Luis-Fernando Valdés
Dentro de tres días, comenzará la Cuaresma con un símbolo muy conocido: la imposición de ceniza. Pero ¿tiene sentido para el hombre de hoy este gesto de la liturgia católica? ¿es una mera tradición anual? El «Miércoles de ceniza» todavía tiene algo que decirnos, porque responde a una necesidad vital: reconocer las propias culpas, para abrirnos al perdón de Dios.
El Antiguo Testamento nos narra un episodio de la historia del Rey David, que ilustra muy bien esa necesidad interior (2 Samuel, capítulos 11 y 12). Este Rey de Israel se enamoró de Betsabé, la esposa de Urías, uno de sus soldados más fieles, y engendró con ella un hijo. Para esconder este adulterio, mandó matar Urías y, al poco tiempo, se casó con la viuda.
Envío Dios al Profeta Natán ante David. El Profeta le contó que una ciudad de Israel había dos hombres. Uno era rico y poseía mucho ganado, y otro era muy pobre y tenía una única oveja, a la que cuidaba como si fuera una hija. Un día, el rico recibió a un invitado y, para darle de comer, tomó la oveja del pobre.
David se enfureció, y exclamó: “merece la muerte el hombre que hizo tal cosa”. Y añadió: “pagará cuatro veces la oveja por haber hecho semejante cosa, y por no haber tenido compasión”. Entonces Natán le dijo: “tú eres ese hombre”. El Rey cayó en la cuenta de su crimen, y por eso dijo con dolor: “pequé contra Dios”.
Entonces, David inició un largo ayuno, y durmió durante una temporada en el suelo. Además compuso un Salmo, para implorar el perdón de Dios: “Ten misericordia de mí, oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito. Lávame a fondo de mi culpa, y purifícame de mi pecado. Pues reconozco mi delito, mi pecado sin cesar está delante de ti” (Salmo 50, 1-3). Y Dios lo perdonó, y le concedió un hijo, que fue Salomón, su sucesor en el trono.
El sentido de la imposición de ceniza, del ayuno, de la abstinencia de carnes consiste en que sean señales de una verdadera conversión del corazón. Los pasos que recorrió el alma del Rey David son un camino para que estas prácticas tengan un verdadero sentido espiritual, y no se queden en un mero formalismo ritual.
Primero David reconoció que su acción ofendió a Dios. No se limitó a reconocer que provocó la infidelidad de Betsabé, ni que abusó de su autoridad para eliminar a Urías. Antes que nada, el Rey se aceptó en su corazón, que su comportamiento constituyó un pecado contra Dios.
Nuestra mentalidad contemporánea no acepta que una acción humana pueda ofender a Dios. ¿Por qué, si Betsabé y David estaban de acuerdo y se querían, agraviaron a Dios? Cuando una persona, voluntariamente —aunque sea por debilidad—, viola la ley moral, le falta al respeto al Sumo Legislador.
Luego, el llamado Rey Profeta le pidió perdón a Dios: “Ten misericordia de mí, oh Dios”. Y sólo después, David empleó unos signos exteriores para expresar una imperiosa necesidad vital: manifestar su sentimiento de culpa y su deseo de ser perdonado. Esos símbolos fueron el ayuno y la penitencia corporal, que tuvieron sentido porque eran declaración de su cambio interior.
Al acudir a la Iglesia, el próximo miércoles, para cubrir con ceniza nuestra cabeza, no nos quedemos sólo en el rito exterior. Busquemos su sentido verdadero, y a través de esos signos reconozcamos que hemos ofendido a Dios, y que tenemos una enorme necesidad de expresarle nuestro dolor de haberle fallado. Así encontraremos la paz, como David.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Luis-Fernando Valdés López, sacerdote y teólogo, comenta noticias destacadas de la semana, con un enfoque humanista, desde la razón creyente.
domingo, 26 de febrero de 2006
domingo, 19 de febrero de 2006
Ciudadano y creyente: ¿es posible?
