Luis-Fernando Valdés
Desde hace más de un par de semanas, hemos visto todos cómo la venerada imagen de la Virgen de Guadalupe ha sido manipulada y usada por los algunos grupos políticos, como parte de sus campañas para impugnar las pasadas elecciones presidenciales. Estas personas, en nombre de la libertad de expresión, están hiriendo la sensibilidad de muchos mexicanos tanto católicos como no católicos. ¿Es correcto lo que están haciendo?
No lo es, en primer lugar, porque están haciendo una irreverente manipulación de su diseño original. Han cambiado la figura original, que está en oración, y la han presentado emitiendo su voto a favor de una opción política. Esta situación nunca había ocurrido, pues tanto en la Independencia y la Revolución de 1910, como en tantas otras causas sociales, la Virgen de Guadalupe fue tomada como protectora, pero jamás fue alterada su imagen original y se respetó su icono tal y como se apareció en el Tepeyac.
No es correcta esa acción, porque la imagen de la Guadalupana siempre ha sido factor de unidad de nuestro País, y el cuadro manipulado por estas personas presenta a una Virgen que excluye de su protección y maternidad a quienes tienen una preferencia política diferente. A lo largo de la Historia de nuestra Patria, los bandos en desacuerdo siempre han acudido a la misma imagen, sin atribuirse exclusividad: españoles, criollos y mestizos; conservadores y liberales; hacendados y campesinos; empresarios y obreros; los de izquierda y los de derecha. No es válido, por tanto, presentar a Santa María de Guadalupe como abogada de una causa partidista.
Esa manipulación tampoco es correcta porque ofende los sentimientos religiosos de millones de católicos. Los seres humanos recurrimos a símbolos materiales para expresar nuestra unión con una realidad transcendente, sobrenatural. Esos objetos –sean pinturas o esculturas– adquieren un respeto especial, porque evocan lo sagrado, y ayudan a que nuestros sentidos y nuestra mente se dirijan a lo divino. Por eso, cuando esos símbolos son empleados para otra finalidad no espiritual, se dice que han sido profanados. En este caso, los creyentes nos sentimos heridos al ver que la Sagrada imagen de la Virgen de Guadalupe es presentada con la leyenda de “la madre de todos los plantones” .
Un argumento más para mostrar que esas acciones contra la imagen del Tepeyac son incorrectas. Nuestra Historia nos ha mostrado lo conveniente de la separación de la Iglesia y el Estado, en cuanto al ejercicio del poder temporal, y lo importante de que esta relación sea de mutua ayuda y colaboración para conseguir el bien común. Pero estas acciones recientes, lejos de buscar esta recta relación, la rompen porque están utilizando la religión para fines políticos.
Y, para terminar de abundar en el tema, esta manipulación no es correcta, porque el fin no justifica los medios. Para conseguir una víctoria electoral no se pueden poner medios ilícitos: no se puede matar, ni difamar, ni faltar al bien común. Y tampoco se puede abusar de la religión para obtenerla. Estas personas están empleando un ícono de la unidad moral del País para legitimar sus protestas electorales. Profanan lo religioso para conseguir un resultado político.
Todos los mexicanos, sin distinción, podemos acudir a la Virgen de Guadalupe, con sentido religioso, con veneración. Lo que no es correcto es tomar a la Guadalupana con fines ajenos a la religión y, mucho menos, profanar su figura con manipulaciones político-partidistas. Esos manipuladores, lejos de legitimar su causa, están mostrando que desconocen la historia y la sensibilidad del pueblo mexicano.
Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com
Luis-Fernando Valdés López, sacerdote y teólogo, comenta noticias destacadas de la semana, con un enfoque humanista, desde la razón creyente.
domingo, 27 de agosto de 2006
domingo, 20 de agosto de 2006
Libros de educación sexual
Luis-Fernando Valdés
Durante la semana estuve pendiente de los comentarios de la prensa sobre los libros de educación sexual que se utilizarán en Primero de Secundaria. Me encontré con algunos editoriales que critican a las asociaciones de Padres de Familia que han protestado por el contenido de esos textos, como si esos papás propusieran que no se enseñara a los jóvenes la realidad de la sexualidad. Pero me parece que esos autores no han captado del todo el núcleo de aquellas protestas.
