Luis-Fernando Valdés
Cada vez que llega la Navidad, nos sorprende constatar la buena acogida que tiene esta celebración. Y se festeja en innumerables países de los cinco continentes, ya sea con sentido religioso, ya sea con un afán meramente conmemorativo. Pero ¿cuál es la razón de esta aceptación cordial de la Navidad, por parte de tantos millones de personas?
Seguramente, la Navidad fascina porque todos sospechamos, de alguna manera, que el nacimiento de ese Niño tiene algo que ver con los más profundos anhelos y esperanzas humanas, como el amor, la esperanza, la paz, la concordia y la salvación del mal que aflige a la humanidad.
Todas las personas tenemos esos deseos y sentimientos en lo profundo del corazón. Y los cristianos afirmamos que Jesús, cuyo nacimiento celebramos, es quien colma esas aspiraciones, porque es Dios hecho ser humano, como nosotros. ¿No es muy pretencioso afirmar que la respuesta para todos la posee sólo un grupo de creyentes?
Sí, lo es. Más aún, es casi una falta de respeto a nuestra sociedad, que ha adquirido el pluralismo al costo de renunciar a hablar de la verdad, de una verdad válida para todos.
Es fácil admitir que son comunes a todos los sentimientos y las esperanzas, de los que nos habla la Navidad. Y, desde el siglo XIX, han querido descubrir en la Navidad cristiana el resumen de los mitos de culturas más antiguas, que también buscan colmar sus anhelos en la encarnación de un dios. Esto equivale a decir que la Navidad es muy popular, porque es un mito común a todas las culturas.
En el siglo XX, se superó parcialmente esta visión del cristianismo como recopilación de mitos de otras religiones. Y se llegó a la conclusión de que el único origen del cristianismo se encuentra en el judaísmo. Pero la objeción prevaleció: el cristianismo seguiría siendo un mito, y por lo tanto, no sería válido para todos.
También se descubrió que el mito es un género literario, que sirve para transmitir un mensaje especial o importante. El mito emplea imágenes y narraciones para destacar la importancia de ciertos personajes y sus proezas. Sin embargo, esas metáforas no tendrían nada que ver con la realidad.
La Navidad cristiana utiliza, pues, el género mítico para celebrar que Dios «bajó del cielo», «se encarnó de María Virgen, por obra del Espíritu Santo», y «se hizo hombre». Y todos están de acuerdo que este «mito» resume las aspiraciones de muchas personas. Pero ¿es posible que este mito sea verdadero, de modo que sea válido para todos?
Algunos consideran que todo mito sólo expresan posturas subjetivas y sentimentales. Pero no es así, porque la expresión mediante símbolos también hace referencia a la realidad, pero de una manera distinta a las descripciones científicas o matemáticas.
Los mitos no son falsos por el hecho de mitos. Son falsos, cuando lo que narran no se verificó en la historia. A diferencia de los mitos paganos, el cristianismo se presenta como mito que es, a la vez, un hecho histórico. El Evangelio de San Lucas afirma que el nacimiento de Jesús ocurrió en el tiempo y en el espacio: en Belén, cuando César Augusto era el emperador romano, y Quirino el gobernador de Siria (Lc 2,1-2).
Como afirma C. S. Lewis, la historia de Cristo es más bien «el más alto mito», porque en ella el mito se hace realidad. Por eso, la Navidad antes que ser una celebración mundial es un pregunta para cada uno: ¿Y si fuera verdad...? ¿Y si se ha hecho realidad lo que, como eco de un ansia inmensa y de una expectativa todavía confusa, se dice en tantos mitos?
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Luis-Fernando Valdés López, sacerdote y teólogo, comenta noticias destacadas de la semana, con un enfoque humanista, desde la razón creyente.
domingo, 30 de octubre de 2005
El Vaticano II, 40 años después
Luis-Fernando Valdés
El pasado 8 de diciembre se cumplieron 40 años de la solemne clausura del Concilio Vaticano II. Fue una reunión del Romano Pontífice con casi todos los obispos del mundo, y tenía como objetivo reflexionar sobre la relación de la Iglesia con el mundo contemporáneo.
El Concilio debía responder a una pregunta fundamental: ¿Tiene algo que decir la Iglesia al hombre de hoy? La cuestión es profunda, porque hoy día la ciencia y la tecnología parecen liberar al ser humano de todo dolor y le hacen más cómoda y llevadera la vida. También hoy el gobierno y las instituciones privadas llevan el peso de los hospitales, asilos y orfanatos, tareas que antes desarrollaba la Iglesia.
¿Qué aporta la Iglesia al hombre de hoy, que aparentemente no necesita de Dios? La contribución de esta institución no es de orden material, ni tampoco de tipo académico, aunque siga fiel a su vocación a la solidaridad y a la enseñanza.
