domingo, 31 de enero de 2010

El “Papa emérito”


Luis-Fernando Valdés

Acaba de aparecer al público el libro “¿Por qué un santo?”, escrito por Mons. Slawomir Oder, postulador de la causa de Juan Pablo II, que se basó en las versiones de 114 testigos y en documentos sobre la vida del Papa que fueron compilados para apoyar su canonización. En este escrito se relata que el Papa polaco practicaba la mortificación corporal y que tenía previsto renunciar si su salud le hubiera impedido gobernar la Iglesia.

La noticia de ambos temas ha dado pie a cierto amarillismo: un “Papa asceta”, un “Papa emérito” (o sea, “jubilado” en términos eclesiásticos). Sin embargo, para los creyentes estos dos hechos tienen un significado muy profundo, que deseo compartir con los lectores.

Sobre la renuncia del Pontífice, la obra de Mons. Oder saca a la luz que el Papa Wojtila, el 15 de febrero de 1989, cuando su salud empezó a fallar preparó un documento para sus ayudantes en el que afirmaba que renunciaría al Pontificado romano, “en el caso de una enfermedad que se presuma incurable, duradera y que me impida ejercer las funciones de mi ministerio apostólico”.

Esto no es nuevo, pues en su momento ya había hecho Pablo VI (el 2.II.1965). En 1994, Juan Pablo II confirmó este deseo suyo, pero después de varias consultas, decidió continuar al frente de la Iglesia hasta su muerte. Él mismo llegó a la conclusión de que no había lugar en la Iglesia para un ‘Papa emérito’.

Lejos de mostrar a un papa temeroso, o acobardado ante la falta de salud, esta disposición a renunciar nos enseña a un gobernante que no está apegado al poder tanto humano como espiritual de su cargo, nos revela que el corazón de Karol Wojtila amaba tanto a la Iglesia, que prefería renunciar a hacerle daño, (lo cual hubiera sucedido si hubiera seguido en el cargo, sin las capacidades mentales para dirigir al nuevo Pueblo de Dios).

Sobre la mortificación practicada por el Papa polaco, Mons. Oder escribió que con frecuencia Juan Pablo II no ingería alimentos, sobre todo durante la Cuaresma. También “con frecuencia dormía durante la noche en el simple piso”, para practicar el sacrificio, y destendía su cama por la mañana para no llamar la atención. Además, según testifican sus colaboradores cercanos, el fallecido Pontífice se auto-flagelaba.

El tema del sacrificio corporal no es nuevo en la historia de la humanidad, y tampoco hoy resulta extraño. Lo que resulta escandaloso es el motivo. A nadie le parece raro que una persona, por razones estéticas se someta a tratamientos y dietas, que implican mucho esfuerzo. Y lo mismo se puede decir de quienes reciben tratamientos médicos para curar enfermedades complicadas, o siguen un plan de entrenamiento exhaustivo.

En cambio, el Papa Wojtila vivió esa mortificación por un sentido religioso: identificarse con Cristo, que sufrió la Pasión y murió por la salvación de los hombres. Así este gran Obispo de Roma alcanzó el ideal de los cristianos, que consiste en identificarse con Cristo doliente. Los grandes santos de la Iglesia siempre han recurrido a este tipo de sacrificios, para alcanzar a Cristo y sacar adelante su misión.

Juan Pablo II, aun después de su muerte, nos sigue dando un gran ejemplo y nos sigue alentado, pues con estos dos episodios, nos muestra que vivió entregado a su misión y nos confirma que no nos equivocamos al confiar en él. Este nuevo libro viene a mostrar una vez más la coherencia y la autenticidad de un Papa que se ganó el respeto y la estima de millones de personas tanto creyentes como no creyentes.

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domingo, 24 de enero de 2010

El Papa en la Sinagoga



Luis-Fernando Valdés

El 17 de enero pasado, Benedicto XVI visitó la Sinagoga de Roma. Este importante acontecimiento no tuvo tanto eco en los medios, seguramente desbordados por las noticias del terremoto de Haití, ocurrido unos días antes de esta visita. Pero el significado de este evento sigue vigente.


No era ya una novedad que un Papa acudiera a una sinagoga, pues Juan Pablo II lo había hecho en 1986, y el Benedicto XVI en Colonia (2005) y New York (2008). Sin embargo, esta visita tuvo un gran interés de diálogo interreligioso, porque al acto asistió una delegación musulmana de la mezquita de Roma.