El fondo de los reclamos hacia esos libros es que separa la sexualidad del conjunto de la persona. Como bien apunta la editorialista Paz Fernández Cueto, el planteamiento de esos textos «disocia la sexualidad de la procreación, el amor del placer, el deseo de la responsabilidad, condicionando la bondad de la experiencia sexual al placer» (Reforma, 18.VIII.06).
En efecto, hay sofisma de fondo con el que se pretende introducir esos libros al mundo académico. La argucía consiste en que se presentan como libros «de biología», o sea textos «de ciencia», que nada tienen que ver con la moral, como si la sexualidad se pudiera desligar de la «ética». En realidad, no se puede separar la ética de la sexualidad, porque toda acción libre siempre es moral.
Las quejas sobre la educación sexual consiste en que se dé a conocer a los jóvenes el funcionamiento sexual, desligado del conjunto de la persona, de la familia y de la moral. Además, esos datos no siempre están de acuerdo con la madurez psciológica de los jóvenes y, por eso, pueden fácilmente llevar a la confusión o producir incluso el mismo efecto que la pornografía.
Algunos de esos libros inducen a disociar el placer sexual del amor. Dice uno de ellos: «otros autores vinculan al erotismo con el amor sin embargo, puede tenerse una experiencia erótica sin amor y con placer» (Ciencias 1 Biología, Ed. Macmillan). Esta invitación al mero erotismo distorciona la sexualidad humana, y transtorna el equilibrio psicoafectivo del adolescente: se le invita a que utilice el lenguaje corporal del amor, aunque en su mente y su corazón no exista ese afecto.
En otro libro se induce a buscar pornografía, aunque se le quiera encubrir de «trabajo de investigación». El texto de Científicas 1, de Grupo Editorial Norma, dice: «Investiga en la biblioteca o en Internet, la información necesaria para que en tu cuaderno ejemplifiques los mitos que existen sobre el autoerotismo y expliques por qué no causan daños físicos y psicológicos». O sea, le piden al joven de 12 o 13 años que busque en la red material sobre la masturbación. ¿Y, además de texto, qué va a encontrar sino imágenes eróticas? ¿Deja eso de ser pornografía sólo porque se está cumpliendo con un deber escolar?
Además, la calidad científica de algunos de esos libros deja mucho que desear. En los tratados de psicología siempre hay un capítulo sobre algunas disfunciones sexuales, llamadas parafilias, como lo son el fetichismo, el voyerismo, el exhibicionismo, etc. Contra toda ciencia, en el mencionado libro de Grupo Editorial Norma se sugieren prácticas parafílicas: «el placer erótico también se puede experimentar a través de imágenes, textos, sonidos, olores, texturas, y sabores en sujetos y objetos materiales o imaginarios».
Es necesario que los Padres de Familia, que son los primeros interesados en la educación de sus hijos, levanten su voz, y pidan que se revisen los programas y los textos de educación sexual, para que se enseñe una sexualidad encaminada al amor limpio y a la formación de una familia estable.
Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com
Durante la semana estuve pendiente de los comentarios de la prensa sobre los libros de educación sexual que se utilizarán en Primero de Secundaria. Me encontré con algunos editoriales que critican a las asociaciones de Padres de Familia que han protestado por el contenido de esos textos, como si esos papás propusieran que no se enseñara a los jóvenes la realidad de la sexualidad. Pero me parece que esos autores no han captado del todo el núcleo de aquellas protestas.
El fondo de los reclamos hacia esos libros es que separa la sexualidad del conjunto de la persona. Como bien apunta la editorialista Paz Fernández Cueto, el planteamiento de esos textos «disocia la sexualidad de la procreación, el amor del placer, el deseo de la responsabilidad, condicionando la bondad de la experiencia sexual al placer» (Reforma, 18.VIII.06).
En efecto, hay sofisma de fondo con el que se pretende introducir esos libros al mundo académico. La argucía consiste en que se presentan como libros «de biología», o sea textos «de ciencia», que nada tienen que ver con la moral, como si la sexualidad se pudiera desligar de la «ética». En realidad, no se puede separar la ética de la sexualidad, porque toda acción libre siempre es moral.
