Luis-Fernando Valdés
Desde hace años, el Coliseo romano se ilumina cada vez que se deroga la pena capital en algún lugar o se evita una ejecución en el mundo, así como cada 30 de noviembre, cuando se celebra la Jornada Internacional contra la Pena de Muerte. La noche del pasado Miércoles Santo (15 de abril), las luces del célebre monumento fueron encendidas porque el estado de Nuevo México (EUA) abolió este tipo de condena.
El 13 abril pasado, el Senado de Nuevo México votó por la derogación de la pena capital, después de que la cámara baja votara a favor de esa propuesta de ley. Cinco días más tarde, Bill Richardson, gobernador de ese estado anuló la pena de muerte. La Conferencia Episcopal de Estados Unidos expresó que esta medida “ayudaría a construir la cultura de la vida en nuestro país”. Además, el gobernador fue recibido por el Papa Benedicto XVI, el día de la ceremonia de iluminación del Coliseo.
En ese país de América del Norte, la pena de muerte se viene practicando, desde que fue vuelta a autorizar por la Corte Suprema en 1976. Por eso, la decisión de abolir la pena de muerte en Nuevo México, es una importante señal del creciente rechazo a la violencia como medio para frenar el crimen.
Ha sido muy largo el proceso que ha seguido la cultura occidental para oponerse a la pena capital. Ésta ya estaba presente en el derecho romano y, por eso, los cristianos podían hacer poco para erradicarla. Con el paso del tiempo, la Iglesia llegó a un cierto compromiso con el Estado, con el llamado “derecho de intercesión”, mediante el cual, por oficio, el Papa o el obispo del lugar intercedían por el reo de muerte, para que se le conmutara la pena. Este “abolicionismo pastoral” funcionó hasta la edad media.
Federico Barbarroja (1122-1190), fue el primero que rompió definitivamente este pacto. Esta situación fue justificada por teólogos y canonistas con una fórmula más bien hipócrita, que afirmaba que la Iglesia no puede –pero el Estado sí– instituir y eventualmente aplicar la pena de muerte. Desde entonces y hasta muy avanzado el siglo XX, la Teología católica daba por hecho que el Estado tenía derecho castigar con pena de muerte los casos extremos. Incluso en la primera versión (1992) del “Catecismo de la Iglesia Católica” (n. 2266), se aceptaba que el Estado tenía la autoridad para aplicar esta pena, en caso de gravedad extrema, aunque se pedía ya que sólo se dieran penas conformes a la dignidad de la persona.
Fue hasta 1995, cuando la Iglesia dio un giro a la posición anterior, con la publicación de la Encíclica “Evangelium Vitae” de Juan Pablo II. En el n. 56, el Papa Wojtyla explica que en la sociedad de hoy son prácticamente inexistente los casos en que fuera necesario eliminar al reo, para preservar la paz de la sociedad. Con esta doctrina, se modificaron los nn. 2266 y 2267 del “Catecismo”, que ahora dice que si bastan los medios incruentos para defender a la sociedad del agresor, o para volverlo inofensivo, ya no hace falta quitarle la vida al criminal peligroso.
Promover hoy la pena de muerte en nuestro País carece de sentido. Por una parte, es promovida como una especie de “venganza legal”, la cual atropellaría el derecho humano a la vida, aunque sea la de un criminal; y además envilecería a quienes la pidan para los agresores de sus familiares, pues la venganza deshumaniza al hombre, y se opone frontalmente al principio cristiano que afirma que el amor no excluye a los enemigos (cfr. Mateo 5,43-48).
Correo: lfvaldes@gmail.com
http://columnafeyrazon.blogspot.com
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Compártenos tu opinión