Luis-Fernando Valdés
Esta semana trancurrió lenta para nuestros hermanos de Tabasco y Chiapas. Conforme las aguas empezaron a bajar, se desvelo el rostro de la tragedia: miles de animales muertos, casas totalmente destruidas. Pero también quedó al descubierto, por contraste, la grandeza de la solidaridad, que pues los mexicanos no hemos dejado de enviar ayuda material y de rezar por los damnificados. Ante estas manifestaciones de fraternidad, nos viene de modo muy natural reflexionar sobre la solidaridad.
Es importante dedicar un espacio para meditar sobre la solidaridad, porque se trata de una auténtica virtud cristiana, de un valor genuinamente católico, que —sin embargo— ha ido perdiendo su conotación religiosa, y poco a poco se ha reducido a un mero valor cívico. Por una parte, es muy bueno que sea un valor aceptado por toda la sociedad, pero por otra, esta virtud pierde bastante fuerza y sentido cuando se desvincula de su dimensión espiritual.
En efecto, según el enfoque desde el que se considere la solidaridad, será la actitud ante la desgracia ajena. Cuando se le concibe como mera filantropía, como fruto de la iniciativa personal, que se compadece ante el dolor del otro, pero desligada de su aspecto espiritual, la solidaridad deja de ser una acción que obliga a todo ser humano a salir de sí mismo, para ocuparse de ayudar al próximo. Y vuelve entonces un mero “valor”, una simple aspiración a realizar algo bueno, pero que no vincula la conciencia, ni el sentido del deber moral. Una solidaridad enfocada así es muy loable, pero cae inevitablemente en las garras del subjetivismo (“si tú quieres ayudar, allá tú; si yo no lo deseo, no pasa nada”).
Este modo de ver la solidaridad no se queda corto, porque el gran reto que los seres humanos tenemos para encontrar la propia realización, es salir de nuestra interioridad para darnos a los demás. Se trata de salir del “yo” para ir al encuentro del “tú”. Se trata de trascendernos a nosotros mismos hasta llegar primero a los “otros” y luego al “Otro”. Una solidaridad tomada sólo como un valor, que cada quien puede escoger o rechazar, se arriesga o a perder la oportunidad de buscar lo espiritual y trascendente, o a dejar encerrada a la persona en su propio egoísmo.
En cambio, la solidaridad, en su sentido más profundo, es una virtud que ha germinado y se ha consolidado en el cristianismo, como un hábito personal que lleva a buscar a Dios mediante la atención al necesitado. La solidaridad no es una cuestión política, ni un “optional” para cuando nos nazca ayudar. Por el contrario, Juan Pablo II enseñaba que la solidaridad es también una verdadera y propia virtud moral, no “un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (Sollicitudo rei socialis, 38).
Nuestra época está marcada por un materialismo que sofoca al espíritu. Muchas personas están buscando alguna oportunidad para elevarse a un plano más alto, que les dé ocasión de conectar sus vidas con Dios y lo espiritual. Pero no saben cómo conseguirlo. Estas jornadas de continua solidaridad con los perjudicados por las inundaciones son una magnífica ocasión para que muchos redescubran el sentido espiritual y religioso de ayudar a los demás, para que vuelvan a encontrar a Dios.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
www.columnafeyrazon.blogspot.com
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