Luis-Fernando Valdés López
En la homilía de la Misa, con la que daba comienzo el pasado Cónclave, el Decano del Colegio cardenalicio, el entonces Card. Joseph Ratzinger, enunció algunos de los retos que enfrentaría el próximo Papa. En ese mensaje puso especial énfasis en un fenómeno de la cultura contemporánea, al que llamó la «dictadura del relativismo».
Estas palabras del Decano causaron revuelo. Para algunos analistas, esa homilía habría significado la descalificación del Card. Ratzinger como futuro Romano Pontífice, ya que esa postura era demasiado rígida y poco atenta a la sensibilidad del mundo de hoy.
¿Por qué esa afirmación causó tanta conmoción? Porque el relativismo está fuerte arraigado en nuestra mentalidad contemporánea. Esta postura cultural afirma que no existe una verdad absoluta, válida para todos los seres humanos. Más bien sostiene que la verdad se construye en cada época de la historia: no existe la verdad definitiva sobre el hombre, sino que el hombre es lo que cada uno opina, aquí y ahora.
En nuestro tiempo, enfrentarse al relativismo es equivalente a ser intransigente, porque nadie tendría derecho a imponer una verdad sobre el hombre, ya que se parte de que esa verdad no existe. Esa oposición al relativismo significaría también oponerse a la democracia, pues como no existiría una verdad común sobre la conducta humana, cada uno puede hacer lo que desee y nadie puede calificar esas acciones como malas o como incorrectas.
El descuerdo de Benedicto XVI con el relativismo suscitó controversia, porque hasta ahora las afirmaciones del nuevo Papa se han tomado como un deseo de imponer una idea, de someter las conciencias a un patrón fijo. Sin embargo, ¿es eso lo que quiso exactamente decir el Santo Padre?
Lejos de esclavizar las conciencias, Benedicto XVI pretende liberar al hombre de hoy. No intenta anclarse en el pasado, sino desatar las cadenas presentes que comprometen el futuro del ser humano. Si no existe una verdad sobre el hombre, no queda más remedio que recluirse en la cuestión de lo útil. Y desde el punto de vista de la utilidad, el ser humano no pasa de ser una estadística, un efecto colateral, una pieza reemplazable: se convierte en una cosa.
En un discurso pronunciado en Madrid, el 16 de febrero de 2000, el entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, explicaba más a fondo los peligros del relativismo. El punto de referencia es la capacidad natural del hombre para conocer la verdad. Toda filosofía tiene como núcleo preguntarse «si el hombre puede conocer la verdad, las verdades fundamentales sobre sí mismo, sobre su origen y su futuro, o si vive en una penumbra que no es posible esclarecer». Sólo si el hombre es capaz de conocer la verdad, la propia existencia tiene sentido. Sólo si existe una verdad sobre el ser humano, se puede respetar la dignidad de cada persona.
En la cultura de nuestros días, la ciencia «ciertamente busca verdades pero descalifica como no científica la cuestión de la verdad». Lo importante es estudiar si las frases de un discurso intelectual tienen coherencia, pero no si esas afirmaciones corresponden con la realidad de las cosas. «Una cientificidad ejercida de este modo inmuniza frente a la verdad», advertía el entonces Card. Ratzinger. Pero «el hombre no está aprisionado en el cuarto de espejos de las interpretaciones; puede y debe buscar el acceso a lo real, que está tras las palabras y se le muestra en las palabras y a través de ellas».
Por esa razón, nuestra cultura ha caído en el pragmatismo. «La cuestión no es la verdad, sino la praxis, el dominio de las cosas para nuestro provecho». El relativismo se presenta como un liberador de todo dogmatismo, y se convierte en un tirano, que convierte al hombre en un objeto manipulable. El ser humano queda a merced de quien ejerce el poder —ya religioso, intelectual o político— y no hay ninguna verdad que pueda protegerlo: porque ni los derechos más básicos formarían parte de la verdad del hombre. De nuevo el pragmatismo: los derechos se conceden, si es para utilidad del que manda.
Como se puede observar, la actitud de Benedicto XVI no es oponerse al hombre contemporáneo, sino liberarlo los atropellos del relativismo. La propuesta del Papa, en continuidad con el mensaje de Juan Pablo II, consiste en «rehabilitar la cuestión de la verdad».
Aquí se refleja también el talante intelectual y moral del nuevo Pontífice. Es un hombre convencido de que la verdad libera al hombre. Cuando fue consagrado obispo el 28 de mayo de 1977, Joseph Ratzinger tomó como lema una palabras la tercera Carta de San Juan: «colaborador de la verdad». Y explicaba sus motivos: «en el mundo de hoy el argumento “verdad” ha casi desaparecido porque parece demasiado grande para el hombre, y sin embargo, si no existe la verdad todo se hunde», por eso, «este lema episcopal me pareció que era el que estaba más en línea con nuestro tiempo» (Mi vida. Ed. Encuentro, 1977, p. 130).
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