domingo, 25 de septiembre de 2005

Familia, verdad y felicidad

Luis-Fernando Valdés

Hemos naufragado en un mar de opiniones, y ya no nos sentimos con fuerza para decir que algo es verdadero y que su contrario es falso. Nuestra sociedad democrática nos ha enseñado que, para no pelear, lo mejor es no hablar de «verdades» sino sólo de «opiniones válidas».
En temas como el fútbol o la música, eso de las «opiniones válidas» es muy bueno. Pero en los temas centrales de la vida de las personas resulta insuficiente. Pensemos en una institución tan importante como es la familia. La experiencia nos dice que no todas las «opiniones válidas» sobre la familia llevan a la felicidad, ni hacen que sus hijos crezcan seguros de sí mismos, ni aseguran la paz y la armonía. Por eso, necesitamos saber la «verdad» sobre la familia.
La familia tiene unas leyes internas, que son independientes de las opiniones que tengamos sobre ella. Cuando se respetan y se fomentan estos principios internos de la familia, el resultado es que las personas que componen ese hogar son felices, respiran paz y se quieren mucho entre ellas.
Sucede lo mismo que en la naturaleza. La fauna tiene leyes internas, que están ahí, con independencia de nuestras opiniones. Cuando una persona opina que se puede acercar a un león, y dice que no corre peligro, porque ya venció la idea antigua de que los leones son salvajes, seguramente se llevará la sorpresa de ser atacada por el felino.
Tener la opinión de que los leones no atacan es falsa. Y lo prueba la experiencia. De igual manera, no toda opinión sobre la familia es verdadera. Y en este caso, también lo prueba la experiencia. Cuando se sigue un modelo erróneo de familia, no se forman hogares luminosos.
¿Cómo saber cuál es el modelo de familia por naturaleza? ¿Cómo no perderse en un océano de opiniones? ¿Cómo saber cuál es la verdad, en una sociedad donde todas los juicios tienen el mismo valor? La respuesta empírica está en oír a los niños.
Cuando un chiquillo, por la causa que sea, ha nacido fuera de un hogar, o carece de padre o de madre, siente que tiene una carencia. Ese pequeño sabe que tiene un defecto espiritual que hay que lamentar, como también habría que lamentar haber nacido sin un brazo.
Aunque esta carencia no lo hace menos digno o menos valioso que los demás y aunque no es su culpa, este niño siente que está privado de algo necesario. Y nadie lo convencerá de lo contrario. Ya le podrán decir que «ahora ya no se estila tener papá», o que «mamá tiene derecho a rehacer su vida», o que «somos una familia moderna», pero el chiquillo seguirá sintiendo que algo muy importante le falta. Siempre echará de menos no haber tenido a un padre y a una madre viviendo juntos.
De igual manera, no basta que bajo un mismo techo vivan un hombre y una mujer, casados con todas las de la ley. Para que sean familia de verdad, en la práctica tiene que haber verdadera comunicación, diálogo y manifestaciones de cariño.
En un hogar donde hay pleitos, o donde el padre está ausente «porque trabaja mucho, para darnos todo», o donde uno de los cónyuges es alcohólico, tampoco se da la alegría y la felicidad que todos anhelamos encontrar en la familia. Porque no es suficiente que un hombre y una mujer vivan juntos para formar hijos virtuosos, seguros de sí mismos.
Con independencia de nuestras creencias religiosas, de nuestra preferencias políticas y de nuestras opiniones personales, la familia que de verdad lleva a la auténtica felicidad, es aquella en la que un hombre y una mujer, se comprometen a amarse siempre, y por amor transmiten la vida, y educan a sus hijos en el amor, la comprensión, el respeto y la libertad.

