Luis-Fernando Valdés
Publicado el 30 de septiembre de 2007
Ingresan al debate público los “derechos de procreación”. El pasado día 26, Marcelo Ebrard envió a la Asamblea Legislativa un proyecto de Ley de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia para el Distrito Federal, que incorpora la figura de violencia contra los derechos reproductivos. Ciertamente, esta iniciativa contiene bastantes aspecto muy loables para la defensa de la mujer, pero tiene un déficit importante en cuanto a los derechos del nascituro.
Si se aprueba esta ley, será un delito violentar a una mujer para que decida tener o perder un hijo en contra de su voluntad. Este aspecto de la nueva legislación es muy novedoso, pues hasta ahora no se castiga a quien coacciona a una mujer para tener un hijo o para abortarlo. De esta manera, se protege la libertad de la mujer en un aspecto fundamental de su vida. Pero tutelar la libertad de la madre no debe implicar privar de la vida al no nato.
Aunque la información dada a la prensa no establece el procedimiento a seguir en el caso de que una mujer haya concebido contra su voluntad (si debe tener al bebé o abortarlo), la nueva iniciativa legislativa sí promueve que, para que las mujeres puedan decidir libre, responsable y voluntariamente el número y espaciamiento de sus hijos, tengan acceso tanto a los métodos anticonceptivos, entre ellos la “pastilla del día siguiente”, como al aborto legal antes de las 12 semanas de gestación.
Si observamos con atención, el proyecto de ley considera como violencia que la mujer no tenga acceso a la píldora del día siguiente y al aborto. Esto significa que nada ni nadie puede defender al engendrado que aún no ha nacido, porque impedir que la mujer aborte sería equivalente a violentarla, según esta ley. Esta iniciativa parlamentaria ha optado por defender la libertad de elección de la madre, por encima de la vida del nuevo ser humano. Y, además, ha puesto un blindaje a esa decisión porque cualquiera que intente impedirlo será procesado por “violentar” a esa mujer. De manera que, en caso de aprobarse esa ley, defender al no nacido será un delito.
La propuesta en cuestión se enfrentará a múltiples problemas. Como es sabido, hay una jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que sostiene que nuestra Constitución política establece el derecho a la vida desde su concepción. El proyecto de Ebrard niega este derecho fundamental. Otro problema que supone este proyecto es que contrapone el derecho a la objeción de conciencia y el derecho a la no violencia a las mujeres: si un médico se niega a practicar un aborto por motivos de conciencia, estaría cometiendo un delito de violencia, según esta ley. Pero en realidad esta disposición legal estaría violentando la conciencia del galeno.
Necesitamos que los mexicanos nos pongamos a razonar seriamente, dejando a un lado los apasionamientos. ¿Por qué damos por supuesto que la libertad de la madre y la vida del hijo son valores opuestos? Aceptar esta dialéctica destruye a cada mujer, a cada hombre y a nuestro País. Esta propuesta de ley hace una opción arbitraria por la libertad, porque pone la libertad por encima de la vida. Hace falta una norma que ponga en armonía la libertad y la vida; necesitamos no una libertad intocable, sino una libertad que elija la vida. La clave de la solución no radica en aprobar el aborto para quien lo solicite, sino que consiste en educar la libertad para que escoja lo que es verdadero: que la vida humana es don inalienable desde la concepción.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
www.columnafeyrazon.blogspot.com
Luis-Fernando Valdés López, sacerdote y teólogo, comenta noticias destacadas de la semana, con un enfoque humanista, desde la razón creyente.
domingo, 30 de septiembre de 2007
domingo, 16 de septiembre de 2007
Jesús de Nazaret, entre la fe y la historia
Luis-Fernando Valdés
Publicado el 16 de septiembre de 2007
Ya que estos días patrios nos dan un descanso, que podemos aprovechar para cultivar el espíritu, aprovecho para sugerirle un buen libro escrito por Benedicto XVI, que recientemente ha sido publicado en nuestra lengua. Titulado “Jesús de Nazaret”, se trata de una investigación desarrollada durante años por el Teólogo Ratzinger, que presenta a Jesús como un ser histórico digno de fe, superando la visión meramente mítica del Nazareno.
