Luis-Fernando Valdés
El famoso escritor inglés G. K. Chesterton, pone en boca de Miguel, protagonista de «La esfera y la cruz», una parábola que viene muy bien a propósito del laicismo mexicano. Se trata de la historia de un hombre que opinaba que la cruz —símbolo del cristianismo— era un símbolo de barbarie y de sinrazón.
En la alegoría, el personaje primero quitó todos los crucifijos de su casa, incluido el del collar de su mujer. Luego quitó las cruces que encontró en los caminos. Finalmente, en un acceso de furor trepó al campanario de la iglesia parroquial y arrancó la cruz, blandiéndola en el aire, y profiriendo improperios.
Una tarde, se dirigía a su casa por un caminito vallado. Se detuvo un momento, para fumar, delante de una empalizada interminable, y en eso sus ojos sufrieron una alucinación, y creyó que empalizada era un ejército innumerable de cruces ligadas unas a otras, de la colina al valle. Enarboló un garrote y se fue contra ellas, como contra un ejército.
Cuando llegó a su casa estaba completamente loco. Se dejó caer en una silla, y pero se levantó de inmediato porque los travesaños del respaldo repetían la imagen de la cruz. Y rompió los muebles, porque estaban hechos de cruces. Pegó fuego a la casa, porque estaba hecha de cruces. Al amanecer lo encontraron, sin vida, en el río.
El interlocutor de Miguel se sorprendió: “y ¿esta historia es verdadera?” —“No. Es una parábola”, respondió aquél. “Es la parábola de todos los racionalistas como usted. Empiezan ustedes rompiendo la cruz, y concluyen destrozando el mundo habitable. Parten ustedes odiando lo racional y llegan a odiarlo todo, diciendo todo es irracional”.
El mensaje de Chesterton sigue siendo actual. Parece que todo lo que se parezca a la cruz, es decir, todo lo que suene a discurso religioso no debe aparecer en la vida pública de nuestro País. Llama la atención la polémica levantada en días pasados por un importante literato y un secretario de estado. El mensaje es claro: la religión debería estar confinada a la propia conciencia, sin aparecer en público.
Y esta situación será el cuento de nunca acabar. Mientras se consideren antagónicos la Iglesia y el Estado, no habrá solución a estas polémicas. Porque si gana aquélla, éste pierde, y viceversa. Pero esta dialéctica por el poder no es el enfoque correcto.
La verdad es que el hombre es un ser social, que nace con unos derechos fundamentales, previos a cualquier jurisdicción estatal. Por eso, cada persona es, al mismo tiempo, ciudadano (del país que sea) y creyente (de la religión o convicción que quiera). Ambos aspectos está inscritos en la naturaleza misma de la persona humana. Ejercitarlos simultáneamente es un derecho humano, no un triunfo de la Iglesia, no una derrota del estado.
Por esa razón, es poco humano, o más bien inhumano, poner a una persona en las siguientes disyuntivas: “o eres creyente o eres mexicano”, “o eres creyente o ejerces un cargo público”. ¿Cuál es la razón para que un mismo ser humano no pueda simultáneamente tener una creencia y, a la vez, participar en la vida pública? ¿No será que vemos cruces donde no las hay?
Hago mía la invitación de Benedicto XVI para trabajar por una renovación cultural y espiritual, «para que la laicidad no se interprete como hostilidad contra la religión, sino por el contrario, como un compromiso para garantizar a todos, individuos y grupos, en el respeto de las exigencias del bien común, la posibilidad de vivir y manifestar las propias convicciones religiosas» (Mensaje, 11-X-2005).
Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com
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