domingo, 6 de agosto de 2006

La «arrogancia» de la verdad

Luis-Fernando Valdés

En nuestra sociedad democrática hay un valor entendido: el derecho a expresar nuestros puntos de vista, sin que nadie nos reproche nuestro modo de pensar. Y para garantizar este derecho, hemos acordado que todos los diversos pareceres son válidos, aunque sean contradictorios entre sí. Sin embargo, ¿éste modo de proceder realmente garantiza la libertad de los individuos?
En un primer momento, cuando se pretende hablar de una verdad válida para todos, parecería que los que dicen tener razón terminarán atropellando a los que no piensan como ellos. Suena muy razonable afirmar que la verdad no puede estar por encima del hombre, sino que éste la establece, pues de este modo podemos convivir todos, sin necesidad de estar de acuerdo en nuestro modo de ver la vida.
Pero esta postura me recuerda el Caballo de Troya. Parecía un trofeo de guerra, un símbolo de victoria sobre los invasores, un monumento a la libertad. Y lo colocaron en medio de la ciudad, como si fuera la estatua de un dios. Y, al anochecer, salieron de él las tropas de asalto que rompieron las puertas de las murallas… y fue arrasada la población.
Rechazar la verdad como precio de la tolerancia es el Caballo de Troya de la cultura contemporánea. ¿Por qué? Porque acepta como un valor, a un factor que destruye el pilar sólido que sostiene a la dignidad humana. Ésta es la amarga herencia del siglo pasado: millones de muertos por las guerras mundiales y por los regímenes totalitarios. Si no existe la verdad sobre el ser humano, ¿cómo defenderlo de los tiranos?
Cuando el actual Papa era un joven sacerdote y Profesor de teología, se preguntaba si no era muy pretensioso afirmar que la verdad es posible de encontrar. «A lo largo de mi camino espiritual sentí muy fuerte como problema la cuestión de si no es realmente arrogancia decir que podemos conocer la verdad, teniendo en cuenta nuestras limitaciones». Incluso, como hijo de su tiempo se preguntaba si «quizá no era mejor suprimir esa categoría» (citado en Peter Seewald, Benedicto XVI. Una mirada cercana, p. 248).
Pero descubrió que el costo tanto intelectual como social era muy alto. El joven Ratzinger cuenta que «mientras seguía esos conceptos, podía observar, y también comprender, que la renuncia a la verdad no soluciona nada, sino que, por el contrario, lleva a una dictadura del relativismo» (Ibid., p. 249). ¿A qué se refería con eso de «dictadura»? A que somos nosotros los que definimos cómo son las cosas y las personas, y esa decisión es intercambiable, según nuestro parecer, que puede llegar a ser tiránico. De ahí se desprende este razonamiento: si el hombre puede decidir qué es el hombre y, si para algún poderoso un ser humano o un grupo social es considerado como indeseable, lo puede limitar o aniquilar. Por eso, advertía el entonces Profesor universitario, «el hombre pierde toda su dignidad si no puede conocer la verdad, si todo no es más que el producto de una decisión individual o colectiva» (Ibid).
La verdad parece arrogante, pues implica que unos tienen razón y otros no. Incluso parecería discriminación afirmar que alguien está equivocado. Sin embargo, sólo cuando hay un principio superior a cada uno, muchas veces sea difícil de entender o de visualizar, tenemos la garantía de que ninguno se impondrá arbitrariamente a los demás. Ese principio común, esa verdad sobre el hombre, que está por encima de la voluntad individual, es lo que llamamos dignidad. Entonces, la aparente arrogancia de la verdad no es sino el sustento real de la libertad individual.

Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com

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