Año 11, número 504
Luis-Fernando Valdés
Comenzamos 2015
con sueños de que regrese la paz a nuestra Patria y al mundo. Sin embargo,
nuestra sociedad se ha resignado con un “similar” de paz: la indiferencia ante
el sufrimiento. ¿Cómo podremos recuperar la anhelada paz verdadera?
La clave para la
paz se encuentra en un antiguo sueño de la humanidad: que todos seamos
hermanos, que todos seamos una sola familia. Este deseo se encuentra en el núcleo
mismo de la tradición bíblica judeo-cristiana, y es común tanto con las
tradiciones religiosas antiguas como con los ideales de la modernidad:
libertad, igualdad y fraternidad.
Pero con crudo
realismo, la misma Sagrada Escritura constata que los seres humanos estamos
divididos y que, en muchas ocasiones, lejos de vivir como hermanos, nos
comportamos como Caín, que quitó la vida a su hermano Abel (Génesis 4).
Esta situación
ilustrada por la Biblia no es ajena a nuestra experiencia diaria. Hoy Caín se
manifiesta en la explotación del hombre por parte del hombre. Cada día, Caín
asesina nuevamente a Abel, cuando olvido que los demás tienen el mismo origen,
naturaleza y dignidad que yo.
Este rechazo del
prójimo no es una consideran teórica, sino una triste práctica diaria, que va
desde el rechazo del otro y el maltrato de las personas, hasta la violación de
la dignidad y los derechos fundamentales, o peor aún, hasta la “institucionalización
de la desigualdad” (Papa Francisco).
En nuestros días,
Caín tiene un rostro: la esclavitud. Aunque ésta fue abolida, sus principios
siguen vigentes, porque nuestra sociedad sigue aceptando que algunas personas puedan
ser consideradas propiedad de otra persona, la cual puede disponer de ellas
como si fueran sus pertenencias, adquiridas como una mercancía.
Desagraciadamente,
todavía hay millones de niños, hombres y mujeres de todas las edades, que son
obligados a vivir en condiciones similares a la esclavitud. Se trata de trabajadores
y trabajadoras, incluso menores, oprimidos de manera formal o informal en todos
los sectores: desde el trabajo doméstico al de la agricultura, de la industria
manufacturera a la minería, incluso en los países cuya legislación protege a
los trabajadores, pues a estos otros los contratan de manera ilegal.
Esta misma
esclavitud se manifiesta en las condiciones de vida de muchos emigrantes que,
en su dramático viaje, sufren el hambre, se ven privados de la libertad,
despojados de sus bienes o de los que se abusa física y sexualmente.
El esclavismo está
presente en las personas obligadas a ejercer la prostitución, entre las que hay
muchos menores; en los niños y adultos que son víctimas del tráfico y
comercialización para la extracción de órganos, para ser reclutados como
soldados, para la mendicidad, para actividades ilegales como la producción o
venta de drogas, o para formas encubiertas de adopción internacional.
Esto ocurre cada día,
ante nuestra mirada. Pero ya estamos acostumbrado que esto sea así, porque
quizá no nos afecta directamente. La esclavitud, encarnación de Caín, continúa
porque vivimos en la “globalización
de la indiferencia” (Papa Francisco, Mensaje para la paz 2015).
La paz será posible, este mismo año, si nos
decidimos a ser artífices de una “globalización de la solidaridad y de la fraternidad”,
que se puede reflejar –entre otros aspectos– en asumir nuestra responsabilidad
como consumidores, que no compran productos que con probabilidad podrían haber
sido realizados mediante la explotación de otras personas.
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