Es un escrito profundo, en el que el Papa alemán sale al paso de una dicotomía que surgió en el exégesis bíblica de la segunda parte del siglo pasado. Era una visión que separaba al “Jesús de la historia” del “Cristo de la fe”. Algunos autores, que empleaban métodos histórico-críticos para estudiar el origen de los textos bíblicos, afirmaban que la figura de Jesús, presentada por los Evangelios era la de un revolucionario anti-romano o la de un humilde moralista, que poco tenía que ver con el Cristo, el Hijo de Dios, presentado por la Iglesia primitiva. Por eso, decían que la fe en que Jesús es Dios no se podía apoyar en la razón, porque su divinidad no sería un hecho histórico sino una invención, producida por la devoción de sus primeros seguidores.
Ese método de investigación es muy importante para conocer la formación de los textos bíblicos, el sentido literal que tenían cuando se escribieron, el contexto donde vivían los escritores sagrados, etc. Pero tiene límites, porque no puede verificar empíricamente la existencia de hechos sobrenaturales, que muchos testigos presenciaron y cuyo testimonio los evangelistas pusieron por escrito. Esos testigos dan fe que Jesús se presenta como Dios. Y en este libro, el Obispo de Roma parte de que si no se toma en cuenta la divinidad de Jesús, su persona se hace fugaz, irreal, inexplicable. Más aún, sin su divinidad, no se puede entender nada sobre Él; en cambio, si se toma como punto de partida, Jesús se hace presente a nosotros también hoy.
Benedicto XVI insiste en la dimensión histórica de la vida de Jesús. Pues para la fe bíblica es fundamental la referencia a los hechos históricos reales. La fe no cuenta la historia como un conjunto de símbolos, sino que se funda en la historia que ha sucedido en la superficie de la historia. De modo que los Evangelios no tratan de revestir de carne al misterioso Hijo de Dios aparecido en la Tierra, sino que Él mismo se hizo en verdad humano como nosotros.
El Papa Ratzinger intenta en su escrito “presentar el Jesús del Evangelio cono el Jesús real, como el ‘Jesús histórico’ en el sentido verdadero y propio”. Y explica que esta figura que no separa al Cristo de la fe del Jesús de la historia “es mucho más lógica y desde el punto de vista histórico es también más comprensible” que las reconstrucciones presentadas por los métodos que buscan únicamente el origen del texto bíblico. Sólo el Jesús de los Evangelios es “una figura históricamente sensata y convincente”.
Leer este libro va mucho más allá que proporcionar información actualizada sobre la exégesis bíblica contemporánea. Tampoco es un escrito devocional. Se trata de un texto que busca mostrar al lector que Jesús de Nazaret es el Dios en el que creemos los cristianos. Parece de Perogrullo, pero hoy día está oscurecida esta verdad que es el fundamento del cristianismo: Jesucristo es el Dios verdadero, que se hizo humano como nosotros para compartir nuestra vida, para mostrar el amor del Dios por el hombre, para enseñarnos el camino de la felicidad, mediante el amor a Dios y al prójimo. Se lo recomiendo mucho.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
Publicado el 16 de septiembre de 2007
Ya que estos días patrios nos dan un descanso, que podemos aprovechar para cultivar el espíritu, aprovecho para sugerirle un buen libro escrito por Benedicto XVI, que recientemente ha sido publicado en nuestra lengua. Titulado “Jesús de Nazaret”, se trata de una investigación desarrollada durante años por el Teólogo Ratzinger, que presenta a Jesús como un ser histórico digno de fe, superando la visión meramente mítica del Nazareno.
Es un escrito profundo, en el que el Papa alemán sale al paso de una dicotomía que surgió en el exégesis bíblica de la segunda parte del siglo pasado. Era una visión que separaba al “Jesús de la historia” del “Cristo de la fe”. Algunos autores, que empleaban métodos histórico-críticos para estudiar el origen de los textos bíblicos, afirmaban que la figura de Jesús, presentada por los Evangelios era la de un revolucionario anti-romano o la de un humilde moralista, que poco tenía que ver con el Cristo, el Hijo de Dios, presentado por la Iglesia primitiva. Por eso, decían que la fe en que Jesús es Dios no se podía apoyar en la razón, porque su divinidad no sería un hecho histórico sino una invención, producida por la devoción de sus primeros seguidores.