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Solidaridad a prueba de Huracanes

Luis-Fernando Valdés

La época de huracanes en el sur de nuestro País nos ha hecho ver que hay un gran vínculo de interdependencia entre todos los mexicanos. En «tiempo real» fuimos testigos de los efectos devastadores de los fenómenos atmosféricos.
Sin duda, la reacción de todos fue de tristeza ante el dolor ajeno. ¿Quién puede dormir tranquilo, después de haber sido testigo de la perdida de casas, coches, ropa y alimentos, que dejaron a miles de compatriotas totalmente indigentes?
Y, seguramente, todos hemos colaborado con víveres, medicinas, dinero y oraciones por las víctimas. Quizá hemos colaborado en campañas de ayuda realizadas por las escuelas. Pero surge una pregunta de fondo: ¿somos realmente solidarios?
Este cuestionamiento tiene más profundidad de lo que parece. De entrada casi todos contestaríamos que sí somos solidarios, porque colaboramos con ayuda para los damnificados. Y éste es el punto: ¿nos podemos llamar solidarios por el hecho de cooperar solamente cuando ocurren catástrofes?
Un gran pensador griego acuñó la conocida frase «una golondrina no hace primavera». Aristóteles quería expresar así que un hecho aislado no forma un hábito. Enseñaba que, para conseguir una virtud, se requiere de una disposición estable que lleve a repetir una acción buena una vez y otra.
De igual modo sucede con la solidaridad. Colaborar de un modo aislado, sólo cuando ocurren tragedias, es señal de buena voluntad, y para los cristianos es un signo de caridad. Pero la solidaridad no es un mero sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Se trata más bien de una verdadera y propia virtud moral.
Juan Pablo II predicaba que la solidaridad «es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos» (Sollicitudo rei sociales, 38).
Esto quiere decir que, para ser realmente solidarios, se requiere que nos limitemos a ayudar sólo en situaciones extraordinarias. Se necesita que en la vida cotidiana ejercitemos la costumbre diaria de pensar en los demás, de ayudar a los que están cerca, de ser serviciales con los que nos rodean.
Así como se ha hecho una reducción muy grande del concepto de «caridad», cuando se ha reducido a dar limosnas, hoy día estamos en peligro de empequeñecer la solidaridad, limitándola a la colaboración en caso de tragedias naturales.
Nuestra solidaridad no se puede extinguir cuando acaba la época de huracanes. Debemos manifestarla establemente en nuestra vida cotidiana, hasta adquirir el hábito de pensar en los demás. Cuando unos padres de familia hace el esfuerzo diario de trabajar mucho y bien para conseguir el sustento de su familia, es solidario. Cuando papá y mamá dedican tiempo a escuchar a sus hijos, son solidarios. Cuando los profesores no buscan poder, sino educar en la verdad y el bien, son solidarios. Cuando el policía busca defender el orden y no extorsionar, es solidario. Cuando el comerciante busca ayudar al cliente y no engañarlo, es solidario.
Como se puede ver, todos soñamos con un país solidario, donde todos busquen el bien de los demás. Pero vivimos a diario lo contrario: corrupción, violencia, mentira. Y seguiremos así, mientras no nos decidamos a hacer de la solidaridad, una virtud diaria. No esperemos al siguiente huracán. Seamos solidarios en la vida cotidiana.

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domingo, 18 de septiembre de 2005

