domingo, 28 de octubre de 2007

Clérigos y cargos públicos, ¿poder o libertad?

Luis-Fernando Valdés

En esta semana, ha sonado en los medios que la Iglesia reclama el derecho de los sacerdotes a aspirar a cargos públicos. Esta afirmación, sin ningún matiz, causa sorpresa y cierto recelo, pues nuestro País es un Estado laico. Pero si examinamos con un poco de profundidad, vemos que no se trata de una petición de poder para la Iglesia, sino de una exigencia legítima de verdadera libertad religiosa.
¿Por qué la Iglesia pide que la Constitución reconozca que los clérigos tienen derecho a los cargos públicos? Esto los explicó hace tres días el Card. Norberto Rivera. Afirmó que hace falta una legislación en la materia que se adecue a la Carta Magna, la cual brinda a todos los ciudadanos garantías inherentes a sus derechos humanos, entre ellos, los de expresión y reunión. El Arzobispo Primado expuso que a ningún ciudadano se le puede negar el derecho de ser votado; y como los ministros de cultos son ciudadanos, no hay razón para que se les prive de este derecho.
¿La Iglesia está buscando poder político o cargos de elección popular? El mismo Arzobispo Rivera declaró que “la Iglesia católica no tiene interés alguno en llevar a la práctica este derecho por no convenir ni a la Iglesia ni a la sociedad, y por otra parte, la ley canónica prohíbe estrictamente a todos los sacerdotes postularse para puestos de elección”. En efecto, el Código de Derecho Canónico establece que “les está prohibido a los clérigos aceptar aquellos cargos públicos, que llevan consigo un participación en el ejercicio de la potestad civil” (canon, n. 285 § 3).
¿Por qué se ve afectada la libertad religiosa, si no se reconoce a los ministros de culto el derecho a ocupar cargos públicos? La libertad de elegir la propia religión y vivirla es un derecho de todo ciudadano, pero si por el hecho de ocupar un puesto como ministro de culto, la Ley te quita un derecho, resulta que esa misma Ley está limitando tu libertad religiosa. ¿Acaso no es una restricción a la libertad de elegir el modo de vivir la religión, el hecho de que, por ser ministro, se te reduzcan tus derechos?
Si la Iglesia no busca poder, ¿por qué pide que se reconozca este derecho de los ministros de culto? Hay que entender que la libertad religiosa no se limita a que un ciudadano pueda escoger una confesión y a que pueda ejercer los actos de culto. Implica algo más. Esta libertad requiere que los creyentes –ministros o no– no pierdan los derechos que le corresponden por el hecho de ser ciudadanos mexicanos, como el derecho a ser votados, el derecho a la educación religiosa, etc. Mientras este ejercicio pleno de los derechos no quede garantizado a los ministros de culto, hay una discriminación por motivos religiosos.
En el fondo hay una incongruencia en la Constitución, ya que por una parte reconoce la igualdad de los ciudadanos, mientras que por otra, niega a los ministros de culto un derecho que les corresponde como ciudadanos. Por avatares de nuestra Historia nacional, la Carta Magna implícitamente establece que hay ciudadanos de segunda categoría, con menos derechos que el resto. Ha llegado el momento histórico de replantear el tema, quitando el enfoque decimonónico de la dialéctica de poder entre la Iglesia y el Estado. Esta es la oportunidad de buscar una solución pacífica, armónica con el derecho inherente de cada ciudadano, abordada no desde el poder, sino desde el ángulo de la libertad religiosa y de la igualdad. Es por México, es para consolidar nuestro Estado de derecho.

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domingo, 21 de octubre de 2007