Luis-Fernando Valdés
El famoso escritor inglés G. K. Chesterton, pone en boca de Miguel, protagonista de «La esfera y la cruz», una parábola que viene muy bien a propósito del laicismo mexicano. Se trata de la historia de un hombre que opinaba que la cruz —símbolo del cristianismo— era un símbolo de barbarie y de sinrazón.
En la alegoría, el personaje primero quitó todos los crucifijos de su casa, incluido el del collar de su mujer. Luego quitó las cruces que encontró en los caminos. Finalmente, en un acceso de furor trepó al campanario de la iglesia parroquial y arrancó la cruz, blandiéndola en el aire, y profiriendo improperios.
Una tarde, se dirigía a su casa por un caminito vallado. Se detuvo un momento, para fumar, delante de una empalizada interminable, y en eso sus ojos sufrieron una alucinación, y creyó que empalizada era un ejército innumerable de cruces ligadas unas a otras, de la colina al valle. Enarboló un garrote y se fue contra ellas, como contra un ejército.
Cuando llegó a su casa estaba completamente loco. Se dejó caer en una silla, y pero se levantó de inmediato porque los travesaños del respaldo repetían la imagen de la cruz. Y rompió los muebles, porque estaban hechos de cruces. Pegó fuego a la casa, porque estaba hecha de cruces. Al amanecer lo encontraron, sin vida, en el río.
El interlocutor de Miguel se sorprendió: “y ¿esta historia es verdadera?” —“No. Es una parábola”, respondió aquél. “Es la parábola de todos los racionalistas como usted. Empiezan ustedes rompiendo la cruz, y concluyen destrozando el mundo habitable. Parten ustedes odiando lo racional y llegan a odiarlo todo, diciendo todo es irracional”.
El mensaje de Chesterton sigue siendo actual. Parece que todo lo que se parezca a la cruz, es decir, todo lo que suene a discurso religioso no debe aparecer en la vida pública de nuestro País. Llama la atención la polémica levantada en días pasados por un importante literato y un secretario de estado. El mensaje es claro: la religión debería estar confinada a la propia conciencia, sin aparecer en público.
Y esta situación será el cuento de nunca acabar. Mientras se consideren antagónicos la Iglesia y el Estado, no habrá solución a estas polémicas. Porque si gana aquélla, éste pierde, y viceversa. Pero esta dialéctica por el poder no es el enfoque correcto.
La verdad es que el hombre es un ser social, que nace con unos derechos fundamentales, previos a cualquier jurisdicción estatal. Por eso, cada persona es, al mismo tiempo, ciudadano (del país que sea) y creyente (de la religión o convicción que quiera). Ambos aspectos está inscritos en la naturaleza misma de la persona humana. Ejercitarlos simultáneamente es un derecho humano, no un triunfo de la Iglesia, no una derrota del estado.
Por esa razón, es poco humano, o más bien inhumano, poner a una persona en las siguientes disyuntivas: “o eres creyente o eres mexicano”, “o eres creyente o ejerces un cargo público”. ¿Cuál es la razón para que un mismo ser humano no pueda simultáneamente tener una creencia y, a la vez, participar en la vida pública? ¿No será que vemos cruces donde no las hay?
Hago mía la invitación de Benedicto XVI para trabajar por una renovación cultural y espiritual, «para que la laicidad no se interprete como hostilidad contra la religión, sino por el contrario, como un compromiso para garantizar a todos, individuos y grupos, en el respeto de las exigencias del bien común, la posibilidad de vivir y manifestar las propias convicciones religiosas» (Mensaje, 11-X-2005).
Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com
El famoso escritor inglés G. K. Chesterton, pone en boca de Miguel, protagonista de «La esfera y la cruz», una parábola que viene muy bien a propósito del laicismo mexicano. Se trata de la historia de un hombre que opinaba que la cruz —símbolo del cristianismo— era un símbolo de barbarie y de sinrazón.
