Luis-Fernando Valdés
“Año Nuevo, vida nueva”, reza un conocido refrán. La Secretaría de Educación del Distrito Federal anunció que repartirá libros de historia gratuitos, durante el mes de enero del 2008, además de otros textos sobre cuidado ambiental y sobre el Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución. Parece que al “nuevo Año” le corresponderá “historia nueva”. Reescribir la historia patria es un tema muy delicado, que puede favorecer la identidad nacional, o dividir el País. ¿Adónde queremos llegar?
Estos libros son un proyecto de la Secretaría de Educación del DF, en conjunto con el Consejo de la Crónica de la Ciudad de México, que es una asociación civil constituida el 19 de febrero de este año, y presidida por Guillermo Tovar de Teresa. Desde el siglo XVI hasta 1987, el cargo de cronista de la ciudad era asignado por las autoridades de gobierno. Desde hace unos meses se trata de un Consejo de la Crónica ciudadano, lo cual puede garantizar cierta independencia.
El nuevo texto está dividido en 16 capítulos, uno por Delegación política, y en ellos se aborda la vida de los barrios, las calles y los monumentos históricos; y destina un capítulo a la construcción de la sociedad civil en la ciudad, escrito por Carlos Monsiváis. El tiraje será de un millón de ejemplares, que se distribuirán entre estudiantes de preparatoria, bibliotecas públicas y otros organismos.
Hasta aquí todo va muy bien. Pero en su conferencia de prensa, Axel Didriksson, encargado del sector educativo en el gobierno capitalino, hizo una declaración que levanta sospechas. Afirmó que para llevar este libro a las secundarias públicas, se esperará a tener el consenso con la SEP, pero si esta dependencia federal considera que el libro es inadecuado para los niños a pesar de hablar sobre la identidad e historia de la ciudad, “nosotros lo vamos a distribuir aparte”. ¿Una versión de la historia que será “impuesta” a las nuevas generaciones? ¿Por qué no entablar un diálogo en caso de que el libro se considerado inadecuado?
Escribir la historia es un tema de gran importancia. Es una de las claves para construir la identidad nacional. Desde 1823, cuando se consumó el movimiento de Independencia, la historia de México se ha escrito varias veces. En no pocos casos, el hilo conductor de los episodios patrios ha sido justificar a los diversos regímenes e ideologías. Todavía hoy la identidad de México está en disputa ideológica y partidista, en vez de dar lugar a un serio debate académico. Y esa declaración de Didriksson parece sugerir que este nuevo texto será un hito más en la “reescritura” partidista de la historia nacional. Ya lo veremos dentro de poco.
Al reelaborar la historia se requiere, por una parte, de auténticos profesionales del estudio de la historia, que den cuenta exhaustiva de las fuentes y que reconozcan abiertamente los puntos de vista ideológicos de los que ellos mismos parten. Y, por otra, se necesita un sentido muy grande de la justicia, que sepa aceptar que todos somos mexicanos, porque en los textos en los que se divide dialécticamente a México bandos (criollos e indígenas, conservadores y liberales, revolucionarios y reaccionarios, etc.) siempre hay un grupo de ciudadanos que quedan segregados, convertidos en mexicanos de segunda categoría. Hace falta repensar la identidad nacional, reescribir nuestra historia, en la que se haga justicia y se busque la unidad: aunque pensemos diferente, todos somos hijos de esta gran Patria.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
http://columnafeyrazon.blogspot.com
Luis-Fernando Valdés López, sacerdote y teólogo, comenta noticias destacadas de la semana, con un enfoque humanista, desde la razón creyente.
domingo, 30 de diciembre de 2007
domingo, 23 de diciembre de 2007
Rescatar la verdadera Navidad
Luis-Fernando Valdés
Con frecuencia, en estos días de festejos previos al 25 de diciembre, se proyectan en el cine o en la televisión películas alusivas a la Navidad, que últimamente han tenido como argumento el rescate de esta fiesta de manos los incrédulos o de los aguafiestas. En la vida real sí que hace falta salvar la Navidad, porque el nacimiento de Dios es la única fuente de una esperanza verdadera.
No es casualidad que la disminución del conocimiento del verdadero sentido de la Navidad, esté en relación directa con el aumento de la violencia y la injusticia en nuestro País. Además, la mentira parece haber tomado posesión de bastantes aspectos de la pública, del mundo laboral y hasta del núcleo familiar. Es tristemente lógico: cuando se desconoce la presencia de Dios en el mundo, la vida pública y privada quedan vacías de la verdad y de la justicia. El proyecto del hombre moderno, que buscaba armonía y fraternidad sin necesidad de acudir a Dios, ha fracasado. Y, a cambio, nos ha dejado una sociedad sin Dios, en la que prevalecen la corrupción, el miedo y la desesperanza.
Cuando los creyentes aguardamos con fe la llegada de la Navidad, nos hacemos intérpretes de las esperanzas de toda la humanidad, la cual anhela la justicia e, incluso, de una manera inconsciente, espera la salvación que sólo Dios puede darnos. Cuando los hombres intentamos arreglar el mundo según nuestras posibilidades, nos quedamos cortos, y así el mundo resulta cada vez más caótico e incluso violento: sin Dios, la vida se vuelve oscura y sin brújula.
La Navidad nos hace conmemorar el prodigio increíble del nacimiento del Hijo unigénito de Dios de la Virgen María en la cueva de Belén. Dios se ha hecho ser humano, sin abandonar su condición divina, para enseñarnos el camino del amor, de la justicia y de la paz. Esa vía no es una lección abstracta de ética, sino que la encontramos en la vida y el mensaje de Jesús de Nazaret. Solamente cuando las enseñanzas de Jesucristo se toman en cuenta para organizar la vida social y la existencia personal advienen la armonía y la alegría verdaderas.
Ya se entiende porqué en épocas pasadas, en esta fecha se establecían treguas en las guerras, se incrementaba la ayuda a los pobres y se visitaba a los enfermos. Era la consecuencia inmediata de reconocer la fuerza y la validez de las palabras del Dios encarnado: “ama a tu próximo como a ti mismo”, “reza por tu enemigos”, “quien visita a un enfermo a mi me visita”.
Por eso, como afirmó recientemente el Santo Padre: “si no se reconoce que Dios se hizo hombre, ¿qué sentido tiene festejar la Navidad? La celebración se vacía” (Audiencia, 19.XII.2007). Y esto es tristemente lo que encontramos en bastantes ambientes: una fiesta navideña hueca, llena de mercantilismo, de celebraciones sin referencia directa al compromiso de un cambio personal.
Termino hoy deseándoles una auténtica Navidad, y compartiendo con ustedes los buenos augurios del Papa Benedicto XVI: “Pidamos a Dios que la violencia sea vencida con la fuerza del amor, que los enfrentamientos cedan el paso a la reconciliación, que la prepotencia se transforme en deseo de perdón, de justicia y de paz. Que los deseos de bondad y de amor que nos intercambiamos en estos días lleguen a todos los ambientes de nuestra vida cotidiana. Que la paz esté en nuestros corazones, para que se abran a la acción de la gracia de Dios. Que la paz reine en las familias, para que pasen la Navidad unidas ante el belén y el árbol lleno de luces”.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
http:// columnafeyrazon.blogspot.com
Con frecuencia, en estos días de festejos previos al 25 de diciembre, se proyectan en el cine o en la televisión películas alusivas a la Navidad, que últimamente han tenido como argumento el rescate de esta fiesta de manos los incrédulos o de los aguafiestas. En la vida real sí que hace falta salvar la Navidad, porque el nacimiento de Dios es la única fuente de una esperanza verdadera.
No es casualidad que la disminución del conocimiento del verdadero sentido de la Navidad, esté en relación directa con el aumento de la violencia y la injusticia en nuestro País. Además, la mentira parece haber tomado posesión de bastantes aspectos de la pública, del mundo laboral y hasta del núcleo familiar. Es tristemente lógico: cuando se desconoce la presencia de Dios en el mundo, la vida pública y privada quedan vacías de la verdad y de la justicia. El proyecto del hombre moderno, que buscaba armonía y fraternidad sin necesidad de acudir a Dios, ha fracasado. Y, a cambio, nos ha dejado una sociedad sin Dios, en la que prevalecen la corrupción, el miedo y la desesperanza.
Cuando los creyentes aguardamos con fe la llegada de la Navidad, nos hacemos intérpretes de las esperanzas de toda la humanidad, la cual anhela la justicia e, incluso, de una manera inconsciente, espera la salvación que sólo Dios puede darnos. Cuando los hombres intentamos arreglar el mundo según nuestras posibilidades, nos quedamos cortos, y así el mundo resulta cada vez más caótico e incluso violento: sin Dios, la vida se vuelve oscura y sin brújula.
La Navidad nos hace conmemorar el prodigio increíble del nacimiento del Hijo unigénito de Dios de la Virgen María en la cueva de Belén. Dios se ha hecho ser humano, sin abandonar su condición divina, para enseñarnos el camino del amor, de la justicia y de la paz. Esa vía no es una lección abstracta de ética, sino que la encontramos en la vida y el mensaje de Jesús de Nazaret. Solamente cuando las enseñanzas de Jesucristo se toman en cuenta para organizar la vida social y la existencia personal advienen la armonía y la alegría verdaderas.
Ya se entiende porqué en épocas pasadas, en esta fecha se establecían treguas en las guerras, se incrementaba la ayuda a los pobres y se visitaba a los enfermos. Era la consecuencia inmediata de reconocer la fuerza y la validez de las palabras del Dios encarnado: “ama a tu próximo como a ti mismo”, “reza por tu enemigos”, “quien visita a un enfermo a mi me visita”.
Por eso, como afirmó recientemente el Santo Padre: “si no se reconoce que Dios se hizo hombre, ¿qué sentido tiene festejar la Navidad? La celebración se vacía” (Audiencia, 19.XII.2007). Y esto es tristemente lo que encontramos en bastantes ambientes: una fiesta navideña hueca, llena de mercantilismo, de celebraciones sin referencia directa al compromiso de un cambio personal.
Termino hoy deseándoles una auténtica Navidad, y compartiendo con ustedes los buenos augurios del Papa Benedicto XVI: “Pidamos a Dios que la violencia sea vencida con la fuerza del amor, que los enfrentamientos cedan el paso a la reconciliación, que la prepotencia se transforme en deseo de perdón, de justicia y de paz. Que los deseos de bondad y de amor que nos intercambiamos en estos días lleguen a todos los ambientes de nuestra vida cotidiana. Que la paz esté en nuestros corazones, para que se abran a la acción de la gracia de Dios. Que la paz reine en las familias, para que pasen la Navidad unidas ante el belén y el árbol lleno de luces”.
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domingo, 16 de diciembre de 2007
El costo político de la coherencia
Luis-Fernando Valdés
Hace un par de semanas, en España ocurrió un suceso que removió a tanto a la clase política como a los ciudadanos de a pie. Mercedes Aroz la Senadora más votada en la historia de la cámara alta española, de filiación socialista, anunció su conversión al cristianismo y el abandono de su escaño, por incompatibilidad con la actual política de su partido. Curiosamente este hecho no tuvo tanto despliegue mediático. Ahora le damos espacio, porque vale la pena resaltar la coherencia de vida que exigimos a los políticos.
Este caso es digno de ser contado con cierto detalle. La Senadora Aroz fue marxista ortodoxa durante décadas, se afilió al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) en 1976, y provenía de una formación de ultraizquierda, la Liga Comunista Revolucionaria. En el Partido Socialista de Cataluña (PSC) formó parte de la dirección política 18 años y del Comité Federal del Partido Socialista Obrero Español (PSOE). En otros palabras, la Sra. Aroz era un exponente serio de una ideología que no solamente es atea, sino abiertamente anticatólica. Es muy fuerte que una persona tan metida en el socialismo declare abiertamente que cambia su ideología, y se hace católica.
Ha sido una gran sorpresa. Algunos se han preguntado qué la llevó a dejar una posición cómoda. Un diario digital español declaraba: “¿Cuántos pensarán que Mercedes Aroz es una ‘pirada’ [loca]? ¿Dejar un puesto de poder y sueldo en un partido que gobierna Barcelona, Cataluña, España? ¿A cambio de qué?” (www.forumlibertas.com). Son preguntas fuertes, pues en la política actual, parece que los intereses personales y de grupo, como el dinero, el poder, la ideología, pesan más que las necesidades del espíritu y que los reclamos de la conciencia.
La misma Mercedes Aroz explica que las razones para su conversión religiosa fueron la búsqueda del sentido profundo de la existencia, el deseo de encontrar la verdad sobre el ser humano, que ni la ciencia experimental ni la ideología alcanzan a explicar. Aroz lo explicó así en sus declaraciones a Europa Press: “He querido hacer pública mi conversión para subrayar la convicción de la Iglesia católica de que el cristianismo tiene mucho que decir a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, porque hay algo más que la razón y la ciencia. A través de la fe cristiana se alcanza a comprender plenamente la propia identidad como ser humano y el sentido de la vida”.
La conversión de esta conocida Senadora española tuvo un “costo político”: el final de su carrera parlamentaria. Es muy admirable que ella pone en primer lugar sus convicciones y su conciencia a su propia carrera. “Mi actual compromiso cristiano me ha llevado a discrepar con determinadas leyes del Gobierno que chocan frontalmente con la ética cristiana, como la regulación dada a la unión homosexual o la investigación con embriones, y que en conciencia no he podido apoyar. En consecuencia se imponía la decisión que he tomado”, afirmó en un comunicado de prensa.
El caso de Mercedes Aroz trae al foro de la reflexión política un factor presente en los clásicos griegos y ausente en nuestros días: que la actividad gubernamental y legislativa debe estar en contacto directo con las necesidades espirituales del hombre, y no limitarse sólo al desarrollo económico. Nuestro País requiere hoy mismo hombres y mujeres de altos ideales espirituales y humanos, que no abdiquen de sus principios en el cabildeo parlamentario, ni que vendan sus conciencias en las negociaciones legislativas.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
www.columnafeyrazon.blogspot.com
Hace un par de semanas, en España ocurrió un suceso que removió a tanto a la clase política como a los ciudadanos de a pie. Mercedes Aroz la Senadora más votada en la historia de la cámara alta española, de filiación socialista, anunció su conversión al cristianismo y el abandono de su escaño, por incompatibilidad con la actual política de su partido. Curiosamente este hecho no tuvo tanto despliegue mediático. Ahora le damos espacio, porque vale la pena resaltar la coherencia de vida que exigimos a los políticos.
Este caso es digno de ser contado con cierto detalle. La Senadora Aroz fue marxista ortodoxa durante décadas, se afilió al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) en 1976, y provenía de una formación de ultraizquierda, la Liga Comunista Revolucionaria. En el Partido Socialista de Cataluña (PSC) formó parte de la dirección política 18 años y del Comité Federal del Partido Socialista Obrero Español (PSOE). En otros palabras, la Sra. Aroz era un exponente serio de una ideología que no solamente es atea, sino abiertamente anticatólica. Es muy fuerte que una persona tan metida en el socialismo declare abiertamente que cambia su ideología, y se hace católica.
Ha sido una gran sorpresa. Algunos se han preguntado qué la llevó a dejar una posición cómoda. Un diario digital español declaraba: “¿Cuántos pensarán que Mercedes Aroz es una ‘pirada’ [loca]? ¿Dejar un puesto de poder y sueldo en un partido que gobierna Barcelona, Cataluña, España? ¿A cambio de qué?” (www.forumlibertas.com). Son preguntas fuertes, pues en la política actual, parece que los intereses personales y de grupo, como el dinero, el poder, la ideología, pesan más que las necesidades del espíritu y que los reclamos de la conciencia.
La misma Mercedes Aroz explica que las razones para su conversión religiosa fueron la búsqueda del sentido profundo de la existencia, el deseo de encontrar la verdad sobre el ser humano, que ni la ciencia experimental ni la ideología alcanzan a explicar. Aroz lo explicó así en sus declaraciones a Europa Press: “He querido hacer pública mi conversión para subrayar la convicción de la Iglesia católica de que el cristianismo tiene mucho que decir a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, porque hay algo más que la razón y la ciencia. A través de la fe cristiana se alcanza a comprender plenamente la propia identidad como ser humano y el sentido de la vida”.
La conversión de esta conocida Senadora española tuvo un “costo político”: el final de su carrera parlamentaria. Es muy admirable que ella pone en primer lugar sus convicciones y su conciencia a su propia carrera. “Mi actual compromiso cristiano me ha llevado a discrepar con determinadas leyes del Gobierno que chocan frontalmente con la ética cristiana, como la regulación dada a la unión homosexual o la investigación con embriones, y que en conciencia no he podido apoyar. En consecuencia se imponía la decisión que he tomado”, afirmó en un comunicado de prensa.
El caso de Mercedes Aroz trae al foro de la reflexión política un factor presente en los clásicos griegos y ausente en nuestros días: que la actividad gubernamental y legislativa debe estar en contacto directo con las necesidades espirituales del hombre, y no limitarse sólo al desarrollo económico. Nuestro País requiere hoy mismo hombres y mujeres de altos ideales espirituales y humanos, que no abdiquen de sus principios en el cabildeo parlamentario, ni que vendan sus conciencias en las negociaciones legislativas.
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domingo, 9 de diciembre de 2007
Voluntad anticipada: ventajas y riesgos
Luis-Fernando Valdés
El pasado martes 4 de este mes, la Asamblea Legislativa del Distrito Federal aprobó, por unanimidad, la Ley de Voluntad Anticipada, que reconoce el derecho de los enfermos terminales y desahuciados a decidir si quieren ser sometidos a tratamientos médicos para mantenerse con vida. Desde el punto de vista ético, esta nueva Ley tiene ventajas. Pero no es la hora de lanzar las campanas al vuelo, porque también esta ley conlleva ciertos riesgos.
La equivocidad es un serio problema al hablar de este tema. Porque, mientras “eutanasia” para algunos significa no prolongar la agonía, para otros quiere decir adelantar la muerte. Por evitar la confusión han surgido nuevos vocablos como “eutanasia activa” (que consiste en producir la muerte del paciente terminal), “eutanasia pasiva” (omitir un tratamiento, lo cual producirá directamente el deceso del enfermo) y “ortotanasia” (no aplicar medios desproporcionados para alargar la vida más allá del tiempo debido).
En el caso concreto de esta nueva Ley, se está protegiendo al enfermo del llamado “ensañamiento terapéutico”, que consiste en aplicar tratamientos que lejos de recuperar la salud, sólo prolongan el momento de la muerte natural. Es conforme a la ética evitar el ensañamiento terapéutico. La Encíclica “Evangelio Vitae” (n. 65) de Juan Pablo II explica que “cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia”. Y añade que no se deben interrumpir las atenciones normales para un paciente. Luego el Papa polaco aclara que “la renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante la muerte” (ibidem).
Hasta aquí esta Ley va muy bien. Pero quedan aspectos que deben quedar claros en la reglamentación de la Voluntad Anticipada, para que no se dé pie a la eutanasia ni activa ni pasiva. Por ejemplo, esta Ley prevé que una persona puede manifestar su voluntad de no ser sometido a tratamientos que prolonguen innecesariamente su vida, y que, en el caso de un enfermo inconsciente, lo pueden hacer sus familiares. Aquí cabe el riesgo de que una persona pida que se le adelante la muerte (eutanasia activa), o que sus familiares pidan que se le retiren los tratamientos normales antes de tiempo (eutanasia pasiva). Debe quedar muy claro de que la Ley le a las personas da derecho de evitar el ensañamiento terapéutico, pero no les autoriza adelantar el momento de morir.
Un riesgo más es el de que no queden bien reglamentados los tratamientos ordinarios que se le deben aplicar al paciente terminal, que ha manifestado su deseo de que no se prolongue su agonía. En concreto, se le deben ofrecer al paciente todos los medios que alivien la etapa final de su vida: alimentación, hidratación, oxigenación, sedación, etc. No se le pueden negar los auxilios para que llegue con el menor sufrimiento al fin natural de su vida.
Es muy positivo que los legisladores se ocupen de un tema capital como el derecho a una muerte digna, y protejan a los enfermos terminales del ensañamiento terapéutico. Pero es necesario estar atentos para que la reglamentación de esta Ley no introduzca la posibilidad del suicidio asistido, y que garantice la asistencia sanitaria de los agonizantes. Deseamos que la Ley de Voluntad Anticipada favorezca la cultura de una muerte digna, pero que no sea el primer paso para legalizar la eutanasia.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
www.columnafeyrazon.blogspot.com
El pasado martes 4 de este mes, la Asamblea Legislativa del Distrito Federal aprobó, por unanimidad, la Ley de Voluntad Anticipada, que reconoce el derecho de los enfermos terminales y desahuciados a decidir si quieren ser sometidos a tratamientos médicos para mantenerse con vida. Desde el punto de vista ético, esta nueva Ley tiene ventajas. Pero no es la hora de lanzar las campanas al vuelo, porque también esta ley conlleva ciertos riesgos.
La equivocidad es un serio problema al hablar de este tema. Porque, mientras “eutanasia” para algunos significa no prolongar la agonía, para otros quiere decir adelantar la muerte. Por evitar la confusión han surgido nuevos vocablos como “eutanasia activa” (que consiste en producir la muerte del paciente terminal), “eutanasia pasiva” (omitir un tratamiento, lo cual producirá directamente el deceso del enfermo) y “ortotanasia” (no aplicar medios desproporcionados para alargar la vida más allá del tiempo debido).
En el caso concreto de esta nueva Ley, se está protegiendo al enfermo del llamado “ensañamiento terapéutico”, que consiste en aplicar tratamientos que lejos de recuperar la salud, sólo prolongan el momento de la muerte natural. Es conforme a la ética evitar el ensañamiento terapéutico. La Encíclica “Evangelio Vitae” (n. 65) de Juan Pablo II explica que “cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia”. Y añade que no se deben interrumpir las atenciones normales para un paciente. Luego el Papa polaco aclara que “la renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante la muerte” (ibidem).
Hasta aquí esta Ley va muy bien. Pero quedan aspectos que deben quedar claros en la reglamentación de la Voluntad Anticipada, para que no se dé pie a la eutanasia ni activa ni pasiva. Por ejemplo, esta Ley prevé que una persona puede manifestar su voluntad de no ser sometido a tratamientos que prolonguen innecesariamente su vida, y que, en el caso de un enfermo inconsciente, lo pueden hacer sus familiares. Aquí cabe el riesgo de que una persona pida que se le adelante la muerte (eutanasia activa), o que sus familiares pidan que se le retiren los tratamientos normales antes de tiempo (eutanasia pasiva). Debe quedar muy claro de que la Ley le a las personas da derecho de evitar el ensañamiento terapéutico, pero no les autoriza adelantar el momento de morir.
