Luis-Fernando Valdés
Conmemoramos hoy el “día de muertos”, fecha del calendario nacional que tiene su origen en la celebración litúrgica católica de “todos los fieles difuntos”. Bromear sobre la muerte es una característica de nuestra identidad nacional, pero muchas veces la recitación de “calaveras” o contar chistes de velorio no son sino un velo para no reflexionar sobre nuestro destino personal: todos habremos de morir.
Convivimos con la muerte. Con mayor frecuencia de lo que quisiéramos, alguno de nuestros seres queridos deja este mundo. A diario, escuchamos o vemos por televisión el “parte de guerra” de la batalla del Gobierno Federal contra el narcotráfico. Y hasta en los video-juegos de los niños, por no mencionar los “cómics”, nos encontramos con asesinatos.
La muerte se ha convertido en un tema trivial. Quizá es tanto el bombardeo de los medios de entretenimiento sobre este tema, que al hablar de la muerte de terceros, que no son familiares nuestros, solemos decir que “ya le tocaba”, o que “ni modo”. Peor aún es la amarga realidad de que –para algunos– quitar la vida a otro, representa el camino habitual de las venganzas: “se lo merecía”, suelen decir.
Sin embargo, aunque convivamos con ella, y nos refiramos a ella con indiferencia, la muerte nunca deja de suscitar en cada uno de nosotros un sacudida interior. Cuando la vemos cercana a nosotros, en un accidente o en una enfermedad, nunca decimos fríamente y con indiferencia “ya me toca”. Más bien, las preguntas que nos hacemos son: “¿por qué me voy a morir?”, “¿qué sentido tiene que yo muera?”.
El día de los fieles difuntos, y las visitas que hoy hacemos a los panteones, nos deberían llevar a pensar en nuestra propia muerte. Es una conmemoración que nos hace preguntarnos si creemos o no en una vida después de esta vida, en un encuentro con Dios, en el juicio que Dios hará de nuestras obras. La respuesta fácil, pero que no resuelve el drama interior, consiste en negar la existencia de estas realidades sobrenaturales. Pero, al borde de la muerte, prácticamente todos acaban por reconocer que debe haber “algo”, pues la nada no resuelve el drama de dejar de vivir.
Ayuda mucho imaginar nuestra propia muerte. Piense por un momento que es un invitado más a ¡su propio funeral! Vea a su cónyuge junto al ataúd, y contemple las lágrimas de sus hijos y nietos. ¿Qué pensarán? ¿Fue Usted un buen esposo o esposa? ¿sus hijos están contentos con el legado moral que les dejó? Mire la capilla ardiente, fíjese en el Crucifijo frente al féretro: ¿qué cuentas le dará Usted al Creador? Y la gran pregunta: al morir ¿Usted se habrá salvado o se habrá condenado?
Si supiéramos la fecha de nuestro deceso, seguramente empezaríamos a vivir de otro modo: desde cuidar nuestra salud, atender mejor a nuestra familia, hasta reconciliarnos con Dios. ¿Por qué no aprovechar hoy para mirarnos despacio, para preguntarnos: qué he hecho con mi vida? En verdad no es fácil hacer este ejercicio personal, porque suele dar miedo enfrentarse a uno mismo, y admitir que no hemos hecho bien algunas cosas, que nos hemos equivocado.
Mientras deposite flores ante la tumba de un ser querido, plantéese estos interrogantes vitales. Basta ya de altares de muerto y de chistes de panteón que impiden que la muerte nos interpele. Bromear sobre la muerte es parte de la idiosincrasia mexicana, pero muchas veces suele ser un modo de evadirla. Ojalá que la muerte nos ayude a pensar en el premio o el castigo eternos, y esto nos ayude a rectificar nuestras vidas.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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