Año 9, número 439
Luis-Fernando Valdés
Los huracanes
“Ingrid” y “Manuel” azotaron la República Mexicana. Mientras que las
inundaciones destruían ciudades, caminos y puentes, dejando muerte y pobreza,
miles de ciudadanos surgieron con mayor fuerza que las aguas exterminadoras e
hicieron llegar a la víctimas alimentos, ropa y un gran consuelo. ¿Cuál es la
raíz de la extraordinaria solidaridad de los mexicanos?
Gracias al valor de la solidaridad de los mexicanos, miles de damnificados reciben alimentos y ropa. |
Nos impresionaron
las duras escenas de la televisión que transmitían la devastación de varios
Estados del País, que sufrieron graves daños provocados por la fuerza de los
huracanes y por las impresionantes inundaciones que produjeron.
Pero la respuesta
de la gente normal ha sido superior a la tragedia. Me conmovió un reportaje de
televisión sobre la solidaridad de una señora mayor, la cual antes había
perdido a su familia y sus propiedades en las explosiones de las gaseras de San
Juanico (1984). La buena mujer, de escasos recursos, con esfuerzo donó a los
damnificados 10 kilos de su propia comida.
No pude dejar de
relacionar a esta buena señora con aquella mujer pobre de la que habla el
Evangelio. Dentro de su pobreza, hace dos mil años, aquella señora dio de
limosna las únicas dos moneditas que tenía para sobrevivir y, por eso, recibió
la alabanza de Jesucristo mismo (Marcos 12,41-44).
Sin duda la
solidaridad es uno de los más grandes valores de nuestra época. Admiramos y
apoyamos tanto al que da de su propia comida, como el que dona su tiempo (a
veces, durante años) para enseñar o curar a las personas que viven en los
lugares poco desarrollados.
Si hoy día nuestra
cultura es solidaria, y ayudar al necesitado es un valor común, se debe a que
nuestra civilización occidental ha recorrido una larga historia, en la que ha
aprendido a considerar a los demás como a un semejante y ha sufrido las grandes
tragedias producidas por la intolerancia y la indiferencia.
Sobre el origen de
la solidaridad hay dos grandes visiones. La cristiana y la ilustrada. La Iglesia
desde hace 21 siglos –y desde el s. XVI también las Iglesias protestantes– sostiene
que el mensaje de Jesús –“amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”– es el
motor de la ayuda a los necesitados: los cristianos por motivos de fe han
abierto escuelas, hospitales, orfanatorios, dispensarios, leprosarios, etc.
Y la Iglesia
celebra como santos –como héroes– a quienes han dado su vida en estas
instituciones de beneficencia: desde un Luis Gonzaga que murió a los 23 años contagiado
de peste por los enfermos que cuidaba, hasta la Madre Teresa, que daba su
cariño a los leprosos de Calcuta.
A finales del s.
XVIII, con la Revolución francesa, surgió un gran movimiento intelectual que
sostenía que los grandes valores religiosos cristianos –que dieron origen a
Occidente– se podían vivir sin necesidad de un Dios ni de una Iglesia. Y su
lema fue: “libertad, igualdad, fraternidad”.
La Ilustración
institucionalizó la solidaridad como un acto civil. Esto ha sido bueno, sino
duda. Sin embargo, es injusto ignorar que sin el Cristianismo y su catequesis
del amor al prójimo nuestra cultura no hubiera podido tener hoy la solidaridad
como un valor.
En la raíz de la
solidaridad civil siempre está la praxis cristiana de la caridad. Y cuando se
niega o se ignora esta raíz religiosa, la ayuda al próximo pierde impulso. Por
eso, si los cristianos retoman los motivos profundos de su solidaridad,
encontrarán fuerza interior para ayudar no sólo en tiempos huracanes, sino para
hacer de la solidaridad un modo de vida en su propia casa y en su propia
familia.
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