La aportación de la Iglesia es tipo espiritual. Le enseña al hombre cuál es el sentido de su vida. Cuando el ser humano se olvida de que tiene un destino trascendente, de que está llamado a encontrarse con Dios, invariablemente su vida cae en el absurdo. Y pierde la razón profunda de todo lo que realiza.
Todos nos preguntamos para qué nacimos, qué finalidad tiene nuestra vida. A todos nos sobrecoge la realidad de que un día moriremos, y nos cuestionamos si todo los bienes que hayamos podido acumular durante la vida nos servirán en aquel momento. Estos interrogantes nos hacen ver que el hombre busca esas respuestas en lo espiritual.
Una de las enseñanzas centrales del Concilio es anunciar a todo el mundo que el sentido de la vida se encuentra en Jesucristo. Él es el Dios hecho ser humano. Tomó nuestra naturaleza racional y corporal para enseñarnos cómo ser auténticamente humanos.
Así lo enseña la Constitución Gaudium et spes, uno de los documentos capitales del Concilio: «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (n. 22).
A cuarenta años de su finalización, ¿sigue vigente este planteamiento sobre el sentido de la vida humana? ¿Hoy, cuando nuestra cultura nos propone que no existe una verdad absoluta? ¿Hoy, cuando el escepticismo parece haber ganado la batalla?
Esta respuesta del Vaticano II sigue vigente también en nuestros días. Está dirigida solamente a los católicos, sino a todos los seres humanos. Todavía hoy, todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto, y se sigue preguntando el porqué de su existencia. Y a este problema sólo Dios da respuesta plena y totalmente cierta (cfr. ibid, 21).
Mientras los humanos nos preguntemos por el sentido de nuestra vida, el mensaje del Concilio seguirá vigente. Es tarea de cada uno aceptar la invitación a encontrar la respuesta en Jesucristo. Por eso, la invitación de Juan Pablo II, al inicio de su pontificado (1978), es actual: «No tengáis miedo. Abrid las puertas de Cristo de par en par. No tengáis miedo. Cristo sabe “lo que hay dentro del hombre”. Sólo él lo sabe».
La propuesta es válida también hoy. El Papa Benedicto XVI comenzó así su tarea pastoral, en abril de este año: «¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida!».
Correo: lfvaldes@gmail.com
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El pasado 8 de diciembre se cumplieron 40 años de la solemne clausura del Concilio Vaticano II. Fue una reunión del Romano Pontífice con casi todos los obispos del mundo, y tenía como objetivo reflexionar sobre la relación de la Iglesia con el mundo contemporáneo.
El Concilio debía responder a una pregunta fundamental: ¿Tiene algo que decir la Iglesia al hombre de hoy? La cuestión es profunda, porque hoy día la ciencia y la tecnología parecen liberar al ser humano de todo dolor y le hacen más cómoda y llevadera la vida. También hoy el gobierno y las instituciones privadas llevan el peso de los hospitales, asilos y orfanatos, tareas que antes desarrollaba la Iglesia.
¿Qué aporta la Iglesia al hombre de hoy, que aparentemente no necesita de Dios? La contribución de esta institución no es de orden material, ni tampoco de tipo académico, aunque siga fiel a su vocación a la solidaridad y a la enseñanza.
La aportación de la Iglesia es tipo espiritual. Le enseña al hombre cuál es el sentido de su vida. Cuando el ser humano se olvida de que tiene un destino trascendente, de que está llamado a encontrarse con Dios, invariablemente su vida cae en el absurdo. Y pierde la razón profunda de todo lo que realiza.
Todos nos preguntamos para qué nacimos, qué finalidad tiene nuestra vida. A todos nos sobrecoge la realidad de que un día moriremos, y nos cuestionamos si todo los bienes que hayamos podido acumular durante la vida nos servirán en aquel momento. Estos interrogantes nos hacen ver que el hombre busca esas respuestas en lo espiritual.
Una de las enseñanzas centrales del Concilio es anunciar a todo el mundo que el sentido de la vida se encuentra en Jesucristo. Él es el Dios hecho ser humano. Tomó nuestra naturaleza racional y corporal para enseñarnos cómo ser auténticamente humanos.
Así lo enseña la Constitución Gaudium et spes, uno de los documentos capitales del Concilio: «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (n. 22).
A cuarenta años de su finalización, ¿sigue vigente este planteamiento sobre el sentido de la vida humana? ¿Hoy, cuando nuestra cultura nos propone que no existe una verdad absoluta? ¿Hoy, cuando el escepticismo parece haber ganado la batalla?
Esta respuesta del Vaticano II sigue vigente también en nuestros días. Está dirigida solamente a los católicos, sino a todos los seres humanos. Todavía hoy, todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto, y se sigue preguntando el porqué de su existencia. Y a este problema sólo Dios da respuesta plena y totalmente cierta (cfr. ibid, 21).
