Luis-Fernando Valdés
Terminamos la semana con la triste situación diplomática entre Venezuela y México. Quizá la primera reacción haya sido la indignación. Pero al pasar los días, el sentimiento es de tristeza. Sí, tristeza, porque hemos visto que la fraternidad que predicamos entre los países latinoamericanos no es tan sólida como creíamos.
Esta situación recuerda a lo que pasa en algunos matrimonios. Hacia fuera son un modelo de familia integrada, de esposos enamorados y de papás cariñosos, de hijos respetuosos. Pero un buen día, nos llega por sorpresa la noticia de que se divorciaron. Y nos preguntamos ¿no que se querían tanto? ¿qué falló?
A veces, cuando ocurre un caso así, la causa del fracaso consiste en que la unidad familiar no se fundaba en principios verdaderos, sino en apariencias. Había grandes heridas emocionales y, en vez de enfrentarlas, de curarlas mediante la cirugía de la comunicación y de pedir perdón, tomaban aspirinas, pastillas para ignorar los problemas: «aquí no pasa nada». No buscaban arreglar sus problemas, sino sólo maquillarlos. Daban la apariencia de estar bien, pero por dentro las diferencias se hacían más grandes, hasta que reventaron.
Quizá sucede lo mismo entre las naciones latinoamericanas. A pesar de que tenemos un pasado histórico común, que hablamos la misma lengua y que compartimos muchos valores religiosos, morales y familiares, no hemos puesto el fundamento de nuestra fraternidad en principios verdaderos, sino sólo en cuestiones secundarias.
¿Cuáles son esos principios sólidos, que establecen la verdadera hermandad entre los países? La convivencia entre las naciones se funda en los mismos valores que deben orientar la concordia de los seres humanos entre sí: la verdad, la justicia, la solidaridad y la libertad.
Basados en esos cuatro pilares, los diversos países pueden establecer relaciones, que encuentren su justa regulación en la razón, la equidad, el derecho y la negociación. Y, al mismo tiempo, estas relaciones basadas en principios verdaderos excluyen el recurso a la violencia y a la guerra, a formas de discriminación, de intimidación y de engaño.
En cuanto a la justicia como principio de convivencia, quizá el primer error consiste en reducir el concepto de «relaciones internacionales» a los pactos diplomáticos entre los gobernantes de dos o más países. En ese caso, el problema no sería «nuestro», de los ciudadanos de a pie, sino «suyo», de los mandatarios. Y no es así. Las relaciones entre naciones deben ser el resultado de las disposiciones de los ciudadanos de un país hacia los habitantes de otro estado.
La solidaridad y la justicia hacia otra nación inician entre los ciudadanos de un país. Y luego son ellos mismos los que las exigen a sus gobernantes y diplomáticos. Por eso, la verdadera concordia entre los pueblos latinoamericanos está primero en nuestras manos, y quizá nos desentendemos de esta responsabilidad.
¿Qué podemos hacer los ciudadanos mexicanos ante la presente crisis diplomática? Ser justos, y no reclamar a los ciudadanos de Venezuela, las declaraciones poco afortunadas —o si se quiere provocadoras— de sus gobernantes. Atribuir a todo un pueblo los errores de sus gobernantes es una injusticia. Como lo sería afirmar que los excesos de Hitler son responsabilidad de todos y cada uno de los alemanes.
Hagamos examen. Si después de las declaraciones del Presidente Chávez, Usted sintió que Venezuela ya le cayó mal, probablemente su fraternidad hacia ese país no estaba basada en principios verdaderos, como la justicia, sino sólo en un sentimiento vago de pertenecer al mismo continente. Es tiempo de cambiar.
Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com
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