Luis-Fernando Valdés
En esta semana volvió a ser noticia el tema de los abusos sexuales cometidos contra menores, por parte de clérigos norteamericanos. Ahora el tema se centró en las indemnizaciones que la Arquidiócesis de Los Ángeles dará a las víctimas. Pero la herida es profunda y, en ocasiones, no es fácil encontrar un punto de vista equilibrado. ¿Condenar sumariamente a la Iglesia o defenderla a ultranza?
Es muy fácil caer en los extremos al dar una opinión. Se corre el riesgo de volver a atropellar a las víctimas o de inculpar a inocentes. Además, en este caso está en juego la buena fama de la Iglesia. Por estas razones, vale la pena reflexionar cuál debe ser la postura de equilibrio en esta delicada cuestión.
Primero veamos los extremos. Por una parte, algunas personas –independientemente de sus motivos personales– afirman que la presencia de sacerdotes, que han cometido estas gravísimas faltas, es una prueba de que la Iglesia es una institución mala, que se dedica a encubrir culpables y a manipular conciencias. Pero este argumento cae por su propio peso, pues de la corrupción de un determinado número de eclesiásticos no se puede afirmar que el mensaje cristiano y los fieles de la Iglesia sean malos. ¿Qué decir entonces de los buenos miembros de la Iglesia y de su mensaje: Juan Pablo II, la Madre Teresa y un largo etcétera?
Por otra parte, también hay creyentes que, con buena intensión, minimizan los hechos. Seguramente tienen presente en su corazón que Jesucristo es Dios, que la Iglesia es santa, de que su mensaje es esperanzador y tantas realidades de esta naturaleza. Y como quieren defender estas verdades, entonces tienden a minimizar los abusos, para mostrar que éstos no afectan a la santidad de la Iglesia. Pero la manera de defender la verdad sobre la Iglesia no consiste en negar las faltas evidentes de sus miembros, ni tampoco –pues sería una grave falta de respeto– decir que las víctimas exageran o que ellas provocaron esto.
Entonces, sin faltar al respeto a la institución eclesial ni a las víctimas ¿qué actitud tomar ante esta dura situación real? Por una parte, tanto los fieles católicos como los no creyentes tenemos el derecho y el deber de pedir que se remedie esta situación. Y, por otra, tener el sentido común para aceptar las disculpas y las medidas tomadas por las Autoridades católicas. Veamos.
Hay que pedir que se solucione el problema. Precisamente, porque está en juego la santidad y la credibilidad de la Iglesia, la Comunidad creyente y la Sociedad civil deben pedir que se sancione a los infractores y se tomen medidas para que estos abusos no vuelvan a suceder. Además, se debe ayudar a las víctimas. Pero, por un fenómeno de opinión pública, los agredidos se pueden considerar agresores, dado que “están manchando” la imagen de la Iglesia: pero no son los enemigos. Quizá, hace falta mayor acogida y trato hacia ellos, pues no basta la mera indemnización económica. ¿Quién les curará las profundas heridas del corazón? Sólo la auténtica caridad, la que no se queda en palabras.
Y, por último, es muy necesario el sentido común. Una vez que se han pedido disculpas públicamente a los afectados, que se han tomado medidas para el futuro (entre otras, el Vaticano indicó que ningún candidato al sacerdocio que tenga inclinación sexual desviada puede ser ordenado), que los culpables han sido retirados del ejercicio ministerial, que se han dado indemnizaciones económicas, hay que tener la sensatez de aceptar que el pasado no se puede borrar. Los ataques no cambian el pasado; el perdón, en cambio, le da sentido.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
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