Mientras los humanos nos preguntemos por el sentido de nuestra vida, el mensaje del Concilio seguirá vigente. Es tarea de cada uno aceptar la invitación a encontrar la respuesta en Jesucristo. Por eso, la invitación de Juan Pablo II, al inicio de su pontificado (1978), es actual: «No tengáis miedo. Abrid las puertas de Cristo de par en par. No tengáis miedo. Cristo sabe “lo que hay dentro del hombre”. Sólo él lo sabe».
La propuesta es válida también hoy. El Papa Benedicto XVI comenzó así su tarea pastoral, en abril de este año: «¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida!».
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domingo, 23 de octubre de 2005
SIDA, ética y esperanza
Luis-Fernando Valdés
La ONU instituyó en 1988 la Jornada Mundial del SIDA, que se celebra el 1 de diciembre de cada año. Este día constituye una oportunidad para una reflexión sobre diversos aspectos de esta epidemia: médicos, éticos y religiosos.
Desde el punto de vista médico, las estadísticas son alarmantes. En 2004, la ONU declaró que, desde la aparición del SIDA, más de 22 millones de personas han muerto por causa de esta enfermedad.
Pero no basta con dar cifras, lo importante es que se pongan al alcance de todos los medicamentos que, en la actualidad, sirven para controlar y paliar este padecimiento. Los esfuerzos de una nación para combatir el SIDA no se pueden limitar a dar información preventiva, sino que también deben subsidiar los fármacos que los afectados necesitan.
La ética es otro aspecto importante en el combate del SIDA. Esta enfermedad sólo se transmite por tres vías: la sangre, la transmisión materno-infantil y por contacto sexual. En ellas hay implicaciones éticas. Por ejemplo, los donadores de sangre tienen el grave deber moral de que su sangre esté exenta de ese virus; las madres portadoras del VIH no pueden abortar, aunque sepan que su bebé nacerá infectado.
La vía del contacto sexual tiene más implicaciones éticas aún. Juan Pablo II afirmó que el drama del Sida se presenta como una «patología del espíritu». Para combatir este tipo de contagio se requiere aumentar la prevención con educación en el valor sagrado de la vida y con formación en la práctica correcta de la sexualidad.
En 1994, Juan Pablo II recomendaba a los obispos de África, continente flagelado por el SIDA: «debemos presentar continuamente a los fieles, sobre todo a los jóvenes, el afecto, el gozo, la felicidad y la paz que procura el matrimonio cristiano y la fidelidad, así como la seguridad proporcionada por la castidad».
El SIDA también tiene implicaciones religiosas. Los que padecen esta enfermedad no son un mero dato para las estadísticas. Estos enfermos son, ante todo, seres humanos. Y como todo humano tienen una historia, que se ve trastocada, incluso interrumpida. Tienen temor y desean una esperanza. Y ése es el aspecto religioso de esta epidemia.
Junto con el derecho a acceder a los medicamentos y tratamientos necesarios, los enfermos de SIDA necesitan de apoyo espiritual. Esta enfermedad los pone frente al drama del sufrimiento y de la muerte. Y es ahí cuando necesitan de un mensaje de esperanza.
Juan Pablo II explicaba que «es precisamente en el momento de la enfermedad cuando se plantea con mayor urgencia la necesidad de encontrar respuestas adecuadas a las cuestiones últimas referentes a la vida del hombre: las cuestiones sobre el sentido del dolor, del sufrimiento y de la misma muerte, considerada no sólo como un enigma con el cual confrontarse fatigosamente, sino como misterio en el que Cristo se incorpora en nuestra existencia, abriéndola a un nuevo y definitivo nacimiento para la vida que nunca acabará» (Mensaje para la Jornada Mundial del Enfermo 2005, n. 6).
Atender a los que padecen esta enfermedad es tarea de todos. Por eso, Benedicto XVI expresó su apoyo a «las numerosas iniciativas promovidas, de modo especial las de las comunidades eclesiales, para eliminar esta enfermedad, y aseguro mi apoyo a los enfermos de SIDA y a sus familias, invocando para ellos la ayuda y el consuelo del Señor" (Discurso, 30.XI.05)
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La ONU instituyó en 1988 la Jornada Mundial del SIDA, que se celebra el 1 de diciembre de cada año. Este día constituye una oportunidad para una reflexión sobre diversos aspectos de esta epidemia: médicos, éticos y religiosos.
Desde el punto de vista médico, las estadísticas son alarmantes. En 2004, la ONU declaró que, desde la aparición del SIDA, más de 22 millones de personas han muerto por causa de esta enfermedad.
