domingo, 26 de noviembre de 2006

Testigos de la Esperanza

Luis-Fernando Valdés

En el debate cultural actual, se acusa al cristianismo de no responder a las inquietudes y expectativas de los hombres y mujeres de hoy, como si la doctrina y la moral católicas ya no fueran vigentes, como si no tuvieran ya nada que aportar para que las personas de nuestros días sean felices. Y, por su parte, los avances del mundo contemporáneo sacian las necesidades materiales, pero dejan al ser humano sin un sentido para su vida. El resultado es que mucha gente ya no tiene esperanza y vive con miedo. Este es el panorama que el Obispo de Querétaro, Mario De Gasperín, enfrenta en su reciente Carta Pastoral, titulada «Testigos de la esperanza», en la que muestra que el cristianismo tiene mucho que decir, a quienes aún no encuentran la verdadera felicidad.
Firmado el 1 de noviembre de este año, y presentada a la sociedad queretana el pasado día 20, el documento describe, en su primera parte, la actual crisis ética y social producida por el liberalismo mexicano, que ha conllevado un positivismo en el derecho y la moral, y han establecido un ambiente relativista respecto a la verdad (cfr. n. 2). Esta Carta Pastoral destaca la vuelta al paganismo, por parte de la sociedad, es decir, que el cristianismo es visto por el hombre contemporáneo como su enemigo (n. 2), porque se le atriburía falsamente a la fe católica que se opone a todo los humano y hace infeliz al hombre, de modo que su moral sería antinatural, restrictiva y opresora (n. 12). La consecuencia de una visión así es inmediata: buscar erradicar el catolicismo del país (n 11).
Luego Mons. De Gasperín expone la gran propuesta del cristianismo, que no sólo responde a esas acusaciones, sino también abre grandes horizontes de sentido para nuestras vidas. Siguiendo a Benedicto XVI, explica que «la fe y la ética cristiana no quieren sofocar, sino sanar, hacer fuerte y libre el amor». Por eso, los Mandamientos no son un «no», sino un gran «sí» a la vida (n. 16), porque el amor cristiano no nace de una obligación, de un deber, sino de un encuentro amoroso con Jesucristo (n. 17). El obispo queretano expone que el corazón de la fe cristiana es el amor, el cual no ha sido envenenado por las prohibiciones morales, sino elevado y orientado hacia su plenitud, hasta convertirlo en amor oblativo, en donación plena que comienza por los sentidos –«eros»–, pero que se purifica y transforma en «ágape» por la gracia de Cristo (n. 18). Esta elevación del amor es la aportación específica del cristianismo y un servicio grande que la Iglesia ofrece a la diginidad de la persona y de la humanidad; sin embargo, el laicismo convierte el amor humano en mercancía (n. 20).
En la segunda parte, este documento del magisterio episcopal explica la correcta relación entre el Estado y la Iglesia, y muestra cuál es la sana laicidad del Estado (n. 24) . Con gran valentía, Mons. De Gasperín recuerda que la participación en la política es un derecho y un deber –no una intromisión– de los fieles laicos católicos (nn. 29-30). Y también hace una propuesta para el diálogo realista y provechoso entre la Iglesia y el Estado, que tiene como punto de encuentro la ayuda que la fe presta a la razón, para que ésta desempeñe mejor su cometido (nn. 31-24).
Finalmente, el Obispo de Querétaro señala que la explicación última de la situación auctual es presentada por la Revelación divina como una lucha entre el bien y el mal, entre la muerte y la vida, en la que Jesucristo ya ha vencido y alienta nuestra esperanza (nn. 35-39). Y, por eso, invita a los hijos de la Iglesia a ser «Testigos de la Esperanza» (n. 40).

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domingo, 12 de noviembre de 2006

Celibato, ¿auto-realización o malestar?

