Luis-Fernando Valdés
Mañana se cumplirán dos décadas de la caída del Muro de Berlín (9.XI.1989), que fue el emblema de los totalitarismos que dividieron a Europa y al Mundo. Durante la noche del 12 al 13 de agosto de 1961, las autoridades de la entonces República Democrática Alemana levantaron de un golpe los 45 km de pared, que aislaron física, moral y espiritualmente a los países de ideología comunista. Fueron duros años para los berlineses y para toda Europa oriental, pero corremos el riesgo de olvidar esta importante lección.
Veinte años no son pocos. Son suficientes para perder de la memoria histórica, y corremos el riesgo de olvidar las grandes lecciones de la Historia. El Muro era el símbolo de la división de la humanidad, tal como quedó el planeta al terminar la Segunda Guerra Mundial. Esa separación era de tipo intelectual y moral, antes que económica o política.
El comunismo, impuesto por la entonces Unión Soviética a sus países satélites, era una doctrina política basada en una antropología que negaba la dignidad de cada persona, su libertad de conciencia y que atropellaba el resto de las libertades, que quedaban sometidas a los planes del Partido Comunista. En este sistema ateo, la práctica religiosa era abiertamente combatida.
La apertura del Muro fue el símbolo de la caída del sistema comunista. Uno de los artífices de este cambio fue Juan Pablo II, que provenía de Polonia, país también dominado por la Unión Soviética. El Papa Wojtyla supo canalizar las energías humanas y espirituales para crear un movimiento religioso y social, que desembocó en la rotura de esa cruel frontera.
Este gran Pontífice supo captar el problema de fondo del sistema comunista, y por eso pudo vencerlo. La crueldad de la Segunda Guerra Mundial y del posterior totalismo soviético procedían –en termino último– de haber olvidado a Dios, o peor, de haber buscado acabar con Él. Y, cuando Dios no está presente en las conciencias personales y en la vida de una nación, el ser humano se vuelve contra el propio hombre, atropellando sus libertades y sus aspiraciones.
Juan Pablo II explicaba que “la caída del muro así como el derrumbamiento de simulacros peligrosos y de una ideología opresora, han demostrado que las libertades fundamentales que dan significado a la vida humana no pueden ser reprimidas y sofocadas por mucho tiempo” (Discurso, 23.V.1990).
Y esas libertades fundamentales, que durante la llamada “Guerra fría” eran atropelladas abierta y violentamente, hoy también son asediadas, pero por enemigos invisibles de corte ideológico o económico, que intentan asfixiar la dimensión espiritual de las personas. Cuando se niega la posibilidad de conocer la verdad, cuando se reduce la conciencia moral al subjetivismo, cuando la libertad se exalta por encima de los derechos de los demás, cuando los criterios económicos son la guía principal del comercio y de las políticas laborales, entonces la dimensión espiritual de las personas se ve encadenada.
Cayó el Muro de Berlín, pero se han levantado nuevas barreras para limitar la libertad. Los escombros del Muro son la señal de la victoria: la sed de verdad y la libertad de conciencia para profesar la fe no pueden ser acalladas por una imposición violenta. Pero la nueva generación, que ni siquiera había nacido cuando desapareció la Unión Soviética, no está exenta de ser atrapada dentro de nuevas murallas invisibles: las ideologías ateas, el relativismo moral, el escepticismo. No podemos olvidar la lección de Berlín.
Correo: lfvaldes@gmail.com
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Excelente artículo. ¡Siempre al día!
ResponderBorrarExcelente artículo. ¡Siempre al día!
ResponderBorrarel mundo va para adelante, y la iglesia???..creo que no
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