Luis-Fernando Valdés
Llegamos inquietos a junio. El mayo dejó un panorama desolador: desde las decenas y decenas de asesinados por sicarios en nuestro País, hasta las noticias internacionales sobre uniones que intentan equipararse al matrimonio. Y respecto al aborto, el horizonte tampoco está despejado. Ante un espectáculo así, ¿habrá alguna esperanza? ¿la maldad humana y la confusión tienen la última palabra?
Cuando los problemas sociales y morales parecen tener el dominio sobre la vida humana, me gusta releer algunos textos de Juan Pablo II, el gran “Testigo de esperanza”. A este querido Pontífice le tocó sufrir toda la maldad de la Segunda Guerra Mundial, conservó la esperanza gracias a la fe. Y explicaba que la historia de la humanidad es una “trama” de la coexistencia entre el bien y el mal. Esto significa que, aunque el mal existe al lado del bien, el bien persiste al lado del mal; es decir, en el mismo terreno –que es la naturaleza humana– crecen el bien y el mal. Y así será hasta el final de los tiempos. Sin embargo, el mal siempre es ausencia de bien, es una carencia de un bien determinado que se debería tener. Pero nunca es ausencia absoluta del bien. Por eso, el mal nunca ha conseguido destruir del todo al bien (“Memoria e identidad”, 2005, pp. 13-15). Y esto es un importante motivo para tener viva la esperanza, pues a pesar de la gran difusión del mal, éste nunca podrá llenar la ausencia del bien, el mal nunca llenará los corazones de los hombres, y por eso nunca podrá acabar con el bien, con el amor, con la belleza. Y por esa misma razón, siempre habrá hombres y mujeres que desafíen al mal, a la mentira y a la confusión, porque desean saciar su vida con lo auténtico, con lo verdadero.
También me llenan de esperanza las palabras del admirable Benedicto XVI: “la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto” (Encíclica “Spe Salvi”, n. 43). La necesidad de recibir una justicia que no obtenemos en esta vida, se convierte en un motivo importante para creer que el hombre está hecho para la eternidad. Dios hará justicia. Si no fuera así, el hombre tendría que crear la justicia. Y “un mundo que tiene que crear su justicia por sí mismo es un mundo sin esperanza”, porque entonces “nadie ni nada responde del sufrimiento de los siglos”, y además “nadie ni nada garantiza que el cinismo del poder no siga mangoneando al mundo” (ibid, n. 42). Sólo Dios puede responder de todo ese mar de sufrimiento, y lo hará al juzgar y castigar a los responsables, y al premiar a los inocentes. Y en palabras de Dostoëvskij, al final los malvados, en el banquete eterno, no se sentarán indistintamente a la mesa junto a las víctimas, como si no hubiera pasado nada (cfr. n. 44).
Sin abrirnos a la esperanza, que se apoya en Dios, este mundo carece de sentido. El mal y la mentira serían la única respuesta. Pero sólo el bien y la verdad pueden iluminar y saciar nuestros deseos de amor, y por eso tenemos esperanza de que vale la pena seguir abogando por la vida y la familia. Y ante la violencia del narcotráfico, no cederemos, nunca la justificaremos, pues tenemos la certeza de que cada criminal recibirá su justo castigo: aquí o allá. Sólo la esperanza nos mantiene firmes para seguir creyendo en la verdad, pues la mentira y el relativismo no tienen la última palabra sobre quién es el hombre. Sólo la esperanza nos lleva a rechazar el terrorismo de los cárteles, pues la violencia no puede ser nunca la última palabra sobre la vida social.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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