La “Voluntad Anticipada” y sus sofismas

Luis-Fernando Valdés

El diputados del PRD y del partido Alternativa Socialdemócrata presentaron hace unos días un iniciativa denominada “Ley de Voluntad Anticipada” para el Distrito Federal, que incluye reformas y adiciones al Código Penal. Este proyecto permitiría a enfermos en fase terminal renunciar a todo tratamiento médico, o en caso de no estar en condiciones de decidir, que un pariente en primer grado lo haga por ellos, para evitar una prolongada agonía. Esta voluntad del paciente de someterse o no a algún método de “ortotanasia” quedaría expresada en un documento notariado. Aunque en un primer momento parece que esta ley defendería al enfermo, un estudio más detenido nos indica que la iniciativa maneja una falsa filantropía que, en el fondo, es una tiranía encubierta.
Se propone que sea legal la “muerte asistida” cuando la petición sea formulada por un paciente en estado consciente; además deberá contar con el aval de un Consejo Técnico de Ética, el cual deberá crearse bajo la tutela de la Secretaría de Salud del DF. Incluso, esa muerte sería legal cuando sea autorizada por los familiares, en el caso de pacientes en etapa terminal, pero sin conciencia para tomar una decisión.
Primero aclaremos los términos que intervienen en esta discusión. Según los promotores de esta iniciativa legislativa, “eutanasia activa” significa que al enfermo terminal se le aplican medicamentos que producen directamente su muerte, y “eutanasia pasiva” quiere decir omitir los tratamientos que prolonguen la agonía. En el proyecto sólo se contempla la segunda.
Como respuesta, primero veamos que la ciencia médica, en relación a la muerte, ha progresado de modo que puede tanto alargar la vida más de lo debido, como adelantarla antes del deceso natural. En ambos casos se pueden violar los derechos del enfermo: el derecho a morir con la dignidad que le corresponde y el derecho a vivir el tiempo que Dios haya dispuesto para cada hombre. Para respetar la dignidad de la persona en su momentos finales, se habla de “ortotanasia”, que es cuando los médicos aceptan que un paciente está en fase terminal, y no se le aplican medios “desproporcionados” (es decir, muy caros, muy dañinos, o que dan pocas esperanzas de curación, etc.) para alagar la vida más allá del tiempo debido.
Si la Ley de Voluntad Anticipada se limitara a regular la “ortotanasia” sería una ley buena. Pero el proyecto va más allá de eso. Para apoyar la iniciativa de ley, el diputado priísta, Tonatiuh González señaló que “debe existir una ley que le permita a los enfermos terminales elegir entre la suspensión de los medicamentos y la aceleración de su muerte a través de métodos asistidos”. A esto hay que decir que esa “suspensión de medicamentos” es ética sólo si se refiere a la aplicación de medios desproporcionados, pero es inmoral si incluye el retiro de los medios básicos de atención a un paciente, como son la hidratación, alimentación, sedantes, etc. Además, la “aceleración de la muerte” no es otra cosa que un “suicidio asistido” (si lo pidió el enfermo) o un “homicidio” (si se aplica sin que lo pida el paciente terminal).
Bajo la máscara de la filantropía se oculta una auténtica tiranía. ¿Quién va a decidir quién debe seguir viviendo y quién debe morir? El peligro de abuso por parte de las autoridades es real. La autoridad civil nunca puede decidir la vida de sus ciudadanos. El Estado nunca puede decir que la vida de un ciudadano “no tiene sentido”.
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domingo, 14 de octubre de 2007

Libertad religiosa en déficit

Luis-Fernando Valdés

Hace ya quince años se establecieron las relaciones diplomáticas entre el Estado Mexicano y la Iglesia Católica. Para celebrar este importante aniversario, la Secretaría de Relaciones Exteriores organizó, a inicios del presente mes, un Seminario en el que participaron importantes personalidades tanto mexicanas como extranjeras. Aunque se alabó el avance en cuestión de libertad religiosa, el balance no fue tan favorable, porque aún no se reconoce plenamente este derecho humano.
Es importante notar que cuando se habla de la libertad religiosa se trata de un derecho humano fundamental. Es decir, no es un derecho que la Iglesia pida sólo para los católicos mexicanos, sino que se trata de un derecho que posee de modo natural cualquier ciudadano, en cualquier país del mundo, con independencia del credo que profese. Por esta razón, el fundamento de las relaciones de la Iglesia con un Estado se apoya en una exigencia de la naturaleza humana. No se trata, por tanto, ni de un pacto entre ambas entidades, en el que se negocian y establecen algunos ámbitos de libertad, ni de una concesión de derechos por parte de un Estado hacia la Iglesia.
En los Pactos Internacionales firmados por México, que por tanto tienen rango constitucional, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, se define la libertad religiosa así: “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión, o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, por la práctica, el culto y la observancia” (art. 18).
Pero en nuestro País este derecho fundamental es restringido por las propias leyes. Por ejemplo, el artículo 24 de nuestra Carta Magna reconoce el derecho a profesar la creencia religiosa que cada uno desee, pero niega que la religión se pueda manifestar en público, pues dice que “los actos de culto público deberán realizarse en los templos y sólo de manera extraordinaria fuera de ellos”. Con independencia de la relación del Estado con la Iglesia Católica o cualquier otra Confesión religiosa, hace falta coherencia constitucional con los tratados internacionales que reconocen la manifestación pública de la religión.
Para algunos, resulta un poco extraño que la Iglesia reclame que se amplíe el derecho a la libertad religiosa, hasta que abarque todos los aspectos que naturalmente conlleva. Parecería que quisieran decirle a la Iglesia que se conforme con lo que ya ha obtenido. Pero es necesario explicar, una vez más, que la Iglesia no está pidiendo algo que no le corresponda, sino que está exigiendo que se garantice un derecho humano fundamental, que incluye no sólo la libertad de culto, sino también la libertad de difusión de los credos, ideas u opiniones religiosas, el derecho a la educación religiosa y el reconocimiento de la objeción de conciencia.
El hecho de que aún no estén reconocidos esos otros ámbitos de libertad religiosa afecta a todos los mexicanos, no sólo a los católicos, porque a todos nos perjudica un sistema jurídico que limita el ejercicio pleno de un derecho inherente a la condición humana. El verdadero amor a nuestra Patria nos debe llevar a buscar que nuestra País sea un Estado de derecho pleno, para cualquier ciudadano sin importar su credo.
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domingo, 7 de octubre de 2007

Ciudadano y cristiano, hacia una nueva armonía

Por Luis-Fernando Valdés
Publicado el 7 de octubre de 2007

En nuestra sociedad mexicana, pervive una separación entre el cristianismo y la vida civil. Esta situación ya centenaria presenta como una situación incompatible el vivir armónicamente como ciudadano y como cristiano. Sin embargo, en el santoral católico ayer celebrábamos a Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, que con su vida y sus enseñanzas ha mostrado una tercera vía, donde se armonizan la fe y la legítima autonomía de las realidades seculares.
La dialéctica en las relaciones de la Iglesia con el Estado es un drama de más de siglo y medio, en el que se pueden distinguir tres fases. La primera es la llamada “cuestión romana”. Pío IX, ante el intento de Víctor Manuel de unificar Italia, defendió los Estados Pontificios como un territorios del Papado. Defendía el poder temporal del papado, porque este Papa buscaba el indispensable soporte temporal para el libre ejercicio del poder espiritual. Por eso, para Pío IX era necesario defender los territorios pontificios de la invasión del naciente Reino de Italia, para garantizar la libertad de la Iglesia. Los liberales italianos sostenía, por el contrario, que la Iglesia debía ser una institución libre, pero “dentro” del Estado Italiano, es decir, como una institución más regida por las leyes civiles de la sociedad italiana.
En una segunda etapa, Pío XI –que también defendía que la Iglesia necesitaba “la plena libertad e independencia del poder civil en el ejercicio de su divina misión”– resolvió la “cuestión romana”. Comprendió que basta contar con un mini-Estado (la actual Ciudad del Vaticano), y así quedó establecido en los Pactos Lateranenses que la Santa Sede firmó con el Estado Italiano. De esta manera consiguió para el Vaticano la consistencia de un Estado, para no depender de otro.
En esta segunda fase, Pío XI buscó asegurar no sólo la libertad de la Iglesia, sino también la “presencia cristiana” en la sociedad civil, que facilitara la salvación de las almas. Para defender la dignidad de la persona, del matrimonio y de la familia, este Papa comprendió que no bastaba con dar documentos doctrinales, sino que los católicos debían asociarse para promover los valores cristianos, frente a las ideas laicistas o anticlericales de algunos gobiernos. Así nacieron algunos partidos políticos en diversos países, se crearon universidades católicas, etc.
Sin embargo, hay un tercer nivel en el que se explica que la relación entre los ámbitos espiritual y temporal está, no ya en un Estado temporal, político, con fronteras y ejército; ni siquiera sola o preferentemente en unas instituciones de catolicismo social –como partidos, sindicatos, etc.–, sino en el corazón mismo del hombre, en la toma de conciencia personal de la responsabilidad apostólica y social del cristiano.
Sin oponerse a las soluciones de la segunda fase, San Josemaría Escrivá fue el pionero del tercer nivel. En una celebre homilía, pronunciada hace exactamente cuarenta años menos un día, explicó esta armonía entre lo espiritual y la vida cotidiana, que había predicado desde 1928: “En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria”. Esta es una gran aportación del Fundador del Opus Dei, que permite que cada ciudadano armonice su condición de “fiel” y de “ciudadano”, de hombre leal a la sociedad civil a la que igualmente pertenece y donde se mueve.
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