Año 7, número 336
Luis-Fernando Valdés
El pasado domingo
9 de octubre, en Egipto, 26 personas murieron y más de 300 resultaron heridas,
cuando un grupo de coptos –es decir, cristianos egipcios–, que se manifestaban para
protestar por la quema de una iglesia en el sur de Egipto, fue reprimido por el
ejercito [noticia]. Parecería que el problema nos resulta lejano. Pero en realidad nos
afecta demasiado: ¿por qué no debemos permanecer indiferentes?
Vista general de la catedral de Abbasiya durante el funeral por los coptos fallecidos (Efe). |
Los coptos
–cristianos no unidos a Roma– son una exigua minoría en aquel país, y son
asediados continuamente por grupos musulmanes radicales, como el llamado
“Hermanos Musulmanes” que declaró que estos acontecimientos “no son resultado
del problema con una iglesia en Asuán (en el sur)”, como denunciaban los manifestantes,
“sino una conspiración contra la revolución” [noticia].
De inmediato hubo
reacciones de todo el mundo condenando la falta de libertad religiosa. Entre
ellas, la de los ministros de Exteriores de la Unión Europea reunidos en
Luxemburgo, que coincidieron en la “importancia de proteger la libertad de
culto” en “todas partes y para todos” [noticia, otra].
Este reproche
mundial al gobierno militar egipcio tiene un sólido fundamento. Se trata de proteger
un derecho humano, es decir, de un derecho que tiene todo hombre y toda mujer
–sin importar su edad, su nacionalidad o sus creencias– por el mero hecho de
ser un individuo humano.
Este derecho
además está sancionado por el Artículo 18 de la “Declaración universal de
derechos humanos” (10.XII.1948), que sostiene que “toda persona tiene derecho a
la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye
la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de
manifestar su religión o su creencia, individual o colectivamente, tanto en
público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la
observancia”.
Esta declaración
no es vinculante, pero fue la base para un tratado vinculante, el “Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos”, (en vigor desde el 23.III.1976)
firmado por también incluido Egipto. En su Artículo 18 recoge el citado texto
de la Declaración universal y añade que “nadie será objeto de medidas
coercitivas que puedan menoscabar su libertad de tener o de adoptar la religión
o las creencias de su elección”.
Sin embargo, hay
un importante problema de fondo que dificulta la comprensión de este derecho: vincular
la libertad religiosa con “estar de acuerdo” con la doctrina de una confesión
concreta. En realidad, el fundamento de esta libertad no radica aceptar o no
una doctrina, sino en el derecho a la propia autodeterminación de cada
individuo.
Por eso, el
problema de la represión por motivos religiosos nos incumbe a todos, porque a
todos nos corresponde tutelar la libertad de conciencia, sin pensar que sólo a
las autoridades religiosas les correspondería hacer valer este derecho. Nos
toca a todos, porque cuando una persona se desentiende de un derecho humano,
termina por ceder en otro, y en otro más… y con esa pasividad se hace cómplice
mudo de tantos otros atropellos.
Si alguno
contemplara con indiferencia –o peor, con agrado– estos atropellos a la
libertad religiosa, en realidad, se estaría dañando a sí mismo, porque estaría
aceptando que un derecho humano se pueden atropellar. Y si se arranca una
hebra, al final uno termina destejiendo toda la prenda. Creyentes y no
creyentes debemos preocuparnos por el respeto a la libertad de conciencia y de
religión, para que se conserven todos los derechos humanos íntegros.
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