Un riesgo más es el de que no queden bien reglamentados los tratamientos ordinarios que se le deben aplicar al paciente terminal, que ha manifestado su deseo de que no se prolongue su agonía. En concreto, se le deben ofrecer al paciente todos los medios que alivien la etapa final de su vida: alimentación, hidratación, oxigenación, sedación, etc. No se le pueden negar los auxilios para que llegue con el menor sufrimiento al fin natural de su vida.
Es muy positivo que los legisladores se ocupen de un tema capital como el derecho a una muerte digna, y protejan a los enfermos terminales del ensañamiento terapéutico. Pero es necesario estar atentos para que la reglamentación de esta Ley no introduzca la posibilidad del suicidio asistido, y que garantice la asistencia sanitaria de los agonizantes. Deseamos que la Ley de Voluntad Anticipada favorezca la cultura de una muerte digna, pero que no sea el primer paso para legalizar la eutanasia.
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domingo, 2 de diciembre de 2007
La Encíclica de la Esperanza
Luis-Fernando Valdés
Cuando hacemos un análisis de los problemas de nuestra época, desde el punto de vista intelectual, irremediablemente nos encontramos con el relativismo. Mucha gente ya no cree en la capacidad de la razón para conocer la verdad, y piensan que nadie puede imponer ninguna regla de conducta. Además, la razón se muestra impotente para explicar la presencia del mal y la injusticia en el mundo. El hombre aparece como abandonado en un destino trágico y ciego. Ante este panorama desolador, Benedicto XVI propone una salida real: volver a la esperanza cristiana.
El pasado viernes 30 de noviembre, el Papa firmó su segunda Encíclica, titulada “Spe salvi”, tomando las palabras de un pasaje de la Epístola a los Romanos: “En esperanza fuimos salvados” (Rom 8, 24). En ella, el Romano Pontífice explica que “se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente”, porque podemos estar seguros de que el presente lleva a una meta tan grande que justifica el esfuerzo del camino. El cristiano sabe que “su vida no acaba en el vacío" (n. 1).
El documento pontificio consta de dos partes. En la primera, Benedicto XVI concluye que todos “tenemos necesidad de las esperanzas, pequeñas y grandes, que día a día nos mantienen en el camino de la vida. Pero sin la gran esperanza, que debe superarlo todo, éstas no bastan”. La gran esperanza es Dios. “Dios es el fundamento de la esperanza. No cualquier Dios, sino aquel Dios con rostro humano que nos ha amado hasta el final. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día sin perder el ánimo de la esperanza” (n. 31).
Pero el Santo Padre no se queda sólo en una exposición teórica de esta virtud cristiana. En la segunda parte de la Encíclica, propone unos “lugares” para aprendizaje y el ejercicio de la esperanza. El primero es la oración: “Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios” (n. 32). Recuerda el testimonio del cardenal Nguyen Van Thuan, quien durante trece años estuvo en las cárceles vietnamitas, nueve de ellos en aislamiento: «en una situación de desesperación aparentemente total, la escucha de Dios, el poder hablarle, fue para él una fuerza creciente de esperanza” (ibid.).
El sufrimiento es otro lugar de aprendizaje: “Conviene ciertamente hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento”, sin embargo, “lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito” (nn. 36-39). Un “lugar” más es el Juicio de Dios. La modernidad niega que exista Dios porque no es razonable un Dios que sea responsable de un mundo en el que hay tanta injusticia y tanto sufrimiento de los inocentes. Y si Dios no establece la justicia, entonces el hombre es el que se siente llamado a crear esa justicia. Pero “un mundo que tiene que crear su justicia por sí mismo es un mundo que se queda sin esperanza”, contesta el Papa (n. 42). “Sólo Dios puede crear justicia”, y eso lo hará en el Juicio final, lo cual nos llena de esperanza (n. 44).
Así el Papa nos ofrece una vía para recuperar el sentido de la vida, porque ni crear unas condiciones económicas favorables, ni la ciencia redimen al hombre. Es el amor de Dios lo que redime al hombre y en este amor sí se puede apoyar nuestra esperanza.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
Cuando hacemos un análisis de los problemas de nuestra época, desde el punto de vista intelectual, irremediablemente nos encontramos con el relativismo. Mucha gente ya no cree en la capacidad de la razón para conocer la verdad, y piensan que nadie puede imponer ninguna regla de conducta. Además, la razón se muestra impotente para explicar la presencia del mal y la injusticia en el mundo. El hombre aparece como abandonado en un destino trágico y ciego. Ante este panorama desolador, Benedicto XVI propone una salida real: volver a la esperanza cristiana.
El pasado viernes 30 de noviembre, el Papa firmó su segunda Encíclica, titulada “Spe salvi”, tomando las palabras de un pasaje de la Epístola a los Romanos: “En esperanza fuimos salvados” (Rom 8, 24). En ella, el Romano Pontífice explica que “se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente”, porque podemos estar seguros de que el presente lleva a una meta tan grande que justifica el esfuerzo del camino. El cristiano sabe que “su vida no acaba en el vacío" (n. 1).
El documento pontificio consta de dos partes. En la primera, Benedicto XVI concluye que todos “tenemos necesidad de las esperanzas, pequeñas y grandes, que día a día nos mantienen en el camino de la vida. Pero sin la gran esperanza, que debe superarlo todo, éstas no bastan”. La gran esperanza es Dios. “Dios es el fundamento de la esperanza. No cualquier Dios, sino aquel Dios con rostro humano que nos ha amado hasta el final. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día sin perder el ánimo de la esperanza” (n. 31).
Pero el Santo Padre no se queda sólo en una exposición teórica de esta virtud cristiana. En la segunda parte de la Encíclica, propone unos “lugares” para aprendizaje y el ejercicio de la esperanza. El primero es la oración: “Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios” (n. 32). Recuerda el testimonio del cardenal Nguyen Van Thuan, quien durante trece años estuvo en las cárceles vietnamitas, nueve de ellos en aislamiento: «en una situación de desesperación aparentemente total, la escucha de Dios, el poder hablarle, fue para él una fuerza creciente de esperanza” (ibid.).
El sufrimiento es otro lugar de aprendizaje: “Conviene ciertamente hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento”, sin embargo, “lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito” (nn. 36-39). Un “lugar” más es el Juicio de Dios. La modernidad niega que exista Dios porque no es razonable un Dios que sea responsable de un mundo en el que hay tanta injusticia y tanto sufrimiento de los inocentes. Y si Dios no establece la justicia, entonces el hombre es el que se siente llamado a crear esa justicia. Pero “un mundo que tiene que crear su justicia por sí mismo es un mundo que se queda sin esperanza”, contesta el Papa (n. 42). “Sólo Dios puede crear justicia”, y eso lo hará en el Juicio final, lo cual nos llena de esperanza (n. 44).
Así el Papa nos ofrece una vía para recuperar el sentido de la vida, porque ni crear unas condiciones económicas favorables, ni la ciencia redimen al hombre. Es el amor de Dios lo que redime al hombre y en este amor sí se puede apoyar nuestra esperanza.
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domingo, 25 de noviembre de 2007
Catedral profanada, Dios ignorado
Luis-Fernando Valdés
Ayer se reabrió al culto la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Al parecer así termina un tenso episodio entre la Iglesia y los simpatizantes de un partido político. Aquel ingreso violento a la Santa Iglesia Catedral puso de manifiesto dos tristes realidades: que la Iglesia es tratada con intolerancia y que incluso muchos católicos no entienden el alcance y el sentido de esta profanación. Como este segundo hecho está pasando casi desapercibido, veámoslo con más detenimiento.
En sentido estricto, la Catedral fue profanada. El término “profanación” admite varios sentidos, como el jurídico (una irrupción violenta en una propiedad privada dedicada al culto religioso). Si nos quedamos sólo en este plano, corremos el riesgo de pensar que en este episodio sólo hubo un local invadido y un mobiliario dañado. Pero no fue “sólo” eso. Hubo algo más grave, porque fue agredida una realidad sagrada.
Para entender el sentido religioso de una “profanación”, hay que hablar primero de lo “sagrado”. Sagrado es todo lo que se relaciona con el culto divino. De ahí que cuando un objeto, o un lugar, está dedicado al culto de Dios, se hace de algún modo divino. Por eso, el respeto que se les debe a esos objetos o lugares recae, en última instancia, sobre Dios. Es decir, cuando se respetan los objetos y los lugares sagrados, en último termino se está respetando a Dios mismo. De igual manera, todo lo que implica irreverencia para los objetos y lugares sagrados es también una injuria para Dios.
Durante la semana se habló mucho del aspecto legal de la profanación a la Catedral —que es muy importante, si queremos que México sea un verdadero Estado de derecho—, pero quizá se ha mencionado muy poco el ámbito divino que fue ultrajado. El fondo de esta cuestión es que se cometió una ofensa a Dios. Que los no creyentes no lo entiendan es, en cierto modo, comprensible; pero que los católicos mismos no lo perciban es preocupante.
Existe un verdadero tabú de hablar de las realidades sagradas. Para los oídos de muchos resulta fuerte que afirmemos que en toda celebración litúrgica, especialmente en la Misa, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo que es la Iglesia, Dios está verdaderamente presente entre nosotros. Y es un tabú mayor todavía, hablar de que profanar un acto de culto es una ofensa directa a Dios (quizá para muchos sería más aceptable que dijéramos que es una ofensa a esa comunidad que celebraba un evento religioso).
Este episodio en la Catedral pone al descubierto una situación difícil: que bastantes de los propios creyentes desconocen la realidad sagrada que hay en los lugares sagrados y en los actos de culto. Pero más duro aún es admitir que somos víctimas de una gran corriente de “secularización”, que nos impide reconocer la presencia real de Dios entre nosotros, cuando realizamos los actos de culto.
Esta corriente desacralizadora, en un afán, quizá inicialmente noble, de defender la autonomía del orden temporal, acabó por borrar los ámbitos sagrados, de manera que, para algunos autores, ya no existen ni tiempos, ni lugares, ni objeto, ni personas sagradas. Ante el hecho de una desacralización generalizada, es preciso recuperar el ámbito de lo sagrado allí donde se encuentre, pues para un cristiano nada del mundo le es absolutamente profano, pues descubre en todo la mano de Dios creadora de Dios y la acción redentora de Cristo, el cual vivió en una familia, trabajó con sus manos, y experimentó la alegría y el dolor.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
www.columnafeyrazón.blogspot.com
Ayer se reabrió al culto la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Al parecer así termina un tenso episodio entre la Iglesia y los simpatizantes de un partido político. Aquel ingreso violento a la Santa Iglesia Catedral puso de manifiesto dos tristes realidades: que la Iglesia es tratada con intolerancia y que incluso muchos católicos no entienden el alcance y el sentido de esta profanación. Como este segundo hecho está pasando casi desapercibido, veámoslo con más detenimiento.
En sentido estricto, la Catedral fue profanada. El término “profanación” admite varios sentidos, como el jurídico (una irrupción violenta en una propiedad privada dedicada al culto religioso). Si nos quedamos sólo en este plano, corremos el riesgo de pensar que en este episodio sólo hubo un local invadido y un mobiliario dañado. Pero no fue “sólo” eso. Hubo algo más grave, porque fue agredida una realidad sagrada.
Para entender el sentido religioso de una “profanación”, hay que hablar primero de lo “sagrado”. Sagrado es todo lo que se relaciona con el culto divino. De ahí que cuando un objeto, o un lugar, está dedicado al culto de Dios, se hace de algún modo divino. Por eso, el respeto que se les debe a esos objetos o lugares recae, en última instancia, sobre Dios. Es decir, cuando se respetan los objetos y los lugares sagrados, en último termino se está respetando a Dios mismo. De igual manera, todo lo que implica irreverencia para los objetos y lugares sagrados es también una injuria para Dios.
Durante la semana se habló mucho del aspecto legal de la profanación a la Catedral —que es muy importante, si queremos que México sea un verdadero Estado de derecho—, pero quizá se ha mencionado muy poco el ámbito divino que fue ultrajado. El fondo de esta cuestión es que se cometió una ofensa a Dios. Que los no creyentes no lo entiendan es, en cierto modo, comprensible; pero que los católicos mismos no lo perciban es preocupante.
Existe un verdadero tabú de hablar de las realidades sagradas. Para los oídos de muchos resulta fuerte que afirmemos que en toda celebración litúrgica, especialmente en la Misa, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo que es la Iglesia, Dios está verdaderamente presente entre nosotros. Y es un tabú mayor todavía, hablar de que profanar un acto de culto es una ofensa directa a Dios (quizá para muchos sería más aceptable que dijéramos que es una ofensa a esa comunidad que celebraba un evento religioso).
Este episodio en la Catedral pone al descubierto una situación difícil: que bastantes de los propios creyentes desconocen la realidad sagrada que hay en los lugares sagrados y en los actos de culto. Pero más duro aún es admitir que somos víctimas de una gran corriente de “secularización”, que nos impide reconocer la presencia real de Dios entre nosotros, cuando realizamos los actos de culto.
Esta corriente desacralizadora, en un afán, quizá inicialmente noble, de defender la autonomía del orden temporal, acabó por borrar los ámbitos sagrados, de manera que, para algunos autores, ya no existen ni tiempos, ni lugares, ni objeto, ni personas sagradas. Ante el hecho de una desacralización generalizada, es preciso recuperar el ámbito de lo sagrado allí donde se encuentre, pues para un cristiano nada del mundo le es absolutamente profano, pues descubre en todo la mano de Dios creadora de Dios y la acción redentora de Cristo, el cual vivió en una familia, trabajó con sus manos, y experimentó la alegría y el dolor.
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domingo, 18 de noviembre de 2007
Solidaridad: ¿filantropía o caridad?
Luis-Fernando Valdés
Esta semana trancurrió lenta para nuestros hermanos de Tabasco y Chiapas. Conforme las aguas empezaron a bajar, se desvelo el rostro de la tragedia: miles de animales muertos, casas totalmente destruidas. Pero también quedó al descubierto, por contraste, la grandeza de la solidaridad, que pues los mexicanos no hemos dejado de enviar ayuda material y de rezar por los damnificados. Ante estas manifestaciones de fraternidad, nos viene de modo muy natural reflexionar sobre la solidaridad.
Es importante dedicar un espacio para meditar sobre la solidaridad, porque se trata de una auténtica virtud cristiana, de un valor genuinamente católico, que —sin embargo— ha ido perdiendo su conotación religiosa, y poco a poco se ha reducido a un mero valor cívico. Por una parte, es muy bueno que sea un valor aceptado por toda la sociedad, pero por otra, esta virtud pierde bastante fuerza y sentido cuando se desvincula de su dimensión espiritual.
En efecto, según el enfoque desde el que se considere la solidaridad, será la actitud ante la desgracia ajena. Cuando se le concibe como mera filantropía, como fruto de la iniciativa personal, que se compadece ante el dolor del otro, pero desligada de su aspecto espiritual, la solidaridad deja de ser una acción que obliga a todo ser humano a salir de sí mismo, para ocuparse de ayudar al próximo. Y vuelve entonces un mero “valor”, una simple aspiración a realizar algo bueno, pero que no vincula la conciencia, ni el sentido del deber moral. Una solidaridad enfocada así es muy loable, pero cae inevitablemente en las garras del subjetivismo (“si tú quieres ayudar, allá tú; si yo no lo deseo, no pasa nada”).
Este modo de ver la solidaridad no se queda corto, porque el gran reto que los seres humanos tenemos para encontrar la propia realización, es salir de nuestra interioridad para darnos a los demás. Se trata de salir del “yo” para ir al encuentro del “tú”. Se trata de trascendernos a nosotros mismos hasta llegar primero a los “otros” y luego al “Otro”. Una solidaridad tomada sólo como un valor, que cada quien puede escoger o rechazar, se arriesga o a perder la oportunidad de buscar lo espiritual y trascendente, o a dejar encerrada a la persona en su propio egoísmo.
En cambio, la solidaridad, en su sentido más profundo, es una virtud que ha germinado y se ha consolidado en el cristianismo, como un hábito personal que lleva a buscar a Dios mediante la atención al necesitado. La solidaridad no es una cuestión política, ni un “optional” para cuando nos nazca ayudar. Por el contrario, Juan Pablo II enseñaba que la solidaridad es también una verdadera y propia virtud moral, no “un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (Sollicitudo rei socialis, 38).
Nuestra época está marcada por un materialismo que sofoca al espíritu. Muchas personas están buscando alguna oportunidad para elevarse a un plano más alto, que les dé ocasión de conectar sus vidas con Dios y lo espiritual. Pero no saben cómo conseguirlo. Estas jornadas de continua solidaridad con los perjudicados por las inundaciones son una magnífica ocasión para que muchos redescubran el sentido espiritual y religioso de ayudar a los demás, para que vuelvan a encontrar a Dios.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
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Esta semana trancurrió lenta para nuestros hermanos de Tabasco y Chiapas. Conforme las aguas empezaron a bajar, se desvelo el rostro de la tragedia: miles de animales muertos, casas totalmente destruidas. Pero también quedó al descubierto, por contraste, la grandeza de la solidaridad, que pues los mexicanos no hemos dejado de enviar ayuda material y de rezar por los damnificados. Ante estas manifestaciones de fraternidad, nos viene de modo muy natural reflexionar sobre la solidaridad.
Es importante dedicar un espacio para meditar sobre la solidaridad, porque se trata de una auténtica virtud cristiana, de un valor genuinamente católico, que —sin embargo— ha ido perdiendo su conotación religiosa, y poco a poco se ha reducido a un mero valor cívico. Por una parte, es muy bueno que sea un valor aceptado por toda la sociedad, pero por otra, esta virtud pierde bastante fuerza y sentido cuando se desvincula de su dimensión espiritual.
En efecto, según el enfoque desde el que se considere la solidaridad, será la actitud ante la desgracia ajena. Cuando se le concibe como mera filantropía, como fruto de la iniciativa personal, que se compadece ante el dolor del otro, pero desligada de su aspecto espiritual, la solidaridad deja de ser una acción que obliga a todo ser humano a salir de sí mismo, para ocuparse de ayudar al próximo. Y vuelve entonces un mero “valor”, una simple aspiración a realizar algo bueno, pero que no vincula la conciencia, ni el sentido del deber moral. Una solidaridad enfocada así es muy loable, pero cae inevitablemente en las garras del subjetivismo (“si tú quieres ayudar, allá tú; si yo no lo deseo, no pasa nada”).
Este modo de ver la solidaridad no se queda corto, porque el gran reto que los seres humanos tenemos para encontrar la propia realización, es salir de nuestra interioridad para darnos a los demás. Se trata de salir del “yo” para ir al encuentro del “tú”. Se trata de trascendernos a nosotros mismos hasta llegar primero a los “otros” y luego al “Otro”. Una solidaridad tomada sólo como un valor, que cada quien puede escoger o rechazar, se arriesga o a perder la oportunidad de buscar lo espiritual y trascendente, o a dejar encerrada a la persona en su propio egoísmo.
En cambio, la solidaridad, en su sentido más profundo, es una virtud que ha germinado y se ha consolidado en el cristianismo, como un hábito personal que lleva a buscar a Dios mediante la atención al necesitado. La solidaridad no es una cuestión política, ni un “optional” para cuando nos nazca ayudar. Por el contrario, Juan Pablo II enseñaba que la solidaridad es también una verdadera y propia virtud moral, no “un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (Sollicitudo rei socialis, 38).
Nuestra época está marcada por un materialismo que sofoca al espíritu. Muchas personas están buscando alguna oportunidad para elevarse a un plano más alto, que les dé ocasión de conectar sus vidas con Dios y lo espiritual. Pero no saben cómo conseguirlo. Estas jornadas de continua solidaridad con los perjudicados por las inundaciones son una magnífica ocasión para que muchos redescubran el sentido espiritual y religioso de ayudar a los demás, para que vuelvan a encontrar a Dios.
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domingo, 11 de noviembre de 2007
Inundaciones ¿sólo faltó previsión?
Luis-Fernando Valdés
Parafraseando a un político europeo, podemos decir que hoy mismo “todos somos Tabasco”, “todos somos Chiapas”. La solidaridad —humana y espiritual— nos hace sentir muy cercanos a nuestros compatriotas que sufren la desgracia. Durante la semana escuchamos en los medios, que estas tragedias se pudieron prever. Pero ¿por qué no arraiga en nuestro País una cultura de la previsión? ¿será sólo cuestión de planes gubernamentales?
Aunque suene duro decirlo, no será posible que en nuestra Nación se instaure una cultura de previsión, porque para conseguirlo hace falta que haya una cultura de la “primacía de la persona humana”. En efecto, mientras que no exista en cada ciudadano —y, por tanto, en cada gobernante, en cada legislador, en cada juez— una convicción profunda de que el ser humano es el fin último de la sociedad, siempre se interpondrán otros intereses y otros criterios, que sugerirán que es mejor invertir el capital en otros rubros, menos en el de prevención de riesgos.
En toda decisión política y económica, siempre subyace una noción del ser humano. De modo implícito se considera al hombre de una manera (por ej., como si fuera sólo una pieza intercambiable en la vida social), y se toman decisiones consecuentes con esa imagen (por ej., sale más caro invertir en una obra civil millonaria para prevenir inundaciones, que indemnizar a los posibles afectados). Por esa razón, toda sociedad tiene necesidad de que se le proporcione un norte claro sobre quién es el hombre, para que las medidas que se tomen estén de acuerdo a la gran dignidad de cada persona.
De ahí que no está de más recordar las palabras del Concilio Vaticano II sobre la naturaleza de la sociedad, que —por estar basadas en la naturaleza humana— son válidas tanto para los creyentes como para los que no profesan alguna creencia religiosa. Dice el Concilio que “el orden social y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario” (Gaudium et spes, 26). Por eso, es necesario que todos los programas sociales, científicos y culturales estén presididos por la conciencia del primado de cada ser humano.
En otras palabras, la persona no puede estar sometida a proyectos de carácter económico, social o político, impuestos por autoridad alguna, ni siquiera en nombre del presunto progreso económico de la comunidad civil en su conjunto, en el presente o en el futuro. Y esto se funda en la condición espiritual del hombre, creado a imagen de Dios. Si el ser humano concreto no es el centro de las decisiones políticas o económicas, ¿cuándo se tomarán medidas de previsión? Tristemente, sólo cuando haya un factor electoral en juego. En cambio, los intereses personales o la corrupción serán los posibles protagonistas.
Contemplar estas tragedia, observar a las familias sufrir la perdida total de sus bienes, nos debe llevar a pensar que los conceptos de la Doctrina Social de la Iglesia no son meras teorías, sino que son las herramientas que nos ayudan a comprender que el ser humano es el personaje central de la sociedad. Mientras esta realidad de la condición central del hombre no se haga parte de la cultura de nuestro País, será muy difícil que se elaboren estrategias para protegernos de posibles desastres naturales. Para instaurar la cultura de la previsión hace falta un cambio de enfoque: pasar del paradigma del beneficio electoral y de la ganancia económica a un esquema centrado en la dignidad de cada persona.