En la alegoría, el personaje primero quitó todos los crucifijos de su casa, incluido el del collar de su mujer. Luego quitó las cruces que encontró en los caminos. Finalmente, en un acceso de furor trepó al campanario de la iglesia parroquial y arrancó la cruz, blandiéndola en el aire, y profiriendo improperios.
Una tarde, se dirigía a su casa por un caminito vallado. Se detuvo un momento, para fumar, delante de una empalizada interminable, y en eso sus ojos sufrieron una alucinación, y creyó que empalizada era un ejército innumerable de cruces ligadas unas a otras, de la colina al valle. Enarboló un garrote y se fue contra ellas, como contra un ejército.
Cuando llegó a su casa estaba completamente loco. Se dejó caer en una silla, y pero se levantó de inmediato porque los travesaños del respaldo repetían la imagen de la cruz. Y rompió los muebles, porque estaban hechos de cruces. Pegó fuego a la casa, porque estaba hecha de cruces. Al amanecer lo encontraron, sin vida, en el río.
El interlocutor de Miguel se sorprendió: “y ¿esta historia es verdadera?” —“No. Es una parábola”, respondió aquél. “Es la parábola de todos los racionalistas como usted. Empiezan ustedes rompiendo la cruz, y concluyen destrozando el mundo habitable. Parten ustedes odiando lo racional y llegan a odiarlo todo, diciendo todo es irracional”.
El mensaje de Chesterton sigue siendo actual. Parece que todo lo que se parezca a la cruz, es decir, todo lo que suene a discurso religioso no debe aparecer en la vida pública de nuestro País. Llama la atención la polémica levantada en días pasados por un importante literato y un secretario de estado. El mensaje es claro: la religión debería estar confinada a la propia conciencia, sin aparecer en público.
Y esta situación será el cuento de nunca acabar. Mientras se consideren antagónicos la Iglesia y el Estado, no habrá solución a estas polémicas. Porque si gana aquélla, éste pierde, y viceversa. Pero esta dialéctica por el poder no es el enfoque correcto.
La verdad es que el hombre es un ser social, que nace con unos derechos fundamentales, previos a cualquier jurisdicción estatal. Por eso, cada persona es, al mismo tiempo, ciudadano (del país que sea) y creyente (de la religión o convicción que quiera). Ambos aspectos está inscritos en la naturaleza misma de la persona humana. Ejercitarlos simultáneamente es un derecho humano, no un triunfo de la Iglesia, no una derrota del estado.
Por esa razón, es poco humano, o más bien inhumano, poner a una persona en las siguientes disyuntivas: “o eres creyente o eres mexicano”, “o eres creyente o ejerces un cargo público”. ¿Cuál es la razón para que un mismo ser humano no pueda simultáneamente tener una creencia y, a la vez, participar en la vida pública? ¿No será que vemos cruces donde no las hay?
Hago mía la invitación de Benedicto XVI para trabajar por una renovación cultural y espiritual, «para que la laicidad no se interprete como hostilidad contra la religión, sino por el contrario, como un compromiso para garantizar a todos, individuos y grupos, en el respeto de las exigencias del bien común, la posibilidad de vivir y manifestar las propias convicciones religiosas» (Mensaje, 11-X-2005).
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domingo, 12 de febrero de 2006
La libertad interior
Luis-Fernando Valdés
Nacimos libres. Y la libertad es la característica más esencial de nuestra dignidad humana. Es lo último que un hombre desea perder. El psiquiatra austriaco, Víctor Frankl, que estuvo preso en Auschwitz, dejó constancia de que aun en medio de las torturas y del encarcelamiento más inhumano, el ser humano «puede» conservar un vestigio de la libertad espiritual, de independencia mental.
¿Por qué pudo un prisionero maltratado por los nazis sentirse verdaderamente libre? Porque en el hombre hay una libertad que se ve y otra que no es visible. Como es lógico, la que se ve es la más fácil de descubrir y de describir. Llamamos libres a la persona que puede hacer lo que quiere sin que nadie la coacciones o se lo impida. Es libre el que puede ir y venir, viajar, opinar, reunirse. Pero todo esto sólo es una parte de ella. Es su aspecto visible. Pero la libertad más importante es la que no se ve. Se trata de la «libertad interior», que es la de nuestra conciencia.