Luis-Fernando Valdés

El pasado jueves 16 de este mes, Benedicto XVI se reunión con los jefes de la Curia Romana para reflexionar sobre las peticiones de dispensa de la obligación del celibato y las de readmisión al ministerio sacerdotal que han presentado los sacerdotes casados durante los últimos años. Tras ese encuentro, por una parte, la Santa Sede reafirmó “el valor de la elección del celibato sacerdotal según la tradición católica y se ha reiterado la exigencia de una sólida formación humana y cristiana tanto para los seminaristas como para los sacerdotes ya ordenados". Por otra, algunos vaticanistas, como la corresponsal del New York Times, se hicieron eco de quienes sostienen que una reunión de los altos cargos de la Iglesia es “síntoma de un profundo malestar en el interior de la Iglesia”. Son dos visiones opuestas: el celibato sacerdotal ¿es fuente de auto-realización o es el tributo que hay que pagar para ser clérigo?
Generalmente, cuando se busca dar respuesta a esta aporía, los argumentos proceden de la psicología o de la sociología, que tienen su valor, pero con la limitación de observar este fenómeno “desde fuera”. Pocas veces aparece en los medios una argumentación de tipo religioso, que es el contexto originario del celibato, y el motivo por el que miles de varones lo escogen como modo de vida. Hoy les ofrezco una explicación religiosa del celibato sacerdotal.
En primer lugar, hay que afirmar que el celibato da al sacerdote una libertad total para amar al Señor en cuerpo y alma. Es decir, el motivo para elegir este estado de vida es el amor a Dios. Se trata pues de una elección, realizada por amor. Por eso, para apreciar realmente este carisma, es importante entenderlo como un ejercicio de la libertad.
Juan Pablo II recordaba que el planteamiento, muy difundido, de que el celibato sacerdotal en la Iglesia Católica es una imposición legal procede de un malentendido histórico, que incluso es resultado de una “mala fe” (Carta, 8.IV.1979, n. 9). En primer lugar, el compromiso de celibato sacerdotal es la consecuencia de una decisión libre tomada después de varios años de preparación. Es un compromiso para toda la vida, aceptado con responsabilidad plena y personal. Este Papa subrayaba que “se trata de mantener la palabra dada a Cristo y a la Iglesia”. Es decir, es una cuestión de fidelidad que expresa madurez interior. Y esta madurez se manifiesta especialmente cuando esta decisión libre “encuentra dificultades, es puesta a prueba o expuesta a tentación” (cfr. ibidem).
Por ser fruto del ejercicio de la libertad, el sacerdocio lleva consigo un gran potencial para la auto‑realización. Con la ayuda que Dios da a los que ha llamado para este camino, el celibato puede dar al hombre que lo ha elegido esa plenitud que sólo gozan los que saben amar de verdad.Un prestigiado psiquiatra polaco, que ha trabajado largos años con sacerdotes, Wanda Poltawska, explica que la paternidad espiritual que conlleva el celibato sacerdotal, la alegría de dar el supremo don Dios a otros, “pone la dignidad sacerdotal sobre un plano tan alto en la jerarquía de posibilidades humanas, que no se puede comparar con ninguna otra cosa y no deja lugar para la frustración”.
No se puede ocultar que algunos presbíteros tienen problemas para vivir la entrega en el celibato. Pero la solución no consiste en suprimir este modo de vida, sino en redescubrir la libertad, que lleva a una entrega amorosa a Dios y a los demás. Darse en cuerpo y alma por amor, ahí está la fuente de auto-realización de los sacerdotes.

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Aporías de la Ley de Convivencia

Luis-Fernando Valdés

La Asamblea Legislativa del Distrito Federal aprobó el jueves pasado el dictamen de la Ley de Sociedades de Convivencia, que equipara a las de parejas del mismo sexo con la figura del concubinato, y les otorga derechos sucesorios, de pensión alimenticia y el reconocimiento de que forman un hogar ante la ley. Aparente victoria de la democracia, pero que encierra unos problemas éticos y jurídicos que ponen en aprietos nuestra concepción misma del Derecho.
El Derecho tiene como finalidad ordenar las relaciones entres personas. Y para conseguirlo, el Derecho busca dar «lo justo» a cada uno. Lo justo es lo suyo de cada uno, lo que le corresponde, lo que les es debido: su derecho. Hay cosas que son justas «por naturaleza», como el derecho de los padres a educar a sus hijos. También hay cosas justas por un acto de la voluntad humana, por parte de los legisladores, como establecer la circulación de los coches por la derecha. De este modo, hay derechos naturales y derechos puestos por el hombre, (estos últimos son también conocidos como «lo justo positivo»). El «derecho positivo» depende de la voluntad humana. Pero ¿qué pasa cuando la voluntad humana establece una ley (derecho positivo) que va en contra de la naturaleza de las cosas o de las instituciones? ¿Se convierten en justas? En el caso que hoy comentamos, ¿la unión homosexual se convierte en buena o en natural por el hecho de que unos legisladores la hayan aprobado?
Entonces, el problema cambia del terreno jurídico pasa al ámbito ético. La Ética busca establecer cuáles son las acciones buenas, porque el hombre sólo es feliz cuando obra el bien. Y desde Aristóteles (s. IV. a. C.), los pensadores han visto que las acciones buenas son las que se realizan en conformidad con la naturaleza humana. La pregunta inicial se complica: ¿es natural la unión sexual y la convivencia sexual habitual entre personas del mismo género?
El centro de la cuestión está en qué entendemos por «naturaleza», por lo natural al hombre. Hoy día lo natural se reduce a lo cultural, de modo que la naturaleza humana sería lo que determinen las personas de cada época. Desde este punto de vista, lo natural serían sólo datos físicos, biológicos y sociológicos, que se pueden manipular mediante la técnica, según los intereses de cada quien. Y así, la cultura queda sin fundamento, pues no se podría apoyar en la naturaleza, y está a merced del poder. Esto es lo que acaba de suceder con la Ley de Convivencia, que niega que el matrimonio entre un varón y una mujer sea lo natural del ser humano.
Respeto la libertad de las conciencias, y a todos los que se definan a sí mismos como homosexuales, pero, como afirmó Aristóteles, «soy más amigo de la verdad que de Platón» (Ética a Nicómaco, I). No basta que los legisladores aprueben una ley para que lo aprobado sea verdadero. Por el honor de la Verdad, del Derecho y de la Ética, antes de aceptar la Ley de Convivencia se debe responder a las preguntas centrales del debate: si estas uniones homosexuales son lo justo, si son lo natural al ser humano, si son éticamente buenas, si son lo correcto. Afirmar que es cuestión de gustos, o de que cada quién haga lo que quiera, sería una respuesta muy superficial.
Gayo, el gran jurista clásico, enseñaba que «la ley civil puede corromper o alterar los derechos civiles, pero no los derechos naturales» (Inst., I, 158). Además de aprobar la Ley de Convivencia, la Asamblea Legislativa del DF ahora tiene el problema de definir no sólo qué es el matrimonio sino también qué son el derecho y la ética.