Pero no basta con dar cifras, lo importante es que se pongan al alcance de todos los medicamentos que, en la actualidad, sirven para controlar y paliar este padecimiento. Los esfuerzos de una nación para combatir el SIDA no se pueden limitar a dar información preventiva, sino que también deben subsidiar los fármacos que los afectados necesitan.
La ética es otro aspecto importante en el combate del SIDA. Esta enfermedad sólo se transmite por tres vías: la sangre, la transmisión materno-infantil y por contacto sexual. En ellas hay implicaciones éticas. Por ejemplo, los donadores de sangre tienen el grave deber moral de que su sangre esté exenta de ese virus; las madres portadoras del VIH no pueden abortar, aunque sepan que su bebé nacerá infectado.
La vía del contacto sexual tiene más implicaciones éticas aún. Juan Pablo II afirmó que el drama del Sida se presenta como una «patología del espíritu». Para combatir este tipo de contagio se requiere aumentar la prevención con educación en el valor sagrado de la vida y con formación en la práctica correcta de la sexualidad.
En 1994, Juan Pablo II recomendaba a los obispos de África, continente flagelado por el SIDA: «debemos presentar continuamente a los fieles, sobre todo a los jóvenes, el afecto, el gozo, la felicidad y la paz que procura el matrimonio cristiano y la fidelidad, así como la seguridad proporcionada por la castidad».
El SIDA también tiene implicaciones religiosas. Los que padecen esta enfermedad no son un mero dato para las estadísticas. Estos enfermos son, ante todo, seres humanos. Y como todo humano tienen una historia, que se ve trastocada, incluso interrumpida. Tienen temor y desean una esperanza. Y ése es el aspecto religioso de esta epidemia.
Junto con el derecho a acceder a los medicamentos y tratamientos necesarios, los enfermos de SIDA necesitan de apoyo espiritual. Esta enfermedad los pone frente al drama del sufrimiento y de la muerte. Y es ahí cuando necesitan de un mensaje de esperanza.
Juan Pablo II explicaba que «es precisamente en el momento de la enfermedad cuando se plantea con mayor urgencia la necesidad de encontrar respuestas adecuadas a las cuestiones últimas referentes a la vida del hombre: las cuestiones sobre el sentido del dolor, del sufrimiento y de la misma muerte, considerada no sólo como un enigma con el cual confrontarse fatigosamente, sino como misterio en el que Cristo se incorpora en nuestra existencia, abriéndola a un nuevo y definitivo nacimiento para la vida que nunca acabará» (Mensaje para la Jornada Mundial del Enfermo 2005, n. 6).
Atender a los que padecen esta enfermedad es tarea de todos. Por eso, Benedicto XVI expresó su apoyo a «las numerosas iniciativas promovidas, de modo especial las de las comunidades eclesiales, para eliminar esta enfermedad, y aseguro mi apoyo a los enfermos de SIDA y a sus familias, invocando para ellos la ayuda y el consuelo del Señor" (Discurso, 30.XI.05)
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domingo, 16 de octubre de 2005
Ilegales pero con derechos
Luis-Fernando Valdés
Seguimos preocupados por los mexicanos que, cada vez con mayor dificultad, cruzan la frontera a los Estados Unidos. La línea fronteriza está mejor custodiada cada día, y se van consolidando los grupos civiles que «cazan» migrantes ilegales.
Las palabras con las que se designan las personas que emigran hacia el norte hacen un efecto curioso en la opinión pública. Llamarlos «indocumentados» o «ilegales» implica aceptar que son «culpables» de un delito. Y, acostumbrados a ciertos esquemas cinematográficos, a los delincuentes se les puede perseguir y maltratar.
Si observamos con atención, las películas más taquilleras generalmente muestran un combate entre los buenos y los malos. Y casi siempre el bueno tiene justificación para eliminar totalmente al malo, aunque emplee medios violentos y poco éticos. Los malos no tienen derechos y deben ser eliminados. Y quien se deshace de ellos es un héroe.
Uno de los peligros más grandes a los que se enfrenta una persona que cruza clandestinamente la frontera norte consiste en recibir la etiqueta de «malo» o de «criminal». Porque a los malos se les puede maltratar y nadie los va a defender.
Ciertamente, los que cruzan ilegalmente una frontera cometen un delito contra el país al que ingresan. Y ese país tiene derecho a controlar el acceso a su interior, y a vigilar mediante cuerpos policiacos o el ejército. El país afectado puede también arrestar y deportar a los que ingresan sin documentos.
Pero el hecho de que los migrantes ilegales carezcan de documentación y cometan un delito por entrar así en otro país, no justifica de ningún modo que se violen sus derechos. Antes que ser migrantes, son seres humanos. Y por lo tanto son sujetos de derechos humanos, que deben ser respetados por todos... también por los que vigilan las fronteras.