Esta libertad depende enteramente de cada persona. Incluso en la situaciones exteriores más duras, como las de un campo de concentración, el hombre tiene capacidad de elegir cómo reaccionar ante las pruebas más adversas: si se dejará abatir o no por los problemas.
Frankl recordaba a los hombres que iban de un barracón a otro consolando a los demás prisioneros, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: «la última de las libertades —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su propio camino».
Pero la libertad interior también tiene obstáculos, que son difíciles de percibir. Estos impedimentos no están fuera sino dentro de nosotros mismos. Y ¿cuáles son esos obstáculos que ahogan la libertad interior? Son la ignorancia y la debilidad.
La «ignorancia» impide la libertad porque el que no sabe lo que tiene que hacer, sólo tiene la libertad de equivocarse, pero no la de acertar. Y la «debilidad» también es una dificultad, porque una persona débil deja que el desorden de sus sentimientos o la coacción externa del que dirán le disminuyan su libertad.
Gracias a Dios, hoy no tenemos el problema de los campos de concentración en nuestro país. Es difícil que nos veamos impedidos de nuestra «libertad exterior». En cambio, si estamos muy expuestos a la ignorancia y a la debilidad, que entorpecen nuestra «libertad interior».
Pero eliminar estos obstáculos no es nada fácil, porque ambos tienen una apariencia de libertad exterior. Es curioso que, a nombre de la libertad, muchas personas se llenen de ignorancia. Esto ocurre, cuando en vez de buscar la verdad y seguirla, eligen la opción de inventar su propia verdad.
De igual manera, hoy la debilidad se presenta como el ejercicio más alto de la libertad. Escuchamos por todos lados que se exalta en no tener freno ante las propias pasiones. Y se considera como represión todo intento de ordenar esas tendencias humanas. Pero ¿consideramos verdaderamente «libres» al bebedor o al perezoso, que se dejan arrastrar por su debilidad?
Para ser libre interiormente hay que vencer la ignorancia y las distintas manifestaciones de debilidad. Un ser humano que convence a otro de que no existe la verdad o lo invita a vivir sin límites sus pasiones, es peor que un carcelero de Auschwitz, porque le quita la libertad interior.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Nacimos libres. Y la libertad es la característica más esencial de nuestra dignidad humana. Es lo último que un hombre desea perder. El psiquiatra austriaco, Víctor Frankl, que estuvo preso en Auschwitz, dejó constancia de que aun en medio de las torturas y del encarcelamiento más inhumano, el ser humano «puede» conservar un vestigio de la libertad espiritual, de independencia mental.
¿Por qué pudo un prisionero maltratado por los nazis sentirse verdaderamente libre? Porque en el hombre hay una libertad que se ve y otra que no es visible. Como es lógico, la que se ve es la más fácil de descubrir y de describir. Llamamos libres a la persona que puede hacer lo que quiere sin que nadie la coacciones o se lo impida. Es libre el que puede ir y venir, viajar, opinar, reunirse. Pero todo esto sólo es una parte de ella. Es su aspecto visible. Pero la libertad más importante es la que no se ve. Se trata de la «libertad interior», que es la de nuestra conciencia.
Esta libertad depende enteramente de cada persona. Incluso en la situaciones exteriores más duras, como las de un campo de concentración, el hombre tiene capacidad de elegir cómo reaccionar ante las pruebas más adversas: si se dejará abatir o no por los problemas.
Frankl recordaba a los hombres que iban de un barracón a otro consolando a los demás prisioneros, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: «la última de las libertades —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su propio camino».
Pero la libertad interior también tiene obstáculos, que son difíciles de percibir. Estos impedimentos no están fuera sino dentro de nosotros mismos. Y ¿cuáles son esos obstáculos que ahogan la libertad interior? Son la ignorancia y la debilidad.