Las quejas sobre la educación sexual consiste en que se dé a conocer a los jóvenes el funcionamiento sexual, desligado del conjunto de la persona, de la familia y de la moral. Además, esos datos no siempre están de acuerdo con la madurez psciológica de los jóvenes y, por eso, pueden fácilmente llevar a la confusión o producir incluso el mismo efecto que la pornografía.
Algunos de esos libros inducen a disociar el placer sexual del amor. Dice uno de ellos: «otros autores vinculan al erotismo con el amor sin embargo, puede tenerse una experiencia erótica sin amor y con placer» (Ciencias 1 Biología, Ed. Macmillan). Esta invitación al mero erotismo distorciona la sexualidad humana, y transtorna el equilibrio psicoafectivo del adolescente: se le invita a que utilice el lenguaje corporal del amor, aunque en su mente y su corazón no exista ese afecto.
En otro libro se induce a buscar pornografía, aunque se le quiera encubrir de «trabajo de investigación». El texto de Científicas 1, de Grupo Editorial Norma, dice: «Investiga en la biblioteca o en Internet, la información necesaria para que en tu cuaderno ejemplifiques los mitos que existen sobre el autoerotismo y expliques por qué no causan daños físicos y psicológicos». O sea, le piden al joven de 12 o 13 años que busque en la red material sobre la masturbación. ¿Y, además de texto, qué va a encontrar sino imágenes eróticas? ¿Deja eso de ser pornografía sólo porque se está cumpliendo con un deber escolar?
Además, la calidad científica de algunos de esos libros deja mucho que desear. En los tratados de psicología siempre hay un capítulo sobre algunas disfunciones sexuales, llamadas parafilias, como lo son el fetichismo, el voyerismo, el exhibicionismo, etc. Contra toda ciencia, en el mencionado libro de Grupo Editorial Norma se sugieren prácticas parafílicas: «el placer erótico también se puede experimentar a través de imágenes, textos, sonidos, olores, texturas, y sabores en sujetos y objetos materiales o imaginarios».
Es necesario que los Padres de Familia, que son los primeros interesados en la educación de sus hijos, levanten su voz, y pidan que se revisen los programas y los textos de educación sexual, para que se enseñe una sexualidad encaminada al amor limpio y a la formación de una familia estable.
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domingo, 13 de agosto de 2006
Adicción al sexo
Luis-Fernando Valdés
Hoy amanecimos con la expectativa de la resolución del Trife. Pensaba ofrecerles, estimados lectores, una mini discertación sobre el Estado de derecho, pero hubiera parecido que tomaba partido en la disyuntiva de si se debe obedecer a la ley o al pueblo. Por eso, preferí seguir el ejemplo de un famoso columnista: en domingo, no hablar de «política» –pues nunca lo hago– sino sólo tratar de «cosas peores»: hablemos de ética.
Y para hacerles entretenido el momento de lectura, se me ocurrió escribir sobre un tema que va tomando tintes alarmantes. Se trata de una nueva adicción, la del sexo, que tiene consecuencias semejantes a las de otras adicciones más conocidas, como el alcohol, las drogas o las apuestas.
En reciente estudio sobre este tema, Patricia Matey afirma: «La adicción al sexo es una de las dependencias menos confesadas y visibles de todas las que existen. No obstante, ha aumentado el número de pacientes que pide ayuda debido a las consecuencias de su transtorno: ruina económica, matrimonios rotos, problemas laborales, ansiedad y depresión».
Esta dependencia sexual se manifiesta de diversas formas: desde la masturbación compulsiva a los abusos sexuales, pasando por relaciones con múltiples parejas heterosexuales u homosexuales, encuentros con personas desconocidas, el recurso a la pornografía, la prostitución, el exhibicionismo, la pedofilia, el turismo sexual, y tantas otras más.
El origen de esta adicción, en la mayoría de los casos, se encuentra en la mente, donde las fantasías sexuales y los pensamientos eróticos se convierten en engañosas válvulas de escape de los problemas laborales, las relaciones rotas, la baja autoestima o la insatisfacción personal. Luego, esas imaginaciones se pasan al ámbito de la realidad práctica. Se empieza por cosas pequeñas, ligeras concesiones al placer, y se termina en prácticas que nunca se hubieran pensado realizar, y que causan un sufrimiento insoportable.