La raíz de los derechos del hombre, de los que gozan también los «culpables», se deben buscar en la dignidad que pertenece a todo ser humano. Esta dignidad es connatural a la vida humana, es decir, todos los humanos nacemos con ella. Se trata de nuestra naturaleza espiritual (nuestra capacidad de conocer, de amar y de autodeterminarnos), que es imagen y semejanza de Dios.
Por esta razón, los derechos humanos no surgen de la voluntad de las personas, ni del Estado, ni de los poderes públicos. No son las personas ni las instituciones las que «asignan» derechos a los seres humanos. Más bien lo que deben hacer es «reconocer» esos derechos y custodiarlos.
No son la patrulla fronteriza de un país ni las organizaciones civiles de caza-migrantes quienes pueden decidir cuáles derechos gozan los migrantes ilegales. Los «espaldas mojadas» gozan de todos los derechos, y por lo tanto merecen un trato humanitario.
Una corporación policiaca o un grupo civil tampoco puede establecer según criterios arbitrarios el modo de detener a los que cruzan su frontera. La detención debe ser oficial, no clandestina. Sin violencia innecesaria. Sin agresiones verbales, ni discriminaciones por motivos económicos o raciales.
Los migrantes ilegales no son los malos de la película. Cruzan la frontera por la falta de oportunidades laborales en su propio país, por el hambre y la pobreza. Nunca tienen en su mente la intención de invadir o saquear a la otra nación. Lejos de considerarlos agresores, se debe ver en los migrantes unos seres humanos a los que hay que ayudar y a los que hay que defender.
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Seguimos preocupados por los mexicanos que, cada vez con mayor dificultad, cruzan la frontera a los Estados Unidos. La línea fronteriza está mejor custodiada cada día, y se van consolidando los grupos civiles que «cazan» migrantes ilegales.
Las palabras con las que se designan las personas que emigran hacia el norte hacen un efecto curioso en la opinión pública. Llamarlos «indocumentados» o «ilegales» implica aceptar que son «culpables» de un delito. Y, acostumbrados a ciertos esquemas cinematográficos, a los delincuentes se les puede perseguir y maltratar.
Si observamos con atención, las películas más taquilleras generalmente muestran un combate entre los buenos y los malos. Y casi siempre el bueno tiene justificación para eliminar totalmente al malo, aunque emplee medios violentos y poco éticos. Los malos no tienen derechos y deben ser eliminados. Y quien se deshace de ellos es un héroe.
Uno de los peligros más grandes a los que se enfrenta una persona que cruza clandestinamente la frontera norte consiste en recibir la etiqueta de «malo» o de «criminal». Porque a los malos se les puede maltratar y nadie los va a defender.
Ciertamente, los que cruzan ilegalmente una frontera cometen un delito contra el país al que ingresan. Y ese país tiene derecho a controlar el acceso a su interior, y a vigilar mediante cuerpos policiacos o el ejército. El país afectado puede también arrestar y deportar a los que ingresan sin documentos.
Pero el hecho de que los migrantes ilegales carezcan de documentación y cometan un delito por entrar así en otro país, no justifica de ningún modo que se violen sus derechos. Antes que ser migrantes, son seres humanos. Y por lo tanto son sujetos de derechos humanos, que deben ser respetados por todos... también por los que vigilan las fronteras.
La raíz de los derechos del hombre, de los que gozan también los «culpables», se deben buscar en la dignidad que pertenece a todo ser humano. Esta dignidad es connatural a la vida humana, es decir, todos los humanos nacemos con ella. Se trata de nuestra naturaleza espiritual (nuestra capacidad de conocer, de amar y de autodeterminarnos), que es imagen y semejanza de Dios.
Por esta razón, los derechos humanos no surgen de la voluntad de las personas, ni del Estado, ni de los poderes públicos. No son las personas ni las instituciones las que «asignan» derechos a los seres humanos. Más bien lo que deben hacer es «reconocer» esos derechos y custodiarlos.
No son la patrulla fronteriza de un país ni las organizaciones civiles de caza-migrantes quienes pueden decidir cuáles derechos gozan los migrantes ilegales. Los «espaldas mojadas» gozan de todos los derechos, y por lo tanto merecen un trato humanitario.
Una corporación policiaca o un grupo civil tampoco puede establecer según criterios arbitrarios el modo de detener a los que cruzan su frontera. La detención debe ser oficial, no clandestina. Sin violencia innecesaria. Sin agresiones verbales, ni discriminaciones por motivos económicos o raciales.
Los migrantes ilegales no son los malos de la película. Cruzan la frontera por la falta de oportunidades laborales en su propio país, por el hambre y la pobreza. Nunca tienen en su mente la intención de invadir o saquear a la otra nación. Lejos de considerarlos agresores, se debe ver en los migrantes unos seres humanos a los que hay que ayudar y a los que hay que defender.