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Parafraseando a un político europeo, podemos decir que hoy mismo “todos somos Tabasco”, “todos somos Chiapas”. La solidaridad —humana y espiritual— nos hace sentir muy cercanos a nuestros compatriotas que sufren la desgracia. Durante la semana escuchamos en los medios, que estas tragedias se pudieron prever. Pero ¿por qué no arraiga en nuestro País una cultura de la previsión? ¿será sólo cuestión de planes gubernamentales?
Aunque suene duro decirlo, no será posible que en nuestra Nación se instaure una cultura de previsión, porque para conseguirlo hace falta que haya una cultura de la “primacía de la persona humana”. En efecto, mientras que no exista en cada ciudadano —y, por tanto, en cada gobernante, en cada legislador, en cada juez— una convicción profunda de que el ser humano es el fin último de la sociedad, siempre se interpondrán otros intereses y otros criterios, que sugerirán que es mejor invertir el capital en otros rubros, menos en el de prevención de riesgos.
En toda decisión política y económica, siempre subyace una noción del ser humano. De modo implícito se considera al hombre de una manera (por ej., como si fuera sólo una pieza intercambiable en la vida social), y se toman decisiones consecuentes con esa imagen (por ej., sale más caro invertir en una obra civil millonaria para prevenir inundaciones, que indemnizar a los posibles afectados). Por esa razón, toda sociedad tiene necesidad de que se le proporcione un norte claro sobre quién es el hombre, para que las medidas que se tomen estén de acuerdo a la gran dignidad de cada persona.
De ahí que no está de más recordar las palabras del Concilio Vaticano II sobre la naturaleza de la sociedad, que —por estar basadas en la naturaleza humana— son válidas tanto para los creyentes como para los que no profesan alguna creencia religiosa. Dice el Concilio que “el orden social y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario” (Gaudium et spes, 26). Por eso, es necesario que todos los programas sociales, científicos y culturales estén presididos por la conciencia del primado de cada ser humano.
En otras palabras, la persona no puede estar sometida a proyectos de carácter económico, social o político, impuestos por autoridad alguna, ni siquiera en nombre del presunto progreso económico de la comunidad civil en su conjunto, en el presente o en el futuro. Y esto se funda en la condición espiritual del hombre, creado a imagen de Dios. Si el ser humano concreto no es el centro de las decisiones políticas o económicas, ¿cuándo se tomarán medidas de previsión? Tristemente, sólo cuando haya un factor electoral en juego. En cambio, los intereses personales o la corrupción serán los posibles protagonistas.
Contemplar estas tragedia, observar a las familias sufrir la perdida total de sus bienes, nos debe llevar a pensar que los conceptos de la Doctrina Social de la Iglesia no son meras teorías, sino que son las herramientas que nos ayudan a comprender que el ser humano es el personaje central de la sociedad. Mientras esta realidad de la condición central del hombre no se haga parte de la cultura de nuestro País, será muy difícil que se elaboren estrategias para protegernos de posibles desastres naturales. Para instaurar la cultura de la previsión hace falta un cambio de enfoque: pasar del paradigma del beneficio electoral y de la ganancia económica a un esquema centrado en la dignidad de cada persona.
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domingo, 4 de noviembre de 2007
El otro cambio climático
Luis-Fernando Valdés
En esta semana nos hemos conmovido por las terribles inundaciones que han dejado sin hogar a miles de tabasqueños. Todos los mexicanos nos hemos solidarizado con ayuda económica, víveres y nuestras oraciones. Ante estos fenómenos atmosféricos que tanto nos apenan, algunos intentan dar una respuesta a la tragedia: “fue por el cambio climático”. Puede ser. Pero en nuestros días se está gestando un cambio de otro orden: se está dando un cambio en nuestro clima moral y cultural, y sus efectos pueden ser, en ocasiones, tan devastadores como las inundaciones.
En la vida humana hay principios naturales que rigen la conducta humana, que encausan la libertad, que protegen el amor, que sostienen nuestra identidad familiar y nacional. Estos aspectos de la vida humana con frecuencia son atropellados, a nombre de la libertad, de la democracia o de la tolerancia. Pero ¿qué ocurre cuando no se respetan estos principios naturales de la vida ética del hombre? Al igual que como sucede con los ecosistemas, puede venir una catástrofe moral.
Cuando no se siguen los principios que sustentan el amor humano, sobreviene una de las peores tragedias de la “ecología humana”. El amor tiene diversas manifestaciones, como la relación esponsal, el cariño entre los padres y sus hijos, la amistad, el afecto de los novios, el respeto por la Patria y sus tradiciones. Cada tipo de amor se expresa de una manera propia, y las costumbres morales tienen como finalidad que cada una de esas manifestaciones conserve su autenticidad.
Hoy vemos que esas manifestaciones están perdiendo claridad, y lejos de hacernos más humanos, nos están llenando de confusión. Sí: de confusión. Y como prueba de ello, tenemos que ya casi nadie se atreve a decir de alguna expresión de amor desviada está mal. Por ejemplo, el maravilloso amor de los cónyuges reclama fidelidad, pero lejos de favorecer un clima de lealtad, nuestras telenovelas y nuestras canciones alaban la ruptura matrimonial, porque “se acabó el amor”. ¿No será más bien que deberíamos fomentar la “tarea” diaria de la fidelidad en el amor?
El amor de los esposos es el ámbito natural de la transmisión de la vida. Pero el cambio climático aquí es más acentuado. Se ha establecido un consenso amplio que aprueba que desligar la sexualidad de la fecundidad. En un principio se justificaba esta situación argumentando que era en beneficio de los propios hijos: si eran menos hijos les tocarían más recursos económicos, educativos y afectivos. Pero el costo fue más alto de lo esperado, pues conllevó separar el amor y la sexualidad.
Entonces nos encontramos que cada vez más personas llevan una vida sexual activa, pero sin importarles la dimensión afectiva. Fue un cambio muy gradual en el clima moral, como si se derritieran los polos de la tierra sin darnos cuenta. En las lenguas clásicas, ejercitar la capacidad sexual sin amor tiene un nombre “porneias” (en griego), “prostitutio” (latín). Pero hoy las sustituimos como si fueran un servicio comercial: “sexoservicio”, “sexoservidores”. Más aún, se habla del “turismo sexual” como si fuera un rubro de la economía. De modo que la economía de un lugar puede depender de que el sexo y el amor no tengan nada que ver. Y para rematar, ya se empieza a ver bien que el sexo se ejercite entre amigos (¿para qué contratar a alguien? ¿para qué hacer el trámite de un noviazgo?). ¿No será el momento propicio para considerar que hay cambio climático en la moralidad, que no nos favorecerá? Sólo la ética nos librará de la tragedia ecológica humana.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
En esta semana nos hemos conmovido por las terribles inundaciones que han dejado sin hogar a miles de tabasqueños. Todos los mexicanos nos hemos solidarizado con ayuda económica, víveres y nuestras oraciones. Ante estos fenómenos atmosféricos que tanto nos apenan, algunos intentan dar una respuesta a la tragedia: “fue por el cambio climático”. Puede ser. Pero en nuestros días se está gestando un cambio de otro orden: se está dando un cambio en nuestro clima moral y cultural, y sus efectos pueden ser, en ocasiones, tan devastadores como las inundaciones.
En la vida humana hay principios naturales que rigen la conducta humana, que encausan la libertad, que protegen el amor, que sostienen nuestra identidad familiar y nacional. Estos aspectos de la vida humana con frecuencia son atropellados, a nombre de la libertad, de la democracia o de la tolerancia. Pero ¿qué ocurre cuando no se respetan estos principios naturales de la vida ética del hombre? Al igual que como sucede con los ecosistemas, puede venir una catástrofe moral.
Cuando no se siguen los principios que sustentan el amor humano, sobreviene una de las peores tragedias de la “ecología humana”. El amor tiene diversas manifestaciones, como la relación esponsal, el cariño entre los padres y sus hijos, la amistad, el afecto de los novios, el respeto por la Patria y sus tradiciones. Cada tipo de amor se expresa de una manera propia, y las costumbres morales tienen como finalidad que cada una de esas manifestaciones conserve su autenticidad.
Hoy vemos que esas manifestaciones están perdiendo claridad, y lejos de hacernos más humanos, nos están llenando de confusión. Sí: de confusión. Y como prueba de ello, tenemos que ya casi nadie se atreve a decir de alguna expresión de amor desviada está mal. Por ejemplo, el maravilloso amor de los cónyuges reclama fidelidad, pero lejos de favorecer un clima de lealtad, nuestras telenovelas y nuestras canciones alaban la ruptura matrimonial, porque “se acabó el amor”. ¿No será más bien que deberíamos fomentar la “tarea” diaria de la fidelidad en el amor?
El amor de los esposos es el ámbito natural de la transmisión de la vida. Pero el cambio climático aquí es más acentuado. Se ha establecido un consenso amplio que aprueba que desligar la sexualidad de la fecundidad. En un principio se justificaba esta situación argumentando que era en beneficio de los propios hijos: si eran menos hijos les tocarían más recursos económicos, educativos y afectivos. Pero el costo fue más alto de lo esperado, pues conllevó separar el amor y la sexualidad.
Entonces nos encontramos que cada vez más personas llevan una vida sexual activa, pero sin importarles la dimensión afectiva. Fue un cambio muy gradual en el clima moral, como si se derritieran los polos de la tierra sin darnos cuenta. En las lenguas clásicas, ejercitar la capacidad sexual sin amor tiene un nombre “porneias” (en griego), “prostitutio” (latín). Pero hoy las sustituimos como si fueran un servicio comercial: “sexoservicio”, “sexoservidores”. Más aún, se habla del “turismo sexual” como si fuera un rubro de la economía. De modo que la economía de un lugar puede depender de que el sexo y el amor no tengan nada que ver. Y para rematar, ya se empieza a ver bien que el sexo se ejercite entre amigos (¿para qué contratar a alguien? ¿para qué hacer el trámite de un noviazgo?). ¿No será el momento propicio para considerar que hay cambio climático en la moralidad, que no nos favorecerá? Sólo la ética nos librará de la tragedia ecológica humana.
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domingo, 28 de octubre de 2007
Clérigos y cargos públicos, ¿poder o libertad?
Luis-Fernando Valdés
En esta semana, ha sonado en los medios que la Iglesia reclama el derecho de los sacerdotes a aspirar a cargos públicos. Esta afirmación, sin ningún matiz, causa sorpresa y cierto recelo, pues nuestro País es un Estado laico. Pero si examinamos con un poco de profundidad, vemos que no se trata de una petición de poder para la Iglesia, sino de una exigencia legítima de verdadera libertad religiosa.
¿Por qué la Iglesia pide que la Constitución reconozca que los clérigos tienen derecho a los cargos públicos? Esto los explicó hace tres días el Card. Norberto Rivera. Afirmó que hace falta una legislación en la materia que se adecue a la Carta Magna, la cual brinda a todos los ciudadanos garantías inherentes a sus derechos humanos, entre ellos, los de expresión y reunión. El Arzobispo Primado expuso que a ningún ciudadano se le puede negar el derecho de ser votado; y como los ministros de cultos son ciudadanos, no hay razón para que se les prive de este derecho.
¿La Iglesia está buscando poder político o cargos de elección popular? El mismo Arzobispo Rivera declaró que “la Iglesia católica no tiene interés alguno en llevar a la práctica este derecho por no convenir ni a la Iglesia ni a la sociedad, y por otra parte, la ley canónica prohíbe estrictamente a todos los sacerdotes postularse para puestos de elección”. En efecto, el Código de Derecho Canónico establece que “les está prohibido a los clérigos aceptar aquellos cargos públicos, que llevan consigo un participación en el ejercicio de la potestad civil” (canon, n. 285 § 3).
¿Por qué se ve afectada la libertad religiosa, si no se reconoce a los ministros de culto el derecho a ocupar cargos públicos? La libertad de elegir la propia religión y vivirla es un derecho de todo ciudadano, pero si por el hecho de ocupar un puesto como ministro de culto, la Ley te quita un derecho, resulta que esa misma Ley está limitando tu libertad religiosa. ¿Acaso no es una restricción a la libertad de elegir el modo de vivir la religión, el hecho de que, por ser ministro, se te reduzcan tus derechos?
Si la Iglesia no busca poder, ¿por qué pide que se reconozca este derecho de los ministros de culto? Hay que entender que la libertad religiosa no se limita a que un ciudadano pueda escoger una confesión y a que pueda ejercer los actos de culto. Implica algo más. Esta libertad requiere que los creyentes –ministros o no– no pierdan los derechos que le corresponden por el hecho de ser ciudadanos mexicanos, como el derecho a ser votados, el derecho a la educación religiosa, etc. Mientras este ejercicio pleno de los derechos no quede garantizado a los ministros de culto, hay una discriminación por motivos religiosos.
En el fondo hay una incongruencia en la Constitución, ya que por una parte reconoce la igualdad de los ciudadanos, mientras que por otra, niega a los ministros de culto un derecho que les corresponde como ciudadanos. Por avatares de nuestra Historia nacional, la Carta Magna implícitamente establece que hay ciudadanos de segunda categoría, con menos derechos que el resto. Ha llegado el momento histórico de replantear el tema, quitando el enfoque decimonónico de la dialéctica de poder entre la Iglesia y el Estado. Esta es la oportunidad de buscar una solución pacífica, armónica con el derecho inherente de cada ciudadano, abordada no desde el poder, sino desde el ángulo de la libertad religiosa y de la igualdad. Es por México, es para consolidar nuestro Estado de derecho.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
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En esta semana, ha sonado en los medios que la Iglesia reclama el derecho de los sacerdotes a aspirar a cargos públicos. Esta afirmación, sin ningún matiz, causa sorpresa y cierto recelo, pues nuestro País es un Estado laico. Pero si examinamos con un poco de profundidad, vemos que no se trata de una petición de poder para la Iglesia, sino de una exigencia legítima de verdadera libertad religiosa.
¿Por qué la Iglesia pide que la Constitución reconozca que los clérigos tienen derecho a los cargos públicos? Esto los explicó hace tres días el Card. Norberto Rivera. Afirmó que hace falta una legislación en la materia que se adecue a la Carta Magna, la cual brinda a todos los ciudadanos garantías inherentes a sus derechos humanos, entre ellos, los de expresión y reunión. El Arzobispo Primado expuso que a ningún ciudadano se le puede negar el derecho de ser votado; y como los ministros de cultos son ciudadanos, no hay razón para que se les prive de este derecho.
¿La Iglesia está buscando poder político o cargos de elección popular? El mismo Arzobispo Rivera declaró que “la Iglesia católica no tiene interés alguno en llevar a la práctica este derecho por no convenir ni a la Iglesia ni a la sociedad, y por otra parte, la ley canónica prohíbe estrictamente a todos los sacerdotes postularse para puestos de elección”. En efecto, el Código de Derecho Canónico establece que “les está prohibido a los clérigos aceptar aquellos cargos públicos, que llevan consigo un participación en el ejercicio de la potestad civil” (canon, n. 285 § 3).
¿Por qué se ve afectada la libertad religiosa, si no se reconoce a los ministros de culto el derecho a ocupar cargos públicos? La libertad de elegir la propia religión y vivirla es un derecho de todo ciudadano, pero si por el hecho de ocupar un puesto como ministro de culto, la Ley te quita un derecho, resulta que esa misma Ley está limitando tu libertad religiosa. ¿Acaso no es una restricción a la libertad de elegir el modo de vivir la religión, el hecho de que, por ser ministro, se te reduzcan tus derechos?
Si la Iglesia no busca poder, ¿por qué pide que se reconozca este derecho de los ministros de culto? Hay que entender que la libertad religiosa no se limita a que un ciudadano pueda escoger una confesión y a que pueda ejercer los actos de culto. Implica algo más. Esta libertad requiere que los creyentes –ministros o no– no pierdan los derechos que le corresponden por el hecho de ser ciudadanos mexicanos, como el derecho a ser votados, el derecho a la educación religiosa, etc. Mientras este ejercicio pleno de los derechos no quede garantizado a los ministros de culto, hay una discriminación por motivos religiosos.
En el fondo hay una incongruencia en la Constitución, ya que por una parte reconoce la igualdad de los ciudadanos, mientras que por otra, niega a los ministros de culto un derecho que les corresponde como ciudadanos. Por avatares de nuestra Historia nacional, la Carta Magna implícitamente establece que hay ciudadanos de segunda categoría, con menos derechos que el resto. Ha llegado el momento histórico de replantear el tema, quitando el enfoque decimonónico de la dialéctica de poder entre la Iglesia y el Estado. Esta es la oportunidad de buscar una solución pacífica, armónica con el derecho inherente de cada ciudadano, abordada no desde el poder, sino desde el ángulo de la libertad religiosa y de la igualdad. Es por México, es para consolidar nuestro Estado de derecho.
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domingo, 21 de octubre de 2007
La “Voluntad Anticipada” y sus sofismas
Luis-Fernando Valdés
El diputados del PRD y del partido Alternativa Socialdemócrata presentaron hace unos días un iniciativa denominada “Ley de Voluntad Anticipada” para el Distrito Federal, que incluye reformas y adiciones al Código Penal. Este proyecto permitiría a enfermos en fase terminal renunciar a todo tratamiento médico, o en caso de no estar en condiciones de decidir, que un pariente en primer grado lo haga por ellos, para evitar una prolongada agonía. Esta voluntad del paciente de someterse o no a algún método de “ortotanasia” quedaría expresada en un documento notariado. Aunque en un primer momento parece que esta ley defendería al enfermo, un estudio más detenido nos indica que la iniciativa maneja una falsa filantropía que, en el fondo, es una tiranía encubierta.
Se propone que sea legal la “muerte asistida” cuando la petición sea formulada por un paciente en estado consciente; además deberá contar con el aval de un Consejo Técnico de Ética, el cual deberá crearse bajo la tutela de la Secretaría de Salud del DF. Incluso, esa muerte sería legal cuando sea autorizada por los familiares, en el caso de pacientes en etapa terminal, pero sin conciencia para tomar una decisión.
Primero aclaremos los términos que intervienen en esta discusión. Según los promotores de esta iniciativa legislativa, “eutanasia activa” significa que al enfermo terminal se le aplican medicamentos que producen directamente su muerte, y “eutanasia pasiva” quiere decir omitir los tratamientos que prolonguen la agonía. En el proyecto sólo se contempla la segunda.
Como respuesta, primero veamos que la ciencia médica, en relación a la muerte, ha progresado de modo que puede tanto alargar la vida más de lo debido, como adelantarla antes del deceso natural. En ambos casos se pueden violar los derechos del enfermo: el derecho a morir con la dignidad que le corresponde y el derecho a vivir el tiempo que Dios haya dispuesto para cada hombre. Para respetar la dignidad de la persona en su momentos finales, se habla de “ortotanasia”, que es cuando los médicos aceptan que un paciente está en fase terminal, y no se le aplican medios “desproporcionados” (es decir, muy caros, muy dañinos, o que dan pocas esperanzas de curación, etc.) para alagar la vida más allá del tiempo debido.
Si la Ley de Voluntad Anticipada se limitara a regular la “ortotanasia” sería una ley buena. Pero el proyecto va más allá de eso. Para apoyar la iniciativa de ley, el diputado priísta, Tonatiuh González señaló que “debe existir una ley que le permita a los enfermos terminales elegir entre la suspensión de los medicamentos y la aceleración de su muerte a través de métodos asistidos”. A esto hay que decir que esa “suspensión de medicamentos” es ética sólo si se refiere a la aplicación de medios desproporcionados, pero es inmoral si incluye el retiro de los medios básicos de atención a un paciente, como son la hidratación, alimentación, sedantes, etc. Además, la “aceleración de la muerte” no es otra cosa que un “suicidio asistido” (si lo pidió el enfermo) o un “homicidio” (si se aplica sin que lo pida el paciente terminal).
Bajo la máscara de la filantropía se oculta una auténtica tiranía. ¿Quién va a decidir quién debe seguir viviendo y quién debe morir? El peligro de abuso por parte de las autoridades es real. La autoridad civil nunca puede decidir la vida de sus ciudadanos. El Estado nunca puede decir que la vida de un ciudadano “no tiene sentido”.
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El diputados del PRD y del partido Alternativa Socialdemócrata presentaron hace unos días un iniciativa denominada “Ley de Voluntad Anticipada” para el Distrito Federal, que incluye reformas y adiciones al Código Penal. Este proyecto permitiría a enfermos en fase terminal renunciar a todo tratamiento médico, o en caso de no estar en condiciones de decidir, que un pariente en primer grado lo haga por ellos, para evitar una prolongada agonía. Esta voluntad del paciente de someterse o no a algún método de “ortotanasia” quedaría expresada en un documento notariado. Aunque en un primer momento parece que esta ley defendería al enfermo, un estudio más detenido nos indica que la iniciativa maneja una falsa filantropía que, en el fondo, es una tiranía encubierta.
Se propone que sea legal la “muerte asistida” cuando la petición sea formulada por un paciente en estado consciente; además deberá contar con el aval de un Consejo Técnico de Ética, el cual deberá crearse bajo la tutela de la Secretaría de Salud del DF. Incluso, esa muerte sería legal cuando sea autorizada por los familiares, en el caso de pacientes en etapa terminal, pero sin conciencia para tomar una decisión.
Primero aclaremos los términos que intervienen en esta discusión. Según los promotores de esta iniciativa legislativa, “eutanasia activa” significa que al enfermo terminal se le aplican medicamentos que producen directamente su muerte, y “eutanasia pasiva” quiere decir omitir los tratamientos que prolonguen la agonía. En el proyecto sólo se contempla la segunda.
Como respuesta, primero veamos que la ciencia médica, en relación a la muerte, ha progresado de modo que puede tanto alargar la vida más de lo debido, como adelantarla antes del deceso natural. En ambos casos se pueden violar los derechos del enfermo: el derecho a morir con la dignidad que le corresponde y el derecho a vivir el tiempo que Dios haya dispuesto para cada hombre. Para respetar la dignidad de la persona en su momentos finales, se habla de “ortotanasia”, que es cuando los médicos aceptan que un paciente está en fase terminal, y no se le aplican medios “desproporcionados” (es decir, muy caros, muy dañinos, o que dan pocas esperanzas de curación, etc.) para alagar la vida más allá del tiempo debido.
