Luis-Fernando Valdés
El reciente viaje de Benedicto XVI a los Estados Unidos nos ofrece mucho material para la reflexión. Como hacía ver el conocido historiador Jean Meyer, el viaje estuvo cargado no sólo de discursos importantes, sino de gestos muy significativos. Uno de esos signos fue la conferencia de prensa en el avión, antes de aterrizar en ese país del Norte, en la que el Papa habló abiertamente de los temas candentes sobre la Iglesia. Ahí el Santo Padre opinó sobre el vínculo entre religión y política. Aunque ese tema es un tabú en nuestra ideosincracia nacional, la visión del Papa Ratzinger nos puede ayudar precisamente a reenfocar la relación de la fe con la política.
En esa intervención, previa a su llegada, Benedicto XVI manifestó su fascinación ante el hecho de que los Estados Unidos nacieron gracias a un “concepto positivo de laicidad”. Explicó que este nuevo pueblo se constituyó con comunidades y con personas que habían huido de las Iglesias estatales europeas, y buscaban un Estado laico para abrir una posibilidad a todas las confesiones de practicar su propia religión. Y luego el Papa expresó una idea capital, que muestra que la política y la fe no son antagonistas: “Eran laicos precisamente por amor a la religión, a la autenticidad de la religión, que puede ser experimentada sólo en la libertad”.
El vaticanista italiano Sandro Magister observó que esta idea ya había sido expuesta por el entonces Cardenal Ratzinger en 2004, en su libro “Sin raíces”, donde explicaba que en la base de la sociedad americana hay una separación entre un Estado y una Iglesia determinada, y que esa separación era reclamada por la religión misma, pues de ese modo pueden convivir todas las confesiones. El purpurado alemán contrastaba esta situación con la separación impuesta, bajo el signo del conflicto, por la Revolución francesa y por los sistemas que le han seguido a ella.
Estas profundas observaciones me llevan a dos reflexiones. La primera se refiere a la dramática relación entre la religión y la política tal como se comprenden en nuestro País. La finalidad de la aconfesionalidad que vivimos no es la sana convivencia entre religiones ni la de garantizar la libertad de culto, sino la desaparición de la fe de la esfera pública. El efecto producido ha sido la ausencia de una moralidad pública (mientras que el caso de EUA la imagen moral pública es capital). Y la razón es que cuando no se reconoce públicamente la existencia de Dios, se termina por negar a Aquel que es el fundamento de la Ley moral. En la práctica, sin Dios, no hay moral. La corrupción y la falta de honestidad de algunos servidores públicos, la creciente ola del narcotráfico, ¿no serán los “efectos colaterales” de esta separación de la política y la religión?
La segunda consideración trata sobre el problema inverso al anterior: imponer una única opción política a todos los creyentes. A veces, algunos creyentes al hacer política, ambicionan ser apoyados por los demás que profesan la misma fe. Sin buscarlo, el daño sería doble: por una parte, estarían limitando la libertad política que –por derecho natural– posee todo creyente; y, por otra, harían creer a la sociedad que su Iglesia pretende fines temporales y no espirituales. La religión debe ser apolítica para que puedan convivir todos los creyentes. A los políticos que –a nombre de su fe– desearan que todos sus correligionarios pensaran como ellos, quizá cabría decirles que “por amor a la religión, sean más aconfesionales”.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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