Luis-Fernando Valdés
Esta semana, la locutora de un noticiero muy conocido explicaba que los reportes sobre las víctimas de ejecuciones y de enfrentamientos entre narcos y el Ejército mexicano, ya no entran en el género de noticias policiacas, sino en el rubro de “parte de guerra”. Desde ahora, los medios dan cuenta de las bajas de un conflicto bélico real, que se lleva a cabo en nuestro propio territorio. Fue duro admitirlo, pero aceptar la realidad es el primer paso para superar esta crisis armada, que tiene su origen en una crisis de valores, que tampoco hemos querido reconocer.
La evidencia de la crueldad de los narcos, que ejecutan despidadamente a sus víctimas, y los episodios de inseguridad que se registran a diario, hacen imposible que alguien (periodista, político, profesor) pueda decir que estos conflictos son sucesos aislados, o que durarán poco. Ya no tiene sentido ocultar la crisis de nuestra paz social. Sin embargo, durante años hubo un pacto tácito de todos (porque no quisimos oír las voces de alarma): ¿cómo aceptar que en nuestro País hay corrupción?, ¿cómo admitir que los narcos tienen tanto poder?, ¿cómo reconocer que nuestra paz social, tan querida y tan valiosa, ya no existía?. Nos dio miedo aceptar la verdad.
Y si nos costó reconocer esta “guerra” de narcotraficantes, cuánto más nos va a tomar hacernos a la idea de que este conflicto armado tiene una raíz ética. La grandes turbulencias sociales nunca surgen espontáneamente, sino que se incuban como los virus. El origen del problema ha sido que hemos aceptado que la verdad no existe. A nombre de la modernidad y de la tolerancia, nos pusimos de acuerdo para aceptar que cada quien tiene “su” verdad.
La ausencia de la verdad es el origen de esta crisis social, aunque no lo parezca. Para ilustrarlo, traigo a colación la historia de un sencillo sacerdote bávaro que murió víctima del nazismo. Se trata del Padre Rupert Mayer, que conoció en 1919 a Hitler en un mitin anti-comunista. En 1923, cuando nadie sospechaba que se trataba un futuro dictador, Hitler le envió al P. Mayer un telegrama de felicitación por su cumpleaños. Pero Mayer, que no era ningún intelectual, descubrió a la primera las intenciones de Hitler. Comentó a los que estaba con él: “Hitler fanfarronea constantemente y no retrocede ni siquiera ante la mentira. Quien no respeta la verdad no puede hacer el bien”. Donde no se acepta y respeta la verdad, ahí no puede crecer la libertad, ni la justicia ni el amor.
Nos parece repugnante e inhumano que los narcos asesinen y decapiten a sus víctimas, pero no debería extrañarnos si no hemos admitido que existe una verdad sobre el ser humano y si dignidad, si no dejamos que nos hablen de su destino sobrenatural, si nos parece un atentado contra la libertad hablar sobre el respeto al cuerpo. Si no admitimos la verdad sobre el origen de la vida y sobre la familia fundada en el amor para siempre entre marido y mujer, cómo pretendemos que los narcos respeten la vida y la familia de los demás.
Ya nos estamos acostumbrando a que los periódicos y noticieros nos digan cuántas personas murieron este día, cuántos autos se utilizaron y cuántas balas se percutieron. Pero nadie nos da todavía el otro parte de guerra: cuántos profesores, políticos, periodistas ya no creen en la verdad, ni hablan de ella; cuántos hombres y mujeres ya no creen la familia; cuántos jóvenes van sólo a lo suyo. Estamos perdiendo la otra guerra, la de la verdad, la de forjar las bases para una sociedad de respeto, de justicia y de paz.
Correo: lfvaldes@prodigy.net.mx
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