La «ignorancia» impide la libertad porque el que no sabe lo que tiene que hacer, sólo tiene la libertad de equivocarse, pero no la de acertar. Y la «debilidad» también es una dificultad, porque una persona débil deja que el desorden de sus sentimientos o la coacción externa del que dirán le disminuyan su libertad.
Gracias a Dios, hoy no tenemos el problema de los campos de concentración en nuestro país. Es difícil que nos veamos impedidos de nuestra «libertad exterior». En cambio, si estamos muy expuestos a la ignorancia y a la debilidad, que entorpecen nuestra «libertad interior».
Pero eliminar estos obstáculos no es nada fácil, porque ambos tienen una apariencia de libertad exterior. Es curioso que, a nombre de la libertad, muchas personas se llenen de ignorancia. Esto ocurre, cuando en vez de buscar la verdad y seguirla, eligen la opción de inventar su propia verdad.
De igual manera, hoy la debilidad se presenta como el ejercicio más alto de la libertad. Escuchamos por todos lados que se exalta en no tener freno ante las propias pasiones. Y se considera como represión todo intento de ordenar esas tendencias humanas. Pero ¿consideramos verdaderamente «libres» al bebedor o al perezoso, que se dejan arrastrar por su debilidad?
Para ser libre interiormente hay que vencer la ignorancia y las distintas manifestaciones de debilidad. Un ser humano que convence a otro de que no existe la verdad o lo invita a vivir sin límites sus pasiones, es peor que un carcelero de Auschwitz, porque le quita la libertad interior.
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domingo, 5 de febrero de 2006
Un contraveneno para el amor
Luis-Fernando Valdés
En la mitología griega encontramos una fina descripción de la psicología humana. Los dioses griegos eran una representación muy apegada de las virtudes y los vicios humanos. Uno de los más dioses más conocidos es «Eros» («Cupido» para los romanos).
En la iconografía, Eros aparece como un niño alado, con una venda en los ojos, y con un arco en las manos. A ciegas, lanza la flecha del amor. De modo que el herido por esa flecha se enamora de la persona que tenga más cerca, con independencia de que sea guapa o inteligente. El amor es ciego.
Los antiguos dieron el nombre «eros» al amor entre varón y mujer, que no nace del pensamiento o por la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano. Los griegos —al igual que otras culturas— consideraban el «eros» como un arrebato, como una «locura divina» que prevalece sobre la razón, ya que tiene la capacidad de arrancar al hombre de la limitación de su existencia, y así experimentar una dicha muy alta.
En cierto modo, al estudiar el amor humano como «eros», vemos que está ligado a la espontaneidad y a la libertad. Por eso, en nuestra cultura es mal visto poner límites al amor erótico. Y se considera poco humano, o tal vez se le ve como enemigo, al que se atreve a hablar de un amor con límites.
Y esa es la visión muy difundida que tienen muchos sobre la religión católica. Consideran que la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, convierte en amargo lo más hermoso de la vida. La crítica es profunda: si Dios nos ha creado con la capacidad de amar eróticamente, ¿por qué la Iglesia poner prohibiciones precisamente ahí donde la alegría nos ofrece una felicidad que pregusta algo de los divino?
En el fondo, estos comentarios son un eco de la crítica de Frederich Nietzsche al cristianismo. Según este pensador alemán, la religión cristiana, al considerar el amor como donación, habría dado de beber un veneno al «eros» que, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio. Es decir, el ser humano no dejo de sentir la atracción por el otro sexo, pero ahora lo haría con remordimiento.
Sin duda, cuando el cristianismo no le dio un papel central al «eros» y al expresar el amor con otra palabra, «agapé», estaba introduciendo una nueva concepción del amor. Pero no se trata de un rechazo del «eros», sino de evitar su desviación destructora. Cuando el amor erótico se degrada a puro sexo, priva al ser humano de su dignidad divina y lo deshumaniza, porque lo convierte en un mero objeto, como mercancía que se puede comprar y vender.