Así como el alcoholismo, la drogadicción y las apuestas terminan por destruir tanto al que padece estos vicios como a su familia, de igual manera en la adicción al sexo también alguién siempre termina pagando el alto costo emocional. Quien paga ese precio puede ser la persona que sintió que jugaron con sus sentimientos, o una creaturita abortada, o un matrimonio y unos hijos destrozados por un adulterio.
Aunque todas las personas del entorno de quien padece este vicio sufren mucho, el principal afectado es el que padece esta adicción. Es la víctima principal, porque sufre un transtorno fuerte en su vida, tanto como un alcohólico, aunque exteriormente quizá se note menos. Se destroza su capacidad de amar.
Al ver estas trágicas consecuencias, no reaccionamos con la misma fuerza que contra las drogas, aunque el resultado de la adicción sexual es el mismo. Todos apoyamos el slogan «di no a las drogas», todos apoyamos el combate al narco-menudeo. Pero nos quedamos callados y pasivos ante la «droga» de la pornografía en los medios de comunicación, o al sexo-menudeo del puesto de periódicos o de un lugar de exhibicionismo (table dance).
¿No será el momento de revalorar la virtud de la templanza en el placer sexual presente ya en la Grecia clásica, y en la tradición judeo-cristiana? ¿Ante esta adicción que afecta desde niños de primaria a hasta personas mayores, podemos seguir diciendo que es mogigatería hablar de educación de la afectividad, de castidad? Es tiempo de enseñar a amar.
Por cierto, ¿qué voy a hacer con mi borrador sobre el Estado de derecho? Escríbame.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Hoy amanecimos con la expectativa de la resolución del Trife. Pensaba ofrecerles, estimados lectores, una mini discertación sobre el Estado de derecho, pero hubiera parecido que tomaba partido en la disyuntiva de si se debe obedecer a la ley o al pueblo. Por eso, preferí seguir el ejemplo de un famoso columnista: en domingo, no hablar de «política» –pues nunca lo hago– sino sólo tratar de «cosas peores»: hablemos de ética.
Y para hacerles entretenido el momento de lectura, se me ocurrió escribir sobre un tema que va tomando tintes alarmantes. Se trata de una nueva adicción, la del sexo, que tiene consecuencias semejantes a las de otras adicciones más conocidas, como el alcohol, las drogas o las apuestas.
En reciente estudio sobre este tema, Patricia Matey afirma: «La adicción al sexo es una de las dependencias menos confesadas y visibles de todas las que existen. No obstante, ha aumentado el número de pacientes que pide ayuda debido a las consecuencias de su transtorno: ruina económica, matrimonios rotos, problemas laborales, ansiedad y depresión».
Esta dependencia sexual se manifiesta de diversas formas: desde la masturbación compulsiva a los abusos sexuales, pasando por relaciones con múltiples parejas heterosexuales u homosexuales, encuentros con personas desconocidas, el recurso a la pornografía, la prostitución, el exhibicionismo, la pedofilia, el turismo sexual, y tantas otras más.
El origen de esta adicción, en la mayoría de los casos, se encuentra en la mente, donde las fantasías sexuales y los pensamientos eróticos se convierten en engañosas válvulas de escape de los problemas laborales, las relaciones rotas, la baja autoestima o la insatisfacción personal. Luego, esas imaginaciones se pasan al ámbito de la realidad práctica. Se empieza por cosas pequeñas, ligeras concesiones al placer, y se termina en prácticas que nunca se hubieran pensado realizar, y que causan un sufrimiento insoportable.
Así como el alcoholismo, la drogadicción y las apuestas terminan por destruir tanto al que padece estos vicios como a su familia, de igual manera en la adicción al sexo también alguién siempre termina pagando el alto costo emocional. Quien paga ese precio puede ser la persona que sintió que jugaron con sus sentimientos, o una creaturita abortada, o un matrimonio y unos hijos destrozados por un adulterio.
