sábado, 5 de octubre de 2013

Huracanes: solidaridad y algo más


Año 9, número 439
Luis-Fernando Valdés

Los huracanes “Ingrid” y “Manuel” azotaron la República Mexicana. Mientras que las inundaciones destruían ciudades, caminos y puentes, dejando muerte y pobreza, miles de ciudadanos surgieron con mayor fuerza que las aguas exterminadoras e hicieron llegar a la víctimas alimentos, ropa y un gran consuelo. ¿Cuál es la raíz de la extraordinaria solidaridad de los mexicanos?
Gracias al valor de la solidaridad de los mexicanos,
miles de damnificados reciben alimentos y ropa.

Nos impresionaron las duras escenas de la televisión que transmitían la devastación de varios Estados del País, que sufrieron graves daños provocados por la fuerza de los huracanes y por las impresionantes inundaciones que produjeron.

Pero la respuesta de la gente normal ha sido superior a la tragedia. Me conmovió un reportaje de televisión sobre la solidaridad de una señora mayor, la cual antes había perdido a su familia y sus propiedades en las explosiones de las gaseras de San Juanico (1984). La buena mujer, de escasos recursos, con esfuerzo donó a los damnificados 10 kilos de su propia comida.

No pude dejar de relacionar a esta buena señora con aquella mujer pobre de la que habla el Evangelio. Dentro de su pobreza, hace dos mil años, aquella señora dio de limosna las únicas dos moneditas que tenía para sobrevivir y, por eso, recibió la alabanza de Jesucristo mismo (Marcos 12,41-44).

Sin duda la solidaridad es uno de los más grandes valores de nuestra época. Admiramos y apoyamos tanto al que da de su propia comida, como el que dona su tiempo (a veces, durante años) para enseñar o curar a las personas que viven en los lugares poco desarrollados.

Si hoy día nuestra cultura es solidaria, y ayudar al necesitado es un valor común, se debe a que nuestra civilización occidental ha recorrido una larga historia, en la que ha aprendido a considerar a los demás como a un semejante y ha sufrido las grandes tragedias producidas por la intolerancia y la indiferencia.

Sobre el origen de la solidaridad hay dos grandes visiones. La cristiana y la ilustrada. La Iglesia desde hace 21 siglos –y desde el s. XVI también las Iglesias protestantes– sostiene que el mensaje de Jesús –“amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”– es el motor de la ayuda a los necesitados: los cristianos por motivos de fe han abierto escuelas, hospitales, orfanatorios, dispensarios, leprosarios, etc.

Y la Iglesia celebra como santos –como héroes– a quienes han dado su vida en estas instituciones de beneficencia: desde un Luis Gonzaga que murió a los 23 años contagiado de peste por los enfermos que cuidaba, hasta la Madre Teresa, que daba su cariño a los leprosos de Calcuta.

A finales del s. XVIII, con la Revolución francesa, surgió un gran movimiento intelectual que sostenía que los grandes valores religiosos cristianos –que dieron origen a Occidente– se podían vivir sin necesidad de un Dios ni de una Iglesia. Y su lema fue: “libertad, igualdad, fraternidad”.

La Ilustración institucionalizó la solidaridad como un acto civil. Esto ha sido bueno, sino duda. Sin embargo, es injusto ignorar que sin el Cristianismo y su catequesis del amor al prójimo nuestra cultura no hubiera podido tener hoy la solidaridad como un valor.

En la raíz de la solidaridad civil siempre está la praxis cristiana de la caridad. Y cuando se niega o se ignora esta raíz religiosa, la ayuda al próximo pierde impulso. Por eso, si los cristianos retoman los motivos profundos de su solidaridad, encontrarán fuerza interior para ayudar no sólo en tiempos huracanes, sino para hacer de la solidaridad un modo de vida en su propia casa y en su propia familia.

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