Luis-Fernando Valdés
Juan Pablo II fue elegido en una época difícil de las relaciones de la Iglesia con algunas naciones. En 1978, la Iglesia no tenía relaciones diplomáticas con los países comunistas, ni con otros de tradición laica, como el nuestro. El Papa polaco tuvo que abrir camino, y su carisma personal fue un medio muy importante para conseguir la apertura de esas relaciones.
Además del carisma personal del añorado Pontífice, ¿en qué se sustentan las sanas relaciones de la Iglesia con los Estados, de modo que hoy día sigan funcionando? Hablar de relaciones diplomáticas con la Iglesia ¿no es un poco poner en peligro la laicidad del Estado mexicano? ¿Cuál es la verdad sobre este tema?
En primer lugar, es necesario enfocar correctamente en qué consisten esas relaciones diplomáticas. La verdad consiste que la relación entre el Estado y la Iglesia debe ser de respeto mutuo y cooperación, porque tanto el Estado como la Iglesia tienen un ámbito propio e independiente.
Estas relaciones se entienden mal cuando se considera que el Estado y la Iglesia tienen un mismo ámbito de jurisdicción. El error consiste en pensar que la pertenencia a la Iglesia católica —o a cualquier religión— es como pertenecer a otro Estado. Así, erróneamente se pensaría que un católico es simultáneamente ciudadano mexicano y ciudadano del Estado vaticano.
Si así fuera, ambos Estados —el mexicano y el vaticano— entrarían en conflicto pues se estarían disputando el poder sobre los mismo ciudadanos. Y con este enfoque, cada negociación del Estado con la Iglesia equivaldría a perder su poder y soberanía sobre esos ciudadanos.
Las relaciones entre la Iglesia y el Estado están basadas en el principio enunciado por el Concilio Vaticano II, según el cual «la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre» (Gaudium et spes, 76).
Esta sana y necesaria independencia del Estado es lo que llama «laicidad». Un verdadero Estado laico no es ni «clerical» (favorecer a la Iglesia en detrimento de las otras religiones o del propio Estado) ni «laicista» (perseguir o discriminar a la Iglesia o a sus fieles, como si tuvieran menos derechos que el resto de los ciudadanos).
Juan Pablo II siguió este principio de independencia y autonomía para afianzar las relaciones de la Iglesia con los diversos Estados. Su carisma personal siempre estuvo al servicio de estas bases doctrinales. En este tema, la herencia de este gran Papa no es su carisma, sino sus fundamentos teóricos y prácticos.
El nuevo Papa ha dado continuidad a esos principios —con independencia de su carisma—, y recientemente ha afirmado que «es legítima una sana laicidad del Estado en virtud de la cual las realidades temporales se rigen según sus propias normas» (Discurso, 24.VI.05).
La Iglesia no pretende gobernar los Estados, ni darles indicaciones políticas. No obstante, Benedicto XVI recuerda que la laicidad del Estado no excluye determinadas referencias éticas. Y explica que esas exigencias éticas encuentran su último fundamento en la religión. Por eso, «la autonomía de la esfera temporal no excluye una íntima armonía con las exigencias superiores y complejas que se derivan de una visión integral del hombre y de su eterno destino» (ibid). En este ámbito ético, la Iglesia y el Estado pueden sostener una gran colaboración, sin detrimento de la autonomía.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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