Luis-Fernando Valdés
En esta semana se dio un paso en el Congreso de Estados Unidos para legalizar a varios millones de inmigrantes indocumentados. Esta noticia se ha celebrado como una victoria. Pero la anhelada solución aún está lejos. Por una parte, falta la aprobación definitiva; y, por otra, hace examinar si realmente se llegó al fondo de este delicado tema.
Aunque es muy loable que se hayan dado avances importantes, contrasta mucho que la frontera del vecino País se esté militarizando. Esta decisión hace parecer a los migrantes como enemigos, como personas peligrosas. Y éste es precisamente el fondo del problema de la migración ilegal: ¿los espaldas mojadas son o no personas? ¿tienen o no igual dignidad que los demás habitantes del planeta?
Probablemente, mientras no se tenga como punto de partida claro que los migrantes son seres humanos, y que tienen la misma dignidad que los demás, las leyes que se aprueben siempre serán soluciones pragmáticas para problemas urgentes. Es decir, que esas leyes tendrán como referencia resolver un conflicto actual, pero no buscarán tutelar desde el principio la dignidad de los migrantes. En otras palabras, esas normas nunca estarán diseñadas para ayudar a los migrantes, sino serán establecidas para contrarrestar los efectos colaterales del flujo ilegal de personas.
Un migrante nunca puede ser considerado un mero «efecto colateral». Las personas que cruzan de un país a otro son el reflejo del desequilibrio entre los países ricos y las naciones pobres. Esta situación favorece que miles y miles de personas salgan de su tierra natal para buscar mejores condiciones de vida.
La migración puede ser un recurso más que favorecerá al país receptor. Sin embargo, ¿por qué se suele considerar más bien como un obstáculo? En algunos casos, la migración es considerada como un peligro para el «estado de bienestar». Es decir, en algunos países desarrollados, gracias a decenios de crecimiento económico, se ha alcanzado un alto nivel de educación, salud, jubilación, etc, pagados por el Estado. Al llegar nuevas personas que no han aportado dinero para este sistema, se plantea el dilema de si el Estado les debe ayudar o no.
Pero lejos de ser una carga para el País que los recibe, los inmigrantes responden a un requerimiento del ámbito laboral. Hay ocupaciones que sin la presencia de migrantes se quedarían sin quien las ejercitara, porque hay sectores del mundo del trabajo en los que la mano de obra local es insuficiente, y también hay empleos que los trabajadores locales no están dispuestos a ejercitar. Por eso, los migrantes son una fuerza de trabajo, y por lo tanto un apoyo para la economía de las naciones que los reciben. De ahí que, considerarlos como un peligro para eso países no tenga tanto fundamento.
Existe el riesgo de considerar a los migrantes sólo como «fuerza de trabajo», porque sería tratarlos como mera maquinaria, que se usa mientras sirve, y que se desecha cuando ya no funciona como se esperaba. Y de ahí surge el problema de las legislaciones migratorias: muchas veces buscan regular este «recurso» laboral, en vez de procurar ayuda a los migrantes, en cuanto que son seres humanos. Los migrantes deben ser recibidos como personas, y tienen que ser ayudados, junto con sus familias, a integrarse en la vida social. Mientras este aspecto tan esencial al ser humano no sea tenido en cuenta, las leyes migratorias no pasaran de ser un parche para un problema acusiante, pero nunca serán la auténtica solución.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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