Si la Ley de Voluntad Anticipada se limitara a regular la “ortotanasia” sería una ley buena. Pero el proyecto va más allá de eso. Para apoyar la iniciativa de ley, el diputado priísta, Tonatiuh González señaló que “debe existir una ley que le permita a los enfermos terminales elegir entre la suspensión de los medicamentos y la aceleración de su muerte a través de métodos asistidos”. A esto hay que decir que esa “suspensión de medicamentos” es ética sólo si se refiere a la aplicación de medios desproporcionados, pero es inmoral si incluye el retiro de los medios básicos de atención a un paciente, como son la hidratación, alimentación, sedantes, etc. Además, la “aceleración de la muerte” no es otra cosa que un “suicidio asistido” (si lo pidió el enfermo) o un “homicidio” (si se aplica sin que lo pida el paciente terminal).
Bajo la máscara de la filantropía se oculta una auténtica tiranía. ¿Quién va a decidir quién debe seguir viviendo y quién debe morir? El peligro de abuso por parte de las autoridades es real. La autoridad civil nunca puede decidir la vida de sus ciudadanos. El Estado nunca puede decir que la vida de un ciudadano “no tiene sentido”.
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domingo, 14 de octubre de 2007
Libertad religiosa en déficit
Luis-Fernando Valdés
Hace ya quince años se establecieron las relaciones diplomáticas entre el Estado Mexicano y la Iglesia Católica. Para celebrar este importante aniversario, la Secretaría de Relaciones Exteriores organizó, a inicios del presente mes, un Seminario en el que participaron importantes personalidades tanto mexicanas como extranjeras. Aunque se alabó el avance en cuestión de libertad religiosa, el balance no fue tan favorable, porque aún no se reconoce plenamente este derecho humano.
Es importante notar que cuando se habla de la libertad religiosa se trata de un derecho humano fundamental. Es decir, no es un derecho que la Iglesia pida sólo para los católicos mexicanos, sino que se trata de un derecho que posee de modo natural cualquier ciudadano, en cualquier país del mundo, con independencia del credo que profese. Por esta razón, el fundamento de las relaciones de la Iglesia con un Estado se apoya en una exigencia de la naturaleza humana. No se trata, por tanto, ni de un pacto entre ambas entidades, en el que se negocian y establecen algunos ámbitos de libertad, ni de una concesión de derechos por parte de un Estado hacia la Iglesia.
En los Pactos Internacionales firmados por México, que por tanto tienen rango constitucional, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, se define la libertad religiosa así: “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión, o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, por la práctica, el culto y la observancia” (art. 18).
Pero en nuestro País este derecho fundamental es restringido por las propias leyes. Por ejemplo, el artículo 24 de nuestra Carta Magna reconoce el derecho a profesar la creencia religiosa que cada uno desee, pero niega que la religión se pueda manifestar en público, pues dice que “los actos de culto público deberán realizarse en los templos y sólo de manera extraordinaria fuera de ellos”. Con independencia de la relación del Estado con la Iglesia Católica o cualquier otra Confesión religiosa, hace falta coherencia constitucional con los tratados internacionales que reconocen la manifestación pública de la religión.
Para algunos, resulta un poco extraño que la Iglesia reclame que se amplíe el derecho a la libertad religiosa, hasta que abarque todos los aspectos que naturalmente conlleva. Parecería que quisieran decirle a la Iglesia que se conforme con lo que ya ha obtenido. Pero es necesario explicar, una vez más, que la Iglesia no está pidiendo algo que no le corresponda, sino que está exigiendo que se garantice un derecho humano fundamental, que incluye no sólo la libertad de culto, sino también la libertad de difusión de los credos, ideas u opiniones religiosas, el derecho a la educación religiosa y el reconocimiento de la objeción de conciencia.
El hecho de que aún no estén reconocidos esos otros ámbitos de libertad religiosa afecta a todos los mexicanos, no sólo a los católicos, porque a todos nos perjudica un sistema jurídico que limita el ejercicio pleno de un derecho inherente a la condición humana. El verdadero amor a nuestra Patria nos debe llevar a buscar que nuestra País sea un Estado de derecho pleno, para cualquier ciudadano sin importar su credo.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
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Hace ya quince años se establecieron las relaciones diplomáticas entre el Estado Mexicano y la Iglesia Católica. Para celebrar este importante aniversario, la Secretaría de Relaciones Exteriores organizó, a inicios del presente mes, un Seminario en el que participaron importantes personalidades tanto mexicanas como extranjeras. Aunque se alabó el avance en cuestión de libertad religiosa, el balance no fue tan favorable, porque aún no se reconoce plenamente este derecho humano.
Es importante notar que cuando se habla de la libertad religiosa se trata de un derecho humano fundamental. Es decir, no es un derecho que la Iglesia pida sólo para los católicos mexicanos, sino que se trata de un derecho que posee de modo natural cualquier ciudadano, en cualquier país del mundo, con independencia del credo que profese. Por esta razón, el fundamento de las relaciones de la Iglesia con un Estado se apoya en una exigencia de la naturaleza humana. No se trata, por tanto, ni de un pacto entre ambas entidades, en el que se negocian y establecen algunos ámbitos de libertad, ni de una concesión de derechos por parte de un Estado hacia la Iglesia.
En los Pactos Internacionales firmados por México, que por tanto tienen rango constitucional, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, se define la libertad religiosa así: “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión, o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, por la práctica, el culto y la observancia” (art. 18).
Pero en nuestro País este derecho fundamental es restringido por las propias leyes. Por ejemplo, el artículo 24 de nuestra Carta Magna reconoce el derecho a profesar la creencia religiosa que cada uno desee, pero niega que la religión se pueda manifestar en público, pues dice que “los actos de culto público deberán realizarse en los templos y sólo de manera extraordinaria fuera de ellos”. Con independencia de la relación del Estado con la Iglesia Católica o cualquier otra Confesión religiosa, hace falta coherencia constitucional con los tratados internacionales que reconocen la manifestación pública de la religión.
Para algunos, resulta un poco extraño que la Iglesia reclame que se amplíe el derecho a la libertad religiosa, hasta que abarque todos los aspectos que naturalmente conlleva. Parecería que quisieran decirle a la Iglesia que se conforme con lo que ya ha obtenido. Pero es necesario explicar, una vez más, que la Iglesia no está pidiendo algo que no le corresponda, sino que está exigiendo que se garantice un derecho humano fundamental, que incluye no sólo la libertad de culto, sino también la libertad de difusión de los credos, ideas u opiniones religiosas, el derecho a la educación religiosa y el reconocimiento de la objeción de conciencia.
El hecho de que aún no estén reconocidos esos otros ámbitos de libertad religiosa afecta a todos los mexicanos, no sólo a los católicos, porque a todos nos perjudica un sistema jurídico que limita el ejercicio pleno de un derecho inherente a la condición humana. El verdadero amor a nuestra Patria nos debe llevar a buscar que nuestra País sea un Estado de derecho pleno, para cualquier ciudadano sin importar su credo.
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domingo, 7 de octubre de 2007
Ciudadano y cristiano, hacia una nueva armonía
Por Luis-Fernando Valdés
Publicado el 7 de octubre de 2007
En nuestra sociedad mexicana, pervive una separación entre el cristianismo y la vida civil. Esta situación ya centenaria presenta como una situación incompatible el vivir armónicamente como ciudadano y como cristiano. Sin embargo, en el santoral católico ayer celebrábamos a Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, que con su vida y sus enseñanzas ha mostrado una tercera vía, donde se armonizan la fe y la legítima autonomía de las realidades seculares.
La dialéctica en las relaciones de la Iglesia con el Estado es un drama de más de siglo y medio, en el que se pueden distinguir tres fases. La primera es la llamada “cuestión romana”. Pío IX, ante el intento de Víctor Manuel de unificar Italia, defendió los Estados Pontificios como un territorios del Papado. Defendía el poder temporal del papado, porque este Papa buscaba el indispensable soporte temporal para el libre ejercicio del poder espiritual. Por eso, para Pío IX era necesario defender los territorios pontificios de la invasión del naciente Reino de Italia, para garantizar la libertad de la Iglesia. Los liberales italianos sostenía, por el contrario, que la Iglesia debía ser una institución libre, pero “dentro” del Estado Italiano, es decir, como una institución más regida por las leyes civiles de la sociedad italiana.
En una segunda etapa, Pío XI –que también defendía que la Iglesia necesitaba “la plena libertad e independencia del poder civil en el ejercicio de su divina misión”– resolvió la “cuestión romana”. Comprendió que basta contar con un mini-Estado (la actual Ciudad del Vaticano), y así quedó establecido en los Pactos Lateranenses que la Santa Sede firmó con el Estado Italiano. De esta manera consiguió para el Vaticano la consistencia de un Estado, para no depender de otro.
En esta segunda fase, Pío XI buscó asegurar no sólo la libertad de la Iglesia, sino también la “presencia cristiana” en la sociedad civil, que facilitara la salvación de las almas. Para defender la dignidad de la persona, del matrimonio y de la familia, este Papa comprendió que no bastaba con dar documentos doctrinales, sino que los católicos debían asociarse para promover los valores cristianos, frente a las ideas laicistas o anticlericales de algunos gobiernos. Así nacieron algunos partidos políticos en diversos países, se crearon universidades católicas, etc.
Sin embargo, hay un tercer nivel en el que se explica que la relación entre los ámbitos espiritual y temporal está, no ya en un Estado temporal, político, con fronteras y ejército; ni siquiera sola o preferentemente en unas instituciones de catolicismo social –como partidos, sindicatos, etc.–, sino en el corazón mismo del hombre, en la toma de conciencia personal de la responsabilidad apostólica y social del cristiano.
Sin oponerse a las soluciones de la segunda fase, San Josemaría Escrivá fue el pionero del tercer nivel. En una celebre homilía, pronunciada hace exactamente cuarenta años menos un día, explicó esta armonía entre lo espiritual y la vida cotidiana, que había predicado desde 1928: “En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria”. Esta es una gran aportación del Fundador del Opus Dei, que permite que cada ciudadano armonice su condición de “fiel” y de “ciudadano”, de hombre leal a la sociedad civil a la que igualmente pertenece y donde se mueve.
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Publicado el 7 de octubre de 2007
En nuestra sociedad mexicana, pervive una separación entre el cristianismo y la vida civil. Esta situación ya centenaria presenta como una situación incompatible el vivir armónicamente como ciudadano y como cristiano. Sin embargo, en el santoral católico ayer celebrábamos a Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, que con su vida y sus enseñanzas ha mostrado una tercera vía, donde se armonizan la fe y la legítima autonomía de las realidades seculares.
La dialéctica en las relaciones de la Iglesia con el Estado es un drama de más de siglo y medio, en el que se pueden distinguir tres fases. La primera es la llamada “cuestión romana”. Pío IX, ante el intento de Víctor Manuel de unificar Italia, defendió los Estados Pontificios como un territorios del Papado. Defendía el poder temporal del papado, porque este Papa buscaba el indispensable soporte temporal para el libre ejercicio del poder espiritual. Por eso, para Pío IX era necesario defender los territorios pontificios de la invasión del naciente Reino de Italia, para garantizar la libertad de la Iglesia. Los liberales italianos sostenía, por el contrario, que la Iglesia debía ser una institución libre, pero “dentro” del Estado Italiano, es decir, como una institución más regida por las leyes civiles de la sociedad italiana.
En una segunda etapa, Pío XI –que también defendía que la Iglesia necesitaba “la plena libertad e independencia del poder civil en el ejercicio de su divina misión”– resolvió la “cuestión romana”. Comprendió que basta contar con un mini-Estado (la actual Ciudad del Vaticano), y así quedó establecido en los Pactos Lateranenses que la Santa Sede firmó con el Estado Italiano. De esta manera consiguió para el Vaticano la consistencia de un Estado, para no depender de otro.
En esta segunda fase, Pío XI buscó asegurar no sólo la libertad de la Iglesia, sino también la “presencia cristiana” en la sociedad civil, que facilitara la salvación de las almas. Para defender la dignidad de la persona, del matrimonio y de la familia, este Papa comprendió que no bastaba con dar documentos doctrinales, sino que los católicos debían asociarse para promover los valores cristianos, frente a las ideas laicistas o anticlericales de algunos gobiernos. Así nacieron algunos partidos políticos en diversos países, se crearon universidades católicas, etc.
Sin embargo, hay un tercer nivel en el que se explica que la relación entre los ámbitos espiritual y temporal está, no ya en un Estado temporal, político, con fronteras y ejército; ni siquiera sola o preferentemente en unas instituciones de catolicismo social –como partidos, sindicatos, etc.–, sino en el corazón mismo del hombre, en la toma de conciencia personal de la responsabilidad apostólica y social del cristiano.
Sin oponerse a las soluciones de la segunda fase, San Josemaría Escrivá fue el pionero del tercer nivel. En una celebre homilía, pronunciada hace exactamente cuarenta años menos un día, explicó esta armonía entre lo espiritual y la vida cotidiana, que había predicado desde 1928: “En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria”. Esta es una gran aportación del Fundador del Opus Dei, que permite que cada ciudadano armonice su condición de “fiel” y de “ciudadano”, de hombre leal a la sociedad civil a la que igualmente pertenece y donde se mueve.
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domingo, 30 de septiembre de 2007
Derechos de procreación: blindaje al aborto
Luis-Fernando Valdés
Publicado el 30 de septiembre de 2007
Ingresan al debate público los “derechos de procreación”. El pasado día 26, Marcelo Ebrard envió a la Asamblea Legislativa un proyecto de Ley de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia para el Distrito Federal, que incorpora la figura de violencia contra los derechos reproductivos. Ciertamente, esta iniciativa contiene bastantes aspecto muy loables para la defensa de la mujer, pero tiene un déficit importante en cuanto a los derechos del nascituro.
Si se aprueba esta ley, será un delito violentar a una mujer para que decida tener o perder un hijo en contra de su voluntad. Este aspecto de la nueva legislación es muy novedoso, pues hasta ahora no se castiga a quien coacciona a una mujer para tener un hijo o para abortarlo. De esta manera, se protege la libertad de la mujer en un aspecto fundamental de su vida. Pero tutelar la libertad de la madre no debe implicar privar de la vida al no nato.
Aunque la información dada a la prensa no establece el procedimiento a seguir en el caso de que una mujer haya concebido contra su voluntad (si debe tener al bebé o abortarlo), la nueva iniciativa legislativa sí promueve que, para que las mujeres puedan decidir libre, responsable y voluntariamente el número y espaciamiento de sus hijos, tengan acceso tanto a los métodos anticonceptivos, entre ellos la “pastilla del día siguiente”, como al aborto legal antes de las 12 semanas de gestación.
Si observamos con atención, el proyecto de ley considera como violencia que la mujer no tenga acceso a la píldora del día siguiente y al aborto. Esto significa que nada ni nadie puede defender al engendrado que aún no ha nacido, porque impedir que la mujer aborte sería equivalente a violentarla, según esta ley. Esta iniciativa parlamentaria ha optado por defender la libertad de elección de la madre, por encima de la vida del nuevo ser humano. Y, además, ha puesto un blindaje a esa decisión porque cualquiera que intente impedirlo será procesado por “violentar” a esa mujer. De manera que, en caso de aprobarse esa ley, defender al no nacido será un delito.
La propuesta en cuestión se enfrentará a múltiples problemas. Como es sabido, hay una jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que sostiene que nuestra Constitución política establece el derecho a la vida desde su concepción. El proyecto de Ebrard niega este derecho fundamental. Otro problema que supone este proyecto es que contrapone el derecho a la objeción de conciencia y el derecho a la no violencia a las mujeres: si un médico se niega a practicar un aborto por motivos de conciencia, estaría cometiendo un delito de violencia, según esta ley. Pero en realidad esta disposición legal estaría violentando la conciencia del galeno.
Necesitamos que los mexicanos nos pongamos a razonar seriamente, dejando a un lado los apasionamientos. ¿Por qué damos por supuesto que la libertad de la madre y la vida del hijo son valores opuestos? Aceptar esta dialéctica destruye a cada mujer, a cada hombre y a nuestro País. Esta propuesta de ley hace una opción arbitraria por la libertad, porque pone la libertad por encima de la vida. Hace falta una norma que ponga en armonía la libertad y la vida; necesitamos no una libertad intocable, sino una libertad que elija la vida. La clave de la solución no radica en aprobar el aborto para quien lo solicite, sino que consiste en educar la libertad para que escoja lo que es verdadero: que la vida humana es don inalienable desde la concepción.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
www.columnafeyrazon.blogspot.com
Publicado el 30 de septiembre de 2007
Ingresan al debate público los “derechos de procreación”. El pasado día 26, Marcelo Ebrard envió a la Asamblea Legislativa un proyecto de Ley de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia para el Distrito Federal, que incorpora la figura de violencia contra los derechos reproductivos. Ciertamente, esta iniciativa contiene bastantes aspecto muy loables para la defensa de la mujer, pero tiene un déficit importante en cuanto a los derechos del nascituro.
Si se aprueba esta ley, será un delito violentar a una mujer para que decida tener o perder un hijo en contra de su voluntad. Este aspecto de la nueva legislación es muy novedoso, pues hasta ahora no se castiga a quien coacciona a una mujer para tener un hijo o para abortarlo. De esta manera, se protege la libertad de la mujer en un aspecto fundamental de su vida. Pero tutelar la libertad de la madre no debe implicar privar de la vida al no nato.
Aunque la información dada a la prensa no establece el procedimiento a seguir en el caso de que una mujer haya concebido contra su voluntad (si debe tener al bebé o abortarlo), la nueva iniciativa legislativa sí promueve que, para que las mujeres puedan decidir libre, responsable y voluntariamente el número y espaciamiento de sus hijos, tengan acceso tanto a los métodos anticonceptivos, entre ellos la “pastilla del día siguiente”, como al aborto legal antes de las 12 semanas de gestación.
Si observamos con atención, el proyecto de ley considera como violencia que la mujer no tenga acceso a la píldora del día siguiente y al aborto. Esto significa que nada ni nadie puede defender al engendrado que aún no ha nacido, porque impedir que la mujer aborte sería equivalente a violentarla, según esta ley. Esta iniciativa parlamentaria ha optado por defender la libertad de elección de la madre, por encima de la vida del nuevo ser humano. Y, además, ha puesto un blindaje a esa decisión porque cualquiera que intente impedirlo será procesado por “violentar” a esa mujer. De manera que, en caso de aprobarse esa ley, defender al no nacido será un delito.
La propuesta en cuestión se enfrentará a múltiples problemas. Como es sabido, hay una jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que sostiene que nuestra Constitución política establece el derecho a la vida desde su concepción. El proyecto de Ebrard niega este derecho fundamental. Otro problema que supone este proyecto es que contrapone el derecho a la objeción de conciencia y el derecho a la no violencia a las mujeres: si un médico se niega a practicar un aborto por motivos de conciencia, estaría cometiendo un delito de violencia, según esta ley. Pero en realidad esta disposición legal estaría violentando la conciencia del galeno.
Necesitamos que los mexicanos nos pongamos a razonar seriamente, dejando a un lado los apasionamientos. ¿Por qué damos por supuesto que la libertad de la madre y la vida del hijo son valores opuestos? Aceptar esta dialéctica destruye a cada mujer, a cada hombre y a nuestro País. Esta propuesta de ley hace una opción arbitraria por la libertad, porque pone la libertad por encima de la vida. Hace falta una norma que ponga en armonía la libertad y la vida; necesitamos no una libertad intocable, sino una libertad que elija la vida. La clave de la solución no radica en aprobar el aborto para quien lo solicite, sino que consiste en educar la libertad para que escoja lo que es verdadero: que la vida humana es don inalienable desde la concepción.
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domingo, 16 de septiembre de 2007
Jesús de Nazaret, entre la fe y la historia
Luis-Fernando Valdés
Publicado el 16 de septiembre de 2007
Ya que estos días patrios nos dan un descanso, que podemos aprovechar para cultivar el espíritu, aprovecho para sugerirle un buen libro escrito por Benedicto XVI, que recientemente ha sido publicado en nuestra lengua. Titulado “Jesús de Nazaret”, se trata de una investigación desarrollada durante años por el Teólogo Ratzinger, que presenta a Jesús como un ser histórico digno de fe, superando la visión meramente mítica del Nazareno.
Es un escrito profundo, en el que el Papa alemán sale al paso de una dicotomía que surgió en el exégesis bíblica de la segunda parte del siglo pasado. Era una visión que separaba al “Jesús de la historia” del “Cristo de la fe”. Algunos autores, que empleaban métodos histórico-críticos para estudiar el origen de los textos bíblicos, afirmaban que la figura de Jesús, presentada por los Evangelios era la de un revolucionario anti-romano o la de un humilde moralista, que poco tenía que ver con el Cristo, el Hijo de Dios, presentado por la Iglesia primitiva. Por eso, decían que la fe en que Jesús es Dios no se podía apoyar en la razón, porque su divinidad no sería un hecho histórico sino una invención, producida por la devoción de sus primeros seguidores.
Ese método de investigación es muy importante para conocer la formación de los textos bíblicos, el sentido literal que tenían cuando se escribieron, el contexto donde vivían los escritores sagrados, etc. Pero tiene límites, porque no puede verificar empíricamente la existencia de hechos sobrenaturales, que muchos testigos presenciaron y cuyo testimonio los evangelistas pusieron por escrito. Esos testigos dan fe que Jesús se presenta como Dios. Y en este libro, el Obispo de Roma parte de que si no se toma en cuenta la divinidad de Jesús, su persona se hace fugaz, irreal, inexplicable. Más aún, sin su divinidad, no se puede entender nada sobre Él; en cambio, si se toma como punto de partida, Jesús se hace presente a nosotros también hoy.
Benedicto XVI insiste en la dimensión histórica de la vida de Jesús. Pues para la fe bíblica es fundamental la referencia a los hechos históricos reales. La fe no cuenta la historia como un conjunto de símbolos, sino que se funda en la historia que ha sucedido en la superficie de la historia. De modo que los Evangelios no tratan de revestir de carne al misterioso Hijo de Dios aparecido en la Tierra, sino que Él mismo se hizo en verdad humano como nosotros.
El Papa Ratzinger intenta en su escrito “presentar el Jesús del Evangelio cono el Jesús real, como el ‘Jesús histórico’ en el sentido verdadero y propio”. Y explica que esta figura que no separa al Cristo de la fe del Jesús de la historia “es mucho más lógica y desde el punto de vista histórico es también más comprensible” que las reconstrucciones presentadas por los métodos que buscan únicamente el origen del texto bíblico. Sólo el Jesús de los Evangelios es “una figura históricamente sensata y convincente”.
Leer este libro va mucho más allá que proporcionar información actualizada sobre la exégesis bíblica contemporánea. Tampoco es un escrito devocional. Se trata de un texto que busca mostrar al lector que Jesús de Nazaret es el Dios en el que creemos los cristianos. Parece de Perogrullo, pero hoy día está oscurecida esta verdad que es el fundamento del cristianismo: Jesucristo es el Dios verdadero, que se hizo humano como nosotros para compartir nuestra vida, para mostrar el amor del Dios por el hombre, para enseñarnos el camino de la felicidad, mediante el amor a Dios y al prójimo. Se lo recomiendo mucho.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
Publicado el 16 de septiembre de 2007
Ya que estos días patrios nos dan un descanso, que podemos aprovechar para cultivar el espíritu, aprovecho para sugerirle un buen libro escrito por Benedicto XVI, que recientemente ha sido publicado en nuestra lengua. Titulado “Jesús de Nazaret”, se trata de una investigación desarrollada durante años por el Teólogo Ratzinger, que presenta a Jesús como un ser histórico digno de fe, superando la visión meramente mítica del Nazareno.
