Luis-Fernando Valdés
La vida pública de nuestro País está viviendo momentos importantes. Como es lógico, el debate público se centra en la elecciones, pero esto nos debe llevar a pasar por alto la reflexión sobre el papel de cada ciudadano en la vida pública. La participación en la vida de un pueblo no se limita a votar o a ser elegido, sino que conlleva un rol activo en los diversos ámbitos de la interacción humana.
Hay algunos malentendidos respecto a la participación en la vida política de una nación. Es frecuente el error de identificar el Estado con la sociedad. La sociedad la componemos todos los ciudadanos de un país; nos toca colaborar en la diversas relaciones humanas: familiares, educativas, económicas, recreativas, religiosas, políticas. En cambio, el Estado es sólo el órgano rector de la sociedad; le corresponde regular y ordenar esas relaciones humanas, pero no le toca desempeñar a él solo la vida social.
Ciertamente, es responsabilidad del Estado regular que los diversos ámbitos de actuación de los ciudadanos se desarrollen con orden y armonía. Y lo hace mediante leyes y normativas. Sin esta regulación, la vida pública sería un caos. Imagínese usted qué pasaría si no hubiera una Secretaría de educación: cada escuela enseñaría temas tan distintos que, al final, habría ciudadanos muy preparados y otros prácticamente ignorantes.
Pero este papel de regulación tiene que ser ordenado, es decir, se debe atener a unos ámbitos muy bien delimitados, porque si el Estado ejerciera un control tan grande sobre la sociedad, terminaría ahogándola. No se puede gobernar una sociedad como si sus miembros fueran tontos o como si fueran ladrones, necesitados siempre de vigilancia y represión.
Los países, donde se da un exceso de intervención estatal, se suelen sustentar en la desconfianza. Parten de la suposición de que los que gobiernan son mejores y más honrados que los demás. Y, apoyados en ese prejuicio, ejercen un duro control sobre los demás. Pero, en principio, quienes gobiernan son ciudadanos como los demás: tan inteligentes, tan preocupados por el bien común y tan honrados como los demás. Por eso, hay que suponer que los ciudadanos de a pie, al menos, tienen un nivel de honradez semejante al que poseen los que gobiernan. Y por tanto, no merecen ni más vigilancia ni menos libertad que los que gobiernan.
La desconfianza lleva al control desmedido, y este tipo de control ahoga la iniciativa de los ciudadanos. La falta de iniciativa termina por detener el progreso de una nación. Pero el daño va más lejos aún, pues esta postura acaba minando a todo un país, porque favorece la arbitrariedad y la tiranía. El problema final de todo estado basado en la desconfianza es saber quién controla a los controladores.
La vida pública no debe quedarse a esperar a que un organo regulador le indique qué debe hacer. La cultura y el arte nos dan ejemplo de libertad: no se desarrollan por mandato, sino por la iniciativa de los que cultivan estas disciplinas. De igual manera, los ciudadanos no deben esperar una indicación oficial para desarrollar los ámbitos específicamente humanos, como la familia y la educación.
El Estado no es lo mismo que el País. Una nación es algo más que su gobierno. Cuando un país se limita a ser únicamente lo que su gobierno le indica, se queda pequeño. La grandeza de una nación son sus ciudadanos, que poseen iniciativa y capacidad para levantar a su patria. Si pensamos que el gobierno debe hacerlo todo, y renunciamos a nuestro esfuerzo e iniciativa, habremos condenado a nuestro País a al subdesarrollo social.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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