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domingo, 5 de noviembre de 2006

Oaxaca y la aspiración de paz

Luis-Fernando Valdés

Llevamos una semana al pendiente de los eventos de Oaxaca. Aunque el conflicto violento está claramente delimitado a unas calles de esa ciudad, todos tenemos la impresión de que esas escaramuzas afectan a todo el País. Tanto las pedradas como los gases lacrimógenos saca a la luz una gran carencia de nuestra Nación: la ausencia de una cultura de la paz. ¿Se podrá construir un duradero clima pacífico en nuestra Patria?
Los mexicanos no hemos sido educados para construir la paz. Quizá se nos ha formado para desearla, pero no nos han dado las herramientas para alcanzarla. ¿Cuántas personas tendrán claro lo que significa este valor? Si no hay un concepto de paz desde el cual partir, será difícil obtenerla.
La paz no es simplemente la ausencia de violencia. Tampoco es el mero equilibrio estable entre los diversos bandos que buscan el poder, o el control. Más bien la paz, se funda sobre una correcta concepción de quién es el ser humano. En efecto, se requiere en primer lugar reconocer que la persona humana tiene una variedad de dimensiones: espiritual, familiar, social, laboral, económica, etc. Cuando no se respeta alguno de estos ámbitos, se pone en gran peligro la paz. De ahí surge el famoso adagio: «la paz es fruto de la justicia», es decir, del respeto al equilibrio de todas estos aspectos de cada ser humano.
Quizá el primer punto que se suele atropellar es la dimensión espiritual del hombre. En todos los humanos hay un gran «deseo de paz», que alguno cuantos violentos tratan de perturbar, para conseguir sus fines personales. Sin restarle importancia a los otros aspectos, quisiera destacar que solemos pasar por alto el deseo religioso de paz. Y, sin embargo, solamente cuando tengamos una aspiración espiritual a la paz, podremos encontrar consenso entre los hombres para construir una cultura de la paz. Si el fundamento de la paz se busca en el bien económico o político, probablemente nunca lleguemos a encontrar esa «tranquilidad en el orden» (San Agustín), es decir, aquella situación que permite en definitiva respetar y realizar por completo la verdad del hombre.
Para formar una cultura de la paz, es indispensable retomar y fomentar el sentido espiritual de este valor. Y este modo de ver la vida no nos lo proporciona el Estado –pues no es ésa su función–, sino la parte religiosa del ser humano. De ahí la importancia de fomentar la práctica religiosa de los ciudadanos. Benedicto XVI explica que «Dios, sólo Dios, hace eficaz cada obra de bien y de paz» y que, en cambio, «la historia ha demostrado con creces que luchar contra Dios para extirparlo del corazón de los hombres lleva a la humanidad, temerosa y empobrecida, hacia opciones que no tienen futuro» (Mensaje 1.I.2006).
La paz es uno de los valores centrales del cristianismo. En la Escritura, cuando se anuncia de la llegada del Mesías, se le llama «Príncipe de la paz» (Isaías 9, 7), cuya época se caracterizará por que las naciones «forjarán de sus espadas azadones y de sus lanzas podaderas» (Isaías 2, 4). Y Jesús, el Mesías considera bienaventurados a los que trabajan por la paz, y enseña que éstos «serán llamados hijos de Dios» (cfr. Mateo 5, 9). Jesucristo propone una ética de la convivencia, que se mueve por la dinámica del amor y no por la dialéctica de la lucha.
Cuando aparezcan hoy, en nuestras pantallas de televisión, las bombas molotov y los escudos antimotines de Oaxaca, no dejemos de reflexionar si no ha llegado el momento de cultivar, en serio, nuestros deseos espirituales que nos permitan ser auténticos sembradores de paz.

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