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domingo, 9 de octubre de 2005
México y Venezuela ¿países hermanos?
Luis-Fernando Valdés
Terminamos la semana con la triste situación diplomática entre Venezuela y México. Quizá la primera reacción haya sido la indignación. Pero al pasar los días, el sentimiento es de tristeza. Sí, tristeza, porque hemos visto que la fraternidad que predicamos entre los países latinoamericanos no es tan sólida como creíamos.
Esta situación recuerda a lo que pasa en algunos matrimonios. Hacia fuera son un modelo de familia integrada, de esposos enamorados y de papás cariñosos, de hijos respetuosos. Pero un buen día, nos llega por sorpresa la noticia de que se divorciaron. Y nos preguntamos ¿no que se querían tanto? ¿qué falló?
A veces, cuando ocurre un caso así, la causa del fracaso consiste en que la unidad familiar no se fundaba en principios verdaderos, sino en apariencias. Había grandes heridas emocionales y, en vez de enfrentarlas, de curarlas mediante la cirugía de la comunicación y de pedir perdón, tomaban aspirinas, pastillas para ignorar los problemas: «aquí no pasa nada». No buscaban arreglar sus problemas, sino sólo maquillarlos. Daban la apariencia de estar bien, pero por dentro las diferencias se hacían más grandes, hasta que reventaron.
Quizá sucede lo mismo entre las naciones latinoamericanas. A pesar de que tenemos un pasado histórico común, que hablamos la misma lengua y que compartimos muchos valores religiosos, morales y familiares, no hemos puesto el fundamento de nuestra fraternidad en principios verdaderos, sino sólo en cuestiones secundarias.
¿Cuáles son esos principios sólidos, que establecen la verdadera hermandad entre los países? La convivencia entre las naciones se funda en los mismos valores que deben orientar la concordia de los seres humanos entre sí: la verdad, la justicia, la solidaridad y la libertad.
Basados en esos cuatro pilares, los diversos países pueden establecer relaciones, que encuentren su justa regulación en la razón, la equidad, el derecho y la negociación. Y, al mismo tiempo, estas relaciones basadas en principios verdaderos excluyen el recurso a la violencia y a la guerra, a formas de discriminación, de intimidación y de engaño.
En cuanto a la justicia como principio de convivencia, quizá el primer error consiste en reducir el concepto de «relaciones internacionales» a los pactos diplomáticos entre los gobernantes de dos o más países. En ese caso, el problema no sería «nuestro», de los ciudadanos de a pie, sino «suyo», de los mandatarios. Y no es así. Las relaciones entre naciones deben ser el resultado de las disposiciones de los ciudadanos de un país hacia los habitantes de otro estado.
La solidaridad y la justicia hacia otra nación inician entre los ciudadanos de un país. Y luego son ellos mismos los que las exigen a sus gobernantes y diplomáticos. Por eso, la verdadera concordia entre los pueblos latinoamericanos está primero en nuestras manos, y quizá nos desentendemos de esta responsabilidad.
¿Qué podemos hacer los ciudadanos mexicanos ante la presente crisis diplomática? Ser justos, y no reclamar a los ciudadanos de Venezuela, las declaraciones poco afortunadas —o si se quiere provocadoras— de sus gobernantes. Atribuir a todo un pueblo los errores de sus gobernantes es una injusticia. Como lo sería afirmar que los excesos de Hitler son responsabilidad de todos y cada uno de los alemanes.
Hagamos examen. Si después de las declaraciones del Presidente Chávez, Usted sintió que Venezuela ya le cayó mal, probablemente su fraternidad hacia ese país no estaba basada en principios verdaderos, como la justicia, sino sólo en un sentimiento vago de pertenecer al mismo continente. Es tiempo de cambiar.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Terminamos la semana con la triste situación diplomática entre Venezuela y México. Quizá la primera reacción haya sido la indignación. Pero al pasar los días, el sentimiento es de tristeza. Sí, tristeza, porque hemos visto que la fraternidad que predicamos entre los países latinoamericanos no es tan sólida como creíamos.
Esta situación recuerda a lo que pasa en algunos matrimonios. Hacia fuera son un modelo de familia integrada, de esposos enamorados y de papás cariñosos, de hijos respetuosos. Pero un buen día, nos llega por sorpresa la noticia de que se divorciaron. Y nos preguntamos ¿no que se querían tanto? ¿qué falló?
A veces, cuando ocurre un caso así, la causa del fracaso consiste en que la unidad familiar no se fundaba en principios verdaderos, sino en apariencias. Había grandes heridas emocionales y, en vez de enfrentarlas, de curarlas mediante la cirugía de la comunicación y de pedir perdón, tomaban aspirinas, pastillas para ignorar los problemas: «aquí no pasa nada». No buscaban arreglar sus problemas, sino sólo maquillarlos. Daban la apariencia de estar bien, pero por dentro las diferencias se hacían más grandes, hasta que reventaron.