Ese método de investigación es muy importante para conocer la formación de los textos bíblicos, el sentido literal que tenían cuando se escribieron, el contexto donde vivían los escritores sagrados, etc. Pero tiene límites, porque no puede verificar empíricamente la existencia de hechos sobrenaturales, que muchos testigos presenciaron y cuyo testimonio los evangelistas pusieron por escrito. Esos testigos dan fe que Jesús se presenta como Dios. Y en este libro, el Obispo de Roma parte de que si no se toma en cuenta la divinidad de Jesús, su persona se hace fugaz, irreal, inexplicable. Más aún, sin su divinidad, no se puede entender nada sobre Él; en cambio, si se toma como punto de partida, Jesús se hace presente a nosotros también hoy.
Benedicto XVI insiste en la dimensión histórica de la vida de Jesús. Pues para la fe bíblica es fundamental la referencia a los hechos históricos reales. La fe no cuenta la historia como un conjunto de símbolos, sino que se funda en la historia que ha sucedido en la superficie de la historia. De modo que los Evangelios no tratan de revestir de carne al misterioso Hijo de Dios aparecido en la Tierra, sino que Él mismo se hizo en verdad humano como nosotros.
El Papa Ratzinger intenta en su escrito “presentar el Jesús del Evangelio cono el Jesús real, como el ‘Jesús histórico’ en el sentido verdadero y propio”. Y explica que esta figura que no separa al Cristo de la fe del Jesús de la historia “es mucho más lógica y desde el punto de vista histórico es también más comprensible” que las reconstrucciones presentadas por los métodos que buscan únicamente el origen del texto bíblico. Sólo el Jesús de los Evangelios es “una figura históricamente sensata y convincente”.
Leer este libro va mucho más allá que proporcionar información actualizada sobre la exégesis bíblica contemporánea. Tampoco es un escrito devocional. Se trata de un texto que busca mostrar al lector que Jesús de Nazaret es el Dios en el que creemos los cristianos. Parece de Perogrullo, pero hoy día está oscurecida esta verdad que es el fundamento del cristianismo: Jesucristo es el Dios verdadero, que se hizo humano como nosotros para compartir nuestra vida, para mostrar el amor del Dios por el hombre, para enseñarnos el camino de la felicidad, mediante el amor a Dios y al prójimo. Se lo recomiendo mucho.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
domingo, 9 de septiembre de 2007
Festival de la vida
Luis-Fernando Valdés
Publicado el 9 de septiembre de 2007
Ayer sábado, el Estadio Corregidora estuvo de fiesta. Miles y miles de queretanos se reunieron para celebrar un evento que, hoy día, más que motivo de júbilo es causa de división: la vida humana. Pero mientras muchos se juntan para exaltar el don de la vida humana, otros quizá no pocos, promueven una cultura en sentido contrario. Es curioso que nuestra sociedad ha cobrado conciencia del respeto debido a la naturaleza y, a la vez, ha devaluado su respeto por la vida humana.
Ha surgido una cultura contraria a la vida. No es una mera frase. Si analizamos el debate internacional de los últimos años, observamos una serie de atentados contra la vida humana, como la anticoncepción, la esterilización, el aborto, la procreación artificial, la producción de embriones humanos, sujetos a manipulación o a destrucción, y la eutanasia. El asesinato del hombre inocente no es novedad, pues sucede desde la antigüedad; en cambio, lo que sí es reciente y más grave es la legalización de estos crímenes contra la vida, como si fueran “un derecho”.
Cuando la muerte del inocente y del desvalido se convierten en norma jurídica, es señal de que para la cultura contemporánea la vida ya no es un valor. La historia reciente nos muestra hechos que demuestran con claridad cómo las políticas y las legislaciones contrarias a la vida están llevando a las sociedades hacia la decadencia moral, demográfica y económica.
