Luis-Fernando Valdés
Cada día observamos con inquietud como algunos aspectos de la vida pública de nuestro País se degradan, como la integración familiar y la paz social. Hay un clamor generalizado que soluciones, que no advienen. Y, entre esas voces, suenan algunas quejas hacia la fe: “¿por qué el cristianismo se muestra incapaz de aportar respuestas a estas grandes crisis?”.
El problema no es la religión, sino que algunos –quizá ya sean muchos– no aciertan a conectar los principios perennes de la fe con las circunstancias más ordinarias de la vida. Y así se pierde la oportunidad de iluminar con nuevos brillos los urgentes problemas sociales, que hoy parecen irremediables.
Esta disociación entre las creencias religiosas y la vida cotidiana se produce por dos errores de apreciación. Uno es el llamado “naturalismo”, que reclama la autonomía del mundo respecto a Dios, como si el universo o la naturaleza fueran la única realidad existente. Y el otro es conocido como “espiritualismo”, que pretende explicar al hombre desde un Dios que casi no tendría que ver con el mundo, pues todo el trato con Dios se llevaría a cabo en el interior del ser humano, sin mezclarse con las cosas del mundo. Ambos enfoques cercenan el contacto de la fe con la realidad social. Y se pierde la gran oportunidad de que las verdades religiosas puedan aportar una sólida voz en los debates de la ética social.
Sin embargo, sí existen vías de diálogo entre la fe y el mundo, que permiten superar aquellas dicotomías. Uno de esos caminos es que abrió San Josemaría Escrivá de Balaguer. Por inspiración divina, fundó el Opus Dei hace ya 80 años, el 2 de octubre de 1928. El mensaje de este gran sacerdote es que el mundo es el ámbito del encuentro del hombre con Dios.
Mons. Escrivá explicaba que el mundo “no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora”. No tienen precedente una visión que relaciona tan claramente a Dios con el mundo. Por esa razón, lejos de considerar que el hombre vive en un mundo autónomo en el que Dios no tiene cabida, y sin proponer una vida cristiana que minusvalora las realidades temporales, San Josemaría propone “amar al mundo apasionadamente”, porque el mundo es lugar del encuentro del hombre con Dios.
La doctrina del Fundador del Opus Dei –empleando una frase suya– es “nueva como el Evangelio y como el Evangelio, nueva”. Es una invitación a revalorar la enseñanza bíblica de que el mundo es bueno porque ha sido creado por Dios (Génesis 1, 1-25). Por eso, todo cristiano debe amar especialmente al mundo y todo lo que contiene –trabajo profesional, ocupaciones familiares, relaciones sociales–, porque son los elementos esenciales de su papel como humano y como cristiano. Las realidades creadas, el ámbito laboral y la vida social son el lugar del encuentro amistoso con Dios.
Con gran realismo, San Josemaría no perdía de vista que el mundo ha sido manchado por el pecado, y que eso se refleja en la injusticia y la violencia, en la enfermedad, el dolor y la muerte. Pero con gran fe, predicaba que el mundo ha sido redimido por Cristo. Y, por eso, los fieles cristianos lejos de desentenderse de su realidad, movidos por su libertad y responsabilidad personales, debe llevar esa redención a las esferas familiares, laborales y sociales, es decir, deben contribuir a la solución de los grandes y pequeños problemas de nuestra época. El cristianismo, considerado y vivido así, es una gran contribución para el bien común de nuestra Patria.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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