domingo, 29 de julio de 2007

Nichnamtic y la libertad religiosa

Luis-Fernando Valdés

Nichnamtic es el nombre de la comunidad chiapaneca del municipio de San Juan Chamula, donde se ha desarrollado un fuerte conflicto entre indígenas “católicos tradicionales” y evangélicos, desde los años ochenta. A la cadena de conflictos, se suma la destrucción de un templo evangélgico, el pasado domingo 22 de julio, por parte de un grupo de los “tradicionales”. Afortunadamente, con la intervención de las autoridades estatales, el pasado viernes 28, ambos bandos lograron un acuerdo de respeto mutuo y de reconciliación. Se ha dado un paso en la consolidación de la libertad religiosa en nuestro País, pero será frágil si sólo se funda en “acuerdos” y no en “principios”.
La libertad religiosa se apoya en principios reales. Todas las personas tienen derecho a dar culto a Dios de acuerdo con su conciencia, porque el hombre es un ser naturalmente religioso, es decir, que busca algo infinito y trascendente, que dé sentido a su vida. Y por eso, este derecho tiene que ser reconocido por la ley y por los ciudadanos. De modo que no es una ley o un acuerdo entre las partes lo que origina esta libertad, sino que esa ley o ese acuerdo reconocen una realidad previa a ellos.
Otro fundamento sólido de la libertad religiosa se basa tanto en la dignidad de la persona como en la exigencia de ejercitar la libertad de conciencia. Todo ser humano tiene un principio inalinable, que merece respeto y protección: su conciencia. Por eso, es esencial al respeto de la dignidad humana, que nunca se violente la capacidad de decidir. De modo, que cada ser humano tiene derecho a practicar la religión que considere verdadera.
Y de ahí surge un conflicto dentro de algunos ámbitos católicos. Parten de que la única religión verdadera es la católica. Y luego razonan de la siguiente manera: si sólo existe una única religión verdadera, ¿por qué no se obliga a que todos los hombres se hagan católicos y se rechazan las demás religiones, dado que son falsas?
Esta postura no se sostiene en la doctrina católica, reitirada por el Concilio Vaticano II. Este Concilio ha mantenido la doctrina tradicional –que la Iglesia Católica posee la plenitud de la verdad revelada–, pero ha cambiado el modo de justificar la libertad religiosa, basándose, por una parte, en que el acto de fe es un acto libre de la persona, y por otra, en que la inteligencia tiene dificultad para descubrir la verdad en el ámbito del pluralismo religioso.
El giro de la doctrina católica consiste en partir, no de la objetividad de la fe verdadera, sino de la consideración de que todos los hombres tienen obligación de buscar la verdad y adherirse a la verdadera religión. Pero este cambio de enfoque no rompe con el principio clásico, que indica que cuando una persona descubre la verdad, debe adherirse a ella.
Este enfoque, quizá todavía poco conocido, sostiene que el punto de partida de la libertad religiosa es la conciencia individual, que goza de unos derechos fundamentales que deben ser respetados en todo momento. Por eso, la persona debe estar libre de toda coacción, de modo que goce de libertad para buscar la verdad, adherirse y manifestar sus convicciones religiosas de acuerdo a su conciencia.
En horabuena tanto a los católicos tradicionales como a los evangélicos de la región chamula. Nos alegramos que rápidamente hayan alcanzado un acuerdo. Ahora los exhortamos a borrar las heridas. Y eso se logrará cuando dejen de enfocar “yo tengo razón y tú no”, y acepten que ambos tienen un mismo derecho: el de seguir la religión que les indique su conciencia.


Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx

domingo, 22 de julio de 2007

Iglesia y pedofilia: ¿sin salida?