Por una muerte digna

Luis-Fernando Valdés

Los mexicanos somos un pueblo que sabe convivir con la muerte, y hasta hacemos bromas y chistes sobre ella. Sin embargo, es apenas ahora cuando se ha empezado a tratar sobre el «momento de morir». Es decir, es reciente que los «tanatólogos» y los juristas se han planteado el debate sobre el bien morir.
Es muy importante en la vida de cada uno plantearse que llegará el momento final de nuestra existencia. A veces, por el temor a lo desconocido, por miedo al más allá, o por la falta de esperanza en el Premio eterno, no nos atrevemos a pensar en nuestra propia muerte. Ha llegado el momento de abordar con seriedad la realidad del momento de nuestra propia muerte y la de nuestros seres queridos. Lejos de toda morbosidad, pensar en este tema nos permitirá desarrollar, como nación, la cultura de una «muerte digna».
Por muerte digna nos referimos al derecho a una atención médica, psicológica y espiritual de las personas que están cercanas a su desenlace final, debido a una enfermedad terminal o a la vejez. En efecto, los agonizantes tienen derecho a una ayuda para morir con menos dolor, rodeados de la comprensión de sus familiares y de sus médicos, y animados con la esperanza de la Vida eterna.
Pero no va a ser fácil llegar a una cultura que permita establecer las condiciones de atención hospitalaria, de apoyo psicológico y, en muchos casos, de subsidio económico, necesarios para que cada uno pueda tener una muerte digna. Hay un gran obstáculo que lo va a impedir. Se trata de la confusión de términos y conceptos, que va a generar un debate ético, que retrasará esa cultura más humana.
La confusión proviene de que usamos una misma palabra —«eutanasia»— para designar hechos diferentes. En primer lugar, «eutanasia» significa provocar o adelantar la muerte, con el fin de suprimir el dolor de un paciente terminal o de una persona totalmente paralítica. Se trata de un verdadero homicidio, porque consiste en quitarle la vida antes de tiempo a una persona. Es un acto homicida, aunque se haga de buena fe. En sentido estricto, la palabra «eutanasia» se debería reservar sólo para este caso
Hay un segundo significado, que señala la interrupción de tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados por obtener. Es lógico y legítimo negarse a tratamientos que, en realidad, sólo prolongan la agonía, y que constituyen un «encarnizamiento terapéutico». Con esta interrupción no se pretende provocar la muerte; más bien, se acepta no poder impedirla. En este segundo caso, en realidad no se debería hablar de «eutanasia» sino de «respetar el límite natural de la vida».
Y en tercer lugar, se entiende el uso de analgésicos para aliviar los sufrimientos del moribundo, sin buscar la muerte del paciente, ni como fin ni como medio, sino solamente se acepta como prevista y se tolera como inevitable. A esta situación tampoco se le debería llamar «eutanasia», sino «cuidados paliativos». Para los cristianos, estos cuidados constituyen una forma privilegiada de la caridad desinteresada. Y por esta razón deben ser alentados.
Entonces, para facilitar una muerte digna, es necesario no prolongar la vida más allá de su límite natural y, en cambio, hace falta dar mucha información sobre los cuidados paliativos, ya por temor a ser sometidos a sufrimientos innecesarios, algunos piden la «eutanasia». Si muchos supieran que se puede evitar tanto dolor, seguramente no hablarían de eutanasia.
Es lícito pedir morir dignamente, pero no solicitar que se adelante nuestra muerte.

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¿Libres de verdad?