Resulta bastante razonable considerar que el «eros» necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino llevarlo a pregustar en cierto modo la felicidad.
¿Cómo se purifica el «eros»? El amor erótico adquiere su verdadero significado sólo cuando el hombre toma conciencia de que él mismo es la unidad íntima de cuerpo y alma. Porque ni la carne («eros») ni el espíritu («agapé») aman: es el hombre, la persona, la que ama en cuerpo y alma. Se requiere un antídoto, que es el combate contra el instinto ciego de amar sólo con el cuerpo.
El cristianismo no ha dado cicuta al amor. Al contrario, al enseñar a amar en la unidad de cuerpo y alma, la Iglesia le ha dado un contraveneno al intoxicado amor de nuestra cultura occidental.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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En la mitología griega encontramos una fina descripción de la psicología humana. Los dioses griegos eran una representación muy apegada de las virtudes y los vicios humanos. Uno de los más dioses más conocidos es «Eros» («Cupido» para los romanos).
En la iconografía, Eros aparece como un niño alado, con una venda en los ojos, y con un arco en las manos. A ciegas, lanza la flecha del amor. De modo que el herido por esa flecha se enamora de la persona que tenga más cerca, con independencia de que sea guapa o inteligente. El amor es ciego.
Los antiguos dieron el nombre «eros» al amor entre varón y mujer, que no nace del pensamiento o por la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano. Los griegos —al igual que otras culturas— consideraban el «eros» como un arrebato, como una «locura divina» que prevalece sobre la razón, ya que tiene la capacidad de arrancar al hombre de la limitación de su existencia, y así experimentar una dicha muy alta.
En cierto modo, al estudiar el amor humano como «eros», vemos que está ligado a la espontaneidad y a la libertad. Por eso, en nuestra cultura es mal visto poner límites al amor erótico. Y se considera poco humano, o tal vez se le ve como enemigo, al que se atreve a hablar de un amor con límites.
Y esa es la visión muy difundida que tienen muchos sobre la religión católica. Consideran que la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, convierte en amargo lo más hermoso de la vida. La crítica es profunda: si Dios nos ha creado con la capacidad de amar eróticamente, ¿por qué la Iglesia poner prohibiciones precisamente ahí donde la alegría nos ofrece una felicidad que pregusta algo de los divino?
En el fondo, estos comentarios son un eco de la crítica de Frederich Nietzsche al cristianismo. Según este pensador alemán, la religión cristiana, al considerar el amor como donación, habría dado de beber un veneno al «eros» que, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio. Es decir, el ser humano no dejo de sentir la atracción por el otro sexo, pero ahora lo haría con remordimiento.
Sin duda, cuando el cristianismo no le dio un papel central al «eros» y al expresar el amor con otra palabra, «agapé», estaba introduciendo una nueva concepción del amor. Pero no se trata de un rechazo del «eros», sino de evitar su desviación destructora. Cuando el amor erótico se degrada a puro sexo, priva al ser humano de su dignidad divina y lo deshumaniza, porque lo convierte en un mero objeto, como mercancía que se puede comprar y vender.
Resulta bastante razonable considerar que el «eros» necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino llevarlo a pregustar en cierto modo la felicidad.
¿Cómo se purifica el «eros»? El amor erótico adquiere su verdadero significado sólo cuando el hombre toma conciencia de que él mismo es la unidad íntima de cuerpo y alma. Porque ni la carne («eros») ni el espíritu («agapé») aman: es el hombre, la persona, la que ama en cuerpo y alma. Se requiere un antídoto, que es el combate contra el instinto ciego de amar sólo con el cuerpo.
El cristianismo no ha dado cicuta al amor. Al contrario, al enseñar a amar en la unidad de cuerpo y alma, la Iglesia le ha dado un contraveneno al intoxicado amor de nuestra cultura occidental.
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