la reconciliación y al perdón entre naciones, y es una advertencia para no desentenderse de la dura realidad que el hombre sin Dios se vuelve el peor depredador del ser humano.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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El pasado domingo Benedicto XVI visitó el campo de concentración nazi de Auschwitz. Este evento está lleno de simbolismo: se trata de un Papa alemán, que acude a un país invadido por los nazis en la Segunda Guerra Mundial, y da un discurso en el lugar donde se llevó a cabo con más crueldad la Shoa: el Holocausto judío. ¿Qué importancia tiene este acontecimiento?
En primer lugar, esta visita resalta la continuidad entre Juan Pablo II y Benedicto XVI. El 7 de junio de 1979, en ese mismo lugar, el Papa polaco afirmó que «no podía no venir aquí como Papa». Acudió ahí «no para acusar, sino para recordar» la barbarie cometida durante la Guerra Mundial contra el Pueblo hebreo y contra Polonia, y para «hablar a nombre de todas las naciones, cuyos derechos son violados y olvidados». Ahora, el Papa alemán, el pasado 28 de mayo, retomó esas palabras: «no podía no venir aquí». Expresó que era un deber acudir ahí, «como hijo del Pueblo alemán»: un germano que viene a pedir que se borren las heridas entre ambas naciones.
En segundo lugar, este evento destaca la invitación a la reconciliación. El Santo Padre exhortó a implorar la gracia de la reconciliación «para todos aquellos que, en este hora de nuestra historia, sufren en un nuevo modo bajo el poder del odio y bajo la violencia fomentada por el odio».
Y, junto con esta exhortación a la reconciliación, el Papa realizó un acto muy importante, que no pasó desapercibido: afirmó que no fue toda Alemania la que atacó a los judíos y a los polacos. Dijo que en su nación «un grupo de criminales alcanzó el poder mediante promesas mentirosas, en nombre de unas perspectivas de grandeza (…) y también con la fuerza del terror». Y de esa manera, «nuestro pueblo pudo ser usado y abusado como instrumento de la manía (de esos criminales) de destrucción y de dominio».
Y el tercer aspecto de este discurso consistió en la petición del Romano Pontífice de no olvidar la gran tragedia que estuvo a punto de destruir al Pueblo judío. «El lugar en el que nos encontramos —afirmó— es un lugar de la memoria, es el lugar de la Shoa. El pasado no es jamás sólo pasado. Éste nos mira y nos indica las vías que no hay que tomar y las que sí tomar».
Así, Benedicto XVI reflexionó sobre el sentido profundo de la Shoa. «En el fondo, esos criminales violentos , con el aniquilamiento de este pueblo, intentaban matar a aquel Dios que llamó a Abraham». Los nazis trataron de destruir a los judíos, porque «con su simple existencia, constituyen un testimonio de aquel Dios que ha hablado al hombre». Aquel Dios debía finalmente ser asesinado para que el dominio perteneciera solamente al hombre.
No se puede olvidar la Shoa, porque el exterminio de un Pueblo es un crimen contra toda la humanidad. No se puede sacar de la memoria porque es un recordatorio perenne que el hombre no puede sustituir a Dios. Pero no es una exhortación al rencor. Los fallecidos en Auschwitz —dice el Santo Padre— «no quieren provocar en nosotros el odio: al contrario, nos demuestran qué tan terrible es la obra del odio. Quieren suscitar en nosotros el valor del bien, de la resistencia contra el mal».
Este mensaje de Benedicto XVI tiene actualidad. Es una muestra de la continuidad del papado, es una invitación a la reconciliación y al perdón entre naciones, y es una advertencia para no desentenderse de la dura realidad que el hombre sin Dios se vuelve el peor depredador del ser humano.
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