domingo, 2 de abril de 2006

Juan Pablo II, el Grande

Luis-Fernando Valdés

Hoy hace un año, el Santo Padre que nos había acompañado durante más de 26 años, se fue a la Casa del Padre celestial. Sentimos un hueco grande en el corazón y en la mente, pues este Romano Pontífice marcó una nueva época en el Papado. Fue el Papa cercano a todos, el Papa alegre, pero sobre todo, un hombre que nos habló de Dios, y nos expuso sin titubeos las exigencias de la fe. Nos hizo recuperar el valor de ser católicos.
A las pocas horas de su fallecimiento, las Autoridades vaticanas ya se refirieron a este Pontífice como Juan Pablo II «el Grande». Este título sólo lo ostentan San León Magno († 461) y San Gregorio Magno (540-604), que tuvieron un papel trascendental para la Iglesia. Merecidamente se le aplica al Papa Woytila, por su gran santidad de vida, por su preclara inteligencia, por su abundante Magisterio, por su gran capacidad de conciliación y sus esfuerzos ecuménicos, por ser un infatigable defensor de la paz, por estar siempre cerca de los fieles católicos, entre otros rasgos.
Juan Pablo II el Grande supo entender el drama humano de nuestra época. Vivió en carne propia los horrores de la Segunda Guerra Mundial y del Holocausto; sufrió la dictadura del totalitarismo nazi y luego la del comunismo; experimentó los estragos del relativismo cultural y del nihilismo. Lejos de caer en el odio y el rencor, Karol Woytila encontró motivos para tener una esperanza segura en un escenario tan obscuro.
¿Cuál es esta esperanza que nos supo contagiar? Juan Pablo II nos enseñó que hay esperanza porque Dios está presente en el mundo, y lo ha redimido: lo ha salvado del mal. El 22 de octubre de 1978, en la Plaza de San Pedro, en su primer intervención como Papa, con fuerte voz hizo esta invitación: «¡No tengáis miedo! »
Él mismo comentaría años después que se trataba de «una exhortación dirigida a todos los hombres, una exhortación a vencer el miedo a la situación mundial, sea en Oriente, sea en Occidente, tanto en el Norte como el Sur» (Cruzando el umbral de la esperanza, pp. 241-215). En efecto, el hombre ha convertido el mundo en un peligro para el propio hombre: violencia, muerte, discriminación, tortura, hombre, dolor, soledad.
E insistía el Gran Papa que no tuvieramos miedo de lo que nosotros mismos habíamos creado, ni tampoco tuviéramos miedo de nosotros mismos. ¿Por qué no debemos tener miedo? Y la respuesta de Juan Pablo II es de orden sobrenatural, y está más allá de las ideologías contemporáneas (comunismo, humanismo ateo, capitalismo, relativismo), que han fracasado en su intento de liberar al hombre.
Explicaba que no debíamos tener miedo «porque el hombre ha sido redimido por Dios. ¡Dios ha amado al mundo! Lo ha amado tanto que le ha entregado a su Hijo unigénito. Este Hijo permanece en la historia de la humanidad como el Redentor. La Redención impregna toda la historia del hombre (…). El poder de la Cruz de Cristo y de su Resurrección es más grande que todo el mal del que el hombre podría y debería tener miedo» (ibid, p. 214).
Éste es el Papa valiente, que no tuvo miedo de anunciar, a una época marcada por la increencia, que la solución a sus temores es volver a creer en Dios, en Dios hecho hombre: Jesucristo. «Es necesario que en la conciencia [del hombre de hoy] resurja con fuerza la certeza de que existe Alguien que tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa (…). Y este alguien es Amor: amor hecho hombre, Amor crucificado y resucitado, Amor continuamente presente entre los hombres (…). Él es el único que puede dar plena garantía de las palabras “¡no tengáis miedo!”» (ibid, p. 216).

Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com

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