Aunque todas las personas del entorno de quien padece este vicio sufren mucho, el principal afectado es el que padece esta adicción. Es la víctima principal, porque sufre un transtorno fuerte en su vida, tanto como un alcohólico, aunque exteriormente quizá se note menos. Se destroza su capacidad de amar.
Al ver estas trágicas consecuencias, no reaccionamos con la misma fuerza que contra las drogas, aunque el resultado de la adicción sexual es el mismo. Todos apoyamos el slogan «di no a las drogas», todos apoyamos el combate al narco-menudeo. Pero nos quedamos callados y pasivos ante la «droga» de la pornografía en los medios de comunicación, o al sexo-menudeo del puesto de periódicos o de un lugar de exhibicionismo (table dance).
¿No será el momento de revalorar la virtud de la templanza en el placer sexual presente ya en la Grecia clásica, y en la tradición judeo-cristiana? ¿Ante esta adicción que afecta desde niños de primaria a hasta personas mayores, podemos seguir diciendo que es mogigatería hablar de educación de la afectividad, de castidad? Es tiempo de enseñar a amar.
Por cierto, ¿qué voy a hacer con mi borrador sobre el Estado de derecho? Escríbame.
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domingo, 6 de agosto de 2006
La «arrogancia» de la verdad
Luis-Fernando Valdés
En nuestra sociedad democrática hay un valor entendido: el derecho a expresar nuestros puntos de vista, sin que nadie nos reproche nuestro modo de pensar. Y para garantizar este derecho, hemos acordado que todos los diversos pareceres son válidos, aunque sean contradictorios entre sí. Sin embargo, ¿éste modo de proceder realmente garantiza la libertad de los individuos?
En un primer momento, cuando se pretende hablar de una verdad válida para todos, parecería que los que dicen tener razón terminarán atropellando a los que no piensan como ellos. Suena muy razonable afirmar que la verdad no puede estar por encima del hombre, sino que éste la establece, pues de este modo podemos convivir todos, sin necesidad de estar de acuerdo en nuestro modo de ver la vida.
Pero esta postura me recuerda el Caballo de Troya. Parecía un trofeo de guerra, un símbolo de victoria sobre los invasores, un monumento a la libertad. Y lo colocaron en medio de la ciudad, como si fuera la estatua de un dios. Y, al anochecer, salieron de él las tropas de asalto que rompieron las puertas de las murallas… y fue arrasada la población.
Rechazar la verdad como precio de la tolerancia es el Caballo de Troya de la cultura contemporánea. ¿Por qué? Porque acepta como un valor, a un factor que destruye el pilar sólido que sostiene a la dignidad humana. Ésta es la amarga herencia del siglo pasado: millones de muertos por las guerras mundiales y por los regímenes totalitarios. Si no existe la verdad sobre el ser humano, ¿cómo defenderlo de los tiranos?
Cuando el actual Papa era un joven sacerdote y Profesor de teología, se preguntaba si no era muy pretensioso afirmar que la verdad es posible de encontrar. «A lo largo de mi camino espiritual sentí muy fuerte como problema la cuestión de si no es realmente arrogancia decir que podemos conocer la verdad, teniendo en cuenta nuestras limitaciones». Incluso, como hijo de su tiempo se preguntaba si «quizá no era mejor suprimir esa categoría» (citado en Peter Seewald, Benedicto XVI. Una mirada cercana, p. 248).
Pero descubrió que el costo tanto intelectual como social era muy alto. El joven Ratzinger cuenta que «mientras seguía esos conceptos, podía observar, y también comprender, que la renuncia a la verdad no soluciona nada, sino que, por el contrario, lleva a una dictadura del relativismo» (Ibid., p. 249). ¿A qué se refería con eso de «dictadura»? A que somos nosotros los que definimos cómo son las cosas y las personas, y esa decisión es intercambiable, según nuestro parecer, que puede llegar a ser tiránico. De ahí se desprende este razonamiento: si el hombre puede decidir qué es el hombre y, si para algún poderoso un ser humano o un grupo social es considerado como indeseable, lo puede limitar o aniquilar. Por eso, advertía el entonces Profesor universitario, «el hombre pierde toda su dignidad si no puede conocer la verdad, si todo no es más que el producto de una decisión individual o colectiva» (Ibid).