Luis-Fernando Valdés

Hemos llegado a la madurez de la historia humana. Al menos eso nos quieren dar a entender muchos intelectuales. Y esta plenitud se manifestaría en que el hombre ya no está limitado por nada. Ni por reglas morales, pues cada uno escoge las que guste. Ni por la verdad, porque cada quien decide qué es lo verdadero. Así la libertad humana no tendría límites: ni el bien ni la verdad podrán impedir que cada uno haga lo que quiera.
Estamos como borrachos de libertad. Pero ¿esta libertad nos ha hecho más humanos? ¿Al vivir sin límites, somos más felices? ¿Sin reglas, somos más solidarios unos con otros?
Hay algo que no va bien.
Ya es parte de la mentalidad nuestra ser relativistas. Ya no aceptamos que alguien tenga la verdad, ni admitimos que alguien nos dicte criterios de comportamiento. Y, sin embargo, nuestra sociedad no es mejor, ni nuestras familias están bien, ni personalmente somos más felices. ¿Qué ha fallado?
Desde el siglo XVIII se nos ha insistido que creer en la verdad y aceptar reglas morales son límites a nuestra libertad. Bastantes pensadores nos dijeron que la verdad y la moral impedían el desarrollo personal y el progreso social. Y como nos urgía ser mejores y vivir muy bien, les hicimos caso.
Queríamos desarrollo personal, vivir sin traumas ni complejos. Y nos deshicimos de la ética, de las virtudes y de los reglas morales. Más todavía, armamos la guerra contra las instituciones que nos propusieran esos límites. Optamos por una educación totalmente laica, es decir, sin Dios, sin Iglesia, sin religión, sin tabúes, sin moralismos.
¿Qué obtuvimos a cambio? No conseguimos cónyuges fieles, ni hijos respetuosos, ni ciudadanos comprometidos, ni comerciantes justos, ni políticos honestos. Tampoco respetamos la vida humana, ni la que está por nacer ni la que está por terminar.
Deseábamos progreso social, y pagamos el precio de no tener límites, con la ilusión de salir de pobres. Y aceptamos que no existen reglas morales para la economía, y nos negamos a admitir que se pueda hablar de la verdad en política.
¿Qué obtuvimos a cambio? Vivimos sin límites: compramos mercancía robada, tenemos mercados de productos piratas, nos guiamos por el principio de que “el que no tranza no avanza”. Los alumnos copian los exámenes y las tareas. Para conseguir una victoria deportiva, nos podemos dopar. Ya decimos mentiras sin remordimientos, y tal vez no nos importa ya que nos engañen. Y llegamos a la conclusión de que la corrupción somos todos: “que no levante la mano, el que no quiera decir que nunca ha dado una mordida”. (Si usted alzó su mano, lo felicito).
Con esta liberación no nos hicimos más humanos, ni más ricos. Nos importa poco el sufrimiento de los otros. Nos quejamos de las guerras, pero no nos produce miedo ver homicidios en el cine. Al contrario, entre mayor sea el sadismo más disfrutamos. Ya superamos el tabú de la fidelidad: nos causan adicción las novelas que manejan triángulos amorosos: “si se aman, ¿qué tiene de malo?”. Además, sólo se enriquecieron unos cuantos, pero los demás no.
Hay algo que no va bien. Como se puede ver, para ser mejores personas y para conseguir el progreso social, la vía no es renunciar a la verdad ni eliminar la moral. Más bien, buscar la verdad y cultivar la virtud son un camino por explorar: probablemente por ahí consigamos vivir mejor y ser de verdad justos y solidarios.
Pero, ¿estamos dispuestos a pagar el precio? El costo de este cambio consiste en aceptar que es la verdad las que nos rige, y que no somos nosotros los que la construimos. ¿Qué prefiere usted: aceptar la verdad y nuestros límites, o seguir viviendo de la mentira y de la corrupción?

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domingo, 11 de septiembre de 2005

Porque la familia importa

Luis-Fernando Valdés

Finaliza hoy un Congreso sobre la familia, celebrado en nuestra ciudad. Ha sido muy llamativa la asistencia de varios cientos de jóvenes, que desde el viernes pasado han participado en el evento. Y es lógico que sean los jóvenes los principales interesados, porque son ellos los que dentro de pocos años fundarán una familia.
La nueva generación necesita un modelo de familia, que sea su punto de referencia para formar un hogar. La verdad sobre la familia consiste en que un hombre y una mujer establezcan para siempre una alianza de amor, desde la que transmitan la vida y eduquen a sus hijos en el amor y la libertad.
Pero los jóvenes de hoy se enfrentan a una grave dificultad. Lejos de recibir un modelo claro y estable de familia, se ven atrapados ante debates y propuestas sobre lo que debe ser una familia. Y por si fuera poco, son inundados por encuestas, cuyos resultados nunca son unánimes sobre qué es la familia.
Vayamos al núcleo de este problema. Hoy no se busca ya cuál es la «verdad» sobre la familia, porque vivimos en un escepticismo cultural. Está muy arraigado en la mentalidad contemporánea que la verdad no se puede conocer. Y, por lo tanto, tampoco se puede saber cuál es el «modelo verdadero» de familia.
Y entonces el método que se nos propone es el de aceptar lo que sucede en la práctica. Si hay familias desunidas, o monoparentales, o niños abandonados, no se podría afirmar que están bien o que van mal, sino únicamente se podría decir: existen, de hecho se dan. Y la respuesta a qué es la familia, consistiría en afirmar que hay muchos modelos familiares.
Y ante esta multiplicidad de esquemas de familia sólo queda una vía: la del «consenso». Se trataría de ponernos de acuerdo y decidir qué queremos que sea la familia. A nombre del consenso, se ha aceptado que todos pueden aportar su propio concepto de familia, y que todas esas propuestas son igualmente válidas.
Quedan al descubierto los dos modos de pensar sobre este tema. Por una parte, tenemos a los que buscan un modelo, un ideal de familia, Y por otra, están los que proponen definir que es la familia en base a un consenso. ¿Cuál de las dos tiene razón?
Como siempre, en los clásicos encontramos luces para nuestra época. Los griegos tenían un modelo que apuntaba al ideal, a la excelencia sobre el hombre. Lo llamaban «paideia», y tenía como objetivo la «areté», es decir, buscar la acción más excelente.
Aunque los griegos fueron pioneros de la democracia, no establecieron el destino de la «polis» (la sociedad), en el consenso de la mayoría, sino en la «paideia», en un modelo elevado sobre el ser humano. Pusieron un ideal alto e intentaron alcanzarlo. Sin esta «paideia», no hubieran llegado a ser «los clásicos» de la humanidad.
Retomemos la pregunta, ¿cuál de los dos modelos de familia que se presentan ante los jóvenes de hoy tiene razón? La tiene el primero, porque cree en los jóvenes, que tienen la capacidad de alcanzar grandes metas, a pesar de las dificultades. En cambio, el segundo da por supuesto que los jóvenes no pueden conseguir un ideal, sino sólo resignarse a aceptar su débil condición humana sin buscar superarla.
Porque la familia importa, creamos en los jóvenes. Busquemos la «paideia». Y pongamos la familia basada en el matrimonio estable como una alta meta por alcanzar.