La vida humana ya no es el valor primero y fundamental que protege el derecho. Ahora tiene prioridad el derecho a “escoger” si se deja vivir o no al nascituro, al minusválido, al enfermo terminal. Es un cambio de paradigma, tan importante como el que protagonizó Copérnico, cuando anunció que era la Tierra la giraba alrededor del Sol. Nuestra civilización está imperceptiblemente deslizándose del “don de la vida” a la “voluntad de poder”. El hombre deja de recibir la vida como un regalo divino, y se convierte en un ser poderoso que decide quién puede o no vivir.
Los humanos festejamos públicamente lo que amamos, lo que nos da identidad, lo que nos enorgullece como ciudadanos de una misma patria, lo que nos une. Por eso, es llamativo que no haya una fiesta nacional por la vida humana, como si nacer y vivir no fueran valores dignos de ser celebrados. Esto es señal de un cambio de mentalidad en la sociedad mexicana. Sin llamarse a sí misma “cultura de la muerte”, ya ha cobrado derecho de ciudadanía una corriente que ve la vida como un decisión y no como un don, como un posible estorbo más que como la grandeza de nuestra nación.
Celebrar la vida es un momento importante para sentar las bases de una mentalidad de la vida. Pero quedan dos pasos muy importantes para formar esta nueva cultura. Uno es fomentar la reflexión y el diálogo con todos los que reconocen que el auténtico progreso de la sociedad se funda en la salvaguardia incondicional de la vida humana.
Y el otro consiste en eliminar el delito legalizado, o al menos limitar el daño de esas leyes. Se trata de mantener viva la conciencia del deber radical de respetar el derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural de todo ser humano, aunque sea el último y el menos dotado. Pero como la norma es precedida por la costumbre, la modificación de las leyes tiene que ir antecedida y acompañada por la modificación de la mentalidad y las costumbres a gran escala. Y, por eso, un evento como el “Festival por la vida” es un hito no pequeño en este cambio de sensibilidad favorable a la vida humana.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
Publicado el 9 de septiembre de 2007
Ayer sábado, el Estadio Corregidora estuvo de fiesta. Miles y miles de queretanos se reunieron para celebrar un evento que, hoy día, más que motivo de júbilo es causa de división: la vida humana. Pero mientras muchos se juntan para exaltar el don de la vida humana, otros quizá no pocos, promueven una cultura en sentido contrario. Es curioso que nuestra sociedad ha cobrado conciencia del respeto debido a la naturaleza y, a la vez, ha devaluado su respeto por la vida humana.
Ha surgido una cultura contraria a la vida. No es una mera frase. Si analizamos el debate internacional de los últimos años, observamos una serie de atentados contra la vida humana, como la anticoncepción, la esterilización, el aborto, la procreación artificial, la producción de embriones humanos, sujetos a manipulación o a destrucción, y la eutanasia. El asesinato del hombre inocente no es novedad, pues sucede desde la antigüedad; en cambio, lo que sí es reciente y más grave es la legalización de estos crímenes contra la vida, como si fueran “un derecho”.
Cuando la muerte del inocente y del desvalido se convierten en norma jurídica, es señal de que para la cultura contemporánea la vida ya no es un valor. La historia reciente nos muestra hechos que demuestran con claridad cómo las políticas y las legislaciones contrarias a la vida están llevando a las sociedades hacia la decadencia moral, demográfica y económica.
La vida humana ya no es el valor primero y fundamental que protege el derecho. Ahora tiene prioridad el derecho a “escoger” si se deja vivir o no al nascituro, al minusválido, al enfermo terminal. Es un cambio de paradigma, tan importante como el que protagonizó Copérnico, cuando anunció que era la Tierra la giraba alrededor del Sol. Nuestra civilización está imperceptiblemente deslizándose del “don de la vida” a la “voluntad de poder”. El hombre deja de recibir la vida como un regalo divino, y se convierte en un ser poderoso que decide quién puede o no vivir.