Es un escrito profundo, en el que el Papa alemán sale al paso de una dicotomía que surgió en el exégesis bíblica de la segunda parte del siglo pasado. Era una visión que separaba al “Jesús de la historia” del “Cristo de la fe”. Algunos autores, que empleaban métodos histórico-críticos para estudiar el origen de los textos bíblicos, afirmaban que la figura de Jesús, presentada por los Evangelios era la de un revolucionario anti-romano o la de un humilde moralista, que poco tenía que ver con el Cristo, el Hijo de Dios, presentado por la Iglesia primitiva. Por eso, decían que la fe en que Jesús es Dios no se podía apoyar en la razón, porque su divinidad no sería un hecho histórico sino una invención, producida por la devoción de sus primeros seguidores.
Ese método de investigación es muy importante para conocer la formación de los textos bíblicos, el sentido literal que tenían cuando se escribieron, el contexto donde vivían los escritores sagrados, etc. Pero tiene límites, porque no puede verificar empíricamente la existencia de hechos sobrenaturales, que muchos testigos presenciaron y cuyo testimonio los evangelistas pusieron por escrito. Esos testigos dan fe que Jesús se presenta como Dios. Y en este libro, el Obispo de Roma parte de que si no se toma en cuenta la divinidad de Jesús, su persona se hace fugaz, irreal, inexplicable. Más aún, sin su divinidad, no se puede entender nada sobre Él; en cambio, si se toma como punto de partida, Jesús se hace presente a nosotros también hoy.
Benedicto XVI insiste en la dimensión histórica de la vida de Jesús. Pues para la fe bíblica es fundamental la referencia a los hechos históricos reales. La fe no cuenta la historia como un conjunto de símbolos, sino que se funda en la historia que ha sucedido en la superficie de la historia. De modo que los Evangelios no tratan de revestir de carne al misterioso Hijo de Dios aparecido en la Tierra, sino que Él mismo se hizo en verdad humano como nosotros.
El Papa Ratzinger intenta en su escrito “presentar el Jesús del Evangelio cono el Jesús real, como el ‘Jesús histórico’ en el sentido verdadero y propio”. Y explica que esta figura que no separa al Cristo de la fe del Jesús de la historia “es mucho más lógica y desde el punto de vista histórico es también más comprensible” que las reconstrucciones presentadas por los métodos que buscan únicamente el origen del texto bíblico. Sólo el Jesús de los Evangelios es “una figura históricamente sensata y convincente”.
Leer este libro va mucho más allá que proporcionar información actualizada sobre la exégesis bíblica contemporánea. Tampoco es un escrito devocional. Se trata de un texto que busca mostrar al lector que Jesús de Nazaret es el Dios en el que creemos los cristianos. Parece de Perogrullo, pero hoy día está oscurecida esta verdad que es el fundamento del cristianismo: Jesucristo es el Dios verdadero, que se hizo humano como nosotros para compartir nuestra vida, para mostrar el amor del Dios por el hombre, para enseñarnos el camino de la felicidad, mediante el amor a Dios y al prójimo. Se lo recomiendo mucho.
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domingo, 9 de septiembre de 2007
Festival de la vida
Luis-Fernando Valdés
Publicado el 9 de septiembre de 2007
Ayer sábado, el Estadio Corregidora estuvo de fiesta. Miles y miles de queretanos se reunieron para celebrar un evento que, hoy día, más que motivo de júbilo es causa de división: la vida humana. Pero mientras muchos se juntan para exaltar el don de la vida humana, otros quizá no pocos, promueven una cultura en sentido contrario. Es curioso que nuestra sociedad ha cobrado conciencia del respeto debido a la naturaleza y, a la vez, ha devaluado su respeto por la vida humana.
Ha surgido una cultura contraria a la vida. No es una mera frase. Si analizamos el debate internacional de los últimos años, observamos una serie de atentados contra la vida humana, como la anticoncepción, la esterilización, el aborto, la procreación artificial, la producción de embriones humanos, sujetos a manipulación o a destrucción, y la eutanasia. El asesinato del hombre inocente no es novedad, pues sucede desde la antigüedad; en cambio, lo que sí es reciente y más grave es la legalización de estos crímenes contra la vida, como si fueran “un derecho”.
Cuando la muerte del inocente y del desvalido se convierten en norma jurídica, es señal de que para la cultura contemporánea la vida ya no es un valor. La historia reciente nos muestra hechos que demuestran con claridad cómo las políticas y las legislaciones contrarias a la vida están llevando a las sociedades hacia la decadencia moral, demográfica y económica.
La vida humana ya no es el valor primero y fundamental que protege el derecho. Ahora tiene prioridad el derecho a “escoger” si se deja vivir o no al nascituro, al minusválido, al enfermo terminal. Es un cambio de paradigma, tan importante como el que protagonizó Copérnico, cuando anunció que era la Tierra la giraba alrededor del Sol. Nuestra civilización está imperceptiblemente deslizándose del “don de la vida” a la “voluntad de poder”. El hombre deja de recibir la vida como un regalo divino, y se convierte en un ser poderoso que decide quién puede o no vivir.
Los humanos festejamos públicamente lo que amamos, lo que nos da identidad, lo que nos enorgullece como ciudadanos de una misma patria, lo que nos une. Por eso, es llamativo que no haya una fiesta nacional por la vida humana, como si nacer y vivir no fueran valores dignos de ser celebrados. Esto es señal de un cambio de mentalidad en la sociedad mexicana. Sin llamarse a sí misma “cultura de la muerte”, ya ha cobrado derecho de ciudadanía una corriente que ve la vida como un decisión y no como un don, como un posible estorbo más que como la grandeza de nuestra nación.
Celebrar la vida es un momento importante para sentar las bases de una mentalidad de la vida. Pero quedan dos pasos muy importantes para formar esta nueva cultura. Uno es fomentar la reflexión y el diálogo con todos los que reconocen que el auténtico progreso de la sociedad se funda en la salvaguardia incondicional de la vida humana.
Y el otro consiste en eliminar el delito legalizado, o al menos limitar el daño de esas leyes. Se trata de mantener viva la conciencia del deber radical de respetar el derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural de todo ser humano, aunque sea el último y el menos dotado. Pero como la norma es precedida por la costumbre, la modificación de las leyes tiene que ir antecedida y acompañada por la modificación de la mentalidad y las costumbres a gran escala. Y, por eso, un evento como el “Festival por la vida” es un hito no pequeño en este cambio de sensibilidad favorable a la vida humana.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
Publicado el 9 de septiembre de 2007
Ayer sábado, el Estadio Corregidora estuvo de fiesta. Miles y miles de queretanos se reunieron para celebrar un evento que, hoy día, más que motivo de júbilo es causa de división: la vida humana. Pero mientras muchos se juntan para exaltar el don de la vida humana, otros quizá no pocos, promueven una cultura en sentido contrario. Es curioso que nuestra sociedad ha cobrado conciencia del respeto debido a la naturaleza y, a la vez, ha devaluado su respeto por la vida humana.
Ha surgido una cultura contraria a la vida. No es una mera frase. Si analizamos el debate internacional de los últimos años, observamos una serie de atentados contra la vida humana, como la anticoncepción, la esterilización, el aborto, la procreación artificial, la producción de embriones humanos, sujetos a manipulación o a destrucción, y la eutanasia. El asesinato del hombre inocente no es novedad, pues sucede desde la antigüedad; en cambio, lo que sí es reciente y más grave es la legalización de estos crímenes contra la vida, como si fueran “un derecho”.
Cuando la muerte del inocente y del desvalido se convierten en norma jurídica, es señal de que para la cultura contemporánea la vida ya no es un valor. La historia reciente nos muestra hechos que demuestran con claridad cómo las políticas y las legislaciones contrarias a la vida están llevando a las sociedades hacia la decadencia moral, demográfica y económica.
La vida humana ya no es el valor primero y fundamental que protege el derecho. Ahora tiene prioridad el derecho a “escoger” si se deja vivir o no al nascituro, al minusválido, al enfermo terminal. Es un cambio de paradigma, tan importante como el que protagonizó Copérnico, cuando anunció que era la Tierra la giraba alrededor del Sol. Nuestra civilización está imperceptiblemente deslizándose del “don de la vida” a la “voluntad de poder”. El hombre deja de recibir la vida como un regalo divino, y se convierte en un ser poderoso que decide quién puede o no vivir.
Los humanos festejamos públicamente lo que amamos, lo que nos da identidad, lo que nos enorgullece como ciudadanos de una misma patria, lo que nos une. Por eso, es llamativo que no haya una fiesta nacional por la vida humana, como si nacer y vivir no fueran valores dignos de ser celebrados. Esto es señal de un cambio de mentalidad en la sociedad mexicana. Sin llamarse a sí misma “cultura de la muerte”, ya ha cobrado derecho de ciudadanía una corriente que ve la vida como un decisión y no como un don, como un posible estorbo más que como la grandeza de nuestra nación.
Celebrar la vida es un momento importante para sentar las bases de una mentalidad de la vida. Pero quedan dos pasos muy importantes para formar esta nueva cultura. Uno es fomentar la reflexión y el diálogo con todos los que reconocen que el auténtico progreso de la sociedad se funda en la salvaguardia incondicional de la vida humana.
Y el otro consiste en eliminar el delito legalizado, o al menos limitar el daño de esas leyes. Se trata de mantener viva la conciencia del deber radical de respetar el derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural de todo ser humano, aunque sea el último y el menos dotado. Pero como la norma es precedida por la costumbre, la modificación de las leyes tiene que ir antecedida y acompañada por la modificación de la mentalidad y las costumbres a gran escala. Y, por eso, un evento como el “Festival por la vida” es un hito no pequeño en este cambio de sensibilidad favorable a la vida humana.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
domingo, 2 de septiembre de 2007
Los contrasentidos del mes patrio
Luis-Fernando Valdés
Publicado el 2 de septiembre de 2007
Iniciamos el mes de la Patria, con una expectativa inusual sobre el llamado “ritual” del Informe del Presidente de la República. Lo demás sigue igual: vendedores de banderitas y rehiletes tricolores, preparativos de verbenas populares en las plazas… Pero ¿qué es lo que festejamos? ¿un lugar? ¿un evento? ¿unos héroes? Todos afirmamos con entusiasmo que somos mexicanos, pero quizá pocos nos detenemos a reflexionar qué significa celebrar a nuestra Patria.
Los humanos manifestamos nuestro amor hacia alguien realizando una fiesta. Tratamos de mostrar así que una persona tiene especial importancia para nosotros. Celebrar el cumpleaños con un sencillo pastel o con una fiesta de quince años, le expresamos a nuestro ser querido un mensaje muy claro: “es muy importante para mí que existas”. Festejamos a quien amamos. (Quizá por eso los “colados” a las fiestas caen bastante mal: a ellos no les importa la persona festejada, sino sólo el alcohol y la música).
Y si celebramos a la patria, es señal de que es una realidad muy especial para todos los que hemos nacido o hemos vivida en ella. Los clásicos relacionaban el amor a la patria con los vínculos familiares, y los expresaban juntos en una sola virtud: la piedad. Cicerón la definía como “aquella por la que se ofrece un servicio y culto diligente a quienes nos están unidos en la sangre y en el amor a la patria”. Y un gran Pensador medieval enseñaba que “así como pertenece a la religión mostrar el culto a Dios, en segundo grado pertenece a la piedad mostrar el culto a los padres y a la patria”.
El amor a la patria tiene sentido, ya que es similar al amor a los propios padres. En cierto modo, la patria es principio de nuestra existencia. Haber nacido y haber vivido en un lugar, haber sido acogidos y cuidados por determinadas personas nos marcan para siempre. Ese conjunto de vivencias forman parte de nuestra definición como humanos, de nuestra identidad, de nuestro modo de ser, de nuestro retrato interior. Son nuestro punto de referencia para toda la vida. Por eso, patria y padre tienen la misma raíz etimológica. Por eso, festejamos a nuestros padres y a la tierra donde nacimos.
.
Tiene sentido hacer fiesta por la patria, porque es principio de nuestras experiencias vitales. En otras palabras, marco que encuadra las celebraciones de una nación es orden ético, que mira a que seamos mejores ciudadanos. Sin embargo, nuestro mes de celebraciones suele olvidar este punto de referencia. En la práctica, muchas de nuestros eventos septembrinos son más bien la exaltación de una preferencia política, o una ocasión de consumo y turismo.
Tomar ocasión de la patria para hacer publicidad político-partidista, sólo lleva la división y a un nacionalismo fanático. Se trata de una falsedad, porque las experiencias vitales no nos las han dado nuestras preferencias políticas, sino que nos han venido por tener comunión en historia, cultura, costumbres, lengua y, en ocasiones también, en religión.
Celebrar a nuestra Patria significa honrarla como se honra a los propios padres, respetarla como se respeta los propios progenitores. Es decir, sentirnos mexicanos sólo tiene sentido si nos comprometemos a respetar y honrar nuestras raíces comunes. Pero, ¿cuántos de los que irán a “dar el grito” se sentirán auténtica comprometidos a hablar mejor nuestra lengua castellana, a erradicar la corrupción, a respetar las leyes, a trabajar con eficacia, a estudiar con honradez, a conservar su familia unida?
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
Publicado el 2 de septiembre de 2007
Iniciamos el mes de la Patria, con una expectativa inusual sobre el llamado “ritual” del Informe del Presidente de la República. Lo demás sigue igual: vendedores de banderitas y rehiletes tricolores, preparativos de verbenas populares en las plazas… Pero ¿qué es lo que festejamos? ¿un lugar? ¿un evento? ¿unos héroes? Todos afirmamos con entusiasmo que somos mexicanos, pero quizá pocos nos detenemos a reflexionar qué significa celebrar a nuestra Patria.
Los humanos manifestamos nuestro amor hacia alguien realizando una fiesta. Tratamos de mostrar así que una persona tiene especial importancia para nosotros. Celebrar el cumpleaños con un sencillo pastel o con una fiesta de quince años, le expresamos a nuestro ser querido un mensaje muy claro: “es muy importante para mí que existas”. Festejamos a quien amamos. (Quizá por eso los “colados” a las fiestas caen bastante mal: a ellos no les importa la persona festejada, sino sólo el alcohol y la música).
Y si celebramos a la patria, es señal de que es una realidad muy especial para todos los que hemos nacido o hemos vivida en ella. Los clásicos relacionaban el amor a la patria con los vínculos familiares, y los expresaban juntos en una sola virtud: la piedad. Cicerón la definía como “aquella por la que se ofrece un servicio y culto diligente a quienes nos están unidos en la sangre y en el amor a la patria”. Y un gran Pensador medieval enseñaba que “así como pertenece a la religión mostrar el culto a Dios, en segundo grado pertenece a la piedad mostrar el culto a los padres y a la patria”.
El amor a la patria tiene sentido, ya que es similar al amor a los propios padres. En cierto modo, la patria es principio de nuestra existencia. Haber nacido y haber vivido en un lugar, haber sido acogidos y cuidados por determinadas personas nos marcan para siempre. Ese conjunto de vivencias forman parte de nuestra definición como humanos, de nuestra identidad, de nuestro modo de ser, de nuestro retrato interior. Son nuestro punto de referencia para toda la vida. Por eso, patria y padre tienen la misma raíz etimológica. Por eso, festejamos a nuestros padres y a la tierra donde nacimos.
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Tiene sentido hacer fiesta por la patria, porque es principio de nuestras experiencias vitales. En otras palabras, marco que encuadra las celebraciones de una nación es orden ético, que mira a que seamos mejores ciudadanos. Sin embargo, nuestro mes de celebraciones suele olvidar este punto de referencia. En la práctica, muchas de nuestros eventos septembrinos son más bien la exaltación de una preferencia política, o una ocasión de consumo y turismo.
Tomar ocasión de la patria para hacer publicidad político-partidista, sólo lleva la división y a un nacionalismo fanático. Se trata de una falsedad, porque las experiencias vitales no nos las han dado nuestras preferencias políticas, sino que nos han venido por tener comunión en historia, cultura, costumbres, lengua y, en ocasiones también, en religión.
Celebrar a nuestra Patria significa honrarla como se honra a los propios padres, respetarla como se respeta los propios progenitores. Es decir, sentirnos mexicanos sólo tiene sentido si nos comprometemos a respetar y honrar nuestras raíces comunes. Pero, ¿cuántos de los que irán a “dar el grito” se sentirán auténtica comprometidos a hablar mejor nuestra lengua castellana, a erradicar la corrupción, a respetar las leyes, a trabajar con eficacia, a estudiar con honradez, a conservar su familia unida?
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
domingo, 26 de agosto de 2007
Ley del aborto: ciencia vs ética
Luis-Fernando Valdés
La Suprema Corte de Justicia de la Nación sigue su investigación para resolver la controversia constitucional que surgió con la aprobación de la Ley del aborto, por parte de la Asamblea Legislativa de la Ciudad de México. El ministro Salvador Aguirre Anguiano citó a cinco especialista de prestigio internacional y les aplicó, a puerta cerrada, un cuestionario de 40 preguntas con el fin de obtener información científica sobre el aborto, y así elaborar su sentencia. El tipo de preguntas hace ver que el derecho tienen que recurrir no sólo a la ciencia sino también a la ética, si se quiere resolver adecuadamente el problema de la aborto.
Esta diligencia fue parte del trámite de las acciones de inconstitucionalidad promovidas por la Procuraduría General de la República y la Comisión Nacional de Derechos Humanos contra la reforma que despenalizó el aborto voluntario en el Distrito Federal. El ministro Aguirre Anguiano pidió sus puntos de vista a los doctores Jesús Kumate, ex secretario de Salud; María Cristina Márquez, investigadora de Embriología de la UNAM; Fabio Salamanca, jefe de la Unidad de Investigación en Genética Humana del Centro Médico Siglo XXI; Rubén Lisker, ex miembro del Comité Internacional de Bioética de la UNESCO, y al doctor en bioquímica Ricardo Tapia, del Instituto de Fisiología Celular de la UNAM.
El ministro preguntó, entre otros temas, a los peritos médicos: ¿qué es la conciencia?, ¿a qué edad un lactante alcanza la autonomía nutritiva? ¿qué funciones vitales realiza un feto de 12 semanas de gestación y cuáles son sus diferencias con uno de 13 semanas? ¿un autista es humano? ¿la experiencia de dolor es una sine qua non del ser humano? ¿un paralítico cerebral sin autonomía alimentaria es humano?
Estas preguntas conducen hacia el tema del inicio de la vida, que es la clave para el juicio de anticonstitucionalidad, ya que la definición de embarazo determinada por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal en la reforma al Código Penal afirma que “el embarazo es la parte del proceso de la reproducción humana que comienza con la implantación del embrión en el endometrio". En otras palabras, para la ALDF, el embarazo no inicia con la concepción. En cambio la jurisprudencia emitida en 2002 por la Suprema Corte señala que la Constitución protege la vida "desde la concepción".
El cuestionario busca confrontar los datos científicos que prueben o nieguen que desde la concepción se genera un ser independiente y único, que tiene una vida autónoma y que, a pesar de no poder valerse por sí mismo, no pierde su condición humana. Pero los datos meramente científicos poco pueden aportar al derecho. No basta que la embriología afirme que hay genes humanos en el cigoto, antes de la anidación. Hace falta una visión moral, que lleve a interpretar ese dato: que en ese cigoto ya hay vida humana, que ya es un ser humano, y por eso un sujeto de derechos que se debe respetar.
Cuando la ALDF afirma que el “embarazo” inicia en la implantación, está empleando un sofisma. Toma una de las etapas del desarrollo embrionario, y declara que ahí inicia el embarazo. ¿Por qué no declarar que inicia en la primera etapa, cuando se unen los gametos? ¿O en la última, cuando el embrión ya está totalmente formado? El sofisma consiste en tomar un dato científico, y arbitrariamente hacer una consideración ética: “antes no es humano”. Por eso, no basta el mero dato biológico, sino que siempre se debe armonizar con el dato ético, y éste debe ser protegido por el ordenamiento jurídico.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
La Suprema Corte de Justicia de la Nación sigue su investigación para resolver la controversia constitucional que surgió con la aprobación de la Ley del aborto, por parte de la Asamblea Legislativa de la Ciudad de México. El ministro Salvador Aguirre Anguiano citó a cinco especialista de prestigio internacional y les aplicó, a puerta cerrada, un cuestionario de 40 preguntas con el fin de obtener información científica sobre el aborto, y así elaborar su sentencia. El tipo de preguntas hace ver que el derecho tienen que recurrir no sólo a la ciencia sino también a la ética, si se quiere resolver adecuadamente el problema de la aborto.
Esta diligencia fue parte del trámite de las acciones de inconstitucionalidad promovidas por la Procuraduría General de la República y la Comisión Nacional de Derechos Humanos contra la reforma que despenalizó el aborto voluntario en el Distrito Federal. El ministro Aguirre Anguiano pidió sus puntos de vista a los doctores Jesús Kumate, ex secretario de Salud; María Cristina Márquez, investigadora de Embriología de la UNAM; Fabio Salamanca, jefe de la Unidad de Investigación en Genética Humana del Centro Médico Siglo XXI; Rubén Lisker, ex miembro del Comité Internacional de Bioética de la UNESCO, y al doctor en bioquímica Ricardo Tapia, del Instituto de Fisiología Celular de la UNAM.
El ministro preguntó, entre otros temas, a los peritos médicos: ¿qué es la conciencia?, ¿a qué edad un lactante alcanza la autonomía nutritiva? ¿qué funciones vitales realiza un feto de 12 semanas de gestación y cuáles son sus diferencias con uno de 13 semanas? ¿un autista es humano? ¿la experiencia de dolor es una sine qua non del ser humano? ¿un paralítico cerebral sin autonomía alimentaria es humano?
Estas preguntas conducen hacia el tema del inicio de la vida, que es la clave para el juicio de anticonstitucionalidad, ya que la definición de embarazo determinada por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal en la reforma al Código Penal afirma que “el embarazo es la parte del proceso de la reproducción humana que comienza con la implantación del embrión en el endometrio". En otras palabras, para la ALDF, el embarazo no inicia con la concepción. En cambio la jurisprudencia emitida en 2002 por la Suprema Corte señala que la Constitución protege la vida "desde la concepción".