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Nuevos tiempos para el estado laico

Luis-Fernando Valdés

Los antiguos griegos describieron con gran precisión el movimiento de las estrellas y los planetas. Ptolomeo desarrollo un modelo astronómico, basado en la observación del firmamento sin ayuda de instrumentos. En el s. XVI, el polaco Nicolás Copérnico descubrió un nuevo método para estudiar los astros, mediante el uso de un telescopio.
Copérnico se encontró que los razonamientos ptolomaicos no se ajustaban a la realidad que él observaba con el telescopio. Y se vio en la necesidad de superar el modelo astronómico anterior, que sostenía que el sol y los planetas giraban en torno a la Tierra. En su libro De revolutionibus orbium coelestium (1542), formuló un nuevo concepto de Astronomía, basado en que los planetas giran alrededor del sol.
Para superar las dificultades que le presentaba la ciencia antigua y para adaptarse a los nuevos datos, el astrónomo polaco llevó a cabo un «cambio de paradigma», es decir, buscó un nuevo modo de ver la realidad.
De igual manera, en el tema de la relación entre el Estado mexicano y la Iglesia católica se ha dado, casi silenciosamente, un «cambio copernicano». El reconocimiento de la Iglesia por parte del Estado, efectuado en 1992 constituyó un cambio de paradigma .
El modelo anterior, que marcaba el rumbo de la relación entre ambas partes, era la «tolerancia» por parte del Estado. El gobierno mexicano «toleraba» la existencia de la Iglesia, con tal de que no se repitieran los conflictos violentos de los años veintes y treintas.
En el fondo, el paradigma anterior se basaba en una visión de rivalidad entre la Iglesia y el Estado. Si ganaba aquélla, éste perdía. Pero se dio un «giro copernicano», cuando se reconoció implícitamente que la libertad religiosa no es un derecho de la Iglesia, sino un derecho humano de cada mexicano.
En consecuencia, a nivel institucional, se pasó del esquema de conflicto al modelo de cooperación. En la reciente presentación de las Cartas credenciales del Embajador de México ante el Vaticano, se notó bien este nuevo paradigma.
Bravo Mena afirmó en su discurso que desde el establecimiento de las relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede, se ha logrado «una interlocución fluida y respetuosa». Y señaló que temas como la seguridad internacional, la paz, el progreso, los derechos de los indígenas y los migrantes, «estimulan el intercambio de ideas y nos llevan a procurar nuevas formas de colaboración».
Por su parte, el Papa Benedicto XVI reconoció que «desde que en 1992 se establecieron relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede, se han producido notables avances, en un clima de mutuo respeto y colaboración, que han beneficiado a ambas partes» (Discurso, 23.IX.05).
Sin embargo, a nivel del ciudadano de a pie, no se ha operado este cambio de paradigma. Todavía se considera que la relación entre el Estado y la Iglesia es una dialéctica por el poder político y económico. Tanto en algunos círculos de creyentes como en algunos ambientes no católicos, se sigue añorando el pasado. Unos desearían volver a la época del virreinato, y otros a confinar de nuevo la Iglesia a las catacumbas.
¿Cuándo nos llegará el «cambio copernicano» a todos los mexicanos? ¿Cuándo dejaremos de pensar en términos de «izquierdas» y «derechas», para razonar en términos de «cooperación»? ¿Cuándo entenderemos que, en el nuevo paradigma de Estado laico, cabemos todos? Necesitamos que lleguen nuevos tiempos.