Quizá sucede lo mismo entre las naciones latinoamericanas. A pesar de que tenemos un pasado histórico común, que hablamos la misma lengua y que compartimos muchos valores religiosos, morales y familiares, no hemos puesto el fundamento de nuestra fraternidad en principios verdaderos, sino sólo en cuestiones secundarias.
¿Cuáles son esos principios sólidos, que establecen la verdadera hermandad entre los países? La convivencia entre las naciones se funda en los mismos valores que deben orientar la concordia de los seres humanos entre sí: la verdad, la justicia, la solidaridad y la libertad.
Basados en esos cuatro pilares, los diversos países pueden establecer relaciones, que encuentren su justa regulación en la razón, la equidad, el derecho y la negociación. Y, al mismo tiempo, estas relaciones basadas en principios verdaderos excluyen el recurso a la violencia y a la guerra, a formas de discriminación, de intimidación y de engaño.
En cuanto a la justicia como principio de convivencia, quizá el primer error consiste en reducir el concepto de «relaciones internacionales» a los pactos diplomáticos entre los gobernantes de dos o más países. En ese caso, el problema no sería «nuestro», de los ciudadanos de a pie, sino «suyo», de los mandatarios. Y no es así. Las relaciones entre naciones deben ser el resultado de las disposiciones de los ciudadanos de un país hacia los habitantes de otro estado.
La solidaridad y la justicia hacia otra nación inician entre los ciudadanos de un país. Y luego son ellos mismos los que las exigen a sus gobernantes y diplomáticos. Por eso, la verdadera concordia entre los pueblos latinoamericanos está primero en nuestras manos, y quizá nos desentendemos de esta responsabilidad.
¿Qué podemos hacer los ciudadanos mexicanos ante la presente crisis diplomática? Ser justos, y no reclamar a los ciudadanos de Venezuela, las declaraciones poco afortunadas —o si se quiere provocadoras— de sus gobernantes. Atribuir a todo un pueblo los errores de sus gobernantes es una injusticia. Como lo sería afirmar que los excesos de Hitler son responsabilidad de todos y cada uno de los alemanes.
Hagamos examen. Si después de las declaraciones del Presidente Chávez, Usted sintió que Venezuela ya le cayó mal, probablemente su fraternidad hacia ese país no estaba basada en principios verdaderos, como la justicia, sino sólo en un sentimiento vago de pertenecer al mismo continente. Es tiempo de cambiar.
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domingo, 2 de octubre de 2005
Mujeres migrantes
Luis-Fernando Valdés
Tuve la oportunidad de atender a una comunidad de la sierra de Puebla, hace casi cinco años. Y, además de la gratitud de esas personas, me llamó la atención que en esa población no había jóvenes mayores de quince años.
Me explicaron que los muchachos y muchachas, nada más terminar la secundaria, dejaban el pueblo, para ir a buscar mejores oportunidades de trabajo. Algunos se había ido a la Ciudad de México, pero la mayoría estaba en los Estados Unidos.
Los mexicanos ya nos acostumbramos a convivir con la «migración». Se trata de un fenómeno que a lo largo del siglo pasado se convirtió en una estructura que ha configurado la sociedad, y ha llegado a ser una característica importante del mercado del trabajo a nivel mundial, como consecuencia, entre otras cosas, del fuerte impulso ejercido por la globalización
El fenómeno de la migración es complejo, pues en su explicación confluyen diversos componentes. Entre otros factores se encuentran las migraciones internas y las internacionales, las forzadas y las voluntarias, las legales y las irregulares, también sujetas a la plaga del tráfico de seres humanos. Y además los estudiantes extranjeros, cuyo número aumenta cada año en el mundo, forman ya una categoría en la clasificación de los migrantes.
Una causa muy importante de la migración es la pobreza. Entre las personas que, por motivos económicos, cambian de país o región dentro de su propia patria, cabe destacar el reciente hecho de la "feminización" del fenómeno migratorio, es decir, la creciente presencia en él de la mujer.
Antes, quienes emigraban eran sobre todo los hombres, aunque no faltaban nunca las mujeres. Sin embargo, entonces ellas emigraban sobre todo para acompañar a sus respectivos maridos o padres, o para reunirse con ellos. Pero ahora, la mujer sale de su patria en busca de un empleo en otro país. Más aún, en ocasiones, la mujer emigrante se ha convertido en la principal fuente de ingresos para su familia.
Aunque no faltan buenas oportunidades de trabajo para muchas migrantes, es un hecho que la migración femenina es víctima frecuente del tráfico de mujeres, que prospera donde son escasas las oportunidades de mejorar la propia condición de vida, o simplemente de sobrevivir. En algunos casos, hay mujeres y muchachas que son destinadas a ser explotadas, en el trabajo, casi como esclavas, y a veces incluso en la industria del sexo.