El cuestionario busca confrontar los datos científicos que prueben o nieguen que desde la concepción se genera un ser independiente y único, que tiene una vida autónoma y que, a pesar de no poder valerse por sí mismo, no pierde su condición humana. Pero los datos meramente científicos poco pueden aportar al derecho. No basta que la embriología afirme que hay genes humanos en el cigoto, antes de la anidación. Hace falta una visión moral, que lleve a interpretar ese dato: que en ese cigoto ya hay vida humana, que ya es un ser humano, y por eso un sujeto de derechos que se debe respetar.
Cuando la ALDF afirma que el “embarazo” inicia en la implantación, está empleando un sofisma. Toma una de las etapas del desarrollo embrionario, y declara que ahí inicia el embarazo. ¿Por qué no declarar que inicia en la primera etapa, cuando se unen los gametos? ¿O en la última, cuando el embrión ya está totalmente formado? El sofisma consiste en tomar un dato científico, y arbitrariamente hacer una consideración ética: “antes no es humano”. Por eso, no basta el mero dato biológico, sino que siempre se debe armonizar con el dato ético, y éste debe ser protegido por el ordenamiento jurídico.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
domingo, 19 de agosto de 2007
Educación sexual ¿derecho de los padres?
Luis-Fernando Valdés
De vuelta a la escuela, envueltos en polémicas. En esta semana que inicia, los estudiantes de Secundaria recibirán sus libros nuevos y, entre ellos, el de Biología I, que incluye temas de educación sexual. Por una parte, el miércoles pasado (15.VIII.07) la Unión Nacional de Padres de Familia manifestó su desacuerdo con estos nuevos textos. Y por otra, la Secretaría de Educación del Distrito Federal anunció antier (17.VIII.07) que en tres semanas distribuirá un libro sobre sexualidad con autorización o no de la SEP. De esta manera ha vuelto a surgir una dialéctica entre los padres de familia y el Estado sobre la educación de los hijos. ¿Quién tiene verdadero derecho a educar a los mexicanos: sus progenitores o el Estado?
Ante los declaraciones de padres de familia incorfomes, ha surgido algunas voces que han intentado descalificarlos, tildándolos de cerrados. Y estas opiniones han eclipsado el problema de fondo. El tema central de la educación sexual radica en quién posee el derecho a la educación de los hijos, no en la apertura o cerrazón de los padres respecto al sexo.
Los padres de familia son los titulares del derecho a educar a sus hijos según sus convicciones. Así lo establece la Declaración Universal de los Derechos Humanos, firmada por nuestro País, en su artículo 26, que indica que “toda persona tiene derecho a la educación”, y que “los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”. En primer lugar, esta Declaración afirma la primacía de los padres en el ejercicio del derecho del que son titulares: son ellos y o el Estado, otras entidades, o terceras personas quienes pueden decidir preferentemente el tipo de educación que quieren para sus hijos. Cuando se habla de “tipo de educación”, el artículo 26 no se refiere sólo a las diversas opciones pedagógicas, sino también a sistemas educativos completos fundamentados en una determinada concepción filosófica, ideológica o religiosa de la realidad. En este sentido, se puede hablar de una educación diferenciada o mixta, y también a una educación cristiana, laica o neutra, atea, islámica, etc.
La educación no es un derecho del Estado. Cuando éste asume la carga de facilitar la enseñanza a la generalidad de los ciudadanos, no puede asegurar la oferta de todos los posibles tipos de educación demandados por los padres. Por eso, resulta necesario reconocer la enseñanza privada que ofrezca los distintos modelos que educación que solicitan los progenitores. Pero como la educación privada no es económicamente accesible a la mayoría de los ciudadanos, el Estado debe garantizar en su sistema educativo una educación “neutra” desde el punto de vista religioso e ideológico, para salvaguardar el pluralismo de la sociedad, y respetar las convicciones de los padres sobre el tipo de enseñanza que desean para sus hijos.
Cuando la educación sexual se propone dentro de una dialéctica entre ideologías, de modo casi imperceptible se atropella un derecho fundamental: el de la educación. Cuando el Estado elige, sin consultar a los padres de familia, qué tipo de educación sexual impartir, empobrece nivel cultural del País, porque conclucar un derecho básico es propio de una sociedad inculta. Por eso, imponer la educación sexual, incluso a nombre de la ciencia, es opuesto al Estado de derecho. Qué paradója: para hacer de México una nación más democrática se promueve una educación sexual liberal, pero se niega a sus ciudadanos un derecho fundamental.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
De vuelta a la escuela, envueltos en polémicas. En esta semana que inicia, los estudiantes de Secundaria recibirán sus libros nuevos y, entre ellos, el de Biología I, que incluye temas de educación sexual. Por una parte, el miércoles pasado (15.VIII.07) la Unión Nacional de Padres de Familia manifestó su desacuerdo con estos nuevos textos. Y por otra, la Secretaría de Educación del Distrito Federal anunció antier (17.VIII.07) que en tres semanas distribuirá un libro sobre sexualidad con autorización o no de la SEP. De esta manera ha vuelto a surgir una dialéctica entre los padres de familia y el Estado sobre la educación de los hijos. ¿Quién tiene verdadero derecho a educar a los mexicanos: sus progenitores o el Estado?
Ante los declaraciones de padres de familia incorfomes, ha surgido algunas voces que han intentado descalificarlos, tildándolos de cerrados. Y estas opiniones han eclipsado el problema de fondo. El tema central de la educación sexual radica en quién posee el derecho a la educación de los hijos, no en la apertura o cerrazón de los padres respecto al sexo.
Los padres de familia son los titulares del derecho a educar a sus hijos según sus convicciones. Así lo establece la Declaración Universal de los Derechos Humanos, firmada por nuestro País, en su artículo 26, que indica que “toda persona tiene derecho a la educación”, y que “los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”. En primer lugar, esta Declaración afirma la primacía de los padres en el ejercicio del derecho del que son titulares: son ellos y o el Estado, otras entidades, o terceras personas quienes pueden decidir preferentemente el tipo de educación que quieren para sus hijos. Cuando se habla de “tipo de educación”, el artículo 26 no se refiere sólo a las diversas opciones pedagógicas, sino también a sistemas educativos completos fundamentados en una determinada concepción filosófica, ideológica o religiosa de la realidad. En este sentido, se puede hablar de una educación diferenciada o mixta, y también a una educación cristiana, laica o neutra, atea, islámica, etc.
La educación no es un derecho del Estado. Cuando éste asume la carga de facilitar la enseñanza a la generalidad de los ciudadanos, no puede asegurar la oferta de todos los posibles tipos de educación demandados por los padres. Por eso, resulta necesario reconocer la enseñanza privada que ofrezca los distintos modelos que educación que solicitan los progenitores. Pero como la educación privada no es económicamente accesible a la mayoría de los ciudadanos, el Estado debe garantizar en su sistema educativo una educación “neutra” desde el punto de vista religioso e ideológico, para salvaguardar el pluralismo de la sociedad, y respetar las convicciones de los padres sobre el tipo de enseñanza que desean para sus hijos.
Cuando la educación sexual se propone dentro de una dialéctica entre ideologías, de modo casi imperceptible se atropella un derecho fundamental: el de la educación. Cuando el Estado elige, sin consultar a los padres de familia, qué tipo de educación sexual impartir, empobrece nivel cultural del País, porque conclucar un derecho básico es propio de una sociedad inculta. Por eso, imponer la educación sexual, incluso a nombre de la ciencia, es opuesto al Estado de derecho. Qué paradója: para hacer de México una nación más democrática se promueve una educación sexual liberal, pero se niega a sus ciudadanos un derecho fundamental.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
domingo, 12 de agosto de 2007
Mineros atrapados: los nuevos héroes
Luis-Fernando Valdés
Otra tragedia ocurrida a mexicanos migrantes. Aún teníamos en la mente a Artemio Trinidad Mena, guerrerense fallecido en el desplome de un puente de Minneapolis, Minnesota (EUA), cuando un derrumbe en la mina Crandall Canyon (Huntington, Utah, EUA) dejó atrapados a tres compatriotas nuestros, el pasado lunes 6 de este mes. Seguramente, hay centenares de mexicanos migrantes que sufren o mueren sin que nadie lo sepa, pero es muy importante que la opinión pública de ambos países ya cobre conciencia del drama en que viven millares de empleados ilegales. Por eso, las víctimas de Huntington nos dejan un valioso legado.
En la comunicación de masas, ocurre a veces que la percepción de una persona o de un grupo se polariza. Así, casi inevitablemente los políticos son relacionados con algún extremo: “izquierda” o “derecha”. Lo mismo ocurre con los migrantes, que pueden ser calificados fácilmente como un “problema”, una “crisis”, una “cuestión de seguridad nacional”, de modo que los trabajadores ilegales pueden ser percibidos como “gente mala” o “indeseada”.
Una mala imagen pública de los empleados ilegales puede justificar, ante los votantes, que se tomen medidas cada vez más duras contra los “espaldas mojadas”. También mediante este mismo fenómeno de opinión, se justifican a sí mismos las asociaciones de “cazamigrantes”, como “Minuteman”, que actúan como grupos para-policiales, para detener a los que atraviesan ilegalmente la frontera norteamericana. Se trata de un sofisma: como los migrantes son los “malos”, quienes los atrapan –del modo que sea– son los “buenos”.
Sin embargo, esta reciente tragedia de los mineros atrapados en UTA puede cambiar la percepción pública de los trabajadores indocumentados. En estos días, los pobladores de Huntington han salido a las calles para manifestar su solidaridad hacia los seis mineros atrapados, incluidos los tres mexicanos. Una ciudadana de la localidad afirmó que consideraba a esos tres migrantes como “gente de nuestra comunidad, porque ya son parte de nuestra historia”.
Además, un buen grupo de habitantes de Huntington ha acudido a las iglesias locales para rezar por los trabajadores atrapados en la mina. “Rezo por ellos todo el tiempo”, declaró una vecina de la comunidad, que conoce a dos de esos compatriotas nuestros. Y afirmó que ellos “han sido gente honesta y trabajadora, que paga sus factura a tiempo”. Ante esta tragedia, a la gente de Huntington no parece importarle que los mineros pudieran ser indocumentados. “No es su culpa”, aseguran, sino de los gobiernos de Estados Unidos y México. Curiosamente, esta situación de solidaridad coincide con el endurecimiento de medidas migratorias reveladas el pasado viernes, en un intento por enfrentar la contratación de indocumentados.
Deseamos que todos los esfuerzos para el rescate consigan llegar a tiempo hasta los mineros. Aunque las esperanzas de vida son escasas, el logro de estos tres migrantes ya es grande. Desde la oscuridad de la mina, estos tres mexicanos han hecho ver a la opinión pública que los trabajadores ilegales no son “los malos”, sino gente normal, que interactúa bien con los ciudadanos americanos, y que se han ganado la confianza de sus vecinos. Desde la soledad de los derrumbes, estos mineros nos dan una lección: todos podremos ayudar mucho a los migrantes, si contribuimos a difundir las historias de sacrificio y honestidad de nuestros paisanos, si damos a conocer las buenas noticias que muestran el lado humano, el rostro amable de los migrantes.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
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Otra tragedia ocurrida a mexicanos migrantes. Aún teníamos en la mente a Artemio Trinidad Mena, guerrerense fallecido en el desplome de un puente de Minneapolis, Minnesota (EUA), cuando un derrumbe en la mina Crandall Canyon (Huntington, Utah, EUA) dejó atrapados a tres compatriotas nuestros, el pasado lunes 6 de este mes. Seguramente, hay centenares de mexicanos migrantes que sufren o mueren sin que nadie lo sepa, pero es muy importante que la opinión pública de ambos países ya cobre conciencia del drama en que viven millares de empleados ilegales. Por eso, las víctimas de Huntington nos dejan un valioso legado.
En la comunicación de masas, ocurre a veces que la percepción de una persona o de un grupo se polariza. Así, casi inevitablemente los políticos son relacionados con algún extremo: “izquierda” o “derecha”. Lo mismo ocurre con los migrantes, que pueden ser calificados fácilmente como un “problema”, una “crisis”, una “cuestión de seguridad nacional”, de modo que los trabajadores ilegales pueden ser percibidos como “gente mala” o “indeseada”.
Una mala imagen pública de los empleados ilegales puede justificar, ante los votantes, que se tomen medidas cada vez más duras contra los “espaldas mojadas”. También mediante este mismo fenómeno de opinión, se justifican a sí mismos las asociaciones de “cazamigrantes”, como “Minuteman”, que actúan como grupos para-policiales, para detener a los que atraviesan ilegalmente la frontera norteamericana. Se trata de un sofisma: como los migrantes son los “malos”, quienes los atrapan –del modo que sea– son los “buenos”.
Sin embargo, esta reciente tragedia de los mineros atrapados en UTA puede cambiar la percepción pública de los trabajadores indocumentados. En estos días, los pobladores de Huntington han salido a las calles para manifestar su solidaridad hacia los seis mineros atrapados, incluidos los tres mexicanos. Una ciudadana de la localidad afirmó que consideraba a esos tres migrantes como “gente de nuestra comunidad, porque ya son parte de nuestra historia”.
Además, un buen grupo de habitantes de Huntington ha acudido a las iglesias locales para rezar por los trabajadores atrapados en la mina. “Rezo por ellos todo el tiempo”, declaró una vecina de la comunidad, que conoce a dos de esos compatriotas nuestros. Y afirmó que ellos “han sido gente honesta y trabajadora, que paga sus factura a tiempo”. Ante esta tragedia, a la gente de Huntington no parece importarle que los mineros pudieran ser indocumentados. “No es su culpa”, aseguran, sino de los gobiernos de Estados Unidos y México. Curiosamente, esta situación de solidaridad coincide con el endurecimiento de medidas migratorias reveladas el pasado viernes, en un intento por enfrentar la contratación de indocumentados.
Deseamos que todos los esfuerzos para el rescate consigan llegar a tiempo hasta los mineros. Aunque las esperanzas de vida son escasas, el logro de estos tres migrantes ya es grande. Desde la oscuridad de la mina, estos tres mexicanos han hecho ver a la opinión pública que los trabajadores ilegales no son “los malos”, sino gente normal, que interactúa bien con los ciudadanos americanos, y que se han ganado la confianza de sus vecinos. Desde la soledad de los derrumbes, estos mineros nos dan una lección: todos podremos ayudar mucho a los migrantes, si contribuimos a difundir las historias de sacrificio y honestidad de nuestros paisanos, si damos a conocer las buenas noticias que muestran el lado humano, el rostro amable de los migrantes.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
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domingo, 5 de agosto de 2007
Puentes derrumbados: las familias migrantes
Luis-Fernando Valdés
Esta semana nos conmovió por la muerte de Artemio Trinidad Mena (q.e.p.d), cuando se derrumbó un puente interestatal sobre el Río Mississippi, en Minneapolis (EUA), el 1 de agosto pasado. Se trata de un trabajador ilegal de origen mexicano, que dejó su familia en el Estado de Guerrero. Su viuda ha intentado, con escasez de medios, traer de vuelta a México el cuerpo de su marido. Hemos sido testigos no sólo del desplome de un puente para autos, sino también de la rotura de los puentes que unen a las familias de los migrantes.
Las noticias del pasado viernes nos presentaban la dura situación de la viuda del migrante fallecido. La Sra. Abundia Martínez Martínez contó a los medios que tenían cuatro hijos, de 9, 7 y 3 años, más una bebita de dos meses. Dijo también que su esposo llevaba ya diez años yendo a trabajar a Estados Unidos, y que ella apenas llevaba un año acompañándolo en el vecino país. Lo más dramático quizá es que los tres niños mayores viven con su abuela paterna en Ixcateopan de Cuauhtémoc, Guerrero.
Además de solidarizarnos con los familiares de nuestro compatriota, debemos reflexionar sobre la situación de las familias migrantes. Los hechos diarios parecen indicar que por el hecho de cruzar ilegalmente la frontera norte, las personas pierden su dignidad y tienen que sobrevivir a cualquier precio, incluido el de privarse de su familia. Pero en realidad, no debe ser así, porque los migrantes conservan siempre sus derechos humanos.
Tomemos como punto de partida para nuestra reflexión la “Carta de los derechos de las familias”, publicada por la Santa Sede, el 22 de octubre de 1983. Ese documento no es un tratado de teología, ni un código de conducta, ni tampoco una simple declaración de principios teóricos sobre la familia; más bien se trata de una formulación muy completa y ordenada de los derechos fundamentales inherentes a la familia, dirigida tanto a creyentes como no creyentes.
En el artículo 12 de ese documento, se propone a los Gobiernos de cada nación, que las familias de emigrantes “tienen derecho a la misma protección que se da a las otras familias”. Por esa razón, “los trabajadores emigrantes tienen el derecho de ver reunida su familia lo antes posible”, lo mismo que “los refugiados tienen derecho a la asistencia de las autoridades públicas y de las organizaciones internacionales que les facilite la reunión de sus familias”.
Si observamos atentamente, lo que dificulta que las familias de los migrantes vivan juntas es que este tema se enfoca con una óptica de economía y de política migratoria, pero no se considera como un problema de derechos humanos. Los gobiernos tienen que prever que la migración no se convierta en un problema de seguridad nacional, pero a la vez deben afrontar el costo social de las familias separadas: p. ej. el conyúge migrante puede fundar una nueva familia que quizá después puede abandonar al volver a su país de origen, y esto generará más familias disfuncionales, lo que a su vez es un factor de riesgo para la seguridad de una ciudad, etc.
Una vez más, tuvo que ocurrir una tragedia, para que pusiéramos nuestra atención en las familias separadas por la migración. Esta problemática atenta contra los derechos humanos. Esta situación es más peligrosa que el calentamiento de la Tierra, porque sin familias estables una sociedad está en riesgo de colapsar. ¿Habrá que esperar a que sigan cayendo puentes sobre los ríos, para cobrar conciencia de que es importante ayudar a que las familias de los migrantes vivan juntas?
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
Esta semana nos conmovió por la muerte de Artemio Trinidad Mena (q.e.p.d), cuando se derrumbó un puente interestatal sobre el Río Mississippi, en Minneapolis (EUA), el 1 de agosto pasado. Se trata de un trabajador ilegal de origen mexicano, que dejó su familia en el Estado de Guerrero. Su viuda ha intentado, con escasez de medios, traer de vuelta a México el cuerpo de su marido. Hemos sido testigos no sólo del desplome de un puente para autos, sino también de la rotura de los puentes que unen a las familias de los migrantes.
Las noticias del pasado viernes nos presentaban la dura situación de la viuda del migrante fallecido. La Sra. Abundia Martínez Martínez contó a los medios que tenían cuatro hijos, de 9, 7 y 3 años, más una bebita de dos meses. Dijo también que su esposo llevaba ya diez años yendo a trabajar a Estados Unidos, y que ella apenas llevaba un año acompañándolo en el vecino país. Lo más dramático quizá es que los tres niños mayores viven con su abuela paterna en Ixcateopan de Cuauhtémoc, Guerrero.
Además de solidarizarnos con los familiares de nuestro compatriota, debemos reflexionar sobre la situación de las familias migrantes. Los hechos diarios parecen indicar que por el hecho de cruzar ilegalmente la frontera norte, las personas pierden su dignidad y tienen que sobrevivir a cualquier precio, incluido el de privarse de su familia. Pero en realidad, no debe ser así, porque los migrantes conservan siempre sus derechos humanos.
Tomemos como punto de partida para nuestra reflexión la “Carta de los derechos de las familias”, publicada por la Santa Sede, el 22 de octubre de 1983. Ese documento no es un tratado de teología, ni un código de conducta, ni tampoco una simple declaración de principios teóricos sobre la familia; más bien se trata de una formulación muy completa y ordenada de los derechos fundamentales inherentes a la familia, dirigida tanto a creyentes como no creyentes.
En el artículo 12 de ese documento, se propone a los Gobiernos de cada nación, que las familias de emigrantes “tienen derecho a la misma protección que se da a las otras familias”. Por esa razón, “los trabajadores emigrantes tienen el derecho de ver reunida su familia lo antes posible”, lo mismo que “los refugiados tienen derecho a la asistencia de las autoridades públicas y de las organizaciones internacionales que les facilite la reunión de sus familias”.
Si observamos atentamente, lo que dificulta que las familias de los migrantes vivan juntas es que este tema se enfoca con una óptica de economía y de política migratoria, pero no se considera como un problema de derechos humanos. Los gobiernos tienen que prever que la migración no se convierta en un problema de seguridad nacional, pero a la vez deben afrontar el costo social de las familias separadas: p. ej. el conyúge migrante puede fundar una nueva familia que quizá después puede abandonar al volver a su país de origen, y esto generará más familias disfuncionales, lo que a su vez es un factor de riesgo para la seguridad de una ciudad, etc.
Una vez más, tuvo que ocurrir una tragedia, para que pusiéramos nuestra atención en las familias separadas por la migración. Esta problemática atenta contra los derechos humanos. Esta situación es más peligrosa que el calentamiento de la Tierra, porque sin familias estables una sociedad está en riesgo de colapsar. ¿Habrá que esperar a que sigan cayendo puentes sobre los ríos, para cobrar conciencia de que es importante ayudar a que las familias de los migrantes vivan juntas?
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
domingo, 29 de julio de 2007
Nichnamtic y la libertad religiosa
Luis-Fernando Valdés
Nichnamtic es el nombre de la comunidad chiapaneca del municipio de San Juan Chamula, donde se ha desarrollado un fuerte conflicto entre indígenas “católicos tradicionales” y evangélicos, desde los años ochenta. A la cadena de conflictos, se suma la destrucción de un templo evangélgico, el pasado domingo 22 de julio, por parte de un grupo de los “tradicionales”. Afortunadamente, con la intervención de las autoridades estatales, el pasado viernes 28, ambos bandos lograron un acuerdo de respeto mutuo y de reconciliación. Se ha dado un paso en la consolidación de la libertad religiosa en nuestro País, pero será frágil si sólo se funda en “acuerdos” y no en “principios”.
La libertad religiosa se apoya en principios reales. Todas las personas tienen derecho a dar culto a Dios de acuerdo con su conciencia, porque el hombre es un ser naturalmente religioso, es decir, que busca algo infinito y trascendente, que dé sentido a su vida. Y por eso, este derecho tiene que ser reconocido por la ley y por los ciudadanos. De modo que no es una ley o un acuerdo entre las partes lo que origina esta libertad, sino que esa ley o ese acuerdo reconocen una realidad previa a ellos.
Otro fundamento sólido de la libertad religiosa se basa tanto en la dignidad de la persona como en la exigencia de ejercitar la libertad de conciencia. Todo ser humano tiene un principio inalinable, que merece respeto y protección: su conciencia. Por eso, es esencial al respeto de la dignidad humana, que nunca se violente la capacidad de decidir. De modo, que cada ser humano tiene derecho a practicar la religión que considere verdadera.