El Papa invitó en su discurso a trabajar juntos a partir de las raíces comunes de los Diez Mandamientos. Mientras que el rabino jefe de Roma, Riccardo di Segni, se refirió a esas “visiones compartidas” en defensa del ambiente, de la santidad de la vida, de la libertad y de la paz; y añadió que se trata de un empeño que debe implicar a hebreos, cristianos y musulmanes.

El tono de la visita fue amable y cordial, con numerosos aplausos y momentos emotivos, como el saludo del Papa al ex rabino Elio Toaff, de 95 años, quien recibió a Juan Pablo II en 1986; el homenaje a la lápida que recuerda a los 1.021 judíos romanos deportados a los campos de exterminio; y el homenaje a las víctimas de un atentado a la sinagoga ocurrido en 1982.

Las referencias a los puntos conflictivos fueron más o menos explícitas, pero no determinaron el carácter del encuentro. El Papa subrayó que “la Iglesia no ha dejado de lamentar las faltas de sus hijos e hijas, pidiendo perdón por todo lo que ha podido favorecer en cualquier manera las plagas del anti-semitismo y del anti-judaísmo”.

Las intervenciones del presidente de la comunidad judía de Roma, Riccardo Pacifici, y del presidente de las Comunidades judías de Italia, Renzo Gattegna, marcan una nueva época en la relación entre judíos y católicos.

Pacifici expresó que el diálogo entre judíos y católicos “puede y debe continuar” y, por su parte, Gattegna auguró que “las diversidades no sean nunca más causas de conflictos ideológicos o religiosos, sino de recíproco enriquecimiento cultural y moral”.

Los efectos positivos no se hicieron esperar. Ya antes de la visita, Mons. Vincenzo Paglia, presidente de la comisión ecumenismo y diálogo de la Conferencia Episcopal Italiana, calificó la amistad entre judíos y cristianos como “intensa” y explicó que se trata de “una especie de obligación teológica”, porque “la fraternidad entre estos dos pueblos es parte integrante de sus respectivos credos”.

Cuatro días después del evento, el embajador de Israel ante la Santa Sede, Mordechay Lewy, publicó un par de artículos en la revista mensual judía italiana “Pagine Ebraiche”, en los que pide a sus connacionales una mayor apertura al diálogo con la Iglesia católica. Afirmó que “los católicos nos tienden la mano”, y por eso “sería insensato no aferrarla, a menos que queramos hipotecar nuestro futuro con una animosidad constante con el mundo católico”.

Los hechos se imponen a las críticas. Los esfuerzos de las autoridades católicas y judías muestran un gran deseo de diálogo, y cada vez son menos los que se niegan a esta convivencia interreligiosa. Este acercamiento entre católicos y judíos viene a cambiar una paradigma muy antiguo, que sostenía que las diferencias religiosas provocan guerras y división. Hoy ya no es así. Más aún, el diálogo entre religiones puede ser el gran motor para conseguir la anhelada paz entre los pueblos.

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domingo, 17 de enero de 2010

Haití: solidaridad a fondo


Luis-Fernando Valdés

El 12 de enero de 2010 ha marcado la historia. Un devastador terremoto destruyó Haití, dejando decenas de miles de muertos y centenares de miles sin hogar. Inmediatamente la comunidad internacional manifestó su apoyo, y voces autorizadas como Benedicto XVI pidieron ayuda para los damnificados. Inició la hora de la solidaridad.

Junto con la generosidad de miles y miles de personas, que desde diversos puntos del mundo han enviado ayuda en comida, medicina y ropa, está el esfuerzo admirable de centenares de rescatistas de diversas naciones, que intentan buscar sobrevivientes entre los escombros.

Toda esta ayuda es digna de alabanza, especialmente porque Haití es el país más pobre de todo el continente. Pero el hecho de que hayamos tenido que esperar a que ocurriera un gran desastre natural, para mostrar apoyo hacia esa afligida nación, nos lleva a la reflexión: ¿la solidaridad consiste únicamente prestar auxilio material o sanitario en las desgracias

Además de seguir promoviendo la asistencia médica y alimenticia, y de pedir oraciones por las víctimas y los sobrevivientes, la tragedia de Haití nos invita a comprender mejor la solidaridad, que es una virtud de cuño claramente cristiano.

Juan Pablo II explicaba que esta virtud no es “un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (Encíclica “Sollicitudo rei sociales”, 38).

La solidaridad así entendida lleva a considerar que los seres humanos estamos en profunda relación, no sólo por pertenecer a una misma comunidad, sino por el hecho mismo de poseer una naturaleza común. De este modo, ningún grupo humano y ninguna nación se pueden considerar al margen de las necesidades de los otros grupos o países.

Pero hoy tenemos que cuestionar si el modo como se desarrolla la política internacional es solidario. El aumento cultural, educativo, económico y tecnológico es una llamada a las naciones desarrolladas a compartir sus riquezas y avances, con los países más necesitados, para que por ellos mismos puedan salir adelante.

Hace falta también promover un modelo cultural que entienda que el desarrollo nunca puede tener un enfoque individualista. El progreso personal no puede desentenderse del avance familiar, y éste a su vez no debe ignorar la superación de la propia comunidad. De igual manera, el crecimiento económico, social y cultural de un país no puede desatender a su compromiso de ayudar a las naciones necesitadas.

La solidaridad no estaría completa si se dejara de lado la dimensión espiritual y religiosa. La sana laicidad del Estado no significa que no exista en cada persona una necesidad de tipo sobrenatural. Una parte importante de la solidaridad que ahora mismo Haití necesita es que recemos por sus habitantes, como nos gustaría que nos encomendaran si estuviéramos en una necesidad similar.

Por eso, los escombros que ahora cubren la superficie de Haití ponen al descubierto la falta de esa otra solidaridad, pues este país ha sido casi abandonado al subdesarrollo y a la ignorancia, durante décadas. Que las toneladas de medicinas y alimentos no se conviertan en una “tapadera”, que oculte la falta de atención internacional a los otros problemas sociales, económicos y culturales de esta abatida nación.

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domingo, 10 de enero de 2010

El “Papa verde”



Luis-Fernando Valdés

Un hecho muy sonado en 2009 fue el fracaso de la Cumbre de Copenhague sobre el medio ambiente, organizada por las Naciones Unidas. Los países ahí reunidos no fueron capaces de aportar una solución viable a los problemas ecológicos mundiales, como el calentamiento global. En cambio, Benedicto XVI recibió el apelativo de “Papa verde” por parte de los medios de comunicación. ¿Cuál es la revolución ecológica del Pontífice?


El año que a penas terminó consolidó el prestigio del Santo Padre como defensor de la creación. La revista norteamericana de geopolítica “Foreign Policy” (FP) clasificó a Benedicto XVI en el lugar número 17 entre los “100 mayores pensadores globales” del año, entre aquellos que con sus “grandes ideas han modelado nuestro mundo en el 2009”.

Entre los méritos que “FP” reconoce al Papa Benedicto está el de “haber colocado a la Iglesia de manera inesperada a la cabeza en la defensa del ambiente y en la denuncia de los peligros del cambio climático” (www.foreignpolicy.com, del 30.XI.2009).

Esta nominación no resulta extraña porque el Obispo de Roma ha enviado bastantes mensajes sobre el tema de la ecología. Uno de los más significativos está contenido en su última encíclica, “Cáritas in veritate” (29.VI.2009), en la que el Papa ofrece pautas de solución a temas candentes como la explotación de los recursos no renovables y la justicia hacia los pueblos más pobres, la cuestión de los consumos energéticos, la responsabilidad ante las generaciones futuras, la relación entre ecología y respeto de la vida.

El 10 de septiembre del año pasado, el Pontífice expresó que se debe “ver en la creación algo más que la simple fuente de riqueza o explotación por la mano del hombre”. El regalo de la creación debe ser usado “responsablemente y con respeto, haciéndolo fructífero”. Ya que al final, debemos ver la creación como “la expresión de un plan de amor y verdad que nos habla del Creador y de su amor por la humanidad que encontrará su plenitud en Cristo, al final de los tiempos”.

Hace unos días, el 1 de enero, Benedicto XVI publicó un importante mensaje sobre el cuidado de la creación, titulado “Si quieres promover la paz, protege la creación”, que es como un resumen de sus propuestas anteriores. El Papa recuerda el mandato divino de cultivar y custodiar la tierra. “Todo lo que existe pertenece a Dios, que lo ha confiado a los hombres, pero no para que dispongan arbitrariamente de ello. Por el contrario, cuando el hombre, en vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios, lo suplanta, termina provocando la rebelión de la naturaleza” (n. 6).

También el Santo Padre alienta “la educación de una responsabilidad ecológica” que salvaguarde una auténtica “ecología humana” y, por tanto, afirme con renovada convicción “la inviolabilidad de la vida humana en cada una de sus fases, y en cualquier condición en que se encuentre, la dignidad de la persona y la insustituible misión de la familia” (n. 12).

Pero el Papa no sólo envía mensajes “verdes”, sino que ha emprendido acciones ecológicas. Hizo instalar paneles solares para la generación de electricidad en los techos del Vaticano y en los de su casa en Alemania.

El Pontífice también ha hecho del Vaticano el primer estado neutral en emisiones de bióxido de carbono, a través de la reforestación de bosques en Hungría, que compensan las emisiones de C02 producidas en esa Ciudad Estado. Por todo esto, es acertado calificar a Benedicto XVI como el “Papa de la ecología”, y a sus mensajes como una “revolución verde”.

Correo: lfvaldes@gmail.com

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domingo, 3 de enero de 2010

Homosexualidad y adopción

Luis-Fernando Valdés

La Asamblea Legislativa del Distrito Federal aprobó una ley, que equipara las uniones entre personas homosexuales con el matrimonio entre un varón y una mujer. Además, esta ley contempla la posibilidad de que esas parejas homosexuales puedan adoptar niños. La reacción ha sido un enfrentamiento de posiciones, entre algunos legisladores locales del PRD y la Arquidiócesis de México. Al margen de la polémica, necesitamos una argumentación seria que permita el diálogo.

En primer lugar, quienes manifiestan tendencias homosexuales son –ante todo– personas y ciudadanos como los demás, por lo que merecen respeto y un trato cordial. Pero respetarlos, no excluye que la homosexualidad sea puesta a crítica, pues es un fenómeno que requiere reflexión y revisión. Una cosa es el respeto y otra el dogmatismo.
Se suele confundir el respeto a los sentimientos de las personas homosexuales, con concederles derechos. Pero no es lo mismo. Como le pasa a cualquier adulto, en los homosexuales existe una inclinación afectiva natural a la paternidad y maternidad: entendemos que tengan el deseo de ser padres o madres. Sin embargo, aunque esa tendencia exista, es obvio que estas parejas están imposibilitadas para tener un hijo. Entonces, ¿se les debe conceder un derecho a la adopción, para vencer el impedimento biológico?

Llegamos al punto central. Parecería una discriminación no otorgarles el derecho a adoptar, pues “se les privaría” del derecho a realizar el deseo de paternidad o maternidad. Hay que observar como la parte subjetiva de esas personas (su deseo de ser padre o madre), se impone sobre la parte objetiva: el menor mismo que es adoptado.
Lo fundamental en la adopción no son los padres que desean tener un hijo, sino el menor de edad. La finalidad de la adopción es custodiar el derecho inalienable del menor a ser educado y formado dentro de la sociedad. Se trata de un derecho del menor, que ordinariamente es ejercido en el seno de una familia. Cuando ésta falta, el Estado puede otorgar la tutela, la custodia y la educación de un menor, para que alcance la adecuada instrucción y logre insertarse en la sociedad.
La identidad de género es esencial para cada persona, y se alcanza mediante la educación familiar. El niño necesita de estímulos –que encuentra originalmente en la familia– para realizarse como un adulto normal: estímulos cognitivos, para aumentar su inteligencia; afectivos, para sentirse seguro; perceptivos, para saber interpretar el significado de lo que capta a través de los sentidos; sociales, para descubrir el valor del otro; y morales, para formarse una conciencia ética. De igual manera, el niño aprenderá la identidad de género, de quienes lo rodeen en su infancia.
El Estado debe tutelar que sólo puedan adoptar a un menor, quienes reúnan un mínimo de cualidades para que el menor crezca adecuadamente, en todos los sentidos. Al adoptar a un menor, lo primero es respetar su condición de ser, su identidad.
Entonces, otorgarles el derecho de adopción a las parejas homosexuales constituye un atropello sobre los menores, pues se pone por encima de su educación el deseo de paternidad o maternidad, aunque tal deseo los pueda lastimar en su identidad de género. En el fondo, aunque no es fácil percibirlo cuando hay apasionamiento, se toma al menor como un “objeto”, que es “usado” para satisfacer un deseo, por más sublime que éste sea. Pero una persona no puede ser usada, pues, como afirmó Emmanuel Kant, el ser humano nunca es un medio sino que siempre es un fin.

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