Los humanos festejamos públicamente lo que amamos, lo que nos da identidad, lo que nos enorgullece como ciudadanos de una misma patria, lo que nos une. Por eso, es llamativo que no haya una fiesta nacional por la vida humana, como si nacer y vivir no fueran valores dignos de ser celebrados. Esto es señal de un cambio de mentalidad en la sociedad mexicana. Sin llamarse a sí misma “cultura de la muerte”, ya ha cobrado derecho de ciudadanía una corriente que ve la vida como un decisión y no como un don, como un posible estorbo más que como la grandeza de nuestra nación.
Celebrar la vida es un momento importante para sentar las bases de una mentalidad de la vida. Pero quedan dos pasos muy importantes para formar esta nueva cultura. Uno es fomentar la reflexión y el diálogo con todos los que reconocen que el auténtico progreso de la sociedad se funda en la salvaguardia incondicional de la vida humana.
Y el otro consiste en eliminar el delito legalizado, o al menos limitar el daño de esas leyes. Se trata de mantener viva la conciencia del deber radical de respetar el derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural de todo ser humano, aunque sea el último y el menos dotado. Pero como la norma es precedida por la costumbre, la modificación de las leyes tiene que ir antecedida y acompañada por la modificación de la mentalidad y las costumbres a gran escala. Y, por eso, un evento como el “Festival por la vida” es un hito no pequeño en este cambio de sensibilidad favorable a la vida humana.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
domingo, 2 de septiembre de 2007
Los contrasentidos del mes patrio
Luis-Fernando Valdés
Publicado el 2 de septiembre de 2007
Iniciamos el mes de la Patria, con una expectativa inusual sobre el llamado “ritual” del Informe del Presidente de la República. Lo demás sigue igual: vendedores de banderitas y rehiletes tricolores, preparativos de verbenas populares en las plazas… Pero ¿qué es lo que festejamos? ¿un lugar? ¿un evento? ¿unos héroes? Todos afirmamos con entusiasmo que somos mexicanos, pero quizá pocos nos detenemos a reflexionar qué significa celebrar a nuestra Patria.
Los humanos manifestamos nuestro amor hacia alguien realizando una fiesta. Tratamos de mostrar así que una persona tiene especial importancia para nosotros. Celebrar el cumpleaños con un sencillo pastel o con una fiesta de quince años, le expresamos a nuestro ser querido un mensaje muy claro: “es muy importante para mí que existas”. Festejamos a quien amamos. (Quizá por eso los “colados” a las fiestas caen bastante mal: a ellos no les importa la persona festejada, sino sólo el alcohol y la música).
Y si celebramos a la patria, es señal de que es una realidad muy especial para todos los que hemos nacido o hemos vivida en ella. Los clásicos relacionaban el amor a la patria con los vínculos familiares, y los expresaban juntos en una sola virtud: la piedad. Cicerón la definía como “aquella por la que se ofrece un servicio y culto diligente a quienes nos están unidos en la sangre y en el amor a la patria”. Y un gran Pensador medieval enseñaba que “así como pertenece a la religión mostrar el culto a Dios, en segundo grado pertenece a la piedad mostrar el culto a los padres y a la patria”.
El amor a la patria tiene sentido, ya que es similar al amor a los propios padres. En cierto modo, la patria es principio de nuestra existencia. Haber nacido y haber vivido en un lugar, haber sido acogidos y cuidados por determinadas personas nos marcan para siempre. Ese conjunto de vivencias forman parte de nuestra definición como humanos, de nuestra identidad, de nuestro modo de ser, de nuestro retrato interior. Son nuestro punto de referencia para toda la vida. Por eso, patria y padre tienen la misma raíz etimológica. Por eso, festejamos a nuestros padres y a la tierra donde nacimos.
.
Tiene sentido hacer fiesta por la patria, porque es principio de nuestras experiencias vitales. En otras palabras, marco que encuadra las celebraciones de una nación es orden ético, que mira a que seamos mejores ciudadanos. Sin embargo, nuestro mes de celebraciones suele olvidar este punto de referencia. En la práctica, muchas de nuestros eventos septembrinos son más bien la exaltación de una preferencia política, o una ocasión de consumo y turismo.
Tomar ocasión de la patria para hacer publicidad político-partidista, sólo lleva la división y a un nacionalismo fanático. Se trata de una falsedad, porque las experiencias vitales no nos las han dado nuestras preferencias políticas, sino que nos han venido por tener comunión en historia, cultura, costumbres, lengua y, en ocasiones también, en religión.
