Luis-Fernando Valdés
La tolerancia está en peligro. Este pilar de la democracia se está convirtiendo en un pretexto para olvidarse de la verdad. Pero sin referencia a la verdad, la tolerancia se convierte en instrumento de las ideologías políticas, no en un valor auténticamente humano. Si pasamos revista a la historia, veremos que poco a poco a nombre de la tolerancia, los pensadores de occidente ha dejado de la lado la consideración de la verdad. Y el resultado ha sido que el hombre ha quedado atrapado en las ideologías que lo explotan.
Antes de la Reforma protestante (1517), el poder civil y el eclesiático convivían en una extraña simbiosis en Europa. La llamada «cristiandad» era un régimen temporal que abierto deliberadamente a la influencia del cristianismo. Aunque con ingerencias mutuas, convivían el poder civil y el espiritual, incluso hasta identificarse el ser cristiano con ser ciudadano.
Pero con la crisis religiosa de la Reforma protestante se vino abajo la cristiandad, y se llegó a un conflicto bélico. El tratado de Westfalia (1648), que puso fin a la Guerra de los Treinta Años, y estableció la paz sobre un principio práctico, pero que es injusto: cujus regio, ejus religio, es decir, los pueblos profesarían la religión del Príncipe. Muy pronto se vio que ésta no era la solución, pues frecuentemente, en el territorio de un mismo Príncipe, había personas que confesaban credos distintos. Ya no coincidía el poder civil con el espiritual.
Algunos hombres, pertenecientes a diversas confesiones, y deseosos de reconstituir la unidad, propusieron algunas vías de reconciliación. Buscaron, en primer lugar, una solución en el orden doctrinal, pero desde la teología no se llegó a ningún acuerdo. Entonces, algunos de ellos sugirieron dejar de disputar en torno a los «dogmas» (es decir, interpretaciones fijas de la fe, obligatorias para todos), generadores de fanatismo, para atenerse modestamente al mensaje moral del Evangelio (según como cada uno lo pudiera entender). Se pasó de la verdad válida para todos a la verdad subjetiva.
La Ilustración partiría de estas raíces para desarrollar abiertamente el tema de la tolerancia. Los ilustrados partían de un agnosticismo que reduce toda afirmación acerca de Dios a una mera convicción subjetiva . Así la verdad religiosa seguía en el orden subjetivo, pero ahora quedaba fuera del ámbito de la razón y, por tanto, de lo verdadero. Pero en el siguiente paso, la situación se invirtió: la religión quedó al servicio del Estado. Jean-Jacques Rousseau, en su obra El Contrato Social (Parte IV, Cap. 8), afirmó que las opiniones de los súbditos no interesan a la comunidad. Lo que le importa al Estado, es que cada ciudadano «tenga una religión que le haga amar sus deberes». Ya no quedó ninguna referencia a la verdad, sino a la utilidad: servir al Estado.
Y esta es la herencia que recibimos. Seguimos en el pasado, con miedo a que hablar de la verdad religiosa desencadene guerras, o dé lugar a una supuesta quema de brujas. Y por eso, con la fuerza de un dogma, se nos enseña que para no pelear y para que haya armonía, debemos evitar tocar el tema de la verdad. Nos repiten, como un logro de la Ilustración, que la religión es sólo un mito, porque se tiene miedo quizá que alguno quiera imponerla violentamente a los demás.
En realidad, el costo de esta malentendida tolerancia ha sido forzarnos a renunciar a nuestra capacidad de conocer la verdad. Y así nos imponen las ideologías. Sólo quien se pregunta por la verdad, puede liberarse de las ideologías. Busquemos la auténtica tolerancia, aquella que no renuncia a la verdad, aquella que no solapa a las ideologías.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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