Año 11, número 513
Luis-Fernando Valdés
Canadá acaba de
legalizar el suicidio asistido, aduciendo que es conforme a la dignidad del
enfermo. Pero, ¿ayudar a un enfermo terminal a quitarse la vida es la solución
más adecuada al problema del dolor humano?
Linda Jarret, promotora del suicidio asistido en Canadá. |
El máximo tribunal
de Canadá revocó por unanimidad una prohibición sobre el suicidio asistido por
médicos para aquellos pacientes mentalmente competentes con enfermedades
terminales, y dio un año de plazo para redactar una nueva ley que lo permita.
La legislación
revocada se remonta a 1983, que permitía solicitar a los enfermos terminales
medios que acortaran su vida (sedación paliativa, rechazar alimentación e
hidratación artificial, o solicitar el retiro de equipo médico de soporte vital),
pero negaba el derecho a solicitar la asistencia de un médico para morir. (AP,
6 febrero 2015)
Para Grace
Pastine, directora de litigios de la asociación de derechos civiles de Columbia
Británica, y para Linda Jarret, de la entidad “Muriendo con dignidad” (Dying
with Dignity), se trata de un momento exitoso para la sociedad canadiense. ¿Por
qué el suicidio asistido es considerado un triunfo cívico?
Primero,
pongámonos por un momento en los zapatos de quienes piensan así. Ellos parten
de la postura de que la libertad (entendida como poder elegir lo que sea, sin
más restricciones que el daño a terceros) es el bien principal del ser humano
(incluso por encima de la vida).
Con esta ley,
celebran que una persona que no se puede valer por sí misma, pueda recibir
ayuda para poner en práctica una decisión que por ella misma no puede ejecutar:
dejar de vivir; y que pueda realizarlo de un modo no violento. Si la libertad
fuera el valor objetivo supremo, sin duda habría que celebrar esta ley. Pero,
el verdadero valor supremo es la vida, que da origen a la libertad.
Cuando Linda
Garret argumenta que se busca “morir con dignidad”, seguramente no tiene en
cuenta que ha reducido toda la dignidad humana al hecho de decidir si seguir
viviendo o morir.
Además, detrás de
esa visión, se encierra una concepción del hombre llena de pesimismo y de falta
de esperanza. Ante la realidad del dolor físico y moral de los enfermos
terminales, quienes sostienen el suicidio legal, afirman de modo implícito que
le pueden ofrecer ya nada más al paciente, como si los recursos médicos fueran
la única salida.
El núcleo de la
cuestión es que un paciente terminal pasa por muchas fases de estado de ánimo,
incluso llega a fases depresiva, que hacen que su decisión de quitarse la vida
no esté libre de condicionamiento, que no sea plenamente libre.
El médico y
sacerdote español, Luis de Moya, que
desde 1991 quedó tetrapléjico, sostiene que lo que humilla o hace sentirse
digno a la persona no es la propia enfermedad, sino la actitud de los que
rodean y cuidan al enfermo; con un gesto, con el modo de mirar o de tocar, con
la actitud, se reafirma al enfermo en su identidad, es decir, se le afirma en
su propia dignidad o se le hace sentir que ya no es más que un objeto
desagradable y molesto. “Una persona que se siente querida no puede desear la muerte
en ninguna circunstancia”, afirma en su portal Muerte digna.
En lugar de
presionar para establecer una legislación que permita a los pacientes
terminales el suicido asistido, se debería hacer un esfuerzo serio para
eliminar las razones que pueden llevar a algunos a pedir que se les mate: es
más difícil, pero ahí está el verdadero progreso de la sociedad.
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