Luis-Fernando Valdés
La eutanasia sigue presente como parte de la agenda legislativa de muchas naciones de occidente. En diciembre, le llegó el turno al Ducado de Luxemburgo, uno de los países más pequeños de Europa. En el Parlamento, ganó con poco margen la votación a favor de esta práctica terminal. Como formalidad, para ser promulgada, sólo faltaba la firma del Soberano de esa nación. Pero el Gran Duque ¡se negó a rubricar esa ley!
Uno de los grandes mitos de nuestro tiempo consiste en afirmar que una nación será verdadera democrática, sólo si sus leyes garantizan –de manera radical– la libertad de elección. De modo que, si en un país un ciudadano no tiene el apoyo legal para elegir morir, en caso de una enfermedad terminal, o en una situación de invalidez, se considera que la legislación de ese pueblo está retrasada, que no va conforme al sentir de nuestra época.
Sin embargo, este paradigma de modernidad y de democracia necesita ser criticado. Esta postura considera que la libertad está por encima de todo, incluso de la vida. ¿Acaso no es muy significativo que, quienes promueven el aborto, se presenten como “pro choice”, como a favor de una elección libre superior incluso a la vida? Pero no es así. La vida es anterior a la libertad, y es el fundamento de toda elección. Antes que exista democracia, lo primero que hay es la vida humana.
Por eso, en toda nación verdaderamente democrática existe el derecho a la objeción de conciencia, que garantiza que ninguna persona sea obligada a actuar contra sus convicciones íntimas. Ningún ciudadano está obligado a adherirse a leyes que van contra sus creencias legítimas, y nada más legítimo que defender la vida, desde su concepción hasta termino natural.
Y esto fue lo que hizo el Gran Duque Enrique I de Luxemburgo, quien se negó a firmar la ley que aprueba la eutanasia en su país. La negativa del Duque a su Parlamento no ha sido la única vez que un soberano europeo enfrenta a los legisladores. En 1990, Balduino, Rey de Bélgica, tío de Enrique I, se rehusó a sancionar la legalización del aborto. El soberano belga escribió a los parlamentarios una carta, en la que decía: “Comprenderán por qué no puedo asociarme a esta ley, pues firmándola asumiría inevitablemente una cierta corresponsabilidad (...). ¿Sería lógico que yo sea el único ciudadano belga que se ve forzado a actuar contra su conciencia en una materia esencial? ¿Acaso la libertad de conciencia vale para todos salvo para el rey?”.
Como en el caso de Balduino, la solución, todavía pendiente de ejecutarse, consistirá en una pirueta jurídica. En aquella ocasión se declaró una “incapacidad temporal para reinar” por un día: el trono quedó vacante el 5 de abril de 1990 y la ley del aborto en Bélgica se promulgó sin la firma de Balduino. En Luxemburgo, se cambiará el artículo 34 de la Constitución: el soberano ya no tendrá entre sus atribuciones “promulgar y sancionar” las leyes, sino solo promulgarlas.
La actitud de Enrique I es digna de elogio. Un gobernante debe ser fiel a su conciencia, aunque sus ideas a favor de la vida no sean las de moda, ni estén en conformidad con la ideología dominante. Se trata de una gran lección de valentía y coherencia, tan distante de la cobardía de decir “yo estoy a favor de la vida, pero no puedo oponerme a la mayoría”. Es también una gran enseñanza, tanto para los gobernantes, legisladores y jueces, como para el resto de los ciudadanos: es preferible ser destituidos –criticados o rechazados–, antes que permitir un atentado contra el término natural de la vida.
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