Y de ahí surge un conflicto dentro de algunos ámbitos católicos. Parten de que la única religión verdadera es la católica. Y luego razonan de la siguiente manera: si sólo existe una única religión verdadera, ¿por qué no se obliga a que todos los hombres se hagan católicos y se rechazan las demás religiones, dado que son falsas?
Esta postura no se sostiene en la doctrina católica, reitirada por el Concilio Vaticano II. Este Concilio ha mantenido la doctrina tradicional –que la Iglesia Católica posee la plenitud de la verdad revelada–, pero ha cambiado el modo de justificar la libertad religiosa, basándose, por una parte, en que el acto de fe es un acto libre de la persona, y por otra, en que la inteligencia tiene dificultad para descubrir la verdad en el ámbito del pluralismo religioso.
El giro de la doctrina católica consiste en partir, no de la objetividad de la fe verdadera, sino de la consideración de que todos los hombres tienen obligación de buscar la verdad y adherirse a la verdadera religión. Pero este cambio de enfoque no rompe con el principio clásico, que indica que cuando una persona descubre la verdad, debe adherirse a ella.
Este enfoque, quizá todavía poco conocido, sostiene que el punto de partida de la libertad religiosa es la conciencia individual, que goza de unos derechos fundamentales que deben ser respetados en todo momento. Por eso, la persona debe estar libre de toda coacción, de modo que goce de libertad para buscar la verdad, adherirse y manifestar sus convicciones religiosas de acuerdo a su conciencia.
En horabuena tanto a los católicos tradicionales como a los evangélicos de la región chamula. Nos alegramos que rápidamente hayan alcanzado un acuerdo. Ahora los exhortamos a borrar las heridas. Y eso se logrará cuando dejen de enfocar “yo tengo razón y tú no”, y acepten que ambos tienen un mismo derecho: el de seguir la religión que les indique su conciencia.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
Nichnamtic es el nombre de la comunidad chiapaneca del municipio de San Juan Chamula, donde se ha desarrollado un fuerte conflicto entre indígenas “católicos tradicionales” y evangélicos, desde los años ochenta. A la cadena de conflictos, se suma la destrucción de un templo evangélgico, el pasado domingo 22 de julio, por parte de un grupo de los “tradicionales”. Afortunadamente, con la intervención de las autoridades estatales, el pasado viernes 28, ambos bandos lograron un acuerdo de respeto mutuo y de reconciliación. Se ha dado un paso en la consolidación de la libertad religiosa en nuestro País, pero será frágil si sólo se funda en “acuerdos” y no en “principios”.
La libertad religiosa se apoya en principios reales. Todas las personas tienen derecho a dar culto a Dios de acuerdo con su conciencia, porque el hombre es un ser naturalmente religioso, es decir, que busca algo infinito y trascendente, que dé sentido a su vida. Y por eso, este derecho tiene que ser reconocido por la ley y por los ciudadanos. De modo que no es una ley o un acuerdo entre las partes lo que origina esta libertad, sino que esa ley o ese acuerdo reconocen una realidad previa a ellos.
Otro fundamento sólido de la libertad religiosa se basa tanto en la dignidad de la persona como en la exigencia de ejercitar la libertad de conciencia. Todo ser humano tiene un principio inalinable, que merece respeto y protección: su conciencia. Por eso, es esencial al respeto de la dignidad humana, que nunca se violente la capacidad de decidir. De modo, que cada ser humano tiene derecho a practicar la religión que considere verdadera.
Y de ahí surge un conflicto dentro de algunos ámbitos católicos. Parten de que la única religión verdadera es la católica. Y luego razonan de la siguiente manera: si sólo existe una única religión verdadera, ¿por qué no se obliga a que todos los hombres se hagan católicos y se rechazan las demás religiones, dado que son falsas?
Esta postura no se sostiene en la doctrina católica, reitirada por el Concilio Vaticano II. Este Concilio ha mantenido la doctrina tradicional –que la Iglesia Católica posee la plenitud de la verdad revelada–, pero ha cambiado el modo de justificar la libertad religiosa, basándose, por una parte, en que el acto de fe es un acto libre de la persona, y por otra, en que la inteligencia tiene dificultad para descubrir la verdad en el ámbito del pluralismo religioso.
El giro de la doctrina católica consiste en partir, no de la objetividad de la fe verdadera, sino de la consideración de que todos los hombres tienen obligación de buscar la verdad y adherirse a la verdadera religión. Pero este cambio de enfoque no rompe con el principio clásico, que indica que cuando una persona descubre la verdad, debe adherirse a ella.
Este enfoque, quizá todavía poco conocido, sostiene que el punto de partida de la libertad religiosa es la conciencia individual, que goza de unos derechos fundamentales que deben ser respetados en todo momento. Por eso, la persona debe estar libre de toda coacción, de modo que goce de libertad para buscar la verdad, adherirse y manifestar sus convicciones religiosas de acuerdo a su conciencia.
En horabuena tanto a los católicos tradicionales como a los evangélicos de la región chamula. Nos alegramos que rápidamente hayan alcanzado un acuerdo. Ahora los exhortamos a borrar las heridas. Y eso se logrará cuando dejen de enfocar “yo tengo razón y tú no”, y acepten que ambos tienen un mismo derecho: el de seguir la religión que les indique su conciencia.
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domingo, 22 de julio de 2007
Iglesia y pedofilia: ¿sin salida?
Luis-Fernando Valdés
En esta semana volvió a ser noticia el tema de los abusos sexuales cometidos contra menores, por parte de clérigos norteamericanos. Ahora el tema se centró en las indemnizaciones que la Arquidiócesis de Los Ángeles dará a las víctimas. Pero la herida es profunda y, en ocasiones, no es fácil encontrar un punto de vista equilibrado. ¿Condenar sumariamente a la Iglesia o defenderla a ultranza?
Es muy fácil caer en los extremos al dar una opinión. Se corre el riesgo de volver a atropellar a las víctimas o de inculpar a inocentes. Además, en este caso está en juego la buena fama de la Iglesia. Por estas razones, vale la pena reflexionar cuál debe ser la postura de equilibrio en esta delicada cuestión.
Primero veamos los extremos. Por una parte, algunas personas –independientemente de sus motivos personales– afirman que la presencia de sacerdotes, que han cometido estas gravísimas faltas, es una prueba de que la Iglesia es una institución mala, que se dedica a encubrir culpables y a manipular conciencias. Pero este argumento cae por su propio peso, pues de la corrupción de un determinado número de eclesiásticos no se puede afirmar que el mensaje cristiano y los fieles de la Iglesia sean malos. ¿Qué decir entonces de los buenos miembros de la Iglesia y de su mensaje: Juan Pablo II, la Madre Teresa y un largo etcétera?
Por otra parte, también hay creyentes que, con buena intensión, minimizan los hechos. Seguramente tienen presente en su corazón que Jesucristo es Dios, que la Iglesia es santa, de que su mensaje es esperanzador y tantas realidades de esta naturaleza. Y como quieren defender estas verdades, entonces tienden a minimizar los abusos, para mostrar que éstos no afectan a la santidad de la Iglesia. Pero la manera de defender la verdad sobre la Iglesia no consiste en negar las faltas evidentes de sus miembros, ni tampoco –pues sería una grave falta de respeto– decir que las víctimas exageran o que ellas provocaron esto.
Entonces, sin faltar al respeto a la institución eclesial ni a las víctimas ¿qué actitud tomar ante esta dura situación real? Por una parte, tanto los fieles católicos como los no creyentes tenemos el derecho y el deber de pedir que se remedie esta situación. Y, por otra, tener el sentido común para aceptar las disculpas y las medidas tomadas por las Autoridades católicas. Veamos.
Hay que pedir que se solucione el problema. Precisamente, porque está en juego la santidad y la credibilidad de la Iglesia, la Comunidad creyente y la Sociedad civil deben pedir que se sancione a los infractores y se tomen medidas para que estos abusos no vuelvan a suceder. Además, se debe ayudar a las víctimas. Pero, por un fenómeno de opinión pública, los agredidos se pueden considerar agresores, dado que “están manchando” la imagen de la Iglesia: pero no son los enemigos. Quizá, hace falta mayor acogida y trato hacia ellos, pues no basta la mera indemnización económica. ¿Quién les curará las profundas heridas del corazón? Sólo la auténtica caridad, la que no se queda en palabras.
Y, por último, es muy necesario el sentido común. Una vez que se han pedido disculpas públicamente a los afectados, que se han tomado medidas para el futuro (entre otras, el Vaticano indicó que ningún candidato al sacerdocio que tenga inclinación sexual desviada puede ser ordenado), que los culpables han sido retirados del ejercicio ministerial, que se han dado indemnizaciones económicas, hay que tener la sensatez de aceptar que el pasado no se puede borrar. Los ataques no cambian el pasado; el perdón, en cambio, le da sentido.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
En esta semana volvió a ser noticia el tema de los abusos sexuales cometidos contra menores, por parte de clérigos norteamericanos. Ahora el tema se centró en las indemnizaciones que la Arquidiócesis de Los Ángeles dará a las víctimas. Pero la herida es profunda y, en ocasiones, no es fácil encontrar un punto de vista equilibrado. ¿Condenar sumariamente a la Iglesia o defenderla a ultranza?
Es muy fácil caer en los extremos al dar una opinión. Se corre el riesgo de volver a atropellar a las víctimas o de inculpar a inocentes. Además, en este caso está en juego la buena fama de la Iglesia. Por estas razones, vale la pena reflexionar cuál debe ser la postura de equilibrio en esta delicada cuestión.
Primero veamos los extremos. Por una parte, algunas personas –independientemente de sus motivos personales– afirman que la presencia de sacerdotes, que han cometido estas gravísimas faltas, es una prueba de que la Iglesia es una institución mala, que se dedica a encubrir culpables y a manipular conciencias. Pero este argumento cae por su propio peso, pues de la corrupción de un determinado número de eclesiásticos no se puede afirmar que el mensaje cristiano y los fieles de la Iglesia sean malos. ¿Qué decir entonces de los buenos miembros de la Iglesia y de su mensaje: Juan Pablo II, la Madre Teresa y un largo etcétera?
Por otra parte, también hay creyentes que, con buena intensión, minimizan los hechos. Seguramente tienen presente en su corazón que Jesucristo es Dios, que la Iglesia es santa, de que su mensaje es esperanzador y tantas realidades de esta naturaleza. Y como quieren defender estas verdades, entonces tienden a minimizar los abusos, para mostrar que éstos no afectan a la santidad de la Iglesia. Pero la manera de defender la verdad sobre la Iglesia no consiste en negar las faltas evidentes de sus miembros, ni tampoco –pues sería una grave falta de respeto– decir que las víctimas exageran o que ellas provocaron esto.
Entonces, sin faltar al respeto a la institución eclesial ni a las víctimas ¿qué actitud tomar ante esta dura situación real? Por una parte, tanto los fieles católicos como los no creyentes tenemos el derecho y el deber de pedir que se remedie esta situación. Y, por otra, tener el sentido común para aceptar las disculpas y las medidas tomadas por las Autoridades católicas. Veamos.
Hay que pedir que se solucione el problema. Precisamente, porque está en juego la santidad y la credibilidad de la Iglesia, la Comunidad creyente y la Sociedad civil deben pedir que se sancione a los infractores y se tomen medidas para que estos abusos no vuelvan a suceder. Además, se debe ayudar a las víctimas. Pero, por un fenómeno de opinión pública, los agredidos se pueden considerar agresores, dado que “están manchando” la imagen de la Iglesia: pero no son los enemigos. Quizá, hace falta mayor acogida y trato hacia ellos, pues no basta la mera indemnización económica. ¿Quién les curará las profundas heridas del corazón? Sólo la auténtica caridad, la que no se queda en palabras.
Y, por último, es muy necesario el sentido común. Una vez que se han pedido disculpas públicamente a los afectados, que se han tomado medidas para el futuro (entre otras, el Vaticano indicó que ningún candidato al sacerdocio que tenga inclinación sexual desviada puede ser ordenado), que los culpables han sido retirados del ejercicio ministerial, que se han dado indemnizaciones económicas, hay que tener la sensatez de aceptar que el pasado no se puede borrar. Los ataques no cambian el pasado; el perdón, en cambio, le da sentido.
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domingo, 15 de julio de 2007
Latín y ecumenismo: ¿avance o retroceso?
Luis-Fernando Valdés
En semana y media, la Santa Sede ha emanado dos documentos que han levantado cierta inquietud. Del primero se comentó que era una indicación para volver al uso obligatorio del latín en la Misa; del segundo que era un agravio hacia los Protestantes, y que eso iba a impedir el diálogo ecuménico. Por eso, un sector de la prensa internacional calificó la aparición de estos documentos como un retroceso de la Iglesia. Pero ¿de qué tratan en realidad esos escritos? ¿Son de verdad un intento de volver al pasado?
El primero, titulado “Summorum Pontificum” (7.VII.2007), indica que se puede seguir utilizando el ritual de la Misa en latín, previo al Concilio Vaticano II. Para entender la razón de aprobar que la Eucaristía se celebre según el rito anterior, hay que decir que el “rito” se refiere a la manera de llevar a cabo una ceremonia. En este caso, la Misa desde San Pío V () hasta 1970 se decía únicamente en latín y tenía pocas opciones de oraciones y lecturas. Pablo VI, siguiendo las líneas litúrgicas del Vaticano II, aprobó un nuevo misal que además del latín, prevé que se puedan utilizar las lenguas vernáculas, y que contiene una mayor variedad de oraciones y lecturas. Esta renovación ha permitido una participación más activa, consciente y fructuosa de los fieles en la Eucaristía. Pero este nuevo ritual no suprimió el anterior, aunque llevó a su desuso. Por eso, tanto los que se sentían identificados con el rito anterior, como la personas jóvenes que ahora descubren esta forma litúrgica y se sienten atraídos por ella, habían perdido la posibilidad de encontrar misas celebradas con la anterior normativa. Lo único que Benedicto XVI ha hecho es facilitarle a estos fieles que puedan vivir la liturgia que ellos les viene bien. Pero el documento papal en ningún momento impone el latín como única lengua.
El segundo documento es una breve nota de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF), con algunas precisiones sobre el uso del concepto “Iglesia” (fechado el 29.VI.2007, pero presentando apenas el 10 de julio). Se trata de cinco respuestas a sendas preguntas sobre la noción de “Iglesia”, con motivo del crecimiento de estudios y publicaciones sobre el tema. En la quinta respuesta, se explica que, según la doctrina católica, las Comunidades nacidas en la Reforma (Anglicanos, Luteranos, etc.) no pueden ser llamadas “Iglesias”, porque no reúnen los elementos teológicos para serlo. En concreto, les falta la sucesión apostólica (pues no han sido fundadas directamente por los Apóstoles) y no celebran la Eucaristía como verdadero sacramento (ofician sólo una ceremonia, a la que no le atribuyen ningún un efecto sobrenatural), porque no tienen sacerdocio sacramental (sino ministros que sólo predican la Palabra de Dios).
La publicación de estos documentos se manifiesta como un avance real de la Iglesia. Primero, porque con la aprobación del uso del ritual anterior permite que un sector de los católicos –aunque sea pequeño– tenga una opción más para su crecimiento espiritual, y quita el prejuicio de que lo antiguo es malo y lo nuevo es bueno. Segundo, porque el verdadero ecumenismo lleva a la unidad de los creyentes en Cristo, pero esta unidad no proviene de una negociación democrática, de un equilibrio de intereses, sino que siempre será el fruto de buscar la verdad revelada sobre la Iglesia; y lo que hace la “Respuesta” de la CDF es clarificar lo que la Escritura enseña sobre la Iglesia, y así se pone la base firme de la verdad para buscar desde ahí la unidad.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
En semana y media, la Santa Sede ha emanado dos documentos que han levantado cierta inquietud. Del primero se comentó que era una indicación para volver al uso obligatorio del latín en la Misa; del segundo que era un agravio hacia los Protestantes, y que eso iba a impedir el diálogo ecuménico. Por eso, un sector de la prensa internacional calificó la aparición de estos documentos como un retroceso de la Iglesia. Pero ¿de qué tratan en realidad esos escritos? ¿Son de verdad un intento de volver al pasado?
El primero, titulado “Summorum Pontificum” (7.VII.2007), indica que se puede seguir utilizando el ritual de la Misa en latín, previo al Concilio Vaticano II. Para entender la razón de aprobar que la Eucaristía se celebre según el rito anterior, hay que decir que el “rito” se refiere a la manera de llevar a cabo una ceremonia. En este caso, la Misa desde San Pío V () hasta 1970 se decía únicamente en latín y tenía pocas opciones de oraciones y lecturas. Pablo VI, siguiendo las líneas litúrgicas del Vaticano II, aprobó un nuevo misal que además del latín, prevé que se puedan utilizar las lenguas vernáculas, y que contiene una mayor variedad de oraciones y lecturas. Esta renovación ha permitido una participación más activa, consciente y fructuosa de los fieles en la Eucaristía. Pero este nuevo ritual no suprimió el anterior, aunque llevó a su desuso. Por eso, tanto los que se sentían identificados con el rito anterior, como la personas jóvenes que ahora descubren esta forma litúrgica y se sienten atraídos por ella, habían perdido la posibilidad de encontrar misas celebradas con la anterior normativa. Lo único que Benedicto XVI ha hecho es facilitarle a estos fieles que puedan vivir la liturgia que ellos les viene bien. Pero el documento papal en ningún momento impone el latín como única lengua.
El segundo documento es una breve nota de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF), con algunas precisiones sobre el uso del concepto “Iglesia” (fechado el 29.VI.2007, pero presentando apenas el 10 de julio). Se trata de cinco respuestas a sendas preguntas sobre la noción de “Iglesia”, con motivo del crecimiento de estudios y publicaciones sobre el tema. En la quinta respuesta, se explica que, según la doctrina católica, las Comunidades nacidas en la Reforma (Anglicanos, Luteranos, etc.) no pueden ser llamadas “Iglesias”, porque no reúnen los elementos teológicos para serlo. En concreto, les falta la sucesión apostólica (pues no han sido fundadas directamente por los Apóstoles) y no celebran la Eucaristía como verdadero sacramento (ofician sólo una ceremonia, a la que no le atribuyen ningún un efecto sobrenatural), porque no tienen sacerdocio sacramental (sino ministros que sólo predican la Palabra de Dios).
La publicación de estos documentos se manifiesta como un avance real de la Iglesia. Primero, porque con la aprobación del uso del ritual anterior permite que un sector de los católicos –aunque sea pequeño– tenga una opción más para su crecimiento espiritual, y quita el prejuicio de que lo antiguo es malo y lo nuevo es bueno. Segundo, porque el verdadero ecumenismo lleva a la unidad de los creyentes en Cristo, pero esta unidad no proviene de una negociación democrática, de un equilibrio de intereses, sino que siempre será el fruto de buscar la verdad revelada sobre la Iglesia; y lo que hace la “Respuesta” de la CDF es clarificar lo que la Escritura enseña sobre la Iglesia, y así se pone la base firme de la verdad para buscar desde ahí la unidad.
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domingo, 8 de julio de 2007
¿Cuándo dejar de vivir?
Luis-Fernando Valdés
Los grandes temas de la salud pública, antes de ser legislados, recorren un proceso de opinión pública. En el caso de la eutanasia, el trayecto se lleva a cabo en una serie de equívocos sobre cuándo es el final de la vida. Casi todos estamos de acuerdo en que tenemos derecho a una muerte digna, pero casi nadie tiene claro cuáles son las condiciones para morir dignamente. ¿Es lo mismo muerte digna que acortar la vida? ¿morir con dignidad es equivalente a alargar la vida? ¿dónde está el punto de equilibrio?
El problema de determinar cuando ocurre la muerte se plantea en los casos de agonías largas y/o dolorosas. El cariño, la caridad y otras razones humanitarias llevan tanto a los familiares como al personal médico a paliar el dolor e intentar que la agonía sea breve. Y aquí viene el dilema ético sobre cuáles medios poner para ayudar al paciente. Hay una serie de ayudas al enfermo terminal, que coloquialmente se agrupan bajo el término “eutanasia”, lo cual provoca una serie de confusiones, de manera que no todos entienden lo mismo. Y esto se refleja en el apoyo a los proyectos de ley.
El primer equívoco es la llamada “distanasia”, que designa la práctica médica de retrasar la muerte más allá del límite debido, con lesión del derecho que tiene toda persona a morir dignamente. La distanasia se produce cuando se distancia la muerte en los casos en los que ya no existe esperanza alguna de vida y el médico o los familiares deciden alagar la agonía del moribundo, por motivos familiares (repartición de herencias, etc.) o por razones científicas (para hacer experimentos, etc.). Esta práctica siempre es éticamente mala, pues no respeta el derecho que tiene el hombre a morir con dignidad.
El segundo término en conflicto es el “ensañamiento terapéutico”, que consiste en aplicar los pacientes terminales medios clínicos extraordinarios para prolongarles la vida. Estos recursos extraordinarios prolongan el dolor físico y moral del agonizante, y tienen un alto costo económico. Más que ayudarlos a llevar bien el final de su vida, estos tratamientos les provocan más sufrimiento. Nadie está obligado a poner medios desproporcionados cuando la vida ya llegó a su última etapa. Con esto no se pretende provocar la muerte, sino sólo se acepta no poder impedirla.
Luego viene la “eutanasia” en sentido verdadero y propio, que consiste tanto en poner un medio que produce directamente la muerte, como en voluntariamente dejar de poner un medio, sin el cual se produce directamente deceso. O sea provocar directamente la muerte del pasión con una acción o una omisión. Siempre se aducen situaciones límites para justificarla: pacientes que llevan años en estado vegetativo, etc. Sin embargo, aunque se den argumentos filantrópicos, la valoración moral es clara: siempre se trata de un homicidio.
Es muy importante que a cada uno de los términos anteriores se le dé un significado preciso. Sólo de esta manera se podrá elaborar un proyecto de ley adecuado al ser humano. Se debe prohibir tanto la distanasia como el ensañamiento terapéutico, pero no se les debe llamar “eutanasia”. De lo contrario entraremos en un torbellino de confusión: los que deseen evitar la distanasia gritarán que se apruebe la “eutanasia”, y así estarán dando su voto también a la eutanasia propiamente dicha, o sea, al homicidio de los pacientes terminales. A un moribundo no se le puede prolongar la muerte (distanasia), pero tampoco adelantársela (eutanasia): se le debe ayudar a agonizar y morir con dignidad, en el momento que le toca.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
Los grandes temas de la salud pública, antes de ser legislados, recorren un proceso de opinión pública. En el caso de la eutanasia, el trayecto se lleva a cabo en una serie de equívocos sobre cuándo es el final de la vida. Casi todos estamos de acuerdo en que tenemos derecho a una muerte digna, pero casi nadie tiene claro cuáles son las condiciones para morir dignamente. ¿Es lo mismo muerte digna que acortar la vida? ¿morir con dignidad es equivalente a alargar la vida? ¿dónde está el punto de equilibrio?
