Luis-Fernando Valdés
Nacimos libres. Y la libertad es la característica más esencial de nuestra dignidad humana. Es lo último que un hombre desea perder. El psiquiatra austriaco, Víctor Frankl, que estuvo preso en Auschwitz, dejó constancia de que aun en medio de las torturas y del encarcelamiento más inhumano, el ser humano «puede» conservar un vestigio de la libertad espiritual, de independencia mental.
¿Por qué pudo un prisionero maltratado por los nazis sentirse verdaderamente libre? Porque en el hombre hay una libertad que se ve y otra que no es visible. Como es lógico, la que se ve es la más fácil de descubrir y de describir. Llamamos libres a la persona que puede hacer lo que quiere sin que nadie la coacciones o se lo impida. Es libre el que puede ir y venir, viajar, opinar, reunirse. Pero todo esto sólo es una parte de ella. Es su aspecto visible. Pero la libertad más importante es la que no se ve. Se trata de la «libertad interior», que es la de nuestra conciencia.
Esta libertad depende enteramente de cada persona. Incluso en la situaciones exteriores más duras, como las de un campo de concentración, el hombre tiene capacidad de elegir cómo reaccionar ante las pruebas más adversas: si se dejará abatir o no por los problemas.
Frankl recordaba a los hombres que iban de un barracón a otro consolando a los demás prisioneros, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: «la última de las libertades —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su propio camino».
Pero la libertad interior también tiene obstáculos, que son difíciles de percibir. Estos impedimentos no están fuera sino dentro de nosotros mismos. Y ¿cuáles son esos obstáculos que ahogan la libertad interior? Son la ignorancia y la debilidad.
La «ignorancia» impide la libertad porque el que no sabe lo que tiene que hacer, sólo tiene la libertad de equivocarse, pero no la de acertar. Y la «debilidad» también es una dificultad, porque una persona débil deja que el desorden de sus sentimientos o la coacción externa del que dirán le disminuyan su libertad.
Gracias a Dios, hoy no tenemos el problema de los campos de concentración en nuestro país. Es difícil que nos veamos impedidos de nuestra «libertad exterior». En cambio, si estamos muy expuestos a la ignorancia y a la debilidad, que entorpecen nuestra «libertad interior».
Pero eliminar estos obstáculos no es nada fácil, porque ambos tienen una apariencia de libertad exterior. Es curioso que, a nombre de la libertad, muchas personas se llenen de ignorancia. Esto ocurre, cuando en vez de buscar la verdad y seguirla, eligen la opción de inventar su propia verdad.
De igual manera, hoy la debilidad se presenta como el ejercicio más alto de la libertad. Escuchamos por todos lados que se exalta en no tener freno ante las propias pasiones. Y se considera como represión todo intento de ordenar esas tendencias humanas. Pero ¿consideramos verdaderamente «libres» al bebedor o al perezoso, que se dejan arrastrar por su debilidad?
Para ser libre interiormente hay que vencer la ignorancia y las distintas manifestaciones de debilidad. Un ser humano que convence a otro de que no existe la verdad o lo invita a vivir sin límites sus pasiones, es peor que un carcelero de Auschwitz, porque le quita la libertad interior.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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