Año 9, número 424
Luis-Fernando Valdés
Los líderes
lefebvristas anunciaron su distanciamiento definitivo de la Iglesia católica.
Alegan que el Concilio Vaticano II traicionó los principios católicos para poder
relacionarse con el mundo moderno. Pero proponen un callejón sin salida: o dialogar
con el hombre de hoy o perder la propia identidad religiosa. ¿Hay alguna
solución?
Mons. Bernard Fellay, líder de los lefebvrianos. |
Con ocasión de los
25 años de las ordenaciones episcopales que originaron lo que conocemos como
“cisma lefebvrista”, la Fraternidad Sacerdotal San Pío X (FSSPX) emitió una declaración,
en la que manifiesta su ruptura definitiva con la Iglesia católica romana (27
junio 2013).
Como es sabido, el
30 de junio de 1988, Mons. Marcel Lefebvre ordenó a cuatro obispos sin mandato
pontificio, por lo cual tanto él como el co-consagrante, Mons. Antonio de
Castro Mayer, y los obispos ordenados quedaron automáticamente excomulgados.
En esta
declaración, la FSSPX reiteró categóricamente sus duras críticas al Concilio
Vaticano II en cuatro puntos fundamentales (precisamente los que permiten dialogar
con la época actual): la libertad religiosa, el ecumenismo, la colegialidad
episcopal y el nuevo rito de la Misa.
Según los
firmantes del documento, el origen del problema radica en la noción de
“tradición” del Vaticano II, pues lo consideran un Concilio “sin raíces en la
Tradición”, que da lugar a “un magisterio empeñado en conciliar la doctrina
católica con las ideas liberales (…) según el falso concepto de tradición viva”
(Declaración, n. 4).
Aquí está el punto
importante que debemos aclarar. Hay dos maneras de entender la “tradición”. Una
es considerarla como algo fijo en el tiempo y el espacio, de manera que la
fidelidad a la fe católica consistiría en mantener todo igual que hace siglos.
El costo de esta noción es que la fe serviría para el pasado, pero no para el
mundo de hoy. Esto es lo que sostienen los lefebvristas.
En cambio, la
noción de “tradición” empleada por el Concilio Vaticano II es una dinámica; además
no fue inventada hoy, sino que es una herencia de los primeros siglos de la
Iglesia. En concreto, la “Tradición viva” consiste en transmitir de una
generación a otra de católicos, la “doctrina vivida” desde el principio:
verdades de fe, ritos litúrgicos, modos de vivir las virtudes cristianas.
Y en este proceso
de transmisión, la Iglesia explica a cada época –según las necesidades de tal o
cual cultura– esa “doctrina vivida”. Por eso, pueden cambiar los ciertos usos y
costumbres según la mentalidad de la época, pero nunca cambian los principios
de fe o de moral.
Por eso, puede
cambiar la lengua y cierta estructura de los ritos, pero no cambia el núcleo de
los sacramentos. Las ciencias pueden hacer comprender ciertas dificultades
psicológicas, que atenúan algunos pecados, pero no varía que hay acciones que
son intrínsecamente malas, como el aborto.
Esta “Tradición
viva” permite que los hombres y mujeres de hoy, habitantes de la “aldea
global”, imbuidos en el mundo de las comunicaciones y de la intensa vida
urbana, puedan tener el mismo encuentro con Cristo a través de la Iglesia, como
lo tuvieron los primeros cristianos.
Ésta es la gran
novedad del Concilio Vaticano II: mostrar un Evangelio en diálogo con cada
época y cada cultura, como ha sucedido a lo largo de los 21 siglos de historia
del Cristianismo. Sin embargo, el problema práctico no es la postura de la FSSPX,
sino que algunas personas –por desconocer la Tradición viva– aún confunden la
postura de la Iglesia con el tradicionalismo de lefebvrianos.
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