Luis-Fernando Valdés
Escuché una narración, que me gustó mucho. Dos empresarios tuvieron gran éxito económico con la venta de aguas frescas, en locales con aire acondicionado. Decidieron probar suerte en otro país. Buscaron una nación con clima semejante al suyo y una ciudad parecida a la suya. Consiguieron proveedores de materias primas iguales a las que se usaban en su país.
Llegó el día de la inauguración. Había filas para entrar a tomar aguas frescas. Pero... los primeros clientes empezaron a poner cara de asco. Las aguas frescas sabían mal. ¿Por qué, si en el país original sabían muy bien? ¿Por qué, si utilizaron los mismos ingredientes?
Después de ese colosal fracaso, investigaron las causas. Después de mucho pensar sin encontrar una respuesta, uno de los empresarios fue a lavarse las manos. Y notó que el jabón no producía espuma. El agua corriente en ese otro país era «dura». Y esa dureza era incompatible con los ingredientes de sus refrescos. Moraleja: no basta copiar exteriormente las situaciones exitosas. El éxito empieza por cuidar los detalles esenciales, en este caso, el agua.
Hoy día padecemos un gran caos social que estamos viviendo en nuestro país y en tantos puntos del planeta. ¿Qué pasa? Sucede lo mismo que en aquella narración: nuestra sociedad tiene los ingredientes correctos —libertad, igualdad, fraternidad—, pero no tiene el agua que le dé verdadero sabor. ¿Cuál ingrediente está fallando?
En el siglo XVIII, la Ilustración y la Revolución francesa nos prometieron que habría libertad, igualdad y fraternidad, pero no han llegado. Tomaron valores propiamente cristianos, pero los secularizaron: quisieron vivirlos sin necesidad de recurrir a Dios. Proponían una ética fundada en la buena voluntad del ser humano, sin contar con la debilidad de esa voluntad.
Resulta que los valores de libertad, igualdad y fraternidad, son propios del Cristianismo. Y cuando se quieren poner por obra sin un sustrato de fe, sin una base religiosa, son como el agua fresca en un país donde el agua es distinta: no saben igual. Veamos.
La libertad cristiana es una libertad interior, que Cristo nos obtuvo (Gal 5, 1). Es la libertad interior de poder obrar conforme a la verdad, aunque exteriormente uno esté encadenado. «La verdad os hará libres», enseña Jesús (Jn 8, 32). Cuando la libertad pierde la referencia a la verdad, no tiene ningún límite, y es fácil que atropelle a los demás.
La igualdad cristiana se basa en que ya no existen diferencias de raza, género y religión porque Cristo nos salvó a todos. Así lo manifiesta San Pablo: «Porque todos los que fuisteis bautizados en Cristo ... ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, ya que todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús» (Gal 3, 27-28).
La fraternidad cristiana se fundamenta en que todos somos hijos del mismo Dios (cfr Jn 20, 17; Lc 6, 36; Lc 11, 13, etc). Sólo si tenemos un Padre común, podremos llamarnos con sinceridad «hermanos».
En la práctica, cuando el hombre no cuenta con Dios, vienen la tiranía, la injusticia, el fratricidio. Recordemos que esa misma Revolución pasó por la guillotina a los enemigos del régimen.
En la práctica no se pueden vivir los valores cristianos sin el fundamento religioso que los hace posibles. Cuando contemplamos a nuestro mundo sin libertad, sin igualdad, sin fraternidad, ¿no será una llamada para volver a las raíces religiosas de la conducta humana? En la práctica, sólo con una actitud espiritual, sólo estando junto a Dios se obtiene la única fuerza para vivir de verdad la libertad, para ser solidario con el prójimo, para tratarlo como un hermano.
Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com
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