El problema de determinar cuando ocurre la muerte se plantea en los casos de agonías largas y/o dolorosas. El cariño, la caridad y otras razones humanitarias llevan tanto a los familiares como al personal médico a paliar el dolor e intentar que la agonía sea breve. Y aquí viene el dilema ético sobre cuáles medios poner para ayudar al paciente. Hay una serie de ayudas al enfermo terminal, que coloquialmente se agrupan bajo el término “eutanasia”, lo cual provoca una serie de confusiones, de manera que no todos entienden lo mismo. Y esto se refleja en el apoyo a los proyectos de ley.
El primer equívoco es la llamada “distanasia”, que designa la práctica médica de retrasar la muerte más allá del límite debido, con lesión del derecho que tiene toda persona a morir dignamente. La distanasia se produce cuando se distancia la muerte en los casos en los que ya no existe esperanza alguna de vida y el médico o los familiares deciden alagar la agonía del moribundo, por motivos familiares (repartición de herencias, etc.) o por razones científicas (para hacer experimentos, etc.). Esta práctica siempre es éticamente mala, pues no respeta el derecho que tiene el hombre a morir con dignidad.
El segundo término en conflicto es el “ensañamiento terapéutico”, que consiste en aplicar los pacientes terminales medios clínicos extraordinarios para prolongarles la vida. Estos recursos extraordinarios prolongan el dolor físico y moral del agonizante, y tienen un alto costo económico. Más que ayudarlos a llevar bien el final de su vida, estos tratamientos les provocan más sufrimiento. Nadie está obligado a poner medios desproporcionados cuando la vida ya llegó a su última etapa. Con esto no se pretende provocar la muerte, sino sólo se acepta no poder impedirla.
Luego viene la “eutanasia” en sentido verdadero y propio, que consiste tanto en poner un medio que produce directamente la muerte, como en voluntariamente dejar de poner un medio, sin el cual se produce directamente deceso. O sea provocar directamente la muerte del pasión con una acción o una omisión. Siempre se aducen situaciones límites para justificarla: pacientes que llevan años en estado vegetativo, etc. Sin embargo, aunque se den argumentos filantrópicos, la valoración moral es clara: siempre se trata de un homicidio.
Es muy importante que a cada uno de los términos anteriores se le dé un significado preciso. Sólo de esta manera se podrá elaborar un proyecto de ley adecuado al ser humano. Se debe prohibir tanto la distanasia como el ensañamiento terapéutico, pero no se les debe llamar “eutanasia”. De lo contrario entraremos en un torbellino de confusión: los que deseen evitar la distanasia gritarán que se apruebe la “eutanasia”, y así estarán dando su voto también a la eutanasia propiamente dicha, o sea, al homicidio de los pacientes terminales. A un moribundo no se le puede prolongar la muerte (distanasia), pero tampoco adelantársela (eutanasia): se le debe ayudar a agonizar y morir con dignidad, en el momento que le toca.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
domingo, 1 de julio de 2007
Donación de órganos ¿hasta dónde?
Luis-Fernando Valdés
Ya está en la agenda legislativa la regulación de la donación de órganos. Era un tema esperado, porque representa una esperanza para tantos enfermos, que anhelan la recepción de un órgano para seguir viviendo o para vivir con mayor normalidad. Pero, a la vez, es un tópico difícil, porque tiene unas implicaciones éticas que pueden ser soslayadas por una visión utilitarista de la medicina.
La donación de los propios miembros para ayudar a la salud de otro siempre es una acción muy loable. Se trata de una manifestación de la cultura de la vida. Es una defensa de la vida, con un acto muy generoso, incluso heroico. Juan Pablo II enseñaba que este tipo de donación en su origen es una decisión de gran valor, porque se trata de donar “una parte de nuestro cuerpo para la salud y el bienestar de otra persona”, y también afirmaba que es un auténtico acto de amor, pues “no se dona simplemente algo que nos pertenece, sino que se dona algo de nosotros mismos” (Discurso, 20.VI.1991, n. 2).
Para clarificar los aspectos éticos de la donación de órganos, hay que ver que ésta contempla tres posibilidades: la donación entre vivos, la donación después de la muerte y el transplante de miembros de animales a hombre (esto último se conoce también como “xenotransplante”).
La donación entre vivos tiene que seguir unos principios éticos: que el donador lo haga de modo consciente y libre, que sea mayor de edad y goce de sus facultades mentales, que sea informado de los riesgos que asume, que conozca las posibilidades de éxito de la operación, y que no ponga en riesgo su propia vida. La futura legislación debe establecer que estos aspectos se tomen en cuenta en los procedimientos clínicos previos al transplante.
Para la donación de órganos de un cadáver se requiere, primero que conste la muerte real del donante y, segundo, que el difunto haya manifestado de algún modo su consentimiento. Estos dos aspectos encierran muchos problemas, que la futura ley debe abordar. En efecto, la tentación del comercio de órganos o de las corrupción en la asignación de los miembros donados está a un paso.
Para poder disponer de los miembros de un cadáver debe constar que el sujeto ha muerto realmente. Ciertamente, para el éxito de la donación se deben extraer los miembros del difundo con mucha rapidez, para evitar la descomposición de esos órganos. Pero se deben seguir procedimientos que nunca en incurran en la extracción aún en vida. El fin no justifica los medios: no se puede acelerar la muerte de un paciente terminal (eutanasia) para obtener un órgano que salvará otra vida. De ahí que la nueva ley debe contemplar procedimientos muy claros para diagnosticar la muerte clínica de un paciente terminal donador de órganos.
En cuanto a la asignación de órganos, existe el duro problema de la “lista de espera”. Desde el punto de vista ético, que deberá también tomar en cuenta la nueva legislación, la justicia exige que los criterios de asignación de ninguna manera sean discriminatorios (es decir, basados en la edad, el sexo, la raza, la religión, etc.) ni utilitaristas (basados en la capacidad laboral, la utilidad social, etc.). Más bien, la decisión para establecer a quién se ha de dar preferencia para recibir un órgano debe tomarse en base a factores inmunológicos y clínicos.
Esperemos que el proyecto de ley sobre donación de órganos sea transparente y ética, de modo que fomente el número de donadores y que no deje huecos ni para la eutanasia ni para el tráfico de miembros. Todo dependerá si, de fondo, se busca cuidar la vida o hacer negocio.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
Ya está en la agenda legislativa la regulación de la donación de órganos. Era un tema esperado, porque representa una esperanza para tantos enfermos, que anhelan la recepción de un órgano para seguir viviendo o para vivir con mayor normalidad. Pero, a la vez, es un tópico difícil, porque tiene unas implicaciones éticas que pueden ser soslayadas por una visión utilitarista de la medicina.
La donación de los propios miembros para ayudar a la salud de otro siempre es una acción muy loable. Se trata de una manifestación de la cultura de la vida. Es una defensa de la vida, con un acto muy generoso, incluso heroico. Juan Pablo II enseñaba que este tipo de donación en su origen es una decisión de gran valor, porque se trata de donar “una parte de nuestro cuerpo para la salud y el bienestar de otra persona”, y también afirmaba que es un auténtico acto de amor, pues “no se dona simplemente algo que nos pertenece, sino que se dona algo de nosotros mismos” (Discurso, 20.VI.1991, n. 2).
Para clarificar los aspectos éticos de la donación de órganos, hay que ver que ésta contempla tres posibilidades: la donación entre vivos, la donación después de la muerte y el transplante de miembros de animales a hombre (esto último se conoce también como “xenotransplante”).
La donación entre vivos tiene que seguir unos principios éticos: que el donador lo haga de modo consciente y libre, que sea mayor de edad y goce de sus facultades mentales, que sea informado de los riesgos que asume, que conozca las posibilidades de éxito de la operación, y que no ponga en riesgo su propia vida. La futura legislación debe establecer que estos aspectos se tomen en cuenta en los procedimientos clínicos previos al transplante.
Para la donación de órganos de un cadáver se requiere, primero que conste la muerte real del donante y, segundo, que el difunto haya manifestado de algún modo su consentimiento. Estos dos aspectos encierran muchos problemas, que la futura ley debe abordar. En efecto, la tentación del comercio de órganos o de las corrupción en la asignación de los miembros donados está a un paso.
Para poder disponer de los miembros de un cadáver debe constar que el sujeto ha muerto realmente. Ciertamente, para el éxito de la donación se deben extraer los miembros del difundo con mucha rapidez, para evitar la descomposición de esos órganos. Pero se deben seguir procedimientos que nunca en incurran en la extracción aún en vida. El fin no justifica los medios: no se puede acelerar la muerte de un paciente terminal (eutanasia) para obtener un órgano que salvará otra vida. De ahí que la nueva ley debe contemplar procedimientos muy claros para diagnosticar la muerte clínica de un paciente terminal donador de órganos.
En cuanto a la asignación de órganos, existe el duro problema de la “lista de espera”. Desde el punto de vista ético, que deberá también tomar en cuenta la nueva legislación, la justicia exige que los criterios de asignación de ninguna manera sean discriminatorios (es decir, basados en la edad, el sexo, la raza, la religión, etc.) ni utilitaristas (basados en la capacidad laboral, la utilidad social, etc.). Más bien, la decisión para establecer a quién se ha de dar preferencia para recibir un órgano debe tomarse en base a factores inmunológicos y clínicos.
Esperemos que el proyecto de ley sobre donación de órganos sea transparente y ética, de modo que fomente el número de donadores y que no deje huecos ni para la eutanasia ni para el tráfico de miembros. Todo dependerá si, de fondo, se busca cuidar la vida o hacer negocio.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
domingo, 24 de junio de 2007
Hogares luminosos y alegres
Luis-Fernando Valdés
El panorama para la vida familiar está nublado. Estamos en un cambio de época, en el que el dinero (el mercado), el poder (Estado) y la influencia (medios de comunicación) están desdibujando la realidad de la célula primordial de la sociedad. Sin embargo, el cristianismo tiene mucha luz para dar nuevo sentido a la verdadera identidad del matrimonio y la familia. Un ejemplo de esta luminosidad lo representa la enseñanza, llena de claridad y optimismo, de San Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei, sobre este pilar de la sociedad.
Canonizado por Juan Pablo II, el 2 de octubre de 2002, Escrivá predicó que la enseñanza del Evangelio sobre la familia ilumina la realidad diaria de las familias actuales. “Al pensar en los hogares cristianos, me gusta imaginarlos luminosos y alegres, como fue el de la Sagrada Familia (...) Cada hogar cristiano debe ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas contradicciones diarias, se percibe un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto de una fe real y vivida” (“Es Cristo que pasa”, 2).
Estas frases no son meras consideraciones piadosas, pero irrealizables. Tienen la hondura de quien conoce bien la realidad del hombre y la mujer contemporáneos. Y es que el ser humano sólo puede desarrollar su personalidad en el seno de una familia, donde lo fundamental es la relación directa: de los cónyuges entre sí y de los padres con los hijos y los hermanos entre ellos. Pues, lo específico de la familia, como base de la sociedad, es estar fundada en el amor, en querer el bien para alguien.
La familia es el lugar donde cada persona se prepara para interactuar con las demás. Por eso, aquél que sea capaz de amar, compartir, comunicarse en su familia, será competente en otros ámbitos. Por el contrario, como hace notar el conocido filósofo de la empresa, Carlos Llano, la disolución de la familia arrastra consigo el colapso de todo el armazón de la sociedad. Entonces, cuando cada familia se acerca a este ideal de ser una “hogar luminoso y alegre”, no sólo consigue la armonía para ella, sino que también inyecta una nueva esperanza a la sociedad, porque esa familia habrá generado ciudadanos que sepan convivir con el próximo y ser solidarios con el bien común.
Escrivá tiene la genialidad de proponer no únicamente un ideal, sino de delinear un camino muy concreto para vivirlo. En primer lugar, con el amor diario y sacrificado de los esposos. En una serie de catequesis realizadas en la década de los setenta, San Josemaría invitaba a los casados a quererse cada día más. Y descendía con simpatía a los detalles más cotidianos: que marido y mujer se hablaran con cariño, que estuvieran bien arreglados en su porte para mantener vivo el amor mútuo, de ser compresivos ante el cansancio del cónyuge…
Pero el Fundador del Opus Dei nunca ofreció una vía fácil. Al contrario, proponía como un gran reto la fidelidad matrimonial y la educación de los hijos. Y siempre fue muy claro en advertir que este camino sólo puede recorrerse de la mano de Dios. De ahí que la condición para formar un hogar lleno de luz y de alegría sea que los esposos y sus hijos mantengan viva la práctica religiosa.
San Josemaría Escrivá falleció el 26 de junio de 1975. Pero hoy su mensaje nos llena nuevamente de esperanza. En el mundo actual, que se pregunta sobre el sentido de formar un hogar, el mensaje de este Santo nos recuerda que la Iglesia ofrece un tesoro de respuestas escondidas sobre la familia, que pueden convertirse en luces que guíen nuestra existencia.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
El panorama para la vida familiar está nublado. Estamos en un cambio de época, en el que el dinero (el mercado), el poder (Estado) y la influencia (medios de comunicación) están desdibujando la realidad de la célula primordial de la sociedad. Sin embargo, el cristianismo tiene mucha luz para dar nuevo sentido a la verdadera identidad del matrimonio y la familia. Un ejemplo de esta luminosidad lo representa la enseñanza, llena de claridad y optimismo, de San Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei, sobre este pilar de la sociedad.
Canonizado por Juan Pablo II, el 2 de octubre de 2002, Escrivá predicó que la enseñanza del Evangelio sobre la familia ilumina la realidad diaria de las familias actuales. “Al pensar en los hogares cristianos, me gusta imaginarlos luminosos y alegres, como fue el de la Sagrada Familia (...) Cada hogar cristiano debe ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas contradicciones diarias, se percibe un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto de una fe real y vivida” (“Es Cristo que pasa”, 2).
Estas frases no son meras consideraciones piadosas, pero irrealizables. Tienen la hondura de quien conoce bien la realidad del hombre y la mujer contemporáneos. Y es que el ser humano sólo puede desarrollar su personalidad en el seno de una familia, donde lo fundamental es la relación directa: de los cónyuges entre sí y de los padres con los hijos y los hermanos entre ellos. Pues, lo específico de la familia, como base de la sociedad, es estar fundada en el amor, en querer el bien para alguien.
La familia es el lugar donde cada persona se prepara para interactuar con las demás. Por eso, aquél que sea capaz de amar, compartir, comunicarse en su familia, será competente en otros ámbitos. Por el contrario, como hace notar el conocido filósofo de la empresa, Carlos Llano, la disolución de la familia arrastra consigo el colapso de todo el armazón de la sociedad. Entonces, cuando cada familia se acerca a este ideal de ser una “hogar luminoso y alegre”, no sólo consigue la armonía para ella, sino que también inyecta una nueva esperanza a la sociedad, porque esa familia habrá generado ciudadanos que sepan convivir con el próximo y ser solidarios con el bien común.
Escrivá tiene la genialidad de proponer no únicamente un ideal, sino de delinear un camino muy concreto para vivirlo. En primer lugar, con el amor diario y sacrificado de los esposos. En una serie de catequesis realizadas en la década de los setenta, San Josemaría invitaba a los casados a quererse cada día más. Y descendía con simpatía a los detalles más cotidianos: que marido y mujer se hablaran con cariño, que estuvieran bien arreglados en su porte para mantener vivo el amor mútuo, de ser compresivos ante el cansancio del cónyuge…
Pero el Fundador del Opus Dei nunca ofreció una vía fácil. Al contrario, proponía como un gran reto la fidelidad matrimonial y la educación de los hijos. Y siempre fue muy claro en advertir que este camino sólo puede recorrerse de la mano de Dios. De ahí que la condición para formar un hogar lleno de luz y de alegría sea que los esposos y sus hijos mantengan viva la práctica religiosa.
San Josemaría Escrivá falleció el 26 de junio de 1975. Pero hoy su mensaje nos llena nuevamente de esperanza. En el mundo actual, que se pregunta sobre el sentido de formar un hogar, el mensaje de este Santo nos recuerda que la Iglesia ofrece un tesoro de respuestas escondidas sobre la familia, que pueden convertirse en luces que guíen nuestra existencia.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
domingo, 17 de junio de 2007
Siembras de corrupción, cosechas de violencia
Luis-Fernando Valdés
Hace unos días leí un artículo sobre el narcotráfico, que explicaba el crecimiento de la ola de violencia en nuestro País, con una frase muy gráfica: “el narco salió del closet”. Llevaba bastante tiempo existiendo, pero hasta ahora no se había exhibido públicamente. Creció en la penumbra, se fortaleció en la oscuridad. ¿Qué lo alimentó? ¿Cómo se consolidó? La respuesta es compleja, pero un factor determinante es la corrupción. Este domingo les presentó una reflexión sobre este destructivo fenómeno social.
La corrupción siempre ha existido, sin embargo es sólo desde hace pocos años que se ha tomado conciencia de ella a nivel internacional. Se trata de un cambio reciente, originado por la caída del bloque comunista en 1989 y por la globalización de las informaciones. Ambos procesos han contribuido a poner más en evidencia la corrupción y a tomar una conciencia adecuada del fenómeno.
La corrupción priva a los países de la legalidad: respeto de las reglas, funcionamiento correcto de las instituciones económicas y políticas, transparencia. La legalidad es una de las claves para el desarrollo, porque permite establecer relaciones correctas entre sociedad, economía y política, y predispone el marco de confianza en el que se inscribe la actividad económica. Por eso, se debe promoverla adecuadamente por parte de todos. La práctica y la cultura de la corrupción deben ser sustituidas por la práctica y la cultura de la legalidad.
Los comportamientos corruptos pueden ser comprendidos adecuadamente sólo si son vistos como resultado de los atentados contra la naturaleza social del hombre. Si la familia no es capaz de cumplir con su tarea educativa, si leyes contrarias al auténtico bien del hombre —como aquellas contra la vida— deseducan a los ciudadanos sobre el bien, si la justicia procede con lentitud excesiva, si la moralidad se debilita por la trasgresión tolerada, si se degradan las condiciones de vida, si la escuela no forja en virtudes, no es posible garantizar la condición social del ser humano, y entonces se abona el terreno para que el fenómeno de la corrupción eche sus raíces. La corrupción implica un conjunto de relaciones de complicidad, oscurecimiento de las conciencias, extorsiones y amenazas, pactos no escritos y connivencias que destruyen a las personas y a su conciencia moral.
El combate al narcotráfico se debe llevar a cabo en varios niveles. El Ejército mexicano, las diversas corporaciones policiacas, los gobernantes y legisladores tienen un papel directo. Pero el resto de los ciudadanos también tenemos parte en esta lucha. Nos toca atacar una de las principales causas de este fenómeno, que es la corrupción. Si erradicamos la corrupción, frenaremos la violencia.
Nuestras armas son la educación y la formación moral de los ciudadanos, que se concreta en fomentar la veracidad y educar en la honestidad. No es tan difícil, pues se trata de formar a los estudiantes para que sean honrados en sus exámenes y tareas; de enseñar a los padres de familia que el éxito económico para sostener a los suyos no justifica emplear medios ilícitos; de que los comerciantes y prestadores de servicio ofrezcan sólo lo que en verdad van a dar. Y todos, en cuanto consumidores, debemos recordar que lo barato (los artículos piratas) sale muy caro: es una siembra de corrupción, cuyos efectos nosotros mismo no podremos detener. Les aseguro que estas pequeñas acciones son el comienzo de grandes soluciones.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
Hace unos días leí un artículo sobre el narcotráfico, que explicaba el crecimiento de la ola de violencia en nuestro País, con una frase muy gráfica: “el narco salió del closet”. Llevaba bastante tiempo existiendo, pero hasta ahora no se había exhibido públicamente. Creció en la penumbra, se fortaleció en la oscuridad. ¿Qué lo alimentó? ¿Cómo se consolidó? La respuesta es compleja, pero un factor determinante es la corrupción. Este domingo les presentó una reflexión sobre este destructivo fenómeno social.
La corrupción siempre ha existido, sin embargo es sólo desde hace pocos años que se ha tomado conciencia de ella a nivel internacional. Se trata de un cambio reciente, originado por la caída del bloque comunista en 1989 y por la globalización de las informaciones. Ambos procesos han contribuido a poner más en evidencia la corrupción y a tomar una conciencia adecuada del fenómeno.
La corrupción priva a los países de la legalidad: respeto de las reglas, funcionamiento correcto de las instituciones económicas y políticas, transparencia. La legalidad es una de las claves para el desarrollo, porque permite establecer relaciones correctas entre sociedad, economía y política, y predispone el marco de confianza en el que se inscribe la actividad económica. Por eso, se debe promoverla adecuadamente por parte de todos. La práctica y la cultura de la corrupción deben ser sustituidas por la práctica y la cultura de la legalidad.
Los comportamientos corruptos pueden ser comprendidos adecuadamente sólo si son vistos como resultado de los atentados contra la naturaleza social del hombre. Si la familia no es capaz de cumplir con su tarea educativa, si leyes contrarias al auténtico bien del hombre —como aquellas contra la vida— deseducan a los ciudadanos sobre el bien, si la justicia procede con lentitud excesiva, si la moralidad se debilita por la trasgresión tolerada, si se degradan las condiciones de vida, si la escuela no forja en virtudes, no es posible garantizar la condición social del ser humano, y entonces se abona el terreno para que el fenómeno de la corrupción eche sus raíces. La corrupción implica un conjunto de relaciones de complicidad, oscurecimiento de las conciencias, extorsiones y amenazas, pactos no escritos y connivencias que destruyen a las personas y a su conciencia moral.
El combate al narcotráfico se debe llevar a cabo en varios niveles. El Ejército mexicano, las diversas corporaciones policiacas, los gobernantes y legisladores tienen un papel directo. Pero el resto de los ciudadanos también tenemos parte en esta lucha. Nos toca atacar una de las principales causas de este fenómeno, que es la corrupción. Si erradicamos la corrupción, frenaremos la violencia.
Nuestras armas son la educación y la formación moral de los ciudadanos, que se concreta en fomentar la veracidad y educar en la honestidad. No es tan difícil, pues se trata de formar a los estudiantes para que sean honrados en sus exámenes y tareas; de enseñar a los padres de familia que el éxito económico para sostener a los suyos no justifica emplear medios ilícitos; de que los comerciantes y prestadores de servicio ofrezcan sólo lo que en verdad van a dar. Y todos, en cuanto consumidores, debemos recordar que lo barato (los artículos piratas) sale muy caro: es una siembra de corrupción, cuyos efectos nosotros mismo no podremos detener. Les aseguro que estas pequeñas acciones son el comienzo de grandes soluciones.
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