Luis-Fernando Valdés
Hoy concluye la Jornada Mundial de la Juventud, celebrada en Colonia. Nos ha dejado una grata impresión de Benedicto XVI, quien mostró una gran capacidad de penetrar tanto en las alegrías y esperanzas como en las preocupaciones e inquietudes de millares de jóvenes.
Quizá para algunos, este evento sería una prueba para el carisma del Papa. Deseaban comprobar si las cualidades de Benedicto XVI tendrían la misma capacidad de convocatoria que la personalidad de Juan Pablo II. Pero lo que hemos visto en la televisión y hemos leído en los medios impresos nos ha llevado a otra concepción de la Jornada de la Juventud. En efecto, hemos contemplado que los jóvenes han ido a Alemania, no a buscar un líder carismático, sino una respuesta para sus vidas.
El Papa es consciente de que hoy día la religión católica tiene una imagen deformada ante la juventud. Y lejos de ser un motivo de esperanza, para muchas personas la fe se presenta como una carga muy pesada. Por eso, el Romano Pontífice se propuso mostrar, durante estas Jornadas de la Juventud, el rostro amable del cristianismo.
Tres días antes de viajar a Alemania, Benedicto XVI declaró: «Quisiera mostrarles [a los jóvenes reunidos en Colonia] lo bonito que es ser cristianos, ya que existe la idea difundida de que los cristianos deben observar un inmenso número de mandamientos, prohibiciones, principios, etc., y que por lo tanto, el cristianismo es, según esta idea, algo que cansa y oprime la vida y que se es más libre sin todos esos lastres» (Entrevista, 15.VIII.05).
¿Cómo respondió el Santo Padre a esta inquietud profunda de los jóvenes? ¿Qué posibilidades ofreció para que cada joven pueda responder a los problemas profundos de su vida, sin sentir la religión como un peso difícil de llevar?
La respuesta de Benedicto XVI consistió en llamar al corazón de los jóvenes. Para acceder a ese centro íntimo de cada persona, el Romano Pontífice invitó a los participantes de la Jornada Mundial a plantearse las cuestiones fundamentales de sus vidas. El Papa les animó a preguntarse con valentía: «¿dónde encuentro los criterios para mi vida? ¿De quién puedo fiarme; a quién confiarme? ¿Dónde está aquél que puede darme la respuesta satisfactoria a los anhelos de mi corazón?» (Mensaje, 18.VIII.05).
Una vez sembrada esta inquietud, les explicó que «hacerse estas preguntas significa buscar a Alguien que ni se engaña ni puede engañar, y que por eso es capaz de ofrecer una certidumbre tan firme, que merece la pena vivir por ella y, si fuera preciso, también morir por ella» (ibidem). Para dar una respuesta a las preguntas más importantes de nuestra vida, es necesario abrirnos a un Ser superior.
¿Y quién es ese Alguien, capaz de llenar las aspiraciones del corazón? El Papa respondió: «Queridos jóvenes, la felicidad que buscáis, la felicidad que tenéis derecho a saborear, tiene un nombre, un rostro: el de Jesús de Nazaret, oculto en la Eucaristía. Sólo Él da plenitud de vida a la humanidad» (ibidem).
Y de inmediato salió al paso del natural temor de abrir la propia vida a Dios. Nuestra época ve a Dios como a un intruso que nos quiere arrancar la propia personalidad. Y por eso, el Santo Padre añadió: «Quien deja entrar a Cristo en la propia vida no pierde nada, nada —absolutamente nada— de lo que hace la vida libre, bella y grande. (...) Estad plenamente convencidos: Cristo no quita nada de lo que hay de hermoso y grande en vosotros, sino que lleva todo a la perfección para la gloria de Dios, la felicidad de los hombres y la salvación del mundo» (ibidem).
Correo: lfvaldes@gmail.com
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