Celebrar a nuestra Patria significa honrarla como se honra a los propios padres, respetarla como se respeta los propios progenitores. Es decir, sentirnos mexicanos sólo tiene sentido si nos comprometemos a respetar y honrar nuestras raíces comunes. Pero, ¿cuántos de los que irán a “dar el grito” se sentirán auténtica comprometidos a hablar mejor nuestra lengua castellana, a erradicar la corrupción, a respetar las leyes, a trabajar con eficacia, a estudiar con honradez, a conservar su familia unida?
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
Publicado el 2 de septiembre de 2007
Iniciamos el mes de la Patria, con una expectativa inusual sobre el llamado “ritual” del Informe del Presidente de la República. Lo demás sigue igual: vendedores de banderitas y rehiletes tricolores, preparativos de verbenas populares en las plazas… Pero ¿qué es lo que festejamos? ¿un lugar? ¿un evento? ¿unos héroes? Todos afirmamos con entusiasmo que somos mexicanos, pero quizá pocos nos detenemos a reflexionar qué significa celebrar a nuestra Patria.
Los humanos manifestamos nuestro amor hacia alguien realizando una fiesta. Tratamos de mostrar así que una persona tiene especial importancia para nosotros. Celebrar el cumpleaños con un sencillo pastel o con una fiesta de quince años, le expresamos a nuestro ser querido un mensaje muy claro: “es muy importante para mí que existas”. Festejamos a quien amamos. (Quizá por eso los “colados” a las fiestas caen bastante mal: a ellos no les importa la persona festejada, sino sólo el alcohol y la música).
Y si celebramos a la patria, es señal de que es una realidad muy especial para todos los que hemos nacido o hemos vivida en ella. Los clásicos relacionaban el amor a la patria con los vínculos familiares, y los expresaban juntos en una sola virtud: la piedad. Cicerón la definía como “aquella por la que se ofrece un servicio y culto diligente a quienes nos están unidos en la sangre y en el amor a la patria”. Y un gran Pensador medieval enseñaba que “así como pertenece a la religión mostrar el culto a Dios, en segundo grado pertenece a la piedad mostrar el culto a los padres y a la patria”.
El amor a la patria tiene sentido, ya que es similar al amor a los propios padres. En cierto modo, la patria es principio de nuestra existencia. Haber nacido y haber vivido en un lugar, haber sido acogidos y cuidados por determinadas personas nos marcan para siempre. Ese conjunto de vivencias forman parte de nuestra definición como humanos, de nuestra identidad, de nuestro modo de ser, de nuestro retrato interior. Son nuestro punto de referencia para toda la vida. Por eso, patria y padre tienen la misma raíz etimológica. Por eso, festejamos a nuestros padres y a la tierra donde nacimos.
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Tiene sentido hacer fiesta por la patria, porque es principio de nuestras experiencias vitales. En otras palabras, marco que encuadra las celebraciones de una nación es orden ético, que mira a que seamos mejores ciudadanos. Sin embargo, nuestro mes de celebraciones suele olvidar este punto de referencia. En la práctica, muchas de nuestros eventos septembrinos son más bien la exaltación de una preferencia política, o una ocasión de consumo y turismo.
Tomar ocasión de la patria para hacer publicidad político-partidista, sólo lleva la división y a un nacionalismo fanático. Se trata de una falsedad, porque las experiencias vitales no nos las han dado nuestras preferencias políticas, sino que nos han venido por tener comunión en historia, cultura, costumbres, lengua y, en ocasiones también, en religión.
Celebrar a nuestra Patria significa honrarla como se honra a los propios padres, respetarla como se respeta los propios progenitores. Es decir, sentirnos mexicanos sólo tiene sentido si nos comprometemos a respetar y honrar nuestras raíces comunes. Pero, ¿cuántos de los que irán a “dar el grito” se sentirán auténtica comprometidos a hablar mejor nuestra lengua castellana, a erradicar la corrupción, a respetar las leyes, a trabajar con eficacia, a estudiar con honradez, a conservar su familia unida?
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