Luis-Fernando Valdés

En esta semana volvió a ser noticia el tema de los abusos sexuales cometidos contra menores, por parte de clérigos norteamericanos. Ahora el tema se centró en las indemnizaciones que la Arquidiócesis de Los Ángeles dará a las víctimas. Pero la herida es profunda y, en ocasiones, no es fácil encontrar un punto de vista equilibrado. ¿Condenar sumariamente a la Iglesia o defenderla a ultranza?
Es muy fácil caer en los extremos al dar una opinión. Se corre el riesgo de volver a atropellar a las víctimas o de inculpar a inocentes. Además, en este caso está en juego la buena fama de la Iglesia. Por estas razones, vale la pena reflexionar cuál debe ser la postura de equilibrio en esta delicada cuestión.
Primero veamos los extremos. Por una parte, algunas personas –independientemente de sus motivos personales– afirman que la presencia de sacerdotes, que han cometido estas gravísimas faltas, es una prueba de que la Iglesia es una institución mala, que se dedica a encubrir culpables y a manipular conciencias. Pero este argumento cae por su propio peso, pues de la corrupción de un determinado número de eclesiásticos no se puede afirmar que el mensaje cristiano y los fieles de la Iglesia sean malos. ¿Qué decir entonces de los buenos miembros de la Iglesia y de su mensaje: Juan Pablo II, la Madre Teresa y un largo etcétera?
Por otra parte, también hay creyentes que, con buena intensión, minimizan los hechos. Seguramente tienen presente en su corazón que Jesucristo es Dios, que la Iglesia es santa, de que su mensaje es esperanzador y tantas realidades de esta naturaleza. Y como quieren defender estas verdades, entonces tienden a minimizar los abusos, para mostrar que éstos no afectan a la santidad de la Iglesia. Pero la manera de defender la verdad sobre la Iglesia no consiste en negar las faltas evidentes de sus miembros, ni tampoco –pues sería una grave falta de respeto– decir que las víctimas exageran o que ellas provocaron esto.
Entonces, sin faltar al respeto a la institución eclesial ni a las víctimas ¿qué actitud tomar ante esta dura situación real? Por una parte, tanto los fieles católicos como los no creyentes tenemos el derecho y el deber de pedir que se remedie esta situación. Y, por otra, tener el sentido común para aceptar las disculpas y las medidas tomadas por las Autoridades católicas. Veamos.
Hay que pedir que se solucione el problema. Precisamente, porque está en juego la santidad y la credibilidad de la Iglesia, la Comunidad creyente y la Sociedad civil deben pedir que se sancione a los infractores y se tomen medidas para que estos abusos no vuelvan a suceder. Además, se debe ayudar a las víctimas. Pero, por un fenómeno de opinión pública, los agredidos se pueden considerar agresores, dado que “están manchando” la imagen de la Iglesia: pero no son los enemigos. Quizá, hace falta mayor acogida y trato hacia ellos, pues no basta la mera indemnización económica. ¿Quién les curará las profundas heridas del corazón? Sólo la auténtica caridad, la que no se queda en palabras.
Y, por último, es muy necesario el sentido común. Una vez que se han pedido disculpas públicamente a los afectados, que se han tomado medidas para el futuro (entre otras, el Vaticano indicó que ningún candidato al sacerdocio que tenga inclinación sexual desviada puede ser ordenado), que los culpables han sido retirados del ejercicio ministerial, que se han dado indemnizaciones económicas, hay que tener la sensatez de aceptar que el pasado no se puede borrar. Los ataques no cambian el pasado; el perdón, en cambio, le da sentido.

Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx

domingo, 15 de julio de 2007

Latín y ecumenismo: ¿avance o retroceso?

