Luis-Fernando Valdés
Hemos llegado a la madurez de la historia humana. Al menos eso nos quieren dar a entender muchos intelectuales. Y esta plenitud se manifestaría en que el hombre ya no está limitado por nada. Ni por reglas morales, pues cada uno escoge las que guste. Ni por la verdad, porque cada quien decide qué es lo verdadero. Así la libertad humana no tendría límites: ni el bien ni la verdad podrán impedir que cada uno haga lo que quiera.
Estamos como borrachos de libertad. Pero ¿esta libertad nos ha hecho más humanos? ¿Al vivir sin límites, somos más felices? ¿Sin reglas, somos más solidarios unos con otros?
Hay algo que no va bien.
Ya es parte de la mentalidad nuestra ser relativistas. Ya no aceptamos que alguien tenga la verdad, ni admitimos que alguien nos dicte criterios de comportamiento. Y, sin embargo, nuestra sociedad no es mejor, ni nuestras familias están bien, ni personalmente somos más felices. ¿Qué ha fallado?
Desde el siglo XVIII se nos ha insistido que creer en la verdad y aceptar reglas morales son límites a nuestra libertad. Bastantes pensadores nos dijeron que la verdad y la moral impedían el desarrollo personal y el progreso social. Y como nos urgía ser mejores y vivir muy bien, les hicimos caso.
Queríamos desarrollo personal, vivir sin traumas ni complejos. Y nos deshicimos de la ética, de las virtudes y de los reglas morales. Más todavía, armamos la guerra contra las instituciones que nos propusieran esos límites. Optamos por una educación totalmente laica, es decir, sin Dios, sin Iglesia, sin religión, sin tabúes, sin moralismos.
¿Qué obtuvimos a cambio? No conseguimos cónyuges fieles, ni hijos respetuosos, ni ciudadanos comprometidos, ni comerciantes justos, ni políticos honestos. Tampoco respetamos la vida humana, ni la que está por nacer ni la que está por terminar.
Deseábamos progreso social, y pagamos el precio de no tener límites, con la ilusión de salir de pobres. Y aceptamos que no existen reglas morales para la economía, y nos negamos a admitir que se pueda hablar de la verdad en política.
¿Qué obtuvimos a cambio? Vivimos sin límites: compramos mercancía robada, tenemos mercados de productos piratas, nos guiamos por el principio de que “el que no tranza no avanza”. Los alumnos copian los exámenes y las tareas. Para conseguir una victoria deportiva, nos podemos dopar. Ya decimos mentiras sin remordimientos, y tal vez no nos importa ya que nos engañen. Y llegamos a la conclusión de que la corrupción somos todos: “que no levante la mano, el que no quiera decir que nunca ha dado una mordida”. (Si usted alzó su mano, lo felicito).
Con esta liberación no nos hicimos más humanos, ni más ricos. Nos importa poco el sufrimiento de los otros. Nos quejamos de las guerras, pero no nos produce miedo ver homicidios en el cine. Al contrario, entre mayor sea el sadismo más disfrutamos. Ya superamos el tabú de la fidelidad: nos causan adicción las novelas que manejan triángulos amorosos: “si se aman, ¿qué tiene de malo?”. Además, sólo se enriquecieron unos cuantos, pero los demás no.
Hay algo que no va bien. Como se puede ver, para ser mejores personas y para conseguir el progreso social, la vía no es renunciar a la verdad ni eliminar la moral. Más bien, buscar la verdad y cultivar la virtud son un camino por explorar: probablemente por ahí consigamos vivir mejor y ser de verdad justos y solidarios.
Pero, ¿estamos dispuestos a pagar el precio? El costo de este cambio consiste en aceptar que es la verdad las que nos rige, y que no somos nosotros los que la construimos. ¿Qué prefiere usted: aceptar la verdad y nuestros límites, o seguir viviendo de la mentira y de la corrupción?
Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com
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