Luis-Fernando Valdés
El 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de la ONU promulgó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Se trata un documento validez universal, que en 30 puntos condensa los mínimos éticos para que una persona viva y se desarrolle conforme a su dignidad. Vale la pena recordar su historia y su contenido, para reimpulsar su defensa.
El antecedente directo, que dio lugar a esta Declaración, fue el Holocausto, que significó una praxis sistemática de exclusión y de exterminio, por parte del Estado Alemán, de 1933 a 1945. Esta política del llamado Tercer Reich derivó en una matanza que se calcula en seis millones de judíos, tres millones de prisioneros rusos, casi dos millones de polacos y 250 gitanos.
Se dice con facilidad el número de víctimas, pero la frialdad de los datos no refleja el grado de crueldad que hubo en los campos de exterminio, donde millones de personas fueron reducidas a vivir en condiciones infrahumanas; esos números tampoco manifiestan la pesadilla que sufrieron los deportados, que trasladados en vagones de ganado, eran luego seleccionados a su llegada: los más débiles eran asesinados sobre la marcha, otros eran tratados como esclavos y otros más utilizados para experimentación científica.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, para dar una respuesta firme a los horrores vividos durante el nazismo, la comunidad internacional comenzó a construir mecanismos jurídicos, políticos e institucionales para evitar que estos cruentos hechos se repitieran en un futuro. Como afirma José Luis Soberanes, Presidente de la CNDH, “a partir de 1948 podemos afirmar que nació una convicción profunda por que ‘nunca más’ la humanidad haya de permanecer ajena ante la vulneración de los derechos humanos de las personas que tenemos cerca y las que no lo están tanto, bajo el principio de corresponsabilidad colectiva de protección de los derechos humanos”.
La Declaración de los Derechos Humanos a penas tiene 60 años, pero su contenido es milenario. Este gran ideal de los derechos de cada ser humano no fue creado por los racionalistas franceses, ni descubierto por los colonialistas americanos. Se encuentra presente en los grandes códigos de conducta y en la máximas llenas de sabiduría de los pueblos más antiguos. El punto central de esta Declaración es la preocupación por los derechos inherentes a todo ser humano, y encuentra su fundamento en la naturaleza humana, tal como es presentada por la Biblia: “Y creó Dios al hombre a su imagen; varón y mujer los creó” (Génesis 1, 27). Además, en el Decálogo y en las Bienaventuranzas encontramos los fundamentos morales de la conducta humana, que garantizan la justicia, el respeto, la libertad, la paz y el perdón.
Sin embargo, a pesar de este gran esfuerzo, aún falta mucho por lograr. A finales del siglo XX, ni la experiencia del Exterminio, ni la promulgación de la Declaración de los Derechos Humanos fueron suficientes para que impedir nuevos genocidios: en Ruanda y en los Balcanes rebrotó el odio racial y el atropello de la libertad religiosa.
Y a niveles quizá poco perceptibles, cada día, en nuestro País se pisotean los derechos humanos de individuos concretos: los niños a los que se le impide nacer (art. 3), y la falta de libertad religiosa, que permite manifestar las propias creencias “individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia” (art. 18). Nos falta implantar una cultura de los Derechos Humanos, para que “nunca más” se vuelvan a atropellar.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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