La verdad parece arrogante, pues implica que unos tienen razón y otros no. Incluso parecería discriminación afirmar que alguien está equivocado. Sin embargo, sólo cuando hay un principio superior a cada uno, muchas veces sea difícil de entender o de visualizar, tenemos la garantía de que ninguno se impondrá arbitrariamente a los demás. Ese principio común, esa verdad sobre el hombre, que está por encima de la voluntad individual, es lo que llamamos dignidad. Entonces, la aparente arrogancia de la verdad no es sino el sustento real de la libertad individual.
Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com
En nuestra sociedad democrática hay un valor entendido: el derecho a expresar nuestros puntos de vista, sin que nadie nos reproche nuestro modo de pensar. Y para garantizar este derecho, hemos acordado que todos los diversos pareceres son válidos, aunque sean contradictorios entre sí. Sin embargo, ¿éste modo de proceder realmente garantiza la libertad de los individuos?
En un primer momento, cuando se pretende hablar de una verdad válida para todos, parecería que los que dicen tener razón terminarán atropellando a los que no piensan como ellos. Suena muy razonable afirmar que la verdad no puede estar por encima del hombre, sino que éste la establece, pues de este modo podemos convivir todos, sin necesidad de estar de acuerdo en nuestro modo de ver la vida.
Pero esta postura me recuerda el Caballo de Troya. Parecía un trofeo de guerra, un símbolo de victoria sobre los invasores, un monumento a la libertad. Y lo colocaron en medio de la ciudad, como si fuera la estatua de un dios. Y, al anochecer, salieron de él las tropas de asalto que rompieron las puertas de las murallas… y fue arrasada la población.
Rechazar la verdad como precio de la tolerancia es el Caballo de Troya de la cultura contemporánea. ¿Por qué? Porque acepta como un valor, a un factor que destruye el pilar sólido que sostiene a la dignidad humana. Ésta es la amarga herencia del siglo pasado: millones de muertos por las guerras mundiales y por los regímenes totalitarios. Si no existe la verdad sobre el ser humano, ¿cómo defenderlo de los tiranos?
Cuando el actual Papa era un joven sacerdote y Profesor de teología, se preguntaba si no era muy pretensioso afirmar que la verdad es posible de encontrar. «A lo largo de mi camino espiritual sentí muy fuerte como problema la cuestión de si no es realmente arrogancia decir que podemos conocer la verdad, teniendo en cuenta nuestras limitaciones». Incluso, como hijo de su tiempo se preguntaba si «quizá no era mejor suprimir esa categoría» (citado en Peter Seewald, Benedicto XVI. Una mirada cercana, p. 248).
Pero descubrió que el costo tanto intelectual como social era muy alto. El joven Ratzinger cuenta que «mientras seguía esos conceptos, podía observar, y también comprender, que la renuncia a la verdad no soluciona nada, sino que, por el contrario, lleva a una dictadura del relativismo» (Ibid., p. 249). ¿A qué se refería con eso de «dictadura»? A que somos nosotros los que definimos cómo son las cosas y las personas, y esa decisión es intercambiable, según nuestro parecer, que puede llegar a ser tiránico. De ahí se desprende este razonamiento: si el hombre puede decidir qué es el hombre y, si para algún poderoso un ser humano o un grupo social es considerado como indeseable, lo puede limitar o aniquilar. Por eso, advertía el entonces Profesor universitario, «el hombre pierde toda su dignidad si no puede conocer la verdad, si todo no es más que el producto de una decisión individual o colectiva» (Ibid).
La verdad parece arrogante, pues implica que unos tienen razón y otros no. Incluso parecería discriminación afirmar que alguien está equivocado. Sin embargo, sólo cuando hay un principio superior a cada uno, muchas veces sea difícil de entender o de visualizar, tenemos la garantía de que ninguno se impondrá arbitrariamente a los demás. Ese principio común, esa verdad sobre el hombre, que está por encima de la voluntad individual, es lo que llamamos dignidad. Entonces, la aparente arrogancia de la verdad no es sino el sustento real de la libertad individual.
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