Luis-Fernando Valdés

En semana y media, la Santa Sede ha emanado dos documentos que han levantado cierta inquietud. Del primero se comentó que era una indicación para volver al uso obligatorio del latín en la Misa; del segundo que era un agravio hacia los Protestantes, y que eso iba a impedir el diálogo ecuménico. Por eso, un sector de la prensa internacional calificó la aparición de estos documentos como un retroceso de la Iglesia. Pero ¿de qué tratan en realidad esos escritos? ¿Son de verdad un intento de volver al pasado?
El primero, titulado “Summorum Pontificum” (7.VII.2007), indica que se puede seguir utilizando el ritual de la Misa en latín, previo al Concilio Vaticano II. Para entender la razón de aprobar que la Eucaristía se celebre según el rito anterior, hay que decir que el “rito” se refiere a la manera de llevar a cabo una ceremonia. En este caso, la Misa desde San Pío V () hasta 1970 se decía únicamente en latín y tenía pocas opciones de oraciones y lecturas. Pablo VI, siguiendo las líneas litúrgicas del Vaticano II, aprobó un nuevo misal que además del latín, prevé que se puedan utilizar las lenguas vernáculas, y que contiene una mayor variedad de oraciones y lecturas. Esta renovación ha permitido una participación más activa, consciente y fructuosa de los fieles en la Eucaristía. Pero este nuevo ritual no suprimió el anterior, aunque llevó a su desuso. Por eso, tanto los que se sentían identificados con el rito anterior, como la personas jóvenes que ahora descubren esta forma litúrgica y se sienten atraídos por ella, habían perdido la posibilidad de encontrar misas celebradas con la anterior normativa. Lo único que Benedicto XVI ha hecho es facilitarle a estos fieles que puedan vivir la liturgia que ellos les viene bien. Pero el documento papal en ningún momento impone el latín como única lengua.
El segundo documento es una breve nota de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF), con algunas precisiones sobre el uso del concepto “Iglesia” (fechado el 29.VI.2007, pero presentando apenas el 10 de julio). Se trata de cinco respuestas a sendas preguntas sobre la noción de “Iglesia”, con motivo del crecimiento de estudios y publicaciones sobre el tema. En la quinta respuesta, se explica que, según la doctrina católica, las Comunidades nacidas en la Reforma (Anglicanos, Luteranos, etc.) no pueden ser llamadas “Iglesias”, porque no reúnen los elementos teológicos para serlo. En concreto, les falta la sucesión apostólica (pues no han sido fundadas directamente por los Apóstoles) y no celebran la Eucaristía como verdadero sacramento (ofician sólo una ceremonia, a la que no le atribuyen ningún un efecto sobrenatural), porque no tienen sacerdocio sacramental (sino ministros que sólo predican la Palabra de Dios).
La publicación de estos documentos se manifiesta como un avance real de la Iglesia. Primero, porque con la aprobación del uso del ritual anterior permite que un sector de los católicos –aunque sea pequeño– tenga una opción más para su crecimiento espiritual, y quita el prejuicio de que lo antiguo es malo y lo nuevo es bueno. Segundo, porque el verdadero ecumenismo lleva a la unidad de los creyentes en Cristo, pero esta unidad no proviene de una negociación democrática, de un equilibrio de intereses, sino que siempre será el fruto de buscar la verdad revelada sobre la Iglesia; y lo que hace la “Respuesta” de la CDF es clarificar lo que la Escritura enseña sobre la Iglesia, y así se pone la base firme de la verdad para buscar desde ahí la unidad.

Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx

domingo, 8 de julio de 2007

¿Cuándo dejar de vivir?

Luis-Fernando Valdés

Los grandes temas de la salud pública, antes de ser legislados, recorren un proceso de opinión pública. En el caso de la eutanasia, el trayecto se lleva a cabo en una serie de equívocos sobre cuándo es el final de la vida. Casi todos estamos de acuerdo en que tenemos derecho a una muerte digna, pero casi nadie tiene claro cuáles son las condiciones para morir dignamente. ¿Es lo mismo muerte digna que acortar la vida? ¿morir con dignidad es equivalente a alargar la vida? ¿dónde está el punto de equilibrio?
El problema de determinar cuando ocurre la muerte se plantea en los casos de agonías largas y/o dolorosas. El cariño, la caridad y otras razones humanitarias llevan tanto a los familiares como al personal médico a paliar el dolor e intentar que la agonía sea breve. Y aquí viene el dilema ético sobre cuáles medios poner para ayudar al paciente. Hay una serie de ayudas al enfermo terminal, que coloquialmente se agrupan bajo el término “eutanasia”, lo cual provoca una serie de confusiones, de manera que no todos entienden lo mismo. Y esto se refleja en el apoyo a los proyectos de ley.
El primer equívoco es la llamada “distanasia”, que designa la práctica médica de retrasar la muerte más allá del límite debido, con lesión del derecho que tiene toda persona a morir dignamente. La distanasia se produce cuando se distancia la muerte en los casos en los que ya no existe esperanza alguna de vida y el médico o los familiares deciden alagar la agonía del moribundo, por motivos familiares (repartición de herencias, etc.) o por razones científicas (para hacer experimentos, etc.). Esta práctica siempre es éticamente mala, pues no respeta el derecho que tiene el hombre a morir con dignidad.
El segundo término en conflicto es el “ensañamiento terapéutico”, que consiste en aplicar los pacientes terminales medios clínicos extraordinarios para prolongarles la vida. Estos recursos extraordinarios prolongan el dolor físico y moral del agonizante, y tienen un alto costo económico. Más que ayudarlos a llevar bien el final de su vida, estos tratamientos les provocan más sufrimiento. Nadie está obligado a poner medios desproporcionados cuando la vida ya llegó a su última etapa. Con esto no se pretende provocar la muerte, sino sólo se acepta no poder impedirla.
Luego viene la “eutanasia” en sentido verdadero y propio, que consiste tanto en poner un medio que produce directamente la muerte, como en voluntariamente dejar de poner un medio, sin el cual se produce directamente deceso. O sea provocar directamente la muerte del pasión con una acción o una omisión. Siempre se aducen situaciones límites para justificarla: pacientes que llevan años en estado vegetativo, etc. Sin embargo, aunque se den argumentos filantrópicos, la valoración moral es clara: siempre se trata de un homicidio.
Es muy importante que a cada uno de los términos anteriores se le dé un significado preciso. Sólo de esta manera se podrá elaborar un proyecto de ley adecuado al ser humano. Se debe prohibir tanto la distanasia como el ensañamiento terapéutico, pero no se les debe llamar “eutanasia”. De lo contrario entraremos en un torbellino de confusión: los que deseen evitar la distanasia gritarán que se apruebe la “eutanasia”, y así estarán dando su voto también a la eutanasia propiamente dicha, o sea, al homicidio de los pacientes terminales. A un moribundo no se le puede prolongar la muerte (distanasia), pero tampoco adelantársela (eutanasia): se le debe ayudar a agonizar y morir con dignidad, en el momento que le toca.

Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx

domingo, 1 de julio de 2007

Donación de órganos ¿hasta dónde?

Luis-Fernando Valdés

Ya está en la agenda legislativa la regulación de la donación de órganos. Era un tema esperado, porque representa una esperanza para tantos enfermos, que anhelan la recepción de un órgano para seguir viviendo o para vivir con mayor normalidad. Pero, a la vez, es un tópico difícil, porque tiene unas implicaciones éticas que pueden ser soslayadas por una visión utilitarista de la medicina.
La donación de los propios miembros para ayudar a la salud de otro siempre es una acción muy loable. Se trata de una manifestación de la cultura de la vida. Es una defensa de la vida, con un acto muy generoso, incluso heroico. Juan Pablo II enseñaba que este tipo de donación en su origen es una decisión de gran valor, porque se trata de donar “una parte de nuestro cuerpo para la salud y el bienestar de otra persona”, y también afirmaba que es un auténtico acto de amor, pues “no se dona simplemente algo que nos pertenece, sino que se dona algo de nosotros mismos” (Discurso, 20.VI.1991, n. 2).
Para clarificar los aspectos éticos de la donación de órganos, hay que ver que ésta contempla tres posibilidades: la donación entre vivos, la donación después de la muerte y el transplante de miembros de animales a hombre (esto último se conoce también como “xenotransplante”).
La donación entre vivos tiene que seguir unos principios éticos: que el donador lo haga de modo consciente y libre, que sea mayor de edad y goce de sus facultades mentales, que sea informado de los riesgos que asume, que conozca las posibilidades de éxito de la operación, y que no ponga en riesgo su propia vida. La futura legislación debe establecer que estos aspectos se tomen en cuenta en los procedimientos clínicos previos al transplante.
Para la donación de órganos de un cadáver se requiere, primero que conste la muerte real del donante y, segundo, que el difunto haya manifestado de algún modo su consentimiento. Estos dos aspectos encierran muchos problemas, que la futura ley debe abordar. En efecto, la tentación del comercio de órganos o de las corrupción en la asignación de los miembros donados está a un paso.
Para poder disponer de los miembros de un cadáver debe constar que el sujeto ha muerto realmente. Ciertamente, para el éxito de la donación se deben extraer los miembros del difundo con mucha rapidez, para evitar la descomposición de esos órganos. Pero se deben seguir procedimientos que nunca en incurran en la extracción aún en vida. El fin no justifica los medios: no se puede acelerar la muerte de un paciente terminal (eutanasia) para obtener un órgano que salvará otra vida. De ahí que la nueva ley debe contemplar procedimientos muy claros para diagnosticar la muerte clínica de un paciente terminal donador de órganos.
En cuanto a la asignación de órganos, existe el duro problema de la “lista de espera”. Desde el punto de vista ético, que deberá también tomar en cuenta la nueva legislación, la justicia exige que los criterios de asignación de ninguna manera sean discriminatorios (es decir, basados en la edad, el sexo, la raza, la religión, etc.) ni utilitaristas (basados en la capacidad laboral, la utilidad social, etc.). Más bien, la decisión para establecer a quién se ha de dar preferencia para recibir un órgano debe tomarse en base a factores inmunológicos y clínicos.
Esperemos que el proyecto de ley sobre donación de órganos sea transparente y ética, de modo que fomente el número de donadores y que no deje huecos ni para la eutanasia ni para el tráfico de miembros. Todo dependerá si, de fondo, se busca cuidar la vida o hacer negocio.

Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx