Luis-Fernando Valdés
Al finalizar cada curso académico, hacemos balance y, junto a todos los logros, vemos que en nuestro país –y prácticamente en todos–la violencia en las escuelas no ha disminuido. Y tampoco las agresiones en los lugares de diversión han bajado. ¿Dónde está la solución? ¿Será suficiente aumentar el presupuesto educativo y promover una campaña publicitaria a favor del respeto?
La base del problema radica en la concepción que se tenga de la educación. Para los clásicos griegos, la «paideia» no se limitaba a sumistrar conocimientos teóricos, sino que intentaba también forjar el carácter de los niños y los jóvenes, mediante las virtudes. Aristóteles recomendaba la educación moral de los niños, para que no se convirtieran en seres rebeldes e incivilizado. Comparaba esa educación ética con el entrenamiento físico, y explicaba que igual que nos volvemos fuertes y diestros al hacer cosas que requieren fuerza y destreza, también nos volvemos buenos al practicar acciones buenas.
El Estagirita explicaba que habituarse a un buen comportamiento nos hace ser buenos, y entonces estamos en mejores condiciones de entender las ventajas y las razones de la bondad moral. Ese buen obrar moral sirve como entrenamiento para conseguir el control sobre las las malas inclinaciones de nuestra naturaleza y nos hace así seres humanos libres.
Estos principios educativos fueron la base incuestionable de la educación durante siglos en la historia de Occidente, hasta que filósofo y pedagogo ilustrado Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) revolucionó el concepto de educación. Este pensador consideraba que la naturaleza del niño era originariamente buena y libre de pecado. La educación debía proporcionar terreno donde florecer su innata buena naturaleza, sin necesidad de corregir nada.
«Cuando me imagino –escribía el pedagogo francés– a un niño de diez o doce años, sano, fuerte y bien desarrollado, sólo nacen en mí pensamientos agradables. Lo veo brillante, vehemente, vigoroso, despreocupado, absorto en el presente, regocijándose en su vitalidad. El único hábito que se le debería permitir adquirir es el no contraer ninguno, prepararlo para el reinado de la libertad y ejercicio de sus posibilidades».
Según este Autor, la moral no debía venir de códigos externos ni ser ordenada socialmente, pues eso sería un asalto al derecho del niño a desarrollarse libremente. Bastaba con motivarle a poner en acción sus sentimientos generosos, para así sacar a flote su auténtica y benevolente naturaleza: «Un niño no puede jamás ser acusado de maldad, porque la mala acción depende de la mala intención y eso él no lo tendrá nunca».
Es cierto que las ideas de Rousseau contribuyeron a humanizar la educación en una época de excesiva rigidez y dureza. Pero, seguramente, él mismo se sorprendería que la gran influencia que sus ideas han tenido en la pedagogía actual, ha derivado en un permisivismo casi radical: como nadie puede ser sometido a reglas, pues se traumaría, todos tienen permiso de hacer lo que deseen. De esta raíz surge la violencia: si nadie puede poner límites ¿quién va a impedir que un muchacho agreda a los demás? ¿quién va a detener el impulso de un joven hacia una mujer?
Haber abandonado la educación como formación en la virtud nos ha traído unos niveles de violencia y de fracaso escolar que nadie había imaginado. Dimos mucho crédito a quienes pensaban ahorrarnos a todos, y en especial a las nuevas generaciones, el esfuerzo diario por ser buenas personas. Y ese esfuerzo personal es precisamente la solución.
Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Compártenos tu opinión