Sin embargo, estas situaciones de explotación son pocas veces denunciadas. Y es una gran incoherencia de nuestra sociedad democrática. Todos estamos de acuerdo que la esclavitud es mala y que atenta contra la libertad, pero toleramos y callamos ante este otro tipo de esclavitud, como son los horarios excesivos de trabajo y la explotación sexual.
¿Quién hace algo por estas mujeres, que lejos de su hogar y de los suyos, son forzadas a realizar prácticas contrarias a su dignidad? Recientemente, Benedicto XVI reiteró la condena de Juan Pablo II contra la difundida cultura hedonista y comercial que promueve la explotación sistemática de la sexualidad (Mensaje, 18.X.05).
El Santo Padre manifestó que el tema de la esclavitud sexual de las migrantes presenta «todo un programa de redención y liberación, del que los cristianos no pueden desentenderse». Todos debemos participar en ese rescate de la mujer explotada.
Le propongo uno modo de hacerlo: fomentar que nuestros familiares y nuestras amistades no asistan a los lugares donde se realiza esta explotación. Nadie tiene derecho a divertirse a costa de la esclavitud de nadie.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Tuve la oportunidad de atender a una comunidad de la sierra de Puebla, hace casi cinco años. Y, además de la gratitud de esas personas, me llamó la atención que en esa población no había jóvenes mayores de quince años.
Me explicaron que los muchachos y muchachas, nada más terminar la secundaria, dejaban el pueblo, para ir a buscar mejores oportunidades de trabajo. Algunos se había ido a la Ciudad de México, pero la mayoría estaba en los Estados Unidos.
Los mexicanos ya nos acostumbramos a convivir con la «migración». Se trata de un fenómeno que a lo largo del siglo pasado se convirtió en una estructura que ha configurado la sociedad, y ha llegado a ser una característica importante del mercado del trabajo a nivel mundial, como consecuencia, entre otras cosas, del fuerte impulso ejercido por la globalización
El fenómeno de la migración es complejo, pues en su explicación confluyen diversos componentes. Entre otros factores se encuentran las migraciones internas y las internacionales, las forzadas y las voluntarias, las legales y las irregulares, también sujetas a la plaga del tráfico de seres humanos. Y además los estudiantes extranjeros, cuyo número aumenta cada año en el mundo, forman ya una categoría en la clasificación de los migrantes.
Una causa muy importante de la migración es la pobreza. Entre las personas que, por motivos económicos, cambian de país o región dentro de su propia patria, cabe destacar el reciente hecho de la "feminización" del fenómeno migratorio, es decir, la creciente presencia en él de la mujer.
Antes, quienes emigraban eran sobre todo los hombres, aunque no faltaban nunca las mujeres. Sin embargo, entonces ellas emigraban sobre todo para acompañar a sus respectivos maridos o padres, o para reunirse con ellos. Pero ahora, la mujer sale de su patria en busca de un empleo en otro país. Más aún, en ocasiones, la mujer emigrante se ha convertido en la principal fuente de ingresos para su familia.
Aunque no faltan buenas oportunidades de trabajo para muchas migrantes, es un hecho que la migración femenina es víctima frecuente del tráfico de mujeres, que prospera donde son escasas las oportunidades de mejorar la propia condición de vida, o simplemente de sobrevivir. En algunos casos, hay mujeres y muchachas que son destinadas a ser explotadas, en el trabajo, casi como esclavas, y a veces incluso en la industria del sexo.
Sin embargo, estas situaciones de explotación son pocas veces denunciadas. Y es una gran incoherencia de nuestra sociedad democrática. Todos estamos de acuerdo que la esclavitud es mala y que atenta contra la libertad, pero toleramos y callamos ante este otro tipo de esclavitud, como son los horarios excesivos de trabajo y la explotación sexual.
¿Quién hace algo por estas mujeres, que lejos de su hogar y de los suyos, son forzadas a realizar prácticas contrarias a su dignidad? Recientemente, Benedicto XVI reiteró la condena de Juan Pablo II contra la difundida cultura hedonista y comercial que promueve la explotación sistemática de la sexualidad (Mensaje, 18.X.05).
El Santo Padre manifestó que el tema de la esclavitud sexual de las migrantes presenta «todo un programa de redención y liberación, del que los cristianos no pueden desentenderse». Todos debemos participar en ese rescate de la mujer explotada.
Le propongo uno modo de hacerlo: fomentar que nuestros familiares y nuestras amistades no asistan a los lugares donde se realiza esta explotación. Nadie tiene derecho a divertirse a costa de la esclavitud de nadie.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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