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domingo, 4 de septiembre de 2005

Religión a la carta

Luis-Fernando Valdés

Qué difícil es ir de compras. Hasta para comprar cereal nos encontramos con la dificultad de que hay una gran variedad de productos para escoger. Y nos lo ofrecen con fruta o sin ella, en presentación grande, mediana o pequeña. Y, para complicarlo más, hay varias marcas disponibles, y cada una se presenta con un empaque atractivo. Pero esta infinidad de opciones tiene una ventaja: puedo escoger el cereal que más se adecua a mis gustos.
Hoy día sucede algo similar en el ámbito de las religiones. Nos encontramos ante un auténtico supermercado de creencias y devociones. Se nos ofrecen religiones que creen en la Biblia y otras que más bien se quedan en el ámbito de la naturaleza. Las hay monoteístas y politeístas. También se puede escoger entre las clásicas de occidente, o se puede incursionar en las de oriente. Hay religiones con siglos de existencia y otras de reciente creación.
Pero existe una opción más interesante: la de tomar de una religión lo que me parece adecuado a mi modo de ser. También se puede tomar elementos de varias creencias, hasta saciar mi sed de espiritualidad.
En nuestra sociedad, no es infrecuente conocer a personas buenas y educadas, de rectitud admirable, honestas y trabajadoras, que les gusta asistir a las ceremonias religiosas, pero que no les gusta meditar la Biblia. O bien, que son infatigables colaboradores en el campo social y de la ayuda a los necesitados, pero que no comparten algunos principios morales de su religión, o que no suele ir a los servicios dominicales.
También es habitual convivir con amigos y seres queridos que, además de pertenecer a una religión tradicional, recurran a prácticas espirituales que no son compatibles con la fe que profesan. ¿Quién no tiene amigo católico que, a la vez, tiene devoción a la «Santa Muerte»?
Estamos, pues, en la época de la «religión a la carta». Es muy acorde con nuestra mentalidad occidental. No nos gusta que nos impongan desde afuera una creencia. Preferimos construirla nosotros a nuestro gusto. Sentimos que es mejor que la religión esté de acuerdo con nuestra época, y no al revés.
Cuando selecciono una caja de cereal puedo saciar mis necesidades de alimentación. Pero, cuando escojo unos elementos religiosos y dejo de lado otros, cuando armo una fe «a la carta» ¿queda saciada mi necesidad espiritual? En otras palabras, ¿sirve una religión ensamblada por mí?
Desafortunamente, la experiencia de tantas personas muestra que una religión «hecha a mi medida» no produce la paz interior, ni ofrece una esperanza sólida ante las dificultades. Y esto sucede porque la religión es la búsqueda y la unión con un Ser distinto a nosotros, superior a nosotros. En cambio, cuando construimos una creencia a nuestra medida, en el fondo deseamos ser nosotros los creadores de Dios. Dios sería una invención de nuestra mente, un deseo de nuestro corazón, pero no un Ser real. Y un ser inventado no nos puede saciar ni ayudar.
Por eso la religión a la carta produce, al final, una gran soledad. La soledad de permanecer encerrados en nosotros mismo, la soledad de confiar en una esperanza vacía. Es frecuente encontrar personas que algún tiempo practicaron la fe de este modo, y que luego terminaron por abandonarla. Afirman con cierto dolor que la Dios no existe, que la religión es un invento humano. Tienen algo de razón: un Dios así, inventado por el hombre, no existe. Pero se equivocan en algo: la religión es seguimiento del Dios que sí existe, según la reglas dadas por ese Dios